Blogia
Tediósfera

Campeche: instrucciones de uso

Los intelectuales sólo quieren divertirse

Los intelectuales sólo quieren divertirse

Dice Héctor Malavé que el carnaval es “la acción social más ilusoria de la perversión humana”. Yo diría que es de la “diversión” humana, en tanto pensamos casi automáticamente que ver pasar gente disfrazada o bailando en una comparsa vale como forma de entretenimiento. ¿Qué tiene el carnaval que monopoliza las conversaciones de la radio, los paneles en los programas, las repeticiones a deshoras en la televisión? En busca de respuestas me inmiscuí en reuniones absolutamente incompatibles entre sí, con gente ilustrada y generalmente con estudios de posgrado. Las discusiones radiales y televisivas sobre el carnaval me habían parecido siempre monótonas, con largas peroratas sobre las coreografías, los diseñadores o el comité organizador. Quise rastrear otro punto de vista, pero encontré que la comunidad letrada hablaba exactamente sobre las mismas cosas.   

AL CARNAVAL NI TODO EL CLAMOR NI TODO EL DINERO

Los burócratas intelectuales quisieron primero ser poetas o narradores. Se casaron y procrearon hijos a destiempo para pretextar ese trabajo del que siempre hablan mal, pero que los mantiene. De repente, en ciertas reuniones de cantina, hablan con ánimo de boletín. Cuando me encontré con dos burócratas intelectuales en la palapa de un bar familiar, los interrumpí a mitad de una discusión sobre la pérdida de tradiciones. Aproveché la oportunidad para preguntarles si era válido celebrar el carnaval sólo como una fecha obligada en el calendario, como la navidad, la semana santa o el mes de la campechanidad.
“Vences la pasividad, te escapas dos días del trabajo, ¿cuál es el problema?”, dijo uno de los presentes.  
“El problema quizás es que no te gastas 12.5 millones de pesos en ninguna otra celebración patrocinada por el Ayuntamiento”, dijo el otro.
El empleado que había dado la respuesta, mascó la tostada con la fuerza de quien sabe que la ruta del dinero está llena de buenas explicaciones. Entendí por sus palabras que el problema es que el carnaval ha tomado el tamiz de obra social. Y como todo lo que toca el Gobierno, termina por someterse a las desavenencias de la discusión pública.
“¿El que se financie del erario ha influido en que todo mundo quiera opinar ahora sobre el carnaval?”, dije.
“Ah, la gente pide y critica casi sin pensar y ni siquiera sabe lo que quiere”, explicó el primer hablante. “Un día quiere un mercado ejidal, una cancha en su unidad habitacional, un carnaval de nivel. A la mañana siguiente quiere exactamente lo contrario: más franquicias, que derrumben la cancha y construyan un estacionamiento, que no traigamos a Don Omar y mejor lo destinemos todo a reparar baches”.
Ese carácter de caos instaurado es algo de lo que hace fascinante al carnaval, pensé. Por un lado, se trata de la fiesta por excelencia de los excesos, pero por otro, las decisiones del comité organizador admiten una revisión tan rígida como la de una compraventa de acciones.
“Ya que sabe que se trata de su dinero, la gente no se traga cualquier cosa”, siguió el primer poeta funcionario. “Hace algunos años, traías al último actor que se había vuelto cantante, al recién salido del festival Valores Bacardí o al grupo de rock que podía tocar sin enchufar sus instrumentos. Ahora no. Los campechanos se han vuelto exigentes. El público quiere sólo lo que está sonando en la radio”.
“Tengo la impresión”, intervine, “de que después que anuncian la cartelera del carnaval, las estaciones de radio se empeñan en poner a todas horas música de los artistas que vendrán. ¿No es una especie de fraude para aparentar eso que dices?”
El funcionario jugueteó unos segundos la verdura con un mondadientes, antes de despedirme de la discusión con un “No”.


DEL DISFRAZ Y OTROS DEMONIOS

No supe si era un reencuentro generacional, pero la sala estaba repleta de chicas de las que estuve enamorado por lo menos una vez. Es la consecuencia natural de haber estudiado en una facultad donde el 80 por ciento del alumnado eran psicólogas.
 “Lo mejor del carnaval son los disfraces”, argumentó uno de mis ex compañeros de licenciatura. “Te vistes de mestiza o sacerdote, cumples un rol que no te pertenece”. 
La paradoja del mundo contemporáneo, me dije mentalmente, es que alguien tenga que disfrazarse para sentirse un poco más libre.
“Es como desencadenar a los demonios”, se involucró una amiga, cuya tesis sobre la necesidad de usar ropa de látex durante el noviazgo le mereció una mención honorífica.
Le pregunté qué disfraces le habían hecho sentir tal liberación.
“A los tres últimos bailes de caridad que he asistido, he ido de vaquera, de princesa y de china poblana”.
“¿Vestirte de china poblana te hace sentirte más libre?”, pregunté francamente sorprendido.
“Es una forma de ser lo que la sociedad no te permite”, dijo como si eso fuera una respuesta. “Bueno no sé”, le espetó una ex compañera que acababa de unirse a la plática, “ver a mi jefe en una foto disfrazado de Condonmán lo hizo ciertamente más humano, pero también hizo que le perdiera todo el respeto que le tenía”.
“¿El carnaval nos acerca entonces al prójimo?”, inquirí.
“Sí, de hecho nos acerca más de lo que quisiéramos, por ejemplo con la gente odiosa con la que estudiaste en la carrera y que te ves obligado a saludar a cada rato durante el Sábado de Bando”.
Pensé entonces que quizás el carnaval tuviera que ver con borrar barreras sociales: el dinero, la clase, la filiación política.
“Hasta crees”, me respondió la chica, “si así fuera nadie sería rey y todo mundo sería comparsa”.
La monarquía del carnaval, reflexioné. ¿Estaría ahí el centro de su fascinación? 


UNO SOÑABA QUE ERA REY

El coffee break del Congreso de Historiadores era un buen lugar para rastrear el enigma de los reinados efímeros del carnaval. Al fin de cuentas, estos señores de pelo canoso y anillos de tres universidades distintas en sus dedos, habían examinado la desmesura del poder a través del tiempo.
“El carnaval revive cada año las monarquías, pero en condiciones de austeridad”, dijo quien quizás sea el más prestigiado miembro del Colegio de Historia. “Se coronan a reyes de cualquier gremio: el rey de los motorrepartidores de tortilla y de las modistas sindicalizadas. Cada barrio, cada esquina, cada escuela particular que opera al margen de Secud o compañía de seguridad sin permiso puede elegir su rey y su reina”.
Pregunté si la expresión “Elegir un rey” no era una especie de contradicción, ¿dónde habían quedado la imposición y el derecho de sangre?
“Tienes razón”, reflexionó mi interlocutor. “Hace unos trescientos años era impensable, pero igualmente era impensable que los castillos se volvieran museos o que algunos súbditos se ganaran la vida escarbando en la intimidad real. En nuestros tiempos no contemplamos la contradicción: algo tan insólito como que la muchedumbre francesa en lugar de pedir la cabeza de Luis XVI, pidiera a gritos otro baile”.
“Pero el carnaval logra de entrada lo insólito”, insistí, “vuelve la realeza democrática”.   
“Sí. Lo más curioso del carnaval es que teóricamente cualquier puede llegar al trono, cada año hay un derrocamiento y cada año una nueva coronación. En época de carnaval, los golpes de estado no vienen en guerrillas acuarteladas sino en filas de conga”.
“¿Por qué los carnavales necesitan un rey?”, dije. Expresar esa duda me tomó incluso a mí por sorpresa. “Es decir, ¿quién diablos instituyó el régimen monárquico para las celebraciones carnestolendas?”
“No lo sé. Quizás los motivos son tan remotos que ya nadie los cuestiona. En Campeche sólo la tradición es inapelable, así que es tradicional lo que está fuera de discusión”.
El ilustre pensador tomó una última galleta antes de cambiar mi compañía por la de una edecán.

LA IZQUIERDA LAS PREFIERE RUBIAS

“Incluso el carnaval ha sido privatizado por los ricos”.
Aquel camarada había salido de guerrillero cubano el año pasado, pero pocos lo reconocieron y más de uno creyó que se trataba del equipo de seguridad de Susana González.
 “Ve esos niños”. La tele transmitía un concurso de comparsas infantiles. “Tienen colgadas más joyas que un rapero de MTV”.
Apenas alcancé a sonreír.
“¿Sabes algo?”, dijo el camarada, quien estaba a punto de lanzar otra de sus peroratas sobre la lucha de clases en las fiestas carnestolendas.
“¿Qué?”, quise saber.
La televisión transmitía en ese momento el recuento de carnavales pasados, con una pasarela de reinas de escuelas particulares.
 “Una niña fresa es la única cosa buena que ha traído el capitalismo”. 

El año en que la política se quedó sin palabras

El año en que la política se quedó sin palabras

La huelga de guionistas en Estados Unidos, que ya va por su tercer mes, cobró este domingo una víctima más: la ceremonia de los Globos de Oro. ¿Por qué?
Entre otras cosas, porque los simpáticos y naturales anfitriones de ésta y otras premiaciones se quedaron sin nada que decir entre galardón y galardón: no había quien les escribiera las bromas.
Sólo hasta este momento en que empiezan a suspenderse las grandes galas, en que las series norteamericanas están llegando al límite de su reserva de capítulos pregrabados y en que la amenaza de más reality shows se cierne sobre nuestras cabezas, volvemos la vista hacia la importancia de los escritores, esos señores que desde la sombra hacen posible la televisión y el cine.
“Pero eso es en Estados Unidos”, me dirá alguien y no le faltará razón. “En un país como el nuestro donde se puede hacer televisión sin el mínimo de literatura, por no decir el mínimo de inteligencia, los escritores nunca serán capaces de desestabilizar a los grandes medios”.  
Pero imaginemos este caso: que no sean los guionistas de Hollywood sino los escritores de esa otra ficción que es la política local, quienes se pusieran en huelga. Entonces, el colapso sobrevendría de un modo distinto.
Pensemos en la siguiente noticia:


Huelga de guionistas afecta entrega de premio


 San Francisco de Campeche, Campeche (EFE).- Uno de los eventos más importantes en el estado -la entrega de la medalla Justo Sierra- ha sido suspendido, debido a la huelga que desde hace nueve semanas mantienen los guionistas políticos en la entidad. Debido al paro del Sindicato de Escritores, los oradores de tan importante ceremonia se quedaron sin discursos y el evento se limitó a una desangelada rueda de prensa donde se anunció al ganador.
La huelga de guionistas ha empezado a cobrar estragos en la poderosa industria de la política campechana. La administración estatal ha decidido cancelar sus ceremonias cívicas por falta de palabras oficiales y ha anunciado el despido de decenas de edecanes y del servicio de banquetes. Los partidos por su parte han dejado de enviar comunicados para fijar posturas y han desistido de los boletines. En conjunto se calculan pérdidas semanales de un millón de mails.
Al ser el 2008, un año de posicionamiento político de cara al año electoral, esta huelga podría convertirse en una auténtica catástrofe para los aspirantes a un cargo público. De acuerdo a estimados de los propios medios, debido a la crisis de guiones han dejado de publicarse al menos 14 artículos diarios destinados a ensalzar o criticar a un político. Y lo peor: el público ya empieza a aburrirse.
“Los lectores saben que sin la mala leche, los medios ya no son lo mismo”, declaró Mariana Orlachea, experta en periódicos y medios electrónicos.
Las campañas de descalificación entre posibles candidatos han quedado suspendidas por tiempo indefinido. Ningún columnista ha salido en defensa o detracción de nadie, lo que le ha quitado sabor a la lucha por los puestos de elección popular. Incluso, las conocidas figuras públicas que firmaban penetrantes columnas han dejado de hacerlo, ante la ausencia de gente que se las redacte.
Quizás uno de los sectores que más daños ha reportado por la huelga sea el Poder Legislativo. Recordemos que en la última sesión del 2007 (el 20 de diciembre, un mes después de que estallara el paro), ningún diputado pidió la palabra en Asuntos Generales, aún cuando meses atrás ese mismo espacio había sido utilizado para avivar encendidas polémicas respecto a temas urgentes como la seguridad y el derrame de petróleo. 
“¿Hoy no va a hablar nadie?”, preguntó en aquella ocasión Laura Baqueiro, presidenta de la Mesa Directiva. “¿Nadie va a tratar nada?, ¿nada sobre el gasolinazo, diputado Cutz Can?, ¿nada sobre Pemex, diputado Cruz Coronel?”
“Es que el diputado Cruz Coronel no tiene quien le escriba”, dicen que gritó alguien dentro del recinto. Las risas del público inundaron la sala como si se tratara de una Sitcom.
La situación ha llegado a tal grado que la LIX Legislatura está pensando seriamente suspender su segunda temporada, al haberse agotado los guiones para sus sesiones. En su defecto los diputados analizan la posibilidad de reproducir viejos debates en tribuna a fin de seguir cobrando sus sueldos.
Recordemos que la última huelga de este tipo se dio en 1857 (crisis que no concluyó sino hasta 1863), cuando Pablo García, Pedro Baranda, Tomás Aznar, Juan García Poblaciones, entre otros guionistas campechanos, resolvieron separarse del sindicato yucateco, por su nula influencia en las decisiones del gremio.
 
Hasta ahora no se perfila solución alguna a este conflicto laboral que atañe a escritores, partidos y el Gobierno. Cabe destacar que el paro surgió después del fracaso en las negociaciones entre los guionistas y la alianza de políticos. Al parecer, a los líderes locales les pareció excesivo el porcentaje de ganancias que exigían los escritores por redactarles sus discursos o adularlos en sus columnas: el 0.2%.

Mundo de juguete

Mundo de juguete

Uno no va al Paseo de Reyes solamente a comprar un juguete, sino a ser tratado como uno de ellos. Tras una noche en que abundan las palpaciones, los apretujamientos y la sensación de pertenecer a un lote defectuoso, recorremos la calle 53 como los soldados de plástico transitan las guerras infantiles: tan sólo para salir cada vez más maltrechos.
Poco más de 700 puesteros se extienden en ambas banquetas ofertando novedades. Entre peluches, videojuegos, películas, chocolates, carros a control remoto, bicicletas, mascotas y una multitud inimaginable de héroes de caricaturas, el comprador siente que en realidad ha ingresado a un juego infantil: demasiados monstruos, demasiados humanos extravagantes y demasiada violencia sin justificar.
“¿Quién es ese hombre que tanto grita?”, cuestiono. A lo lejos, unos policías discuten con un tipo, mientras le decomisan su mercancía.
“Es un vendedor yucateco”, me explica un puestero. Lo entiendo. En este día y este lugar, un mercader foráneo provoca la misma indignación que un muñeco con plomo.  Nadie se ha dado cuenta lo que simbolizan originalmente los Reyes Magos de Oriente: la intrusión en nuestras casas de extranjeros con obsequios.
“¿Algo para su hija?”, me dice un comerciante mostrándome una muñeca a la que es fácil diagnosticar problemas en la glándula del crecimiento. Quiero aclararle que mi acompañante no es mi hija sino mi hermanita Estephanía, con la que tengo apenas 13 años de diferencia, pero en vez de eso, tomo la muñeca que me ofrece y la observo con detenimiento.
El cuerpo que tengo entre mis manos parece un caso clínico. Le pregunto al hombre si se trata de la tan anunciada “Barbie Botox”, una nueva línea que busca demostrar que las muñecas pueden tener vidas tan decadentes como las estrellas que las inspiraron. En sus modelos más recientes, las Barbies envejecen, pierden la custodia de sus hijos, tienen parejas que toman pastillas “Power Ken” y manejan Cadillacs rosados que acumulan multas junto con el kilometraje.  
Me especifica que NO es una Barbie sino una Bratz. Tengo la sensación de que una Bratz es lo que queda de una Barbie después de vivir la biografía de Britney Spears. 
“Los juguetes cambian con los tiempos. ¿Me vas a decir que te estancaste en el Cubo de Rubik?”, me comenta mi hermanita, breve y ácida como cualquier chica de su generación.“¿Algún personaje de He-man?”, inquiero para redimirme, pero el vendedor sólo alcanza a soltar una carcajada.
“Ay, amigo, éste el Paseo de los Reyes, no el Museo del Juguete de Japón”, me responde. Tomo a mi hermanita de la mano y la saco de ese puesto.
Pregunto a otros vendedores por los GI Joe, por el Osito de Tallak, por los muñecos de Los Tigres del Mar y los Moto-ratones de Marte.
“¿Los Moto-ratones no son la banda esa de delincuentes que atraparon el año pasado, ya sabes, los que robaban trepados en una Dinamo, una Italika y una Suzuki?”, me pregunta extrañada mi hermanita.
Sólo hasta ese momento comprendo la enorme distancia gerenacional que significan 13 años.
Seguimos nuestro camino, pero ahora me modero en mis peticiones a los comerciantes: pregunto por las autopistas Scalextric, el Fabuloso Fred y el Hombre de Malvavisco de los Cazafantasmas.
Nadie me da razón de esos juguetes.
Cuando empiezo a hablar de los Walkie Talkies o el Atari 2600, Estephanía me cuestiona: “¿Te has dado cuenta de que hay un montón de tipos como tú, que se pasan la vida recolectando los juguetes que nunca tuvieron de niños?”
“Es verdad”, pienso y recuerdo precisamente a mi ortodoncista, capaz de gastar la ganancia de todo un mes en un casco de Stormtrooper.  
“Quizás sea la forma ideal de vengarnos de una niñez en la que no tuvimos muchas cosas”, aventuro.
“Eduardo”, me recrimina mi hermana, “eres un señor. Nada justifica que cada seis de enero hurgues en la caja de juguetes de tu sobrino para robarle un Pokémon”.
No sé qué responderle. Pienso decirle que hago eso para evitar una crisis demográfica en el cuarto del pequeño Eduardo Alberto, pero no digo nada. Miro a todos lados para encontrar un puesto que acabe ese tema de conversación.
“¿Qué venden allá?”, pregunto señalando una mesa atendida por un hombre rapado y rudo, con el cuerpo tan fornido como el de un Max Steel.
“Son tatuajes temporales”, me explica Estephanía.
“¡Qué!”, reclamo ofendido, “¿a qué juegan los niños ahora?, ¿a la penintenciaría, a los maras salvatruchas?”
“¿No me digas que nunca te pusiste un tatuaje de niño?”
“Mamá nunca me lo permitió, porque en la tele decían que tenían droga. Desde entonces paso la vida haciéndome dibujos en el muslo con una pluma”.
Too much information”, me dice mi hermanita, tapándose los oídos.
Caminamos haciéndonos espacio entre la gente. Cada que mi brazo roza inevitablemente el cuerpo sudoroso de algún hombre obeso que parece villano de Action Man me vienen dos preguntas a la mente: Estamos ya a día seis, ¿no se supone que nadie tiene dinero?, ¿qué hace esta multitud avanzando por esta angosta calle?
Estephanía secunda a mi duda, casi por casualidad: “No sé qué placer encuentra la gente en venir a ver muñecas que no puede pagar”. 
“Yo sí lo comprendo”, le respondo; “es como ir a la disco”.
Ella ríe, pero en el fondo sé que piensa: eres un caso patético.
Vemos otros tres puestos más. Las nuevas diversiones están encabezadas por muñecas que bailan el perreo, por efigies plásticas de los RBD, por juegos de mesa donde uno avanza si contesta preguntas sobre televisión.
“Hasbro debería hacerle caso a tu amigo Fernando”, me comenta Estephanía, “debería sacar un juego tipo Maratón, que tenga un atajo como el que tomó Roberto Madrazo en Berlín”.
“Ya existe”, le digo, “se llama Elecciones 2009. El chiste es no quedarse callado bajo ninguna circunstancia. Tiene casillas de castigo como Escándalo Periodístico o Encuesta Desfavorable, donde el jugador termina por perder tantos turnos como quiera el contrincante”.  Pasa un policía y me lanza una mirada de extrema desconfianza.
Seguimos nuestro camino. En el trayecto me encuentro a diez compañeros de generación: todos tienen por lo menos un niño en brazos. Descubro otro placer del Paseo de Reyes: es como ojear un anuario, con la única diferencia de que aquí todos los retratos envejecen. 
 
Estephanía y yo salimos por fin. Damos un profundo respiro como quien sale vivo de un estadio al final de un Clásico de Fútbol. Enfilamos la marcha hacia el paradero de minibuses. Como cientos de campechanos, no compramos absolutamente nada.

Nuevos premios de periodismo

Nuevos premios de periodismo

Cada que llega fin de año me entra una enorme amargura: ninguna dependencia me manda canasta navideña. Eso me hace pensar siempre en las desavenencias del oficio periodístico, que entre otras cosas, en nada garantiza: a) ser conocido, b) ser cooptado, c) granjearse el respeto de nadie. Alguno me dirá que para eso están los mimos gubernamentales, los reconocimientos a la Libertad de Expresión otorgados en un día que bien podría llamarse de la Libertad de Celebración, si tomamos en cuenta todos los festejos que se organizan al respecto. Es como si de repente, la clase política despertara una mañana con la absoluta convicción de que el periodista es el indagador de la verdad por antonomasia y no le alcanzara la felicidad más que para armar una comilona.
Pero el periodismo es mucho más que sus géneros tradicionales (nota informativa, entrevista, editorial, columna, crónica, etcétera). El periodismo está lleno de héroes anónimos, casualidades provechosas, tiranías laborales y discordias gratuitas. Es innegable que también está hecho de rostros reconocibles -el presentador de televisión, el reportero que inquiere, el articulista cuya foto encabeza una columna-, pero hay otro sector olvidado que no aparece tan fácilmente. En el extremo, un grupo de profesionales padecen la actividad periodística desde la sombra. De la fuente secreta al corrector de estilo, la noticia también se nutre de la discreción. Hay nombres cuya celebridad se reduce a su presencia en una nómina.
Para ellos, para reconocer la labor de cientos de trabajadores del medio que nunca son invitados a las posadas de los periodistas y menos aún al desayuno de la Libertad de Expresión, propongo nuevas categorías al Premio Estatal de Periodismo, para que el comité en cuestión las tome en cuenta desde ahora:

 a) Premio “Luis no se acentúa”. Será otorgado a la mejor corrección de estilo. El corrector es un tipo que a veces rescribe la noticia y en cirugías mayores, mejora la columna editorial. Enclaustrado entre diccionarios de sinónimos y conjugación, el corrector es un garante de legibilidad. El género de la corrección necesita siempre de la prisa del reportero y en menor medida de sus descuidos a la hora de nombrar a un funcionario. Para participar, el interesado deberá enviar la nota escrita por el reportero y la nota publicada por el periódico, a fin de hacer destacables las diferencias.

 b) Premio “Garganta profunda”. El nombre, sugerencia de Juan Villoro, busca honrar a todos los informantes que destapan las cloacas del poder desde sus humildes puestos burocráticos. Trabajadores indignados por el comportamiento déspota de sus jefes, la fuente anónima filtra las conversaciones secretas, los números que no cuadran o las labores de intimidación. El rencoroso destapa aquel viaje a Europa cargado al erario o la irregular licitación a un pariente. Todo seleccionado usará un seudónimo, a fin de conservar oculta su identidad. Los autoatentados (en que el delator y el delatado sean la misma persona) quedan estrictamente prohibidos.

 c) Premio Kapuscinski. Para rendir un merecido homenaje a uno de los grandes del oficio, se ha creado este premio, cuyo monto será para el reportero que, sin salir de Campeche, sea tratado como si fuera corresponsal en África: sin transporte, en la pobreza, bajo amenaza y que tenga el tesón suficiente para llevar la nota en estas condiciones de precariedad.

 d) Premio de Ficción Editorial. Será para el editor que por rellenar el espacio de una nota corta, que tenía que ser larga, citó y parafraseó la misma declaración, hizo descripciones innecesarias y usó fórmulas de boletín, etcétera. El “milagro de la multiplicación de los caracteres” debe ser recompensado, sin lugar a dudas. Los interesados enviarán, como en el caso de la corrección de estilo, la nota original y la publicada.

 e) Premio al Proveedor de portadas del año. Se dará al mejor villano, político déspota, espía, advenedizo, extranjero o colonizador; en fin a todo aquel personaje que proporcione primeras páginas en días en que no hay nada que informar. Será el hombre público al que se le dediquen extensos reportajes sobre cómo está ayudando a sus amigos desde una dependencia federal o cómo es capaz de tener dos actas de nacimiento con fechas distintas. Verdaderos mártires a cargo del erario, los villanos de portada son noticia cualquier día: se aprovechan de sus influencias, dan declaraciones desafortunadas y son propensos a la caricatura, incluso para los malos cartonistas.

 f) Premio J. J. Jameson. En honor a aquel jefe de Peter Parker siempre al borde de escupir bilis, el premio Jameson reconocerá la labor de los jefes de información, editores y dueños de periódicos que arriesguen su salud en cada junta editorial. Célebres sobre todo por su buen tacto a la hora de hablar con sus empleados, los jefes desarrollan úlceras con el nombre de cada uno de sus subordinados. Por eso, el riesgo que dice tener el periodismo no sólo se limita a la violencia externa, sino incluye dosis irremisibles del temor clínico a dejar la vida mientras se discute el error en un encabezado.   

Una serie de eventos desafortunados

Una serie de eventos desafortunados

Para Adriana Marchán 

“Cada que un auto pasa un bache, silbo una canción de Il Divo”, le digo a mi amigo, el escritor Edgar Alan Pech, precisamente cuando intentamos transitar sobre la accidentada calle Benjamín Romero, mejor conocida como la “Rue Morgue”.
“No puedo creer”, continúo, “que algunos todavía padezcamos el gasto de ese concierto, ya sea porque no podemos tener calles decentes, no nos han pagado nuestra beca o tenemos un primo hotelero que nos sonríe desde la ventana de su casa como si estuviera pasando la mejor de las Navidades”.
“¿Eso es para ti haber sufrido por Il Divo? No sabes lo que estás diciendo”, me dice.
“¿A qué te refieres?”
Edgar estaciona el auto y me mira. Sus ojos parecen dos tizones encendidos.
“Yo sí sé de alguien que lo perdió todo por culpa de ese concierto. Se trata de una historia terrible cuya autenticidad dudaría de no ser porque conozco al protagonista". 
Guarda un segundo de silencio antes de decir: 
"Es amigo mío”. 
“Cuenta, por favor”.
 “Trabajaba en la Universidad. Se trata, como todos mis conocidos, de un hombre respetable y probo, exigente con sus alumnos, quienes bajaban sumisamente la mirada cada que se referían a él. Respetado por sus iguales en el sindicato académico, su campaña para llegar a la dirección de la facultad estaba viento en popa, pese al juego sucio de sus enemigos políticos. Todo parecía ir sobre ruedas, hasta no ser por ese maldito viernes en que salió a cumplir una encomienda”.
“¿Qué sucedió?”
 “Casi nada. Le fue confiado con urgencia la búsqueda de unos papeles a la casa de un importante funcionario. Era la una o dos de la tarde, nadie recuerda con exactitud. El director le había dicho: ‘No me fío de nadie más’ y era verdad. Mi amigo fue a toda prisa y una vez obtenidos los documentos descubrió que su auto no arrancaba. Incapaz de perder la calma ante esa minucia, decidió tomar un taxi. Caminó una cuadra para llegar a la avenida, pero extrañamente no pasaron autos rojos durante la espera. Sin perder la serenidad, optó por caminar una cuadra más, cuando el destino le dio su última bofetada: un carro con los vidrios polarizados pasó cerca de él y el reflejo del sol le hizo volver la vista hacia su lado  izquierdo. Entonces descubrió a la entrada de un restaurante lo que iba  a ser su absoluta perdición”. 
“¿Qué cosa?”
“¡Al Il Divo, en persona! A estas alturas es preciso decirte que bajo esa imagen de caballero serio y respetable, mi amigo ocultaba a un fanático del cuarteto inglés.  Y cuando te digo fanático, uso la palabra con toda propiedad. Pósters, discos y dvd’s formaban una colección personal que mi amigo prudentemente escondía en el clóset de su cuarto. Cuando supo que venían a Campeche hizo todo lo posible por disimular su emoción, pero ¡ahora los tenía enfrente, apenas rodeados de un grupo de seguidoras!”.
“¿Y qué hizo tu amigo?”
“Qué no hizo, debieras decir. Perdió la mesura que le caracterizaba, la compostura propia de su profesión y, más lamentablemente, la camisa que llevaba en esos momentos. Corrió como quien se acerca a una ambulancia en busca de ayuda urgente: gritando como un histérico. Los papeles volaron en el trayecto, pues ocupó sus manos en la más importante tarea de buscarse un rotulador en el bolsillo del pantalón. Cuando llegó junto al grupo de chicas que rodeaban a Il Divo, las quitó como el familiar que aparta a los curiosos alrededor de un accidente. Su agitación era notable, apenas alcanzó a limpiarse las lágrimas con el dorso de la mano. Saltó tres o cuatro veces, como si fuera una porrista aprendiéndose una rutina para el Tazón de la Naranja. Y lo más denigrante es que cuando llegó junto a David, le pidió que por favor le firmara su hombro desnudo”.
“¿Y tu amigo te contó ese horror con todo lujo de detalles?”, le inquirí.
“Qué va. Padece un bloqueo, no recuerda nada de lo que sucedió. Es como si hubiera entrado en un trance de embriaguez y todavía estuviera padeciendo la resaca”.
“¿Y cómo sabes tanto?”
“Porque la auténtica tragedia fue que la televisión estaba transmitiendo en esos momentos el itinerario de Il Divo en la ciudad. En tiempo real, sin cortes comerciales. El camarógrafo captó toda la agitación de mi amigo y su rostro llegando al éxtasis, en close up. Eran unas imágenes inolvidables hay que reconocerlo y por lo menos una decena de sus alumnos, grabó la repetición nocturna del programa”.
“¿Tuvo muchas repercusiones?”
“¿Estás de broma? ¡Por supuesto! Cuando te encuentras en una contienda por la dirección de una facultad no te puedes dar el lujo de dar pasos en falso. No sólo no cumplió la importante misión a la que fue comisionado sino que perdió la documentación en su loca carrera por darle un abrazo a los tenores. En las horas subsecuentes contribuyó con otro poco al desastre. No conforme con lo que había ya sucedido hizo todo lo posible por hundirse cada vez más. Ya descubierta su pasión por la ópera pop, mi amigo durmió en la calle esa noche como un indigente junto a quienes hacían guardia, a fin de tener a Il Divo lo más cerca posible. Y sí, los vio desde la tercera fila, pero su futuro en la Universidad ya había sido decidido en una reunión urgente convocada para ese sábado en la mañana”.
“No lo puedo creer”.
“Desde el domingo mi amigo ha recibido llamadas de todo mundo, y aunque él dice que no entiende lo que está pasando, su euforia por Il Divo ha sido uno de los videos más vistos en YouTube. Su jefe no puede mencionar su nombre sin bajar la cabeza como si se trata de alguien que acabara de morir. Ha perdido todo el respeto por parte de sus alumnos, quienes se ríen a sus espaldas y le dejan mensajes humillantes en su correo de voz. Hasta los intendentes dicen: ‘No me gustaría estar en su lugar’. Fue despedido de la Universidad; sus padres, avergonzados de él, lo echaron de casa. La desgracia, como podrás haberte dado cuenta, ha creado ya un nicho en su vida”.   
“Creo… que la próxima vez lo pensaré mejor antes de perder la compostura”, dije tragando saliva.
“Cierto. Uno nunca sabe cuando una cámara lo estará grabando”.
Y apenas concluidas estas palabras, Edgar arrancó de nuevo el automóvil con la promesa de no hablar de este triste asunto nunca más.

Nadie sale divo de aquí

Nadie sale divo de aquí

Campeche tuvo una semana para saber todo sobre Il Divo, el cuarteto cuya más exacta imagen es la de parecer un logro de la ONU: un suizo, un español, un estadounidense y un francés hermanados por la música. Todo comenzó con un rumor, pero después de su anuncio oficial, la ciudad vivió sólo para el concierto. Los campechanos fungieron como agencias de viajes sin sueldo a la tarea de buscar hoteles para sus amigos, pero también se oyeron voces que cuestionaron si era necesario gastar tanto por cuatro metrosexuales que engrosaban la voz. No obstante toda crítica fue apaciguada con las dos únicas palabras que calman los motines en este estado: “promoción turística”. Por fin, después de muchas especulaciones, expectativas y un maquillaje a marchas forzadas del centro de la ciudad, el grupo se presentó este sábado ante un público que los periódicos estimaron entre las 10 mil y las 45 mil personas, lo cual me hace pensar que, como bien señalan los exámenes de la OCDE, en Campeche tenemos serios problemas con las matemáticas.

 ESTÁN LLOVIENDO HOMBRES
La fila frente a los detectores de metal parece interminable. Como si fuésemos migrantes a punto de entrar al país de Il Divo, un grupo de hombres nerviosos nos agolpamos unos contra otros a fin de agilizar ese tránsito que desespera pues el concierto tiene ya una hora de haber comenzado. Finalmente, todos queremos meter la cara en alguna parte para no evidenciar que vinimos a ver a cuatro hombres guapos que cantan mejor que nosotros en el karaoke. Pero es imposible, Campeche es una ciudad pequeña, tanto que a cada minuto aparecen conocidos que nos dicen como Julio César: “¿Tú también, bruto?”
A la hora en que cruzo la puerta metálica se oye un grito histérico a lo lejos. “Es que uno de los divos acaba de decir ‘Campeche’”, me explica el policía mientras verifica que yo no traiga ningún objeto punzante entre mis pantalones. Mientras me dirijo hacia el parque, veo a decenas de personas rumbo a la salida, caminando tan rápido como si huyeran de un boteo. “¿Ya terminó?”, le pregunto a un señor con una niña en brazos. “Para nada, es que no es lo que esperábamos. ¿Sabías que cantan ópera?”, me comenta como si me advirtiera de una oferta fraudulenta.  “¿En serio?”, digo, fingiendo sorpresa, para solidarizarme un poco con su decepción. Apretando el paso, me integro al monstruo de 10 mil cabezas.
“¡Carlos, te amo; David, I love you; Sebastian, je t'aime; Urs, ich liebe Dich! ¡Tú, el italiano de la guitarra: Ti amo!”, grita una adolescente que seguramente invirtió 15 minutos en Internet buscando palabras cariñosas en el traductor. Me alejo lo más que puedo de la chica, mientras ella hace ademanes, porque dicen que el baterista del Il Divo sabe lenguaje sordomudo y además usa binoculares mientras toca.
Alzo la vista. Gente en los techos de los portales también contribuye a la euforia con gritos y pancartas, mientras abajo, en el restaurante, finísimos amantes de la buena música escuchan al grupo, con sus piernas cruzadas y oscilando sus copas de vino.

 REACCIONES DESENCADENADAS
No hay nada más catártico como ver a un funcionario público o a tu maestra de la preparatoria gritando como si le estuvieran extrayendo una muela sin anestesia. Con la mano en el pecho y los ojos cerrados, decenas de burócratas y docentes han seguido cada una de las interpretaciones de Il Divo, con el ánimo de quien está solo, en el baño de su casa y tiene el estéreo a todo volumen. La imagen concentra sin duda esa idea de “cautivar” que han utilizado muchos periódicos para referirse al concierto.
El grupo ha interpretado ya más de 15 canciones, algunas tan aburridas que han ahuyentado a muchos asistentes. En la recta final, cuando unos acordes en Re empiezan a escucharse, una señora lanza un suspiro tan conmocionado que me hace volver la cabeza. “¡Dios mío: el Ave María!”, me dice como si ella fuera la niña Lucía y estuviera a punto de contemplar el milagro de Fátima. Por desgracia, el prolongado “A” con que inicia la aparente pieza de Schubert, es en realidad una “Oh” mal pronunciada, a la cual siguen las palabras “my love, my darling”. El rostro de frustración de la señora no podía ser más evidente: se trata de “Melodía desencadenada”, la canción principal de la película “Ghost”.
La pieza provoca registros más previsibles en los demás asistentes. Bajo las gradas, una pareja se reconcilia y junto a mí un tipo comenta a otro después de unos segundos: “Ala, chavo, ésa canción es la neta; la bailé con la Verónica cuando salí de la primaria”.

 NO ME ABANDONES ASÍ
Se supone que han acabado ya su repertorio, pero ante los gritos enloquecidos de sus fans, Il Divo retorna para cantar “My Way”. “Es lo mejor que tienen”, dice un señor de edad mientras trata de seguir la canción que no sabe si está en inglés o en español. Minutos después, cuando el cuarteto amenaza de nuevo con dirigirse a los vestidores, todos nos hemos dado cuenta de la farsa; aún falta su éxito principal, la única canción que podía ser coreada unánimemente: “Regresa a mí”. El inicio de esos acordes en guitarra y esa voz de extranjero que está aprendiendo español no pueden sino provocar más chillidos de histeria. “¡Canten como hombres!”, grita un tipo parado en una silla, mientras su novia graba por celular el concierto, pero sólo las partes que proyectan las pantallas gigantes.
En su video de “Regresa a mí”, Urs, David, Sebastian y Carlos son provincianos que sueñan con triunfar en el bel canto: dejan familias, ciudades e incluso empleos tan prometedores como la metalurgia a fin de realizar sus sueños. La realidad nos hace ver que esas manos de histriones acomodados no han sido dañadas siquiera por una hoja de solicitud para empleo. Pero qué importa, las chicas lloran con la canción como si Il Divo encarnara a cualquiera que lucha por cumplir sus ilusiones.  
“Sois cojonudos”, dice Carlos, al final, quien ha producido gritos en mi espalda cada que arquea la ceja.
El éxtasis colectivo alcanza para una pieza más: “Somewhere”, que el cuarteto interpreta sentado al borde del escenario. El público y el artista saben que ahora pronto sobrevendrá la separación, y se despiden jugando a los besos y a los gestos. La catedral intimida lo suficiente como para que nadie aviente su ropa interior y los cantantes tengan que conformarse con firmar chamarras deportivas.

Después del acorde final, el público pide una más, pero ya es inútil. Los juegos pirotécnicos funcionan como los créditos de una película: confirman que lo único que sigue es la accidentada salida de las vallas y la búsqueda inmediata de un lugar donde cenar.     

Un centro histriónico vivo

Un centro histriónico vivo

“Haz de cuenta que te contratan de actor”. Yo hablaba con un tono neurótico, mientras mi interlocutor leía el menú del restaurante. “Claro, primero te prometen unos cuantos millones de pesos por salir en una película. Llegas al set y ves que la maquillista empieza a depilarte las cejas. Dices: ‘¡Señorita, qué está haciendo!’ y ella te responde: ‘Después de la filmación, va usted a quedar exactamente igual que antes, no se preocupe’. Te pintan el pelo, te quitan dos dientes. Es más hasta te ponen un cuerpo de hule para que termines siendo un tipo más obeso de lo habitual. Cuando te llaman para salir a escena, el director dice: ‘Perfecto, ahora no parece usted quien era sino al Gordo Porcel, tal y como queríamos. ¡Ni siquiera era por ti, era porque te parecías a alguien más!  ¡Eso es lo que le pasó al Centro Histórico!”.  

Arturo alzó la vista por fin. Había sido actor, guionista, reportero cultural, crítico de cine, dos veces becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes, pero ahora trabajaba de extra para El Argentino.

“¿Si comprendes mi enojo?”, proseguí aprovechando su atención. “Nos envejecen el centro y desmantelan el parque. Destruyen para construir, claro, con la promesa de dejarlo todo como antes. En fin que gastan millones precisamente para que la ciudad se parezca lo menos posible a Campeche. Y lo que es peor, a mí los inspectores del INAH casi me inmolan con un cuchillo de jade cuando quise reparar mi fachada en San Francisco, y velos ahora tan campantes mientras unos tipos desmontan las luminarias y las rejas del parque principal”.

“Ah, eres un exagerado. Deberías aprovechar la situación como yo. Este fin de semana tiré la marquesina de la casa en Santa Ana. Cuando llegaron los inspectores del Ayuntamiento les dije que era parte del set de la película del señor Sodenbergh. ‘¿Quién?’, le preguntó uno de los tipos a su compañero. ‘El del Argentino’, le explicó el otro, ‘ya sabes, Gutenberg’. ‘Ah’, respondió el primero. Acto seguido me dejaron el paz”.

“¿Pero no te indigna?”

“Naaaa. Al contrario, me agrada”.

 “Pero ha sido duro para muchos de nosotros”, me expliqué. “Todavía el viernes pasado me encontré a un niño custodio, ya sabes, de esos que conocen más historia de Campeche que tú y yo juntos. Estaba llorando por lo que le estaban haciendo a la biblioteca. Me imagino que para él era como descubrir que el caballo del Rey Mago en realidad nunca pastó en su cuarto. Recuerdo que el niño decía: ‘Papá, ¿podrá recuperarse algún día y volver a ser como antes?’ y el señor a su lado, secándole las lágrimas, le contestaba: ‘Hijo, ten fe, por eso rezamos cada mañana”.

“Vaya, qué enternecedor, pero no es para tanto. Para los que tenemos más de 20 años fue como regresar dos sexenios atrás, cuando a nadie se le había ocurrido todavía subsanar la ciudad y promoverla como Patrimonio. Fue como si los dos últimos gobernadores nunca hubieran existido, un auténtico lujo para cualquier entidad”.

“Pero la indignación no termina ahí”, precisé. “Sé de por lo menos tres pintores de fachadas que están retorciéndose de impotencia en estos momentos. Es como si Miguel Ángel estuviera viendo a unos vándalos pintándole bigotes y barba al Adán de la Capilla Sixtina, con la anuencia del Papa”. 

“¿Sabes qué sucede?”, dijo Arturo, con el tono de quien nada le sorprende. “Que no hay una estrella femenina. Si se tratara de Scarlett Johansson y no de Benicio del Toro no dirían lo mismo”.

“Bueno…”

“He hablado con decenas de amigas, que estaban igual de histéricas como tú. Una vez que llegaron los actores con pinta de cubanos todas se guardaron sus comentarios”.

“¡Qué terrible!”

“Además, pienso que hay que promover a Campeche como un buen lugar para filmar”.

“¿Tú lo crees?”

“¡Por supuesto! Verás que pronto nos llenaremos de directores, productores, guionistas y grandes estrellas. Ya tuvimos a Clint Eastwood, ¿lo recuerdas?”

“Un gran tipo. El día lo vi pasar y quise gritarle el nombre de alguno de sus personajes, pero no recordé quién era él, si el Bueno, el Malo o el Feo”.

“Un genio, ¿por qué no habrá filmado aquí las Cartas desde Iwo Jima? Pero, bueno… Y no sé si también ubiques a aquella cinta inolvidable de Carla Barahona, ¿cómo se llamaba? Ah, La Diosa del Mar, donde los protagonistas se entregaban uno al otro recostados en una red de pescar”.

“Claro. Que estrenaron hace un año, pero nunca se distribuyó”.

“¿Ves? Esta ciudad está hecha para las cámaras”.

“¿Entonces tú crees que ése es el futuro?”

“Definitivamente. Tenemos un enorme potencial en la industria y debemos promovernos en los grandes estudios. No queda de otra. Señores inversionistas, ¿quieren hacer una cinta sobre Nueva York? Tenemos la Estatua de la Libertad en Palizada. ¿Que la película se desarrolla la mitad en Manhattan y otra la mitad en Australia? Asunto arreglado: transportamos una parte del equipo a la iglesia de Lomas, reproducción casi idéntica del Teatro de la Ópera de Sidney”.

“Debo confesar que suena convincente”.

“Y lo es, mi estimado Eduardo. Y todavía falta lo mejor: el regreso de Pasión, la telenovela de Carla Estrada”.

“¡Bendita ciudad hospitalaria!”, exclamé, “¡que hoy alberga a soldados, revolucionarios y civiles y mañana a piratas, doncellas y ricos gobernantes que cobran impuestos excesivos!”.

“Todo sea por el cine y la televisión”.

“No me refería al cine y la televisión”, precisé. “Hablaba en términos generales”.

“Es verdad”, dijo él, mientras sumía de nuevo la mirada en el menú del restaurante.

Becas flacas (el retorno)

Becas flacas (el retorno)

“Escribe esto”, había dicho mi amiga Ana, “he descubierto la estrategia del Gobierno para tener uno de los índices de desempleo más bajos en el país”.
“Suéltala de una vez”, le sugerí. Ana es una de esas chicas por las que vale la pena salir de la fila del cajero para ir a tomar un café, sobre todo por sus incontables historias sobre cómo sobrevivir en esta ciudad.
“Primero ofertan becas de licenciatura y maestría”. Sus manos se movían nerviosamente como si tuviera que explicarme todo a través del lenguaje de señas. “El Gobierno te hace creer que cualquiera que sea buen estudiante puede acceder a un financiamiento y recibe tu solicitud con la única condición que lleves tu carta de aceptación. ¿Qué pasa? Uno hace sus trámites para estudiar en Mérida, cada fin de semana, pide prestado a sus familiares, se endeuda con los amigos y empieza a tomar sus clases. Pasado el primer semestre de tu maestría, la fundación de becas no te ha pagado y cada vez que hablas te pone mil pretextos”.
“Sí”, dije, enterado de la experiencia de decenas de amigos, “preguntar por tu cheque en la fundación ‘Pablo García’ es como preguntarle al ejército iraní por un rehén norteamericano. ‘No va a ser liberado en mucho tiempo, amigo’, te responden”. 
“¡Exacto! O te dicen: ‘Ya existe el cheque pero no está firmado’. ¿Eso qué significa?”
“Un cheque del Gobierno es como un cuadro de Van Gogh: se han pintados centenas, pero sólo valen los que tienen firma”.
“Bueno, pero volviendo al tema. Sucede que ya estás estudiando, la fundación no te paga y uno tiene que ver de dónde demonios consigue 3 mil pesos al mes. ¿Qué hace?”
“Vende su riñón”.
“¡No! Ni vendiendo tus órganos te pagas una maestría en este país. ¡Lo que haces es buscar trabajo como loco, aceptando la primera vacante que encuentres! Trabajas para estudiar y no al revés. A ningún becario le queda de otra. Por eso te decía que así se bajan los índices de desocupación: se otorgan becas pero no se pagan y eso obliga a las personas a conseguirse un empleo. ¿No me negarás que es una gran estrategia?”.
“Caramba, no lo puedo creer, pero parece lógico. ¿Cuánto tiempo han tenido sin pagarte?”
“Como seis meses”.
“¡Seis meses! Eso es una barbaridad, ¿cómo le haces para estudiar en esas condiciones?”
“Mira, al año ya no es tan difícil, terminas acostumbrándote a una vida austera”.
“Pero viajar a Mérida cada fin de semana te ha de salir un ojo de la cara”.
“Tienes una fijación con extirpar partes del cuerpo, ¿ya te han dicho?”
“Sí, una vez… pero mejor explícame cómo le haces para costearte los viajes”.
“Me hice novia del repartidor del Diario de Yucatán y él me trae y me lleva clandestinamente cada fin de semana. No sabes qué horror viajar en una camioneta, sin frenos, en la madrugada, rodeada de papel recién impreso o peor aún, junto a periódicos humedecidos que van de vuelta. Por pasar la noche ni me preocupo, duermo en la escuela, en una cama inflable; de alimentación, lo mismo, vivo sometida a la dieta del huevo”. 
“Oye, pero es horrible que padezcas todo esto”.
“Déjate de eso, lo verdaderamente terrible es el trabajo que tengo que  hacer entre semana aquí en Campeche. Entro a las dos de la tarde a un despacho contable, con un mundo de sueño por la digestión. El contador me carga de trabajo porque sabe que no puedo renunciar. Mis dos vecinos de escritorio se pasan toda la tarde bajando porno de Internet, mientras yo soy la que se mata haciendo las declaraciones fiscales. ¡Arrrrgh, qué coraje! Creo que ni los diseñadores gráficos de Playboy ven tantas mujeres desnudas en una pantalla durante sus horas laborales, aún cuando ése SÍ es su trabajo”.
“Me tienes sorprendido. ¿Por qué tienes que sufrir todo esto?, ¿dónde está el dinero de tu beca?”
“Nadie sabe, hablo por teléfono cada semana a la fundación y me contestan primero que lo van a checar. Mientras esperas te ponen la música de la película ‘El golpe’, ¿será algún tipo de mensaje subliminal? Pasan alrededor de tres minutos y finalmente escuchas una voz que te pide hablar el próximo viernes y  así hasta el infinito”.
“Me pregunto en dónde se habrá gastado el Gobierno esos fondos”
“No lo sé, pero me imagino que algo tendrá que ver aquella dichosa Cápsula del Tiempo”
“¿Cápsula del Tiempo?, ¿de qué hablas?”
“Es un monumento por el 150 aniversario de la emancipación”.
“Dios, ¿cómo puede algo llamarse la Cápsula del Tiempo?, ¿quién lo propuso?, ¿Marty McFly?”
“No creo que su nombre sea parte de la Coordinación de Sitios y Monumentos Históricos, pero lo voy a investigar”.

“Sólo que sea así y hayan planeado convertir al ‘Guapo’ en una máquina para viajar al pasado. ¿Te imaginas? Sería parte del tour por el centro histórico, para que los turistas comprueben con sus propios ojos que nada ha cambiado en esta ciudad y que Campeche sigue teniendo la misma vida nocturna que en el siglo XIX”.

“Hasta donde sé es una especie de glorieta conmemorativa. Lo más triste es que la susodicha Cápsula del Tiempo va a costar una millonada. Dicen que hubiera sido más barato hacer una reproducción del Monte Rushmore a la salida a Mérida con las cabezas de Pablo García, Juan Carbó, Tomás Aznar y Pedro Baranda”.
“Terrible. Entonces tú crees que ahí se fue tu beca”.
“Pues yo digo, ¿a dónde más?”
“La mera verdad, te admiro”.
“¡Arggggggh, pero qué tarde es! No me había dado cuenta. Todavía tengo que ir al trabajo y hablarle a mi novio para decirle lo mucho que lo quiero”.
Entrecomilló la última frase con los dedos.   
“Eres toda una mártir de la educación superior. Tu nombre debe ser grabado en un obelisco en honor a todas las víctimas de los monumentos innecesarios. Estarías junto a cientos de pescadores, agricultores, ganaderos y automovilistas”.  
“Sí, la verdad. Hace falta recordar por siempre esta tragedia”.

 Entonces se marchó rápidamente sin dejar su parte de la cuenta.  

(En la imagen: construcción de la llamada Cápsula del tiempo en Campeche, Campeche)