Blogia
Tediósfera

Una serie de eventos desafortunados

Una serie de eventos desafortunados

Para Adriana Marchán 

“Cada que un auto pasa un bache, silbo una canción de Il Divo”, le digo a mi amigo, el escritor Edgar Alan Pech, precisamente cuando intentamos transitar sobre la accidentada calle Benjamín Romero, mejor conocida como la “Rue Morgue”.
“No puedo creer”, continúo, “que algunos todavía padezcamos el gasto de ese concierto, ya sea porque no podemos tener calles decentes, no nos han pagado nuestra beca o tenemos un primo hotelero que nos sonríe desde la ventana de su casa como si estuviera pasando la mejor de las Navidades”.
“¿Eso es para ti haber sufrido por Il Divo? No sabes lo que estás diciendo”, me dice.
“¿A qué te refieres?”
Edgar estaciona el auto y me mira. Sus ojos parecen dos tizones encendidos.
“Yo sí sé de alguien que lo perdió todo por culpa de ese concierto. Se trata de una historia terrible cuya autenticidad dudaría de no ser porque conozco al protagonista". 
Guarda un segundo de silencio antes de decir: 
"Es amigo mío”. 
“Cuenta, por favor”.
 “Trabajaba en la Universidad. Se trata, como todos mis conocidos, de un hombre respetable y probo, exigente con sus alumnos, quienes bajaban sumisamente la mirada cada que se referían a él. Respetado por sus iguales en el sindicato académico, su campaña para llegar a la dirección de la facultad estaba viento en popa, pese al juego sucio de sus enemigos políticos. Todo parecía ir sobre ruedas, hasta no ser por ese maldito viernes en que salió a cumplir una encomienda”.
“¿Qué sucedió?”
 “Casi nada. Le fue confiado con urgencia la búsqueda de unos papeles a la casa de un importante funcionario. Era la una o dos de la tarde, nadie recuerda con exactitud. El director le había dicho: ‘No me fío de nadie más’ y era verdad. Mi amigo fue a toda prisa y una vez obtenidos los documentos descubrió que su auto no arrancaba. Incapaz de perder la calma ante esa minucia, decidió tomar un taxi. Caminó una cuadra para llegar a la avenida, pero extrañamente no pasaron autos rojos durante la espera. Sin perder la serenidad, optó por caminar una cuadra más, cuando el destino le dio su última bofetada: un carro con los vidrios polarizados pasó cerca de él y el reflejo del sol le hizo volver la vista hacia su lado  izquierdo. Entonces descubrió a la entrada de un restaurante lo que iba  a ser su absoluta perdición”. 
“¿Qué cosa?”
“¡Al Il Divo, en persona! A estas alturas es preciso decirte que bajo esa imagen de caballero serio y respetable, mi amigo ocultaba a un fanático del cuarteto inglés.  Y cuando te digo fanático, uso la palabra con toda propiedad. Pósters, discos y dvd’s formaban una colección personal que mi amigo prudentemente escondía en el clóset de su cuarto. Cuando supo que venían a Campeche hizo todo lo posible por disimular su emoción, pero ¡ahora los tenía enfrente, apenas rodeados de un grupo de seguidoras!”.
“¿Y qué hizo tu amigo?”
“Qué no hizo, debieras decir. Perdió la mesura que le caracterizaba, la compostura propia de su profesión y, más lamentablemente, la camisa que llevaba en esos momentos. Corrió como quien se acerca a una ambulancia en busca de ayuda urgente: gritando como un histérico. Los papeles volaron en el trayecto, pues ocupó sus manos en la más importante tarea de buscarse un rotulador en el bolsillo del pantalón. Cuando llegó junto al grupo de chicas que rodeaban a Il Divo, las quitó como el familiar que aparta a los curiosos alrededor de un accidente. Su agitación era notable, apenas alcanzó a limpiarse las lágrimas con el dorso de la mano. Saltó tres o cuatro veces, como si fuera una porrista aprendiéndose una rutina para el Tazón de la Naranja. Y lo más denigrante es que cuando llegó junto a David, le pidió que por favor le firmara su hombro desnudo”.
“¿Y tu amigo te contó ese horror con todo lujo de detalles?”, le inquirí.
“Qué va. Padece un bloqueo, no recuerda nada de lo que sucedió. Es como si hubiera entrado en un trance de embriaguez y todavía estuviera padeciendo la resaca”.
“¿Y cómo sabes tanto?”
“Porque la auténtica tragedia fue que la televisión estaba transmitiendo en esos momentos el itinerario de Il Divo en la ciudad. En tiempo real, sin cortes comerciales. El camarógrafo captó toda la agitación de mi amigo y su rostro llegando al éxtasis, en close up. Eran unas imágenes inolvidables hay que reconocerlo y por lo menos una decena de sus alumnos, grabó la repetición nocturna del programa”.
“¿Tuvo muchas repercusiones?”
“¿Estás de broma? ¡Por supuesto! Cuando te encuentras en una contienda por la dirección de una facultad no te puedes dar el lujo de dar pasos en falso. No sólo no cumplió la importante misión a la que fue comisionado sino que perdió la documentación en su loca carrera por darle un abrazo a los tenores. En las horas subsecuentes contribuyó con otro poco al desastre. No conforme con lo que había ya sucedido hizo todo lo posible por hundirse cada vez más. Ya descubierta su pasión por la ópera pop, mi amigo durmió en la calle esa noche como un indigente junto a quienes hacían guardia, a fin de tener a Il Divo lo más cerca posible. Y sí, los vio desde la tercera fila, pero su futuro en la Universidad ya había sido decidido en una reunión urgente convocada para ese sábado en la mañana”.
“No lo puedo creer”.
“Desde el domingo mi amigo ha recibido llamadas de todo mundo, y aunque él dice que no entiende lo que está pasando, su euforia por Il Divo ha sido uno de los videos más vistos en YouTube. Su jefe no puede mencionar su nombre sin bajar la cabeza como si se trata de alguien que acabara de morir. Ha perdido todo el respeto por parte de sus alumnos, quienes se ríen a sus espaldas y le dejan mensajes humillantes en su correo de voz. Hasta los intendentes dicen: ‘No me gustaría estar en su lugar’. Fue despedido de la Universidad; sus padres, avergonzados de él, lo echaron de casa. La desgracia, como podrás haberte dado cuenta, ha creado ya un nicho en su vida”.   
“Creo… que la próxima vez lo pensaré mejor antes de perder la compostura”, dije tragando saliva.
“Cierto. Uno nunca sabe cuando una cámara lo estará grabando”.
Y apenas concluidas estas palabras, Edgar arrancó de nuevo el automóvil con la promesa de no hablar de este triste asunto nunca más.

4 comentarios

Karenina -

Caray! Vieras como me he reido. Creo que no habia reido tanto en esta semana. "Edgar Allan Pech" muy buen nombre.

¿Porque no has salido del anonimato? ¿Sera que siempre es asi para los escritores de Campeche? De cierta forma me enorgullezco de que en este bello estado tengamos a personas con sentido del humor e inteligentes para escribir.

Un saludo desde la vecina Cd. del Carmen.

wilberth herrera -

Excelente relato, poeta. Y más de los que sabemos el background de este relato. Edgar Alan Pech, muy buena jajaja. A lo mejor escribió un poema, que en vez de "El cuervo" se llama "el cahuiz" Aunque no sé como se escribe.
Otro dato, el de la foto, el de la izquierda es un il divo, pero el otro, el del saco negro es Claudio Yarto.

Luz -

¡Qué barbaridad! Y yo que no quiero conocer a los chicos...

Gloria Rosado -

Oye, estuvo buenísimo ese relato, te juro que no he parado de reírme!