Si alguien en nuestro árido territorio artístico ha definido la subversión como norma de comportamiento dentro y fuera de los escenarios es sin duda el grupo Toloc. Subversión no sólo contra los naturales blancos de la protesta (el sistema, los buenos modales y todas esas instancias que comúnmente se denominan “lo establecido”) sino incluso contra aquellos grupos que se llaman a sí mismos “contestatarios”. Ni darketos ni eskatos ni punketos, Toloc se forma en 1998, con tres integrantes que fueron capaces, como los antiguos, de borrar todo vínculo con su pasado y nacer de nuevo bajo los nombres de Kurt Kobén, Mosh Cohuó y Lazlo Canek. Metal épico en el más sublime de los términos: la historia reinventada a través de la epopeya.
“Es verdad que de músicos, poetas y locos todos tenemos un poco. Por fortuna, hay algunos que sólo eso sabemos hacer”.
En los tiempos en que los grupos de rock sacaban sus nombres del libro de etimologías grecolatinas, Toloc debuta con Montecristo Superstar, el mítico demo de 1998 que llevaba ya la marca personal del grupo: el bajo cabalgante. En las postrimerías de un siglo caracterizado por la intolerancia hacia lo diferente, el disco pasó inadvertido para la mayoría de los conocedores, que no supieron apreciar sus innovaciones estilísticas, sobre todo en materia de letras:
Ya se marchó, no volverá.
Gonzalo Guerrero
no vuelve la vista atrás.
(“Gonzalo Guerrero”)
Su original visión de la conquista y el mestizaje, aunada a la voz aguda de sacerdote poseído por Hunab Ku del vocalista, fue rotundamente ignorada. Sin embargo, la confianza absoluta en su talento colectivo hizo de Toloc un grupo persistente. No conformes con su revolucionaria forma de ver la música e inspirados por la atmósfera apocalíptica de ese año, lanzan hacia 1999 El número de la bestia (que subió del mar), un disco que después los eruditos compararían con el Revolver de los Beatles. En dicho material, Toloc hacía una revisión minuciosa de su cotidianidad, de una manera tan lograda que la ciudad adquiriría, en esos diez tracks, una abierta condición de paraíso perdido. En diciembre, precisamente cuando todo mundo celebraba la inscripción de Campeche como “Patrimonio Cultural de la Humanidad”, Toloc cantó la que se convertiría después en un himno de los jóvenes campechanos de fin de milenio: “Another brick in the Solitude bastion” (mejor conocida como “Otro ladrillo más en el baluarte de la soledad”), que por cierto inspiraría un célebre graffiti (“Patrimonio y mortaja de la UNESCO bajan”) atribuido al propio Kobén.
Es en otra de sus canciones: “Under the Dogs’ Bridge” (Bajo el Puente de los Perros) que Toloc anuncia su deprimente relación no sólo con la religión católica sino con todas las religiones: “El primer cristiano que asesiné de hecho no lo era: practicaba el jainismo”, dice uno de sus más controvertidos fragmentos. Los aires violentos que se respiraban en sus letras desataron encarnizadas protestas por parte de algunos grupos católicos (comandados por el padre Seleno) y también por parte de una diputada local. El escándalo se convirtió en su mejor publicidad. Y fue definitivamente por la puerta de la polémica que sus álbumes empezaron a ser vistos con seriedad por el público especializado.
“La música sirve para vivir de la misma manera que el sexo sirve para vivir (aunque de repente, sirva para reproducirnos).”
Para el año 2000, Toloc eran la mayor sensación que habían tenido los círculos rockeros en el estado. Cientos de amantes del metal les seguían a todos sus conciertos y más de uno imitaba ese característico movimiento de los toloques, que se había convertido en el santo y seña de sus admiradores. Incluso, se rumoró en algunas publicaciones, que Kurt Kobén se había operado los huesos del esternón y del cuello para poder hacer ese constante cabeceo hacia delante y hacia atrás. Para entonces, los integrantes de Toloc ya habían adquirido el tono amarillento de sus cabelleras (a base de un tratamiento de rayos ultravioleta que habían tomado en un barco camaronero) y se vestían con sus clásicos huipiles que no ocultaban sus también clásicos pantalones de mezclilla.
Es a mitad de ese año, que Toloc admite la necesidad de mejorar la calidad de sus grabaciones. La idea se vuelve tan obsesiva que Kurt Kobén concibe, mientras pinta los protectores de una residencia colonial, crear su propia casa disquera: la Thiner Digital Records. Huelga decir que ese afán de perfección tuvo adeptos y detractores. Cuando algunas de las oscuras hordas de fieles metaleros rechazan al grupo por considerarlos comerciales, Toloc ofrece un concierto en los pasajes subterráneos de Puerta de Tierra para demostrar que hacían música “underground” en el más amplio de los sentidos.
Sin embargo, pese a manifestar con frecuencia lo contrario, Kurt Kobén fue adquiriendo credenciales de figura pública (proceso del cual Genaro Manzanilla hace una notable descripción en Nadie sale divo de aquí): aparecía en casi todas las revistas, incluso en aquellas que comúnmente dedicaban sus planas a tráileres accidentados. El 31 de diciembre una nota circula por toda la prensa: Kurt Kobén es arrestado por conducir a exceso de velocidad y en estado inconveniente, no tener tarjeta de circulación, manejar con un permiso vencido y llevar en el asiento trasero a tres chicas menores de edad que además olían a resistol. De ese incómodo incidente surgió “Guama Police (arrest this man)”, la canción más representativa del 2001 y que fue cantada por cientos de internos del penal donde se hicieron las grabaciones.
Para su tercer material, Bahía de la Mala Pelea, Toloc experimenta con instrumentos autóctonos e invitan a participar en su disco a algunos músicos tradicionales que habían conocido en sus giras al interior del estado. “Villamadero Insurgente” es la conjunción maestra de una letra subversiva y la pesantez del epic metal con la nada despreciable experimentación de un solo de Tunkul de 22 minutos, ejecutado por el sexagenario Jacinto Pat. En “Regina (She will back)” (¿la recuerdan?, aquella que comienza con “a la voz de puto el que no suba al arca”), el momento culminante en que la predicadora anuncia la última tormenta es verdaderamente sublimado por la participación de Víctor Mejía, el virtuoso del Palo de Lluvia, que ejecuta, según los conocedores, una melodía sólo comparable a la que pudo haber interpretado Dios durante el diluvio universal.
“Nada tan irresistible como la resistencia”
Para finales del 2001, Toloc graba lo que no puede considerarse simplemente una canción sino LA canción. Me refiero a “Simpathy for the kissín”, contenida en su disco Bix a be’el, Luzbel y entre cuyas estrofas se encuentra una de las grandes máximas de quienes, como ellos, se rehusaron a seguir estilos convencionales de vida: “Hay quienes por querer ser rectos terminan siendo ojetes.”
La reveladora aparición de este disco, descubrió al público más joven (prácticamente puberto) que el metal aún estaba vivo —por lo menos que no olía tan mal— y que las inocentes formas de subversión que los adolescentes practicaban en ese entonces eran sólo una moda, igual a la del pop que tanto decían detestar. Para Kobén y sus seguidores, la única y auténtica manera de ir contra la moda era ser abiertamente anacrónicos; en esa zona que se extiende entre repudiar el presente y reinventar el pasado. Pronto, los punks advierten la alusión y pintan los suficientes graffitis como para llevar el incidente a una ruptura definitiva. Cuando en una entrevista para Necrofilia Zine, Kobén señala: “Todo eso que ellos llaman resistencia tiene mucho de resignación”, la guerra ya está declarada desde ambas orillas.
Alentados quizás por las duras críticas a sus formas de contracultura, algunos admiradores del punk, promueven el disco-tributo God save the Halach uinic, donde de manera velada acusan a Toloc de haberse convertido en un producto. God save the Halach uinic es nada menos que las canciones clásicas de Toloc remezcladas por personalidades de la música electrónica, como Peter Pan, Mickey Mouse, Banana Power y principalmente Matato’s. Toloc en respuesta a ese disco, que tuvo la mala suerte de escucharse hasta en las discotecas de los municipios, lanza la recopilación definitiva de su música: AnTOLOCgy, con la que cierran la más grande aventura épica que ha conocido jamás la música campechana.
“Es mejor consumirse que consumarse”
El 13 de diciembre de 2003, deprimido quizás por la muerte de su novia, Kurt Kobén se suicida disparándose en la garganta con un arpón para matar cazones. Apenas en marzo de ese año, durante el equinoccio de primavera, habían grabado en las alturas de Chichén Itzá lo que iba a ser su legado musical: La peste negra y la olla de oro al final del arcoiris, un material en vivo, que también dejaba ver el reciente gnosticismo de Kobén. Después de ese apoteósico concierto, Toloc se dedicó a tocar sólo en sitios arqueológicos. Es precisamente durante el festival Apocalip-Tikal, que ellos encabezaban, cuando su novia se avienta al vacío bajo una supuesta sobredosis de copal. Suceso éste del que Kurt nunca pudo recuperarse.
El suicidio de Kobén despertó un ciego desprecio hacia el metal épico que representaba. Otra desafortunada confusión entre ídolo, ideología y arte. Las consecuencias reales de dicho acto repercutieron en los otros integrantes de Toloc mucho más que en los fans de su música: Mosh Cohuó y Lazlo Canek nunca lograron revivir las atmósferas heroicas de las letras de Kurt. Canek mejor se dedicó a la guerrilla rural y Cohuó formó un conjunto tropical llamado The Bellavista Social Club.
La música desde entonces adolece de superficialidad. Como ha sustentado el conocedor Joao García: “Ningún bajeo ha podido, como el de Toloc, recordarme a las Valkirias”. Y también es innegable lo que el crítico Miguel García (sin parentesco con el anterior) ha dicho al respecto: “En definitiva, Toloc fue un grupo adelantado a su tiempo”.