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Tediósfera

Campeche: instrucciones de uso

Toloc: Por el lado oscuro del camino

Si alguien en nuestro árido territorio artístico ha definido la subversión como norma de comportamiento dentro y fuera de los escenarios es sin duda el grupo Toloc. Subversión no sólo contra los naturales blancos de la protesta (el sistema, los buenos modales y todas esas instancias que comúnmente se denominan “lo establecido”) sino incluso contra aquellos grupos que se llaman a sí mismos “contestatarios”.  Ni darketos ni eskatos ni punketos, Toloc se forma en 1998, con tres integrantes que fueron capaces, como los antiguos, de borrar todo vínculo con su pasado y nacer de nuevo bajo los nombres de Kurt Kobén, Mosh Cohuó y Lazlo Canek. Metal épico en el más sublime de los términos: la historia reinventada a través de la epopeya.

 

“Es verdad que de músicos, poetas y locos todos tenemos un poco. Por fortuna, hay algunos que sólo eso sabemos hacer”.

En los tiempos en que los grupos de rock sacaban sus nombres del libro de etimologías grecolatinas, Toloc debuta con Montecristo Superstar, el mítico demo de 1998 que llevaba ya la marca personal del grupo: el bajo cabalgante. En las postrimerías de un siglo caracterizado por la intolerancia hacia lo diferente, el disco pasó inadvertido para la mayoría de los conocedores, que no supieron apreciar sus innovaciones estilísticas, sobre todo en materia de letras:

 

Ya se marchó, no volverá.

Gonzalo Guerrero

no vuelve la vista atrás.

            (“Gonzalo Guerrero”)

 

Su original visión de la conquista y el mestizaje, aunada a la voz aguda de sacerdote poseído por Hunab Ku del vocalista, fue rotundamente ignorada. Sin embargo, la confianza absoluta en su talento colectivo hizo de Toloc un grupo persistente. No conformes con su revolucionaria forma de ver la música e inspirados por la atmósfera apocalíptica de ese año, lanzan hacia 1999 El número de la bestia (que subió del mar), un disco que después los eruditos compararían con el Revolver de los Beatles. En dicho material, Toloc hacía una revisión minuciosa de su cotidianidad, de una manera tan lograda que la ciudad adquiriría, en esos diez tracks, una abierta condición de paraíso perdido. En diciembre, precisamente cuando todo mundo celebraba la inscripción de Campeche como “Patrimonio Cultural de la Humanidad”, Toloc cantó la que se convertiría después en un himno de los jóvenes campechanos de fin de milenio: “Another brick in the Solitude bastion” (mejor conocida como “Otro ladrillo más en el baluarte de la soledad”), que por cierto inspiraría un célebre graffiti (“Patrimonio y mortaja de la UNESCO bajan”) atribuido al propio Kobén.

Es en otra de sus canciones: “Under the Dogs’ Bridge” (Bajo el Puente de los Perros) que Toloc anuncia su deprimente relación no sólo con la religión católica sino con todas las religiones: “El primer cristiano que asesiné de hecho no lo era: practicaba el jainismo”, dice uno de sus más controvertidos fragmentos. Los aires violentos que se respiraban en sus letras desataron encarnizadas protestas por parte de algunos grupos católicos (comandados por el padre Seleno) y también por parte de una diputada local. El escándalo se convirtió en su mejor publicidad. Y fue definitivamente por la puerta de la polémica que sus álbumes empezaron a ser vistos con seriedad por el público especializado.

 

“La música sirve para vivir de la misma manera que el sexo sirve para vivir (aunque de repente, sirva para reproducirnos).” 

 

Para el año 2000, Toloc eran la mayor sensación que habían tenido los círculos rockeros en el estado. Cientos de amantes del metal les seguían a todos sus conciertos y más de uno imitaba ese característico movimiento de los toloques, que se había convertido en el santo y seña de sus admiradores. Incluso, se rumoró en algunas publicaciones, que Kurt Kobén se había operado los huesos del esternón y del cuello para poder hacer ese constante cabeceo hacia delante y hacia atrás. Para entonces, los integrantes de Toloc ya habían adquirido el tono amarillento de sus cabelleras (a base de un tratamiento de rayos ultravioleta que habían tomado en un barco camaronero) y se vestían con sus clásicos huipiles que no ocultaban sus también clásicos pantalones de mezclilla.

Es a mitad de ese año, que Toloc admite la necesidad de mejorar la calidad de sus grabaciones. La idea se vuelve tan obsesiva que Kurt Kobén concibe, mientras pinta los protectores de una residencia colonial, crear su propia casa disquera: la Thiner Digital Records. Huelga decir que ese afán de perfección tuvo adeptos y detractores. Cuando algunas de las oscuras hordas de fieles metaleros rechazan al grupo por considerarlos comerciales, Toloc ofrece un concierto en los pasajes subterráneos de Puerta de Tierra para demostrar que hacían música “underground” en el más amplio de los sentidos.

Sin embargo, pese a manifestar con frecuencia lo contrario, Kurt Kobén fue adquiriendo credenciales de figura pública (proceso del cual Genaro Manzanilla hace una notable descripción en Nadie sale divo de aquí): aparecía en casi todas las revistas, incluso en aquellas que comúnmente dedicaban sus planas a tráileres accidentados. El 31 de diciembre una nota circula por toda la prensa: Kurt Kobén es arrestado por conducir a exceso de velocidad y en estado inconveniente, no tener tarjeta de circulación, manejar con un permiso vencido y llevar en el asiento trasero a tres chicas menores de edad que además olían a resistol. De ese incómodo incidente surgió “Guama Police (arrest this man)”, la canción más representativa del 2001 y que fue cantada por cientos de internos del penal donde se hicieron las grabaciones.

Para su tercer material, Bahía de la Mala Pelea, Toloc experimenta con instrumentos autóctonos e invitan a participar en su disco a algunos músicos tradicionales que habían conocido en sus giras al interior del estado. “Villamadero Insurgente” es la conjunción maestra de una letra subversiva y la pesantez del epic metal con la nada despreciable experimentación de un solo de Tunkul de 22 minutos, ejecutado por el sexagenario Jacinto Pat. En “Regina (She will back)” (¿la recuerdan?, aquella que comienza con “a la voz de puto el que no suba al arca”), el momento culminante en que la predicadora anuncia la última tormenta es verdaderamente sublimado por la participación de Víctor Mejía, el virtuoso del Palo de Lluvia, que ejecuta, según los conocedores, una melodía sólo comparable a la que pudo haber interpretado Dios durante el diluvio universal.


“Nada tan irresistible como la resistencia”

Para finales del 2001, Toloc graba lo que no puede considerarse simplemente una canción sino LA canción. Me refiero a “Simpathy for the kissín”, contenida en su disco Bix a be’el, Luzbel y entre cuyas estrofas se encuentra una de las grandes máximas de quienes, como ellos, se rehusaron a seguir estilos convencionales de vida: “Hay quienes por querer ser rectos terminan siendo ojetes.”

La reveladora aparición de este disco, descubrió al público más joven (prácticamente puberto) que el metal aún estaba vivo —por lo menos que no olía tan mal— y que las inocentes formas de subversión que los adolescentes practicaban en ese entonces eran sólo una moda, igual a la del pop que tanto decían detestar. Para Kobén y sus seguidores, la única y auténtica manera de ir contra la moda era ser abiertamente anacrónicos; en esa zona que se extiende entre repudiar el presente y reinventar el pasado. Pronto, los punks advierten la alusión y pintan los suficientes graffitis como para llevar el incidente a una ruptura definitiva. Cuando en una entrevista para Necrofilia Zine, Kobén señala: “Todo eso que ellos llaman resistencia tiene mucho de resignación”, la guerra ya está declarada desde ambas orillas.

Alentados quizás por las duras críticas a sus formas de contracultura, algunos admiradores del punk, promueven el disco-tributo God save the Halach uinic, donde de manera velada acusan a Toloc de haberse convertido en un producto. God save the Halach uinic es nada menos que las canciones clásicas de Toloc remezcladas por personalidades de la música electrónica, como Peter Pan, Mickey Mouse, Banana Power y principalmente Matato’s. Toloc en respuesta a ese disco, que tuvo la mala suerte de escucharse hasta en las discotecas de los municipios, lanza la recopilación definitiva de su música: AnTOLOCgy, con la que cierran la más grande aventura épica que ha conocido jamás la música campechana.

 

“Es mejor consumirse que consumarse”

El 13 de diciembre de 2003, deprimido quizás por la muerte de su novia, Kurt Kobén se suicida disparándose en la garganta con un arpón para matar cazones. Apenas en marzo de ese año, durante el equinoccio de primavera, habían grabado en las alturas de Chichén Itzá lo que iba a ser su legado musical: La peste negra y la olla de oro al final del arcoiris, un material en vivo, que también dejaba ver el reciente gnosticismo de Kobén. Después de ese apoteósico concierto, Toloc se dedicó a tocar sólo en sitios arqueológicos. Es precisamente durante el festival Apocalip-Tikal, que ellos encabezaban, cuando su novia se avienta al vacío bajo una supuesta sobredosis de copal. Suceso éste del que Kurt nunca pudo recuperarse.

El suicidio de Kobén despertó un ciego desprecio hacia el metal épico que representaba. Otra desafortunada confusión entre ídolo, ideología y arte. Las consecuencias reales de dicho acto repercutieron en los otros integrantes de Toloc mucho más que en los fans de su música: Mosh Cohuó y Lazlo Canek nunca lograron revivir las atmósferas heroicas de las letras de Kurt. Canek mejor se dedicó a la guerrilla rural y Cohuó formó un conjunto tropical llamado The Bellavista Social Club.

La música desde entonces adolece de superficialidad. Como ha sustentado el conocedor Joao García: “Ningún bajeo ha podido, como el de Toloc, recordarme a las Valkirias”.  Y también es innegable lo que el crítico Miguel García (sin parentesco con el anterior) ha dicho al respecto: “En definitiva, Toloc fue un grupo adelantado a su tiempo”.

Mi candidato

Mi candidato

Ya saben por quién votar este julio. El mejor, el más perro, el que nada 10 kilómetros de a perrito, el auténtico ladrón, el favorito del diario Perribuna, el que lidera las encuestas, el terror de la ultraderecha del CAN (Contra el Apareamiento Natural), el hijo de perra, el temor del PeRReo-D, el que no pertenece al grupo del Dobernador, el de “las patas limpias”, el mandatario del empleo (va a ser el primero en tener uno apenas gane), el rayo de sol de la esperanza, el candidato de los pobres perros, el que promete tener pata firme contra la delincuencia.

Este 5 de julio: VOTA DON PERRO.

Para más información, visita su página oficial:

www.votenperros.org.mlx 

(la terminación “org.mlx” es por organizaciones malixes)

 

El arte de ser precandidato

El arte de ser precandidato

Por muchos años, en Campeche, las precampañas han sido la auténtica elección y las votaciones sólo han servido para corroborar la fuerza del partido en el poder. A lo largo de los sexenios, obtener una candidatura priista era obtener el cargo; por ello, la lucha verdadera se daba al interior. Ahora, las diferencias entre el PAN y el PRI han disminuido lo suficiente como para que las candidaturas de ambos partidos se peleen con ánimo de guerra civil.

¿Qué ha pasado? Que las precampañas se han encarecido a extremos ridículos, como si en esa lucha intestina se debatiera el futuro de la democracia. En estos tiempos hablar de los precandidatos es como hablar de los presocráticos: son tipos oscuros, autores de declaraciones perdidas y a los cuales tendemos a confundir unos con otros. ¿Quiénes son, qué quieren de nosotros, por qué nos acosan?

Observemos el panorama con detenimiento: raramente, un precandidato sale de la nada. Pensemos en la política como en la fila para ir a ver el estreno de una cinta taquillera. Es una combinación de paciencia y artimaña. Entre quienes forman la fila se han establecido reglas tácitas para avanzar, pero nadie se opondría a transgredir ese acuerdo si la circunstancia lo amerita. Por ejemplo, si la empresa ofrece boletos gratis a quienes pasen algún reto extraordinario. Imaginen eso y estarán viendo cómo funciona la administración pública.

De ese modo, en la política todo mundo quiere llamar la atención de quien regala los boletos. Todos quieren hacerse notar o construyen la maquinaria de chantaje que les asegure la entrada a la función exclusiva. ¿Cómo lo hacen? Haciendo como que trabajan. Es el mismo mecanismo de un empleo altamente competitivo: alguien se ofrece a hacer una tarea extra, se muestra ocupado cuando llega el jefe, hace pensar a los demás que es indispensable. De ese modo, quien aspira a una candidatura quiere a todas horas asegurarse el protagonismo. La candidatura no se logra con quien sea más capaz para un cargo, sino quien puede contribuir con más votos para un partido. Lo que significa que si de todas maneras resulta perdedor, conserva para su grupo ciertas prerrogativas.

Inmiscuidos como estamos en un universo excesivamente publicitario, se cree que “figurar” es sinónimo de “tener adeptos” y, como la candidatura surge esencialmente del rating, todas las aspiraciones se debaten entre personajes públicos. Cada que un gobernador o un presidente llaman a la cordura y a “esperar los tiempos” ya es demasiado tarde. Es como quien explica a su familia las medidas de seguridad ante huracanes cuando ya el vendaval se está llevando su techo de aluminio. A unos meses de terminada una elección intermedia, ya existe gente publicitando sus aptitudes, recalcando su desempeño como funcionario, como si la eficiencia en un cargo garantizara el éxito en una investidura superior.

 

¿Qué hacen los aspirantes a una candidatura para llamar la atención? Cosas bastante específicas, a saber:

a) No borrar sus bardas de la elección anterior. No importa que haya prometido ante el instituto electoral o ante su distrito blanquear su horrorosa publicidad de las paredes. El aspirante a la candidatura sabe que miles de personas seguirán viendo su nombre ahí, en grande, como si la elección nunca hubiera sucedido. Por ese motivo, el nombre ocupa quince veces el tamaño del cargo.  A fin de cuentas, para no violar ninguna ley electoral se puede poner la leyenda “Gracias por tu confianza”, a fin de reconocer en algo a los ingenuos votantes.

b) Felicitar a todo mundo. Sólo disponiendo del erario puede uno demostrar la cortesía de un inglés. Cuando se tiene un cargo público pero ya se piensa en el próximo, sale el Gran Felicitador que todos llevamos dentro. El Día de las Madres, el Día de la Libertad de Expresión o el Día del Niño merecen al menos una plana del periódico. Y al final, una conmovedora declaración de pertenencia: “Atentamente. TU diputado, fulano de tal”.

c) Fragmentar actividades. La simplificación es enemiga de la burocracia; eso lo sabe cualquiera que haya querido tramitar su cédula profesional. Así funcionan las dependencias, lo que podría hacerse en tres pasos se hace en seis; lo que podría presentarse en dos eventos se presenta en cinco. El propósito es salir todo el tiempo en los medios. Algo que los titulares de las instituciones ejecutan muy bien. 

d) Declarar. En estos tiempos parecería que la función del político es dar su opinión, en el entendido de que su auténtico radio de acción son las grabadoras de los reporteros. ¿Qué hacer cuando un grupo sabotea los ductos de Pemex? Nada tan fácil como condenar la acción. ¿Matan a alguien? Se pide enérgicamente al Gobierno esclarecer los hechos. ¿Sube el índice de drogadicción? Se exige un combate frontal contra el narcotráfico. La obviedad es el territorio común de quien aspira a una candidatura.

e) Los programas institucionales. Tengo la impresión de que las dependencias no promueven sus programas para darle oportunidad al delegado de salir en radio o televisión. Una vez que el aspirante a una candidatura explica todo lo que su dependencia es capaz de hacer, invita al público a aproximarse a la Secretaría que encabeza. Es una forma de decir: “Dejad que los votantes se acerquen a mí”.

No quisiera terminar este texto sin un último consejo: Desconfíen siempre del funcionario que llama por su nombre a quien lo entrevista. Eso significa que se está promoviendo para algo.

 

Chicas bailarinas

Chicas bailarinas

SEXO

Para llegar al D’Fox o al Diamante de July uno tiene que salir de la ciudad: pagar 100 pesos de un taxi o en su defecto adentrarse en caminos que recuerdan la Masacre de Texas a fin de evadir los retenes. Asentado en un área de moteles y decenas de hectáreas baldías, su ubicación parecería tan inexacta como su dirección: Carretera Campeche-Mérida, Lote 8, Kalá, Campeche, pero la espectacular imagen de 6 metros de una estrella porno que nos mira como si hubiéramos depositado dos millones en su cuenta bancaria da la pauta para saber dónde estamos.

Decidir si se escoge el D’Fox o el Diamante es como zapear  entre TV Azteca y Televisa. Se trata al fin de cuentas de mismos rostros que hacen exactamente lo mismo mientras nos venden la misma cerveza. Construido uno a unos metros del otro, ambos tables han alimentado una migración que va del público a las chicas. No obstante pese a los parecidos, los fines de semana, se transforman en dos universos tan diferentes como el Cielo y el Infierno: el Diamante promete un aglutinamiento de viejos indeseables con suficiente dinero como para financiar una precampaña; el D‘Fox en cambio acoge a las decenas de perdedores que no tienen para pagarse un privado en el edificio de enfrente.

C, J, F y yo entramos al D’Fox en otro de nuestros clásicos trabajos de campo. (de haber entrado al Diamante hubiera tenido un título perfecto para este artículo: July in the Sky with Diamonds). "Trabajo de campo" significa llevar sólo cien pesos en la bolsa y una tarjeta de débito para las emergencias. Escogemos una mesa cercana a la escalera donde las chicas entran y salen del escenario, sobre todo por la visión panorámica del rincón, que al mismo tiempo nos mantiene casi escondidos como una manada de sombras.

Dirijo a continuación mi vista hacia el escenario: dos tubos laterales y uno principal da una idea del minimalismo al que ha llegado la excitación profesional.  Me pregunto por qué si la legislación actual ha hecho hasta lo imposible para salvarnos del pobre fumador que hasta nos pide permiso no ha hecho nada por el humo artificial que a cada rato nos envuelve como si estuviéramos en medio de un incendio en California. Es solo hasta que observo la primera actuación que entiendo la razón de todo: en una realidad sin photoshop, las chicas que viven de la libido han encontrado en las luces, el humo, el alcohol consumido por su público y las alturas a unos aliados nada desdeñables. Tras una hora de contemplación ni siquiera puedes decir si son bonitas o feas, si bailan bien o giran con gracia alrededor del tubo. La duda es su principal ganancia.

Uno de los síntomas de la decadencia del entretenimiento para adultos es que ahora las chicas tardan tres canciones en desnudarse. C jura que hubo un tiempo en que los pechos ya estaban al aire antes del primer solo de guitarra. “¿Qué diferencia hay entre esto y una disco?, cuestiona J. “Probablemente que en un table nunca encontrarías hombres solos bailando sobre las bocinas“, digo.

 

PUDOR

Un mesero, acompañado de cuatro bailarinas se acerca y nos dice: Cortesía de la casa. A mí me toca la más gorda de las cuatro y cuando se sienta sobre mis piernas más que en sexo pienso en el celular que cargo en el bolsillo. Hola, me llamo Érika, me dice y me da un beso en la mejilla. Cuando hay que excitar a cuentagotas, las chicas usan los mismos protocolos del ligue en la secundaria. De hecho, un table sirve para que un cliente mentiroso (siempre dirá que tiene una profesión más respetable: senador o ingeniero de PEMEX) dialogue con una mujer que cambia de biografía cada vez (las teiboleras han convenido decir que vienen de Guadalajara, Tabasco o Veracruz, y que empezaron trabajando en el local de enfrente hasta descubrir que éste era mejor). Esta vez Erika me revela que en realidad no se llama Érika sino Yanira. O sea que el nombre de teibolera es el auténtico, le digo. Qué cosa, me pregunta haciendo el gesto de quien no ha escuchado nada por el volumen de la música. Entonces pienso que no sólo el humo, las luces y el alcohol, sino también la poca ropa y el ruido sirven aquí precisamente para que nadie se conozca lo suficiente.

Tras una canción de plática, la estrategia a seguir es bailar sobre el cliente. Aunque tengo a mis amigos a un lado, verlos con mujeres en sus piernas en un asunto tan desagradable como atisbar la habitación de mis papás. Prefiero mirar las mesas del otro lado de la pasarela, donde los clientes se reconocen y saludan como si coincidieran en el estadio y no a los pies de una desnudista. Lo siento, tengo que distraerme en otro lado: la teibolera es el tipo de mujer que puedes disfrutar si hay una pantalla de humo entre ustedes dos. Fijo mi atención en el escenario. Detrás del tubo principal una pantalla gigante proyecta videos de tables extranjeros (descubres eso en los acercamientos de cámara a unos muslos sin celulitis) y eso me hace pensar en esos locales que pese a tener a un grupo en vivo no pierden la oportunidad para proyectar en sus pantallas conciertos con bandas de verdad.

Dos canciones son suficientes para que Érika cumpla su tiempo de prueba con el cliente  y encamine la plática hacia el asunto que verdaderamente la ha traído a mis piernas: la sed. Invítame una cerveza, por favor, me dice y se justifica: Es que hoy me desperté con una cruda atroz, por favor, plis, plis. Le pido al mesero una cerveza más, pero el hombre, provisto de una ética mercantil amparada en los cientos de burócratas a quienes les da congestión alcohólica al momento de pagar la cuenta, me aclara: Cuando la cerveza la pide ella, vale 120 pesos.

Por instinto empujo Érika de la indignación antes de ponerme de pie.

“¡Oye, qué te pasa!, reacciona. 

Es que soy casado y de repente tuve culpa, digo mientras me sacudo el pantalón como si una piñata llena de confeti se hubiera roto sobre mí.

Ella se va a otra mesa, mientras mis amigos me ven con rostro de vergüenza. Para su desgracia también les han pedido la cuota de una bebida.

 

 

LÁGRIMAS

Seguimos atentos a los bailes. Bajo el poste izquierdo observo a un gordo que en lugar de ver a la chica que le baila, canta con los ojos cerrados la rola en turno. ¿De qué se trata venir al table entonces?, me pregunto. En ese momento, F pronuncia la frase que nos salva al tiempo que me condena:

Vamos a hacer la vaquita para rifarnos un privado, ¿no?

Sólo entonces verifico si aún conservo la integridad con la que llegué al inicio: el celular, los lentes, la sobriedad.

“¡Puta madre, la cartera!

Caigo al suelo con más rapidez que si estuviera en una riña callejera. Nada, sólo zapatos que siguen el ritmo.

Digo entonces una serie de improperios que difícilmente podrían ser incluidos en un discurso por el Día de la Mujer.

“¿Cómo sabes que fue ella?, me cuestiona F. Con lo que te balanceabas (o te balanceaban) se te pudo haber caído fácilmente.

Sí, carajo, precisa C, parecías un sillón antiestrés.

Voy a ver al mesero, para quien lo más que puedo hacer es regresar a la tarde siguiente a ver si alguien ha tenido la amabilidad de dejar mi cartera (especifica que sin dinero) en el área de objetos perdidos.

“¿Alguna vez eso ha dado resultado?, le pregunto.

Pues no, pero con esa actitud tampoco va  a regresar su cartera. Sólo déme su nombre para que sepamos que se trata de usted.

Pido hablar con el jefe de seguridad a quien le cuento mi desgracia. Para no acusar sin pruebas al mesero o a Érika, digo que sospecho de los bebedores de la mesa de al lado.

Tenemos cámaras, chavo, pero no las podemos ver acá. Nos monitorean desde Mérida y ahorita no creo que haya nadie despierto.

“¿Es un kinder o qué? ¿no se supone que ésta es su hora de trabajo?

Sólo se encoge en hombros.

El mesero regresa a verme con cara de que le han condonado su deuda del Infonavit.

Tengo una idea, me dice.

A estas alturas acepto lo que sea.

Vaya a su mesa, ahora verá cómo aparece su cartera.

Regreso ante la miraba burlona de mis compañeros.

Antes de anunciar a Brittany (la bailarina que una hora antes le había confesado a J que había sacado su nombre de Alvin y las ardillas), el tipo del sonido dice: Se pide la colaboración para encontrar una cartera, repito, una cartera con tres mil pesos (en realidad llevaba cien, pero yo había dicho al mesero que contenía novecientos). Al dueño no le importa el dinero (en realidad lo único que me importaba era el dinero, mi tarjeta y mis credenciales de elector y de Blockbuster), pero tiene documentación muy importante (quizás tres tarjetas de presentación con números telefónicos apuntados en el reverso). Así que si usted, amigo del DFox, ha encontrado esa cartera, puede dejarla acá en el área de sonido y no se le harán preguntas. Repito: no se le harán preguntas. Puede reconocer la cartera por la credencial a nombre de Eduardo Huchín Sosa. Repito: Eduardo Huchín Sosa.

Pedí un vaso de ron y me lo tiré en la cara para ver si no estaba soñando.

Las 3 edades del rock

Austin

1. Vejez

Cuando llegué al concierto de Austin TV, la mayoría de los asistentes pensaba que yo era un papá que había acudido a buscar a su hija emo. El policía de la entrada me trató de “usted” y ni siquiera osó poner sus manos sobre mis perneras. Con la barba sin afeitar y el cuello de la camisa asomándose por el abrigo, más bien parecía un profesor universitario de esos que incitan a sus alumnos a su primer porro. Pudo haber sido el peor día de mi vida, pero por fortuna no tuve mejor compañía que dos amigos de mi edad: Miguel parecía un guardabosques; Fernando, un precandidato que con desesperación busca una frente arrugada que besar.

Ni qué decir del golpe emocional que representó ver a un auditorio que apenas estaba naciendo en el mismo año en que yo descubrí a Guns N‘ Roses (y de paso, el heavy metal, y de paso toda la música hecha con guitarras eléctricas). Para el fan rockero como para el futbolista, la vida es otra al avizorarse la tercera década. Al ver a tanto adolescente brincando a ritmo de Austin hice mía la confesión de Juan Villoro: “Nunca fui más viejo que cuando tuve 30”.
 
Cada uno de mis amigos tuvo su propia epifanía de la crisis de la edad, sobre todo en el slam, cuyos 4 minutos nos cansaron  como si acabáramos de correr los 400 de relevos. “No mames, por error le toqué los pechos a una chava”, dijo Omar. En su mirada se encendía el terror de quien puede ser en cualquier momento acusado de un abuso.

La convocatoria de Austin –un público hecho a base de Internet, principalmente y que vino contra todo pronóstico a escuchar un concierto instrumental de principio a fin- me hizo recordar las épocas en que los únicos grupos de rock que llegaban a la ciudad tenían cantantes que gruñían como manada de rottweilers (en esos tiempos ser rockero era escuchar bandas de nombres impronunciables y logotipos ilegibles). Los años pasaron y esos metaleros de cabelleras largas como el sargazo se habían vuelto baptistas o reporteros, y todo el tiempo me los topaba porque querían convertirme a la fe, o en el peor de los casos, hacerme preguntas para un sondeo. Pese a ello, a veces se dejaban aparecer en conciertos de cualquier tipo para revivir el éxtasis de un amplificador Marshall bien microfoneado.

“Ya somos unos viejos”, me abordó Sandro Sosa, uno de esos rockeros de antaño que ahora surcaba los 28 años y cuyo mayor logro había sido tocar el solo de “One” con una secadora de estilista. “Ve a estos niños, qué saben ellos de Zeppelin, de Sabbath, de aquel Sepultura de ‘Chaos A. D’” Lo miré no sin asombro: Sandro había logrado sonar a su papá -el ingeniero Sosa- cuando decía que la mejor selección había sido la del “Halcón” Peña.

Me concentré en lo que sucedía entre Austin y sus fans, enardecidos por la melodía, incapaces de seguir las piezas con la voz (esa forma a veces fácil de alimentar el furor). Me agradó no conocer ninguna de sus canciones: era experimentar el éxtasis de la primera vez.

coda

 

2. Madurez

La mejor definición del concierto de Coda, que se dio una semana después del de Austin TV, la dio David, un ex compañero de la secundaria, a quien ni siquiera le gustaba el rock:

“Sólo vine porque de seguro voy a ver a toda la generación de los maristas”.
 
No se equivocó. Ahí estaban Menandro (que acostumbraba a tirar cubos de metal en los cubículos del baño, siempre y cuando éstos se encontraran ocupados), Quiñones (yo pensaba que aún estaba purgando una condena por robo violento) o Gordolobo (de quien recibí hace años unas fotos donde supuestamente salía borracho, desnudo y junto a un ex maestro, pero nunca quise abrir ese mail).

De dónde les surgió el gusto a todos por Coda nunca lo sabré. Yo conocía a la agrupación porque Waldo no dejaba de cantar “Sin ti no sé continuar” mientras te tiraba las tapas de hule de su mesabanco y porque Fernando hacía el característico cabeceo tembloroso de Chava cuando llegaba a la parte de “No sé si piensas en mí, como yo en ti, me haces tanta falta”.

Puedo apostar que la inmensa mayoría de los asistentes vio en Coda una oportunidad de recuperar el pasado de alguna forma. Era como ir con el sicoanalista a desenredar el subconsciente, a explicar los motivos por los cuales terminamos siendo lo que esa noche éramos. No se trataba de un grupo muy popular (el resto de mis amigos menores de 25 años apenas los conocían o los conocían por una canción: “Aún”) ni tampoco eran material de eruditos. Creo que por eso su presentación resultó exitosa: definían a mi generación. Es decir, le interesaba sólo a mi generación.

Por otro lado, no había mucho que desentrañar. Casi todo mi grupo de amigos acabó borracho, como solía pasar en las excursiones, pero verlos a todos tan parecidos a los que siempre quisieron ser (excepto Khalil que nunca pretendió pasar tres años de su vida fotocopiando facturas y credenciales de elector) me produjo un sentido de legitimación de la edad que no dejé de saltar toda la noche.

Después de la última canción (Coda repitió “Aún”, quizás para sentirse unánimamente acompañado), caí en cuenta que las había coreado casi todas. Eso me agradó: fue experimentar el éxtasis de quien descubre que puede recordar.

el tri

 

3. Adolescencia

 La peor imagen del concierto de Alex Lora en la Plaza de la República, cuatro días después del de Coda, fue verlo besar a Chela Lora durante el interludio de “Triste canción”. Fue un contacto largo, insoportable, como un insomnio que entre más conciente eres de que quieres que acabe menos visos tiene de terminar.

Alex Lora es un rockero viejo que, como todos aquellos jubilados que te preceden en la fila del cajero, nos pide demasiadas consideraciones.  Su música se ha deteriorado con el uso, incluso sus éxitos suenan mejor en disco que en vivo (un síntoma de que es tiempo para el retiro). Sin embargo, Lora es dueño de un puñado de himnos ineludibles que siguen impulsando a fans y no fans a llenar sus conciertos. Por eso no me puedo quejar: como en esos partidos mediocres de la Selección, no fui exclusivamente por El Tri, sino a escuchar a miles de gargantas acompañar al Tri.

Debido al amontonamiento sólo puedo llegar hasta el área del ingeniero de audio, donde un buen número de funcionarios públicos y gente que ronda los cuarenta ha buscado un oasis. El líder de la fracción parlamentaria del PAN salta con evidente entusiasmo hasta que se da cuenta de dónde está y finge que sus saltos son para buscar a un conocido entre la multitud. Por un momento, las personas de alrededor se olvidan de su edad. Un convergente pasa apoyado en su esposa y sus dos hijos, quienes miran con vergüenza el estado inconveniente de su padre, que hace con los dedos el signo de amor y paz a quien se deje. Cientos de personas trajeron a sus pequeños: fue una especie de iniciación a los territorios del rock and roll, o un viaje a la década en donde ellos no habían pensado en reproducirse. Era como decirles: este es el mundo que existía antes de que tú existieras.

Me veo -los veo- cantando “ADO”, “Santa Martha”, “Nunca digas que no”. La insistencia de los grupos de antro para tocar al Tri ha provocado que uno se desensibilice respecto a cómo debería sonar el Tri auténtico y Alex Lora y su banda tampoco han hecho mucho para marcar esa diferencia.  No obstante, tengo pocas cosas que reclamar porque algo más allá de la ejecución y la interpretación define la música. Es como esas películas muy básicas que finalmente nos conmueven y no sabemos por qué. Como si algo traspasara las virtudes evidentes del arte y nos tocara, y por eso no podemos explicar por qué nos gustan. Creo que es una de las constancias de Lora: te sabes sus canciones porque dicen algo que las demás canciones ya dejaron de decir y no alcanzaste a escuchar en el resto de la música que marcó tu vida.

Me agradó el éxtasis de saberme todas las canciones y pedir a gritos muchas más de las que podía haber interpretado.

Lora no triunfó musicalmente sino biográficamente.

Por eso tuvo todas las de ganar.

    

 

 

¡Cuidado!, hombres buscando trabajo

    

Entre la Feria del Libro Politécnico (que abarcó una semana) y la Feria del Empleo (que fue sólo un día), no hay dudas de cuál tuvo más convocatoria (la de los desempleados), aunque a ambas las uniera la misma fortuna (la fantasía inicial de encontrar algo bueno y la realidad de terminar con lo que hubiera disponible).

Un miércoles, dos días después de que concluyera en ese mismo sitio la fiesta de los libros (cuya imagen más representativa era la de una decena de vendedores ventilándose con las listas de precios), centenas de campechanos abarrotaron el ex Templo de San José en busca de un trabajo. No era una postal muy esperanzadora (como tampoco lo eran las fotografías que los periódicos publicaban día a día sobre Wall Street), pero  un contingente de tipos llenando solicitudes de empleo (y al menos cinco ex compañeros tuyos poniendo mentiras en sus currículos) decía más de la crisis que cualquier cotización bancaria del dólar.

“No es que no tenga trabajo, es que no me pagan por ninguna de las cosas que hago”, fue el diagnóstico de uno de los asistentes. En un país tocado por los extremos (tener 5 empleos es tan deprimente como no tener ninguno), la búsqueda de trabajo es uno de esos calvarios a los que hay que enfrentarse alguna vez. Síntoma de madurez, y a la par del infortunio, ir tras un salario (y en caso de tenerlo, ir por uno mejor) se ha convertido no sólo en la inquietud central de millones de mexicanos sino incluso en su única preocupación en la vida.

El trabajo, como las mujeres, se sufre mientras se busca, se sufre mientras se tiene y se sufre cuando se pierde, porque la idea del empleo está generalmente ligada al padecimiento. No hay trabajos gustosos: hay suerte (o nepotismo o jefes cándidos o un sistema a punto de la quiebra). Un trabajo –para ser llamado como tal- concentra el horror de la rutina y, como los matrimonios, llega siempre con una mezcla explosiva de azar y resignación. Lo peor es cuando aparece a cierta edad en que ya no es posible decir que no a nada. En ese contexto, una feria del empleo es como una fiesta para divorciados. No puedes llegar con la idea de encontrar a la curvilínea ninfómana que además tiene un doctorado en cine.

De acuerdo al Servicio Nacional del Empleo en la feria se ofrecieron alrededor de 400 vacantes de las cuales un 30 por ciento eran para personas con estudios de primaria y secundaria; un 35 por ciento para técnicos y bachilleres, y el resto para profesionales. No son unas cifras muy entusiastas, porque dan una idea del desarrollo del estado (o del estado de la desesperación): en una entidad petrolera, para encontrar un empleo resulta incluso provechoso no llegar a la preparatoria.

Sobre la feria una amiga la describió en términos de una terapeuta o, mejor dicho, de una modelo de Victoria’s Secret: “Si no tienes una autoestima de hierro, mejor ni te acerques”. Eso significaba que si no te preocupaba haber cursado una carrera de cinco años en administración de empresas y terminar firmando una solicitud para ser empleado de mostrador o fontanero, éste era tu sitio. “¿Has visto muchos profesionistas?”, le pregunté, inquieto por las discrepancias entre lo estudiado y la práctica de lo estudiado.

“Sí, ya sabes”, contestó, “la mayoría recién egresados”.

Ah, esos románticos, parecía añadir su mirada.

Cada que leo las páginas de clasificados –con ofertas de trabajo que se extienden hasta por un mes- o me entero de las estadísticas de colocación del SNE (un 40 por ciento en Campeche, un 32 por ciento en el país) concluyo que en realidad la gente no quiere trabajo: quiere dinero. Parece una obviedad, pero no lo es: cuando la gente sólo quiera trabajo (es decir, sin importarle demasiado las minucias salariales, las letras pequeñas del acuerdo laboral) o ya llegamos al primer mundo o acabamos de bajar un poco más al inframundo.

Es casi imposible ver las filas de desempleados y no pensar en las salas de espera del banco de sangre: hay algo en sus rostros que dice “Mi familia me trajo con engaños”. Pienso en las historias detrás de cada una de esas personas, pero igual reconozco que, como sucede con los restaurantes, son apenas las necesidades básicas las que siempre hacen coincidir a las más variadas especies de individuos.

Ha de ser tremendo toparse con un pariente o un ex compañero. Es desafortunado interrumpir sus recorridos por los stands para cumplir los protocolos y decirles: “¿Y cómo va todo?”. Las ferias de empleo y los cines porno son los lugares menos cómodos para encontrar a alguien que hace tiempo no veías.

Una amiga reportera me contó que a su llegada vio a muchos de sus colegas, aglutinados en la entrada:

-Hola, ¿ya tienen mucho rato cubriendo la nota?- les preguntó.

-Ejem, en realidad, vinimos a buscar trabajo.

Minutos después tuve mi propia versión de ese episodio a través de un reencuentro generacional:

-¡Qué pasó! Hace tiempo que no los veía -dije a seis de mis ex compañeros de la facultad que habían coincidido en una fila-. ¿Se han estado reuniendo después de la carrera?

-Pues sólo en cada feria del empleo –confesó uno.

Hasta ese momento vi que su fila se dirigía al stand que buscaba auxiliares contables, ayudantes de almacén y camaristas.

¿Me podría repetir la pregunta?

¿Me podría repetir la pregunta?

No importa cuántas restricciones pongan los institutos electorales en el país para contener a los adelantados, siempre habrá maneras de burlar la ley, hacer campaña antes de tiempo, promoverse a ras de suelo sin recurrir a las propagandas evidentes, salir en los medios, poner el nombre sobre la mesa.  
Para no ir muy lejos, e
ste jueves tocó a mi puerta una señora que sudaba como si estuviera en la última etapa de un pentatlón; me preguntó si podía hacerme algunas preguntas para una encuesta. Por supuesto accedí.

“¿Cuál cree usted que sea el mayor problema en el estado?”, me dijo.
Contesté cualquier cosa y hasta ahí todo parecía una serie de preguntas inocentes, planteadas para constatar los lugares comunes de la ciudadanía. La ilusión de que el asunto era serio acabó demasiado pronto.
La señora me mostró la foto de un diputado local, una foto de estudio, la imagen de un hombre que pretende darnos a entender que mira muy lejos, quizás un poco más allá del objetivo de la cámara.

“¿Conoce usted a esta persona?”.
Por supuesto, pensé, todavía hace unos minutos, mientras revisaba el periódico, acababa de leer una declaración suya y sus ojos mostraban ese gesto de quien necesita un par de gafas urgentemente.
“Sí, se trata de Robespierre Santoyo”.
Es evidente que no estoy usando el nombre verdadero del legislador para no herir susceptibilidades. Sin embargo, he de apuntar que este nombre es real, pues lo saqué de la sección de policía del diario. (Un consejo: si te llamas Robespierre conviene tener un perfil bajo, por favor, no choques y no intentes robar nunca nada).

La señora palomeó un apartado de su hoja como diciendo: ya tenemos un voto más asegurado. Su papada temblaba de felicidad.

“La Legislatura a la que pertenece el licenciado Santoyo ha sacado leyes como las de Transporte y… y Via-li-dad, donde buscado se… donde se ha buscado el bene-beneficio ciudadano. ¿Cree usted que las… las leyes de Vialidad-Transporte servirán para mejor via…, para mejo-¡rar! la vialidad y el transporte?”

En un principio pensé que la empresa encuestadora, a fin de pagar los más bajos salarios, había contratado a cualquiera que se ofreciera a recorrer a pie una colonia aún así no supiera leer una frase entera en voz alta. Luego caí en cuenta de que en realidad era una estrategia política: cuando uno no entiende nada, por lo general responde que sí a cualquier pregunta:

“Sin lugar a dudas”, dije sólo para ver la alegría inundar el rostro de mi interlocutora. Ella siguió hablando con los mismos tropiezos que tienen los artistas extranjeros que quieren aprender albures en español.

Dándole un poco de lógica a sus palabras, la segunda pregunta podría plantearse de esta manera: “En la legislatura a la que pertenece Robespierre Santoyo se aprobó una ley que protege a las mujeres del maltrato y que castiga con mayor fuerza a quien a golpee o ejerza la violencia ya sea física, psicológica o económica…”

“Y la pregunta es…”, interrumpí.

“La pregunta es: ¿sabía usted eso?”.

Mi rostro de desilusión antecedió mi respuesta: “Ahora ya lo sé”.

Ella apuntó en el recuadro: Sí.

Lo que pasaba en ese momento por mi mente era otra pregunta: ¿qué tipo de encuesta era ésa? Busqué en la camisa y gorra de la mujer un logotipo, una razón social que me diera una pista del responsable de ese horror. Hallé ambos, pero no me interesa especificarlos ahora, pues la mayoría de esas firmas tiene nombres olvidables con palabras como “Soluciones”, “Integral” o “Multialgo”. Lo que no entendía era el sentido de todo ese cuestionario: ¿me estaba preguntando o me estaba informando? Cualquiera que haya sido la intención, parecía estar fallando, a menos que el propósito haya sido despertar lástima hacia el diputado. Es decir, ahora sólo podía pensar en Robespierre Santoyo como a un pobre tipo estafado por una supuesta empresa de opinión.

La señora no dejaba de hablar. La tercera pregunta englobaba el número de leyes propuestas por el diputado Santoyo, sin especificar cuáles habían sido aprobadas o no. Todas tenían nombres enfocados hacia a algún sector social: los niños sin hogar, las personas con discapacidad, las mujeres trabajadoras. Alguna que otra hacía referencia a cosas tan simples como dejar de llamar a los ancianos “viejos recalcitrantes” y empezar a decirles “representantes de la tercera edad”, pero en sus nombres rimbombantes esas iniciativas parecían estar salvando a centenas de ancianos, mujeres y niños del desamparo.

Así siguió la encuesta, inquiriéndome si consideraba que tal o cual acción del diputado Santoyo beneficiaría a tales o cuales personas. A todo respondía que sí, que tenía la impresión de que Santoyo podría haberse incluso inmolado a sí mismo si eso garantizaba la salvación de delfines en Ciudad del Carmen y que no sólo me parecía el hombre ideal de su partido para candidato a gobernador sino el hombre al que hubiera escogido como padre, en caso de que uno pudiera participar en ese tipo de elecciones. 

La mujer palomeaba su hoja a punto del éxtasis.

La última cuestión era saber –después de todo ese primer informe de logros legislativos que me había proporcionado- qué opinión tenía yo del diputado ateniéndome a alguna de estas tres opciones:

a) Trabajador, comprometido, luchador social.

b) Incorruptible, solidario, estadista.

c) Magnánimo.

Dije que la primera opción me parecía bien.  

La señora me preguntó mi edad y el número de mi casa y se marchó. Sólo una hora después, cuando quise salir a comprar, caí en cuenta de que había dejado “por descuido” una foto del tal Robespierre debajo de la puerta. Como poseído por el espíritu de una turba, fui a la guillotina de papel que tengo en el cuarto y la hice tiritas.

Quien la ve cuando va heredando plaza

Maestros
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En los últimos días, miles de maestros en todo el país se han inconformado con la Alianza por la Educación y en Campeche, particularmente con la asignación de plazas a través de concurso. El líder de la sección IV del SNTE, Mario Tun Santoyo, lo ha explicado de esta manera: “Existe un sentir de los compañeros maestros que habían realizado un proyecto de vida tal, de formar a sus hijos para continuar en la tradición familiar del magisterio”.  Hasta ahora no veo por qué suprimiendo la herencia de plazas, “la tradición familiar del magisterio” podía verse afectada, a menos que esa “tradición” estuviera íntimamente ligada a que sus hijos iban a tener un trabajo seguro dando clases, aunque no quisieran, aunque no tuvieran vocación para ello.

El viernes en televisión, un grupo de docentes dijo que iba a llevar “hasta sus últimas consecuencias” su lucha por conservar la herencia de plazas. Los maestros reclamaban “un derecho laboral”, aunque en realidad se tratara de un abuso sindical. Oyéndolos hablar –peleando como si en realidad estuvieran oponiéndose al desalojo de un terreno invadido-, uno teme que la educación esté en manos de ellos. No es que uno pida caballeros ingleses con monóculo, o mujeres con apariencia de congresistas americanas, pero por lo menos uno quisiera ver a gente que habla de un modo razonable. O individuos para quienes las diferencias puedan dirimirse con más diálogos y menos bloqueos. Woody Allen lo concentró mejor que nadie en una frase: “No escuches a tus profesores, ve mejor cómo actúan”.

La Secud no ha querido ahondar en esto, pero los números arrojados en las pruebas Docentes en Servicio e Ingreso al Servicio Docente son preocupantes. En Campeche, concursaron mil 936 aspirantes y sólo 657 lo acreditaron. Pero lo más curioso es que de 435 docentes EN SERVICIO, 220 reprobaron.  Es decir, estos últimos eran maestros que ya cumplían un trabajo y concursaban por tener otra plaza. Si en ésta salieron reprobados, ¿podríamos estar seguros de la legalidad con la que obtuvieron la primera?  

Por años, la plaza ha sido la palabra mágica de este país. Concentra muchos derechos laborales, pero por ese mismo motivo parece someterse siempre a las más truculentas negociaciones. Una plaza no es un trabajo más: es EL trabajo. La vemos como la mujer inteligente y rica, que además tiene cuerpo de modelo, o en su defecto, el hombre musculoso, manipulable y millonario. Si llegan a nuestras vidas no hay que dejarlos ir o en todo caso hay que echar mano de las más bajas artimañas para obtenerlos y retenerlos hasta donde sea posible. Las plazas en la educación son tan pocas y brindan tanta seguridad que dan la impresión de ser una opción irrebatible. Como ciertos prospectos.

Pero esta historia de amor entre las plazas y el magisterio se ha visto amenazada con los exámenes de oposición. Muchos profesores campechanos, temiendo dejar en el desamparo a sus vástagos, han reclamado restituir la herencia de plazas, como dando a entender que sus hijos no podrían obtenerlas por sí mismos. Uno comprende su miedo: conocedores de cómo funcionan las cosas en este país, saben que ni la capacidad ni el talento sirven cuando se trata de llegar al servicio público. Que la educación y la burocracia en México se han hecho de amiguismos, chantajes y contratos injustificados.

La plaza abarca tantos privilegios que no puede estar al alcance de cualquiera ni ser obtenida por méritos propios. Los Olímpicos y las licitaciones no se cansan de enseñarnos que los mexicanos no estamos acostumbrados a competir. O por lo menos a demostrar de qué estamos hechos en unas condiciones equitativas y claras. Las sospechosas formas en que se asignan los recursos del erario echan por tierra cualquier ánimo de superación: los mejores llegan a pocos lados, a menos que recurran a su árbol genealógico o al anuario escolar. En México, “hacer méritos” es “hacer amigos”. En este país no hay mayor talento que la capacidad de intimar con la gente idónea.

Escudados en la lucha por el trabajo de sus agremiados, los sindicatos han cumplido su función de boicotear cualquier atisbo de competencia. Es la molestia que permea contra los exámenes de oposición. Una vez que un sindicato llegue a perder su capacidad de ofrecer privilegios, ¿servirá de algo?, ¿tendrán sus afiliados algún motivo para seguir pagando cuotas, asistir a soporíferas asambleas y organizar esas elecciones que nadie entiende, salvo cuando un compañero le lanza una silla a otro?  

Por muchos años, la asignación de plazas en la educación ha significado el poder de un solo sindicato: el SNTE, cuya capacidad para poner a vendedoras de Avon a dar clases no ha hecho sino corroborar su influencia. El problema del magisterio es el mismo que el de Telmex (o cualquier otro monopolio): altos precios, mal servicio y demasiadas señoras con cara de experimento fallido fingiendo que escuchan tu queja.

Ahora lo justo sería aplicar el examen a TODOS los maestros para ver quién conserva su plaza y quién no. Pero me imagino, es algo que el SNTE no permitiría: tiene a demasiados afiliados necesitados de un empleo. En un país donde el derecho al trabajo de unos anula el derecho a la educación de otros, no hay matemáticas más elementales que ésta: 123 es mayor que 3. Lo más lamentable es que hablo de artículos constitucionales.