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Campeche: instrucciones de uso

Pide al presupuesto que vuelva

Pide al presupuesto que vuelva

A la gente le gusta recordar cosas; por eso existen los anuarios, los resúmenes informativos de fin de año, los álbumes de fotografías, la videoteca personal. Un informe de gobierno es como un diario revisitado: brinda la oportunidad de reencontrarnos con aquello que fuimos. Como memoria a largo plazo parece hablarnos de alguien que no somos nosotros. “¡¿Eso hicimos?!”, nos preguntamos y al momento respondemos evangélicamente: “No puedo corroborarlo pero estoy obligado a creerlo porque está escrito”.  

 “Recordar es volver a vivir” dice la frase. En el caso del informe sería: “Recordar un gasto es volver a gastar”. Todo tipo de espectaculares y pendones abruman la ciudad cada que se acerca un 7 de agosto. En las propagandas, se resalta la cifra invertida en algún rubro (becas, apoyo al campo, obra pública, etcétera) junto a una foto ilustrativa del logro gubernamental. Me pregunto: ¿puede el ciudadano de Campeche entender la magnitud de una cifra? Caramba, no contó bien los votos en el 2006 y México tiene el penúltimo lugar en matemáticas, ¿cuál es el sentido? 

Está comprobado que todas las personas tienen un límite de entendimiento aritmético: su salario. Después de esa cantidad anual las cifras se vuelven incomprensibles. ¿Hablar de tantos millones invertidos tendrá sentido cuando la mayoría de los mexicanos no adquirió conciencia de lo que es tener mucho dinero hasta que vio los billetes confiscados a Zhenli Ye Gon? Una cantidad en millones es como una mujer guapa: ni siquiera nos esforzamos en entenderla, solamente la deseamos.

Los diputados, en cambio, sí parecen comprender lo que es el dinero. No habría por qué extrañarse: ellos aprobaron el presupuesto. Siempre he admirado a quienes pueden prever un gasto, ¿cómo le hacen?, ¿cuántas reglas aritméticas aplican? Han de ser muchas, porque en el informe, los diputados siempre muestran esa cara de satisfacción en que parecen decir para sus adentros: “Caramba, soy un genio, todo cuadró, ¿por qué nunca me llamaron para las Olimpiadas de Matemáticas?”.

Quiero creer que el sentido del informe es que los ciudadanos sepan en qué se gastó un dinero que finalmente es suyo. Pero tengo la impresión de que la gente aplica un criterio más estricto al erario que a su propio patrimonio. Si vemos una obra en marcha, en seguida pensamos: “Están inflando el gasto”; vemos un edificio abandonado y decimos: “un elefante blanco”.  Los mexicanos suponemos (la mayoría de las veces con razón) un ejercicio irregular del dinero, quizás porque en el fondo hacemos lo mismo a pequeña escala. Más de una vez he oído decir: “Por supuesto que los funcionarios toman el dinero, yo lo haría”. La honestidad de mucha gente se sustenta en la falta de oportunidad para corromperse.

Pero este tipo de criterios ya ni siquiera extraña. El ciudadano quiere que se aplique bien el dinero público y es incapaz de gastar razonablemente su propio salario. Aunque no sucede con todos. Si algunos muestran indiferencia a unos millones que, saben, nunca pasaron por sus manos; otros exigen con aguerrida singularidad cuentas claras en público y en privado. “Gasto tanto en cosas inservibles que necesito saber que algo de mi dinero está bien utilizado”, me dijo la otra vez un amigo periodista.

¿Ha llevado usted alguna vez una contabilidad privada? No la de algún comercio particular sino la de sus propios gastos personales. Es deprimente. Es como adentrarse en uno mismo y encontrar sólo cosas horribles. Gano poco, gasto demasiado, yo mismo intento engañarme cada que compro a crédito. No hay mucho de qué sentirse orgulloso a menos que te apellides Slim. Vivimos al límite de nuestros ingresos y siempre nos las arreglamos para hacer fiestas fastuosas o endeudarnos con gente de dudosa reputación que nos ofrece cosas inútiles. Ese sabor me dejan los informes.

El informe es uno de esos actos vetustos, que aún arrastra la democracia, sustentado en la sana rendición de cuentas; lo cual no está mal si es posible erradicar el protocolo. Debería ser una revisión monetaria, pero todos lo ven como un diagnóstico político: cuál es el estado de salud de la administración bajo el mandato de un partido. Quizás a través de esa confusión se ha ido tejiendo la tradición política alrededor del informe. El gobernador sería como un médico hablando con los familiares que pagaron un tratamiento: “Véanlo, totalmente sano… Y ese cuerpo de levantador de pesas sólo les costó 500 millones, ¿eh?”. La oposición sería, en cambio, como aquel pariente que siempre desconfía: “Oiga, contador, que yo diga doctor, ¿y esa mancha roja qué es?, ¿no me diga que un disparo?”

Inmiscuidos todos en la contienda de alguna elección por venir, el informe va adquiriendo distintas tonalidades. Es celebración partidista y un acto protocolario, es una oportunidad para llamar -otra vez- a la unidad y un compendio de cifras y logros. ¿Cuántos de los ciudadanos le prestamos atención? Difícil de calcular, pero resulta sintomático que sea necesario enlazar a las televisoras para alcanzar un rating de por lo menos cinco veces por zapeo.

¿Qué hacemos con los precandidatos?

¿Qué hacemos con los precandidatos?

En estos momentos hay en Campeche por lo menos una veintena de señores que parecen ya estar en precampaña. Si no es que son acusados por otros partidos de usar su cargo público para hacerse publicidad, es que salen apadrinando a cuanto egresado sin dinero se deje. Si el político cumple la siguiente fórmula (Mayor generosidad + Mayor elocuencia + Mejor ropa + Sospechoso adelgazamiento + Menor tiempo en el trabajo) es indudable que se anda promoviendo.

Todo mundo sabe que el proselitismo se ha vuelto algo muy caro, sobre todo porque los partidos aún no se han sentado a regularlo. Finalmente se trata de un cortejo cuyo principio y fin son difíciles de determinar y aunque hablemos de reglas claras para ese noviazgo que son las campañas y ese matrimonio que es el servicio público, el coqueteo con que inicia todo sigue siendo un tanto difuso y no menos engañoso.

Pero ajustémonos a lo importante: el dinero. El centro de cualquier acusación política es que un funcionario use parte del erario público para fines proselitistas. No que aparezca demasiadas veces delante de los reflectores, ni que regale despensas a ancianos adorables, mientras les besa la frente o que termine cargando niños que le llaman “tío”. Es la procedencia de esa generosidad, de ese repentino amor por sus semejantes, la que nos inquieta; es su preocupación por ser caritativos en horas laborales lo que se vuelve sospechoso.

¿Qué hacer con los precandidatos? Entre que hacen su trabajo y se sirven de él, la política se va volviendo un juego donde el chiste es no aparecer difuminado, como Santiago Creel en Noticieros Televisa. Hay que estar siempre en boca de todos, ser un nombre popular, cumplir aunque sea el papel del “malo por conocido” en la boleta electoral, entrometerse en cualquier conflicto, opinar sobre todos los temas, reunir a una centena de cuarentones y publicitar que ellos “por iniciativa propia” nos piden contender por una candidatura.  Estar simplemente ahí, ésa es la consigna. Como jubilados del IMSS, aparecernos cada mes para demostrar que aún seguimos vivos.    

Uno se pregunta si eso no nos sale muy caro a los contribuyentes. Si los precandidatos quieren estar en los medios, en lugar de restringirles el acceso lo mejor sería abrirles el espacio, pero no sólo a los programas noticiosos sino a toda la programación. ¿Qué quiero decir con esto? Que sería provechoso reunir a todos los precandidatos, encerrarlos en una casa y hacerlos interactuar por semanas enteras en una reality show que se llamaría The Big Finger.

Tomemos esta idea en serio. La propuesta disminuiría los gastos de una precampaña al mínimo posible y ofrecería asimismo la mayor transparencia para comicios internos. Para abaratar costos, se eliminarían los procesos preliminares de selección; es decir, que a este reality entraría cualquier persona en condiciones de aspirar a un puesto de elección popular. Nada de castings, nada de candidatos de unidad o golpes bajos para decir que tal o cual sujeto en realidad nació en España, pero tiene cuatro años viviendo en el estado. Igualmente, como todos tendrán el mismo tiempo de exposición en pantalla la equidad está garantizada. Sólo quedarán excluidos aquellos partidos que en realidad nunca hayan tenido a nadie a quien postular y en cada votación sólo se dediquen a parasitar a otros partidos.

La mecánica del reality es muy sencilla. Cada instituto político tendrá destinado, en lugar de una cantidad del presupuesto, cierto número de días para efectuar su propio Big Finger. Tomaremos los porcentajes de votación del 2006 para determinar el tiempo que merece cada partido en televisión.  

La casa donde recluiremos a todos los precandidatos estará equipada con 40 cámaras y 50 micrófonos (cortesía del Cisen), a fin de seguir de cerca a cada aspirante. A través de dinámicas y nominaciones, los políticos se irán eliminando uno a uno y serán las votaciones telefónicas de los afiliados al partido (o las mesas de consulta del FAP) las que determinen al candidato, pues será el último que permanezca en la casa del Big Finger. Como no hay presupuesto para pagar la transmisión de 24 horas de programa en algún sistema satelital, se usará el canal del Congreso y los tiempos oficiales en televisión abierta pero sólo para los días de expulsión.

El Big Finger tiene la ventaja de mostrar a los electores el desenvolvimiento de cada precandidato en un ambiente absolutamente político: cómo se comporta ante un complot para expulsarlo, cómo trabaja en equipo con personas a las que desearía ver desterradas en alguna selva guatemalteca, qué métodos aplica para dejar a los demás fuera de la competencia, de qué manera habla en la vida real y sin los discursos escritos por sus ex compañeros de licenciatura, cómo cocina (me pregunto si el electorado confiaría en alguien a quien se le salara la arrachera) y si en verdad fue pobre alguna vez como dice su currículum. Es en el tedio cotidiano donde todos los políticos se muestran tal cual son, no en los trípticos, no en los mítines, no en las entrevistas.

¿Que durante todos esos días de encierro los precandidatos abandonarán sus labores en curules, regidurías, delegaciones, etcétera? Qué importa. De todos modos no hacían mucho ahí y como sucede con los hijos, quizás no hagan nada por tres semanas pero por lo menos sabremos dónde estuvieron todo ese tiempo.

Marketing político para el 2009

Marketing político para el 2009

Scott Adams es un caricaturista norteamericano, creador de la tira cómica Dilbert, sobre las desgracias de un ingeniero en informática en una empresa de software siempre al borde de los despidos. Adams ha sacado al mercado algunos libros (El principio de Dilbert, Manual Top Secret de gestión empresarial de Dogbert) que destacan por su humor ácido sobre la realidad laboral, pero sobre todo porque son productos de agudas observaciones sobre el mundo, las relaciones interpersonales y la ineptitud. En uno de sus títulos –El futuro de Dilbert-, el dibujante estadounidense ha acuñado un concepto que, aun proveniente del mundo empresarial, es más que nunca aplicable a la telaraña política que nos espera  gracias a un año electoral a la vuelta de la esquina: el “confusopolio”.

Los “confusopolios” vendrían, según Adams, a sustituir a los monopolios. De principio, sabemos que las empresas como los sindicatos, ansían a ser únicos y a tener al consumidor en sus manos con el fin de tener mayores libertades para cometer abusos y dar menor calidad a precios altísimos. Para lograr eso, crean barreras que impiden a otros competidores acceder a esos mercados (como sucede con Microsoft que vuelve incompatible su plataforma Windows con ciertos programas, como si se tratara de una transfusión sanguínea y no de la instalación de un software).

Sin embargo, los monopolios no son para siempre. Como sucede en la política, la hegemonía está destinada al fracaso: uno, porque mucha gente se da cuenta que no se necesitan demasiadas habilidades para entrar al negocio sino apenas gente cándida a la cual engañar y dos, porque hasta los consumidores más lerdos se hartan de recibir lo mismo con un costo más alto cada vez. Ante la proliferación de opciones, es donde entra el concepto de “confusopolio”.

  Dilbert

Scott Adams define al confusopolio como “el grupo de empresas con productos similares que confunden al cliente adrede en lugar de competir entre sí a base de precios”.

Lo mismo sucede en el panorama político: los que antes eran priístas se afilian al PAN o defienden encarnizadamente el petróleo desde el Frente Amplio Progresista. Surgen nuevos partidos, unos se asocian con otros en ciertos estados, pero pelean a muerte desde el Congreso de la Unión. Los partidos sin candidatos acuden a candidatos externos, que son priístas que no alcanzaron la nominación. Unos renuncian a su militancia de 20 años y otros les abren los brazos si son capaces de garantizar el 2 por ciento de la votación total.

¿El resultado? Que los productos de cada partido se parecen demasiado unos a otros. Uno no sabe distinguir a los candidatos porque incluso sus propuestas se circunscriben a una sola palabra: el “desarrollo” de Campeche.  Para qué complicarnos, el progreso incluye casi siempre los mismos ingredientes y eso apenas cambia con nombre del fabricante. Sucede lo mismo cuando tres empresas quieren producir galletas: usan harina, azúcar y conservadores. La diferencia es apenas una ilusión del marketing.

En tanto los partidos ofertan candidatos imposibles de distinguir entre sí, ¿de qué forma abordarán los priístas, panistas, perredistas, convergentes y petistas la elección y promoción de su candidato? Como se trata de un ejercicio de predicción, ejerceré mis habilidades futuristas para prever lo que sucederá en el 2009. Veamos algunos ejemplos: 


 
 

a) Las diferencias físicas. Se acabaron las épocas en que todos los aspirantes parecían salidos de un cuento de Las mil y una noches. A partir de ahora, las campañas del futuro estarán definidas por la variedad de los empaques. Si el partido en el Gobierno postula a un flaco de pelo chino, la oposición se verá obligada a postular a un gordo calvo. Descartadas esas dos opciones, el tercer candidato se dejará crecer la barba o se hará rastas. Algún partido será más listo y postulará a una mujer con arracada en la nariz para hacer la diferencia. El último partido se las verá negras y quizás por eso recurra a un chaparrito de bigotes, lentes, overol y un garfio. Pero para evitarnos complicaciones, conviene postular a nuestro candidato antes que todo mundo lo haga.  


             
 

b) La buena suerte. Muchos han usado esta habilidad política para llegar a la tribuna legislativa, las alcaldías o los departamentos de Comunicación Social, de modo que ¿por qué pensar que puede ser diferente este año? Estar siempre en el momento adecuado en que el hombre de las grandes decisiones del partido apunta con su dedo hacia el próximo afortunado es una de las destrezas mayores del servicio público y posiblemente la mayor virtud para cualquiera que aspire a ser candidato en el 2009.


  Amway
 

c) El sistema Amway. Ahora que el IFE ha recortado las publicidades a los tiempos oficiales, hay menos oportunidades de recurrir al marketing para promover a nuestro candidato. Pero existe el siempre efectivo sistema de las pirámides comerciales: productos que a nadie benefician pero que crean redes de consumidores que a su vez se vuelven vendedores en algún momento y ni siquiera saben por qué. De ahí que el año que viene serán los propios electores los que promuevan entre sus conocidos a determinado candidato y reciban beneficios por agregar a más promotores a la pirámide. Un método que, sospecho, ya se venía haciendo pero que ahora será más importante que nunca. Así como los promotores hablan maravillas de un complemento alimenticio que lo previno del cáncer, nuestros nuevos vendedores políticos narrarán las ocasiones en que el candidato le regaló una silla de ruedas a su abuelo o donó sangre para la operación de su sobrino. 


     Boletas
 

d) Impulso al abstencionismo. Que el número de votantes represente digamos el 20% del padrón electoral beneficia a los partidos, quienes ahora tendrán que esforzarse menos por convencer a la gente de apoyarlos. En unas dos décadas, cuando sean necesarios apenas mil votos para conservar el registro, los partidos vivirán su edad de oro. Para promover el abstencionismo, los partidos se descalificarán entre sí, se acusarán de desvíos de recursos, promesas incumplidas y uso indebido de los programas sociales. Se trata de una estrategia para la cual no será necesario investigar mucho, porque probablemente cualquier acusación que se haga al aire resultará cierta.  Una vez difundida la idea de que los políticos son todos unos ladrones, la gente ni siquiera tendrá la molestia de levantarse de la cama el primer domingo de julio y los únicos desafortunados serán los funcionarios de casilla. 

 
        Congreso

e) Marketing “telaraña”. El concepto no es mío sino del propio Adams, pero creo que puede servir. A nivel comercial, la técnica “telaraña” “implica dificultar al extremo la anulación  o devolución del producto hasta tal punto que resultará más fácil quedárselo sin más”. Al fin de al cabo son los partidos los que hacen las leyes electorales y ¿quién garantiza que no usen esa prerrogativa para eternizarse en sus respectivos gobiernos? En pocos años, los legisladores aprobarán reformas donde el valor de las votaciones populares sea cada vez menor y se pueda ocupar una curul por dos décadas sin que nadie se dé cuenta. En unos años, será ley que cualquier puesto público sea asignado por un grupo de ancianos y no haya posibilidad de revocar a nadie salvo si todo el distrito electoral está dispuesto a bailar en una fila de conga. 

Y retiemble en sus antros la tierra

Y retiemble en sus antros la tierra

23:30 HRS. COVER: 50 PESOS

Te das cuenta que eres un viejo cuando, después de aceptar la invitación a una disco, en lugar de ver a las chicas guapas te pasas contando el número de extintores.  Eso me sucedió el viernes, cuando acudí a un antro con la inocente idea de acompañar a unos amigos y terminé abrazado de una palmera, porque el exceso de calor me había subido los triglicéridos.

La primera impresión que tuve a mi llegada es que había excesiva arena en la entrada. Mientras los jóvenes asistentes alucinaban con ese vivo montaje de una noche de verano en la playa, yo sólo pensaba en la Profepa. Es lo malo de trabajar en un periódico: piensas demasiado en las instituciones. Es más, si fuera el protagonista de un cómic, mis onomatopeyas no serían ¡Plap! ¡Bum! ¡Catapum! sino ¡Pri! ¡Pan! ¡Copriscam!, lo cual no hace sino deprimirme más.

Pago mi cover. La señora me da un brazalete de papel que un tipo fornido coloca en mi muñeca derecha. Al parecer por una especie de código, perdedores como yo no pueden llevar la susodicha pulsera del lado izquierdo, todo en virtud de que los meseros sepan identificar a los tipos que tardan media hora tomando la misma cerveza y a quienes es más provechoso sacar a patadas a la primera oportunidad.

Y sí, a la media hora sabía ya que era un infierno. El DJ había decidido que la mejor forma de entretener al público era poner los primeros 30 segundos de una canción e inmediatamente mezclarla con otro hit. Ese repaso de las listas Billboard por la vía rápida no permitía a gente como yo ni disfrutar ni entender nada. Era como hacer zapping por todos los canales de música del sistema de cable y no quedarse en ningún lado, lo cual me hace entender por qué todos los menores de 22 se sentían tan a gusto con esa vertiginosa antología de éxitos.

Tuve la mala fortuna de ponerme cerca de gente muy popular, de modo que las tres cuartas partes de las manos alzadas que yo respondía no eran para mí, sino para los jóvenes bien vestidos que estaban a mi derecha y cuya presencia no había advertido hasta que gente con la complexión y joyería de un guarura se acercaba a ellos para darles un abrazo.

Reconozco a una decena de ex compañeros de la escuela. El tiempo no ha pasado en vano. Coincido con ellos en el único lugar donde es posible ver con frecuencia a tus amigos que rondan los treinta: un baño público.  El tipo más exitoso de toda mi generación me deja una tarjeta para que vaya a verlo un día de estos a su consultorio. Quizás lo haga esta semana.

 

1:45 HRS. MÚSICA EN VIVO LOS VIERNES

El tiempo pega, ni quién lo dude. Es entonces cuando uno necesita sentir que puede recuperar los años perdidos y no hay mejor máquina del tiempo que un bar donde haya una banda en vivo. La música sigue siendo la misma de tu adolescencia. Si Alex Lora o Soda Stereo cobraran regalías por las ocasiones en que los grupos campechanos han interpretado “Triste canción” o “Música ligera” no se preocuparían por sacar más discos.

Después de la terrible experiencia en el antro con arena busqué otros ruidos para esa noche. Así llegué a un bar con grupo incluido. La música en vivo tiene un gran encanto: es casi imposible no sentirse perforado por un bafle que reproduce los acordes de “Nene, nene, nene, qué vas a hacer cuando seas grande”. Por eso sentimos que nos palpita el corazón cada que alguien recorre palmo a palmo las canciones que programaba Telehit en su primer año. A cierta edad, la música en vivo es una forma de masaje cardiovascular.

Yo toqué un buen tiempo en una banda de bares. Como la televisión nacional, sabes lo que le gusta al público y te esfuerzas apenas en cumplir la fórmula con cierto decoro. No hay por qué arriesgar nada. Es como si los Eagles organizaran un concierto de reencuentro con la firme intención de no tocar “Hotel California”: no vas a lograr nada salvo que una horda de fanáticos te lancen sillas plegables al escenario, así que ¿para qué intentar algo diferente cuando lo conocido reporta tan buenos dividendos? De ahí que cualquier líder de banda de bares ajuste su lista de canciones echando un vistazo a la caja de casetes que guarda en el clóset. Como demostró Moderatto, los covers son para siempre y funcionan incluso en los nuevos públicos. Al final de la noche, si ves a la gente gritando y pidiendo otra ronda al mesero es que has hecho un buen trabajo. 

 

2:50 HRS. BAR Y KARAOKE

No puedo permanecer en un bar karaoke sin pensar en los festivales OTI, con un público que le encanta escarbar melodías a las que no puedo imaginar sin ese ruido de la aguja recorriendo el vinilo. ¿A cuánta gente sacaron de la criogenia para llenar todo este sitio?, me pregunto e ingreso a un antro, cuyo principal atractivo, como la democracia, es la oportunidad de escuchar a los otros. Al principio la idea parece buena, pero sólo en la quinta interpretación, sabes que no lo es tanto y que después de los cuarenta años nadie merece un micrófono. No sé si interpretar canciones de Lupita D’Alessio sea una forma de afrontar el desamor, pero no sirve de mucho si tu idea de diversión tiene que ver con dejar los problemas en tu casa.

El bar karaoke ha potenciado la necesidad de compartir no nuestros talentos sino lo que no podemos decir más que cantando, y uno de sus requisitos es que nadie pueda hacerlo con dignidad. Ha de ser por eso que nos protegemos en la noche para que esto sea posible.

Mientras que en otros estados he visto espacios para que los cantantes amateurs se luzcan sobre un escenario iluminado, en Campeche se canta desde las propias mesas, al abrigo de los amigos.  El mejor efecto es escuchar una voz lastimosa que no sabes de dónde proviene, por más que busques en los rincones del bar. Alguien que entona a José José en la oscuridad representa mejor que nada la idea del anonimato.

Una de las escenas más inverosímiles de mi vida supuso perder una negociación editorial por saltar a cantar “Sorullo y Capullo” en un bar de Guanajuato. Desde entonces sé que los karaokes no sólo sirven para ir a llorar la tragedia y canjearla por la vergüenza, sino para engendrar ambas al dos por uno.

 

No distraiga al operador

No distraiga al operador

Este sábado tuve una revelación: ninguna nueva Ley de Transporte va a servir en Campeche mientras los choferes de la ruta Directo-Plan Chac-Issste-Universidad piensen que la luz roja es para avanzar y la verde para detenerse. En cuatro ocasiones, el autobús ha recorrido apenas unos centímetros hacia el paso peatonal precisamente porque no puede cruzarlo. Es una estrategia inútil, pero los conductores experimentan una felicidad idiota con hacer ese movimiento cada que el semáforo marca rojo. Es la historia de cada día en la parada frente al mercado principal "Pedro Sáinz de Baranda" de esta ciudad. Minutos interminables de espera del pasajero, quien termina por aceptar la manera en que los camiones se zarandean pero no avanzan, un poco como nuestros políticos debatiendo el petróleo.

Son las cuatro y cuarto de la tarde, el calor es insoportable, y de mi parte no puedo pensar otra cosa que no sea el reloj checador del trabajo. Abro los ojos y la única imagen que obtengo es la de un conductor que se echa aire con una franela.

-En un ratito más nos vamos – dice, pero esa sonrisa lo delata. De inmediato hace bufar su unidad como si montara un toro a punto de saltar al ruedo.
El chofer de Directo-Plan Chac-Issste-Universidad es uno de esos burócratas del transporte: amodorrados, sudorosos, obesos y que hacen perdidizas las monedas pequeñas. De esos que saben que la resignación es el estado natural del pasajero.

Me planto a esperar un poco más. Los cláxones de los otros camiones me recuerdan que la orfandad está vedada para quien conduce.

-Cinco minutos nomás, cinco –asegura, pero con tranquilidad toma uno de esos periódicos con accidentes en la portada y lo abre sobre el volante. Mientras lee, su ayudante grita la ruta, colgado en la puerta, desgarrándose la garganta inútilmente, sobre todo porque en ese lugar no se estaciona ningún otro camión que no sea Directo-Plan Chac. Como en toda burocracia, el chalán desquita un sueldo con un oficio que no le sirve a nadie.

(Mientras las oficinistas adoran leer los romances maltrechos de las celebridades, los conductores de camión prefieren los parabrisas destrozados. El chofer pasa cada página de su periódico y adivino el deleite que le producen las tragedias ajenas. Las historias de amor terminan con “Y fueron felices para siempre”; las de los choferes con “para el deslinde de responsabilidades”. Las señoras que pueblan las dependencias recrean cortejos épicos que no podrán vivir; los conductores las colisiones que no desearían).

El sopor es la condición natural de estos sábados. Algunos vivimos en el tránsito continuo, cumpliendo un horario laboral en momentos en que las personas decentes están echadas en sus casas viendo la televisión. Para quienes no tenemos otra opción que trabajar los fines de semana, los trayectos en transporte público son un infierno. Ver tantas luces verdes desaprovechadas es como ver a la Selección fallar penales. Un triste destino nacional.  

-Así son los choferes, qué le vamos a hacer- dice una señora a la que no quisieron devolverle el pasaje. Durante años, he oído estrategias para mejorar el servicio de transporte colectivo, pero resulta tan ilusorio como querer reformar al sindicato de maestros. No puede someterse todo a la mera voluntad de los implicados ni a sus cursos de buenos modales. Los concesionarios podrán firmar cien compromisos, pero mientras no haya otras opciones de transporte barato, sabrán (como lo intuye el marido abusivo) que volveremos a ellos una y otra vez.

Por otro lado, ¿sirve quejarse? Los camiones están diseñados para no ser identificados (incluso hasta los señores que los manejan se parecen demasiado entre sí), para que nadie pueda señalarlos con exactitud cuando presente una denuncia. Es lo que sucede, por ejemplo, con esta unidad, aún detenida tras los cinco minutos prometidos por el conductor. Puedo describir sus stickers de Pokemones que nadie recuerda, la afición por el Cruz Azul del dueño (los señores que no pueden vestir a sus hijos de sus equipos favoritos compran calcomanías de niños disfrazados con el Photoshop); puedo hablar del diagnóstico que hacen sus letreros del periodismo y la educación mexicanos (“Censores trabajando” y “Todos los niños pagan”) y de las siluetas de mujeres que coronan el reproductor de discos compactos (ahora apagado, no sé si por desgracia). Puedo incluso indagar en la fe del concesionario a través de sus calcomanías religiosas (según Santo Tomás, Dios es “el primer motor” y no dudo que sea sólo Dios quien pueda mover este camión). En fin que revisando sus escondrijos es posible determinar las historias que rodean a este microbús, todas ellas totalmente inútiles al momento de poner una demanda contra el servicio.

Cuatro camiones de Directo nos han rebasado, hartos ya de la espera. Los envidio. Nuestro chofer los ve pasar sin preocuparse demasiado: confía en que su persistencia le proporcione dos o tres incautos más que se suban al camión, creyendo que ya está a punto de partir.

Cuando he leído otro capítulo más del libro que traje para el camino, siento la sacudida que significa pasar el paso peatonal. El viento (no importa si caliente, no importa si polvoso) me golpea la cara y respiro de tranquilidad, como quien ha pasado ya la noticia favorable de un diagnóstico médico. El camionero avanza a toda prisa –atravesando semáforos en amarillo, sin detenerse a recoger gente que le pide parada en las esquinas- supongo que para compensar el tiempo perdido en el mercado. A dos cuadras de llegar a mi destino me pregunta: “¿A dónde vas, chavo? Es que yo hasta aquí me quedo”.

Sólo hasta entonces me doy cuenta que me he quedado solo en el microbús. Sin esperanzas siquiera de que me devuelva mi pasaje, desciendo al camellón, incrédulo de tanto cinismo. Con sus logos borrados y un número incompleto (cero cuarenta y algo), del microbús sólo alcanzo a ver las placas: “200-423-B”.

Corro inútilmente pues un descuento por impuntualidad me espera. Eso le falta a los diputados que debaten la Ley de Transporte: trabajar los sábados (no regalando balones, no dando declaraciones en el aeropuerto, que no para eso les pago) y llegar siempre tarde por culpa de un camión.

Una temporada en el infierno

Una temporada en el infierno

Cada año, los organismos de salud emiten recomendaciones sanitarias que en el fondo dicen: la primavera es más peligrosa de lo que usted cree. Hoy en la mañana el jamón tenía esa coloración de la lengua de un enfermo. No desayunaste.

El calor es una especie de insomnio a todas horas: no te sientes ubicado en ningún lado. Al mediodía vas al baño y una fila de hormigas traspasa el blanco muro como una cuarteadura inesperada. En el interior de esas paredes ha de vivirse un infierno parecido. Y ni hablar de las auténticas cuarteaduras, que siempre albergan insectos capaces de poner en jaque a un entomólogo. En la última semana has visto las cucarachas más raras, más blancas y que hacen ruidos que esperarías de cualquier invertebrado menos de una cucaracha. Oyes crepitar los periódicos con tus editoriales. Eso te quita el hambre.

Lo más temible de la primavera es que tu barrio parece instalación de Spencer Tunick. A veces no quisieras que tus vecinos –los más veteranos- tuvieran ventanales tan grandes, tan transparentes. A  veces no quisieras haber leído El retrato de Dorian Grey para no pensar que son ellos quienes envejecen por otros. Pero ahí están –algo impúdicos, algo perdidos-, rascándose la espalda o quitándose la playera mientras tú, con todo el dolor de tu corazón, cierras la cortina como una forma de conservar el decoro o, mejor dicho, la cordura.

Te bañas como en los pueblos, con una cubeta, porque la regadera podría perforarte la piel con sus disparos de agua hirviente. Se agota la ropa para estas temperaturas. Ninguna tela es apropiada para un ambiente que amenaza con cocerte, el uniforme de tu trabajo fue confeccionado para un periódico de Ontario, pero no para uno de Campeche. Asumes que no queda de otra que llegar a la oficina con los brazos pegajosos como los de un maratonista.

Nunca entiendes más el término “Calentamiento global” que cuando tomas la ruta de camión que conduce al trabajo. Sólo en un minibús donde el sol llega a todos los asientos adquieres auténtica conciencia ambiental. Hasta esta primavera pensabas que esas ondas de calor que deforman el paisaje sólo se veían en las películas fronterizas. Pero no, el sudor te recorre la frente, llega al rabillo del ojo y no te deja ver. Los 42 grados son una temperatura que elimina cualquier distractor. El chofer cambia de estación y lo primero que oyes es un parte meteorológico: se descartan lluvias, por supuesto. Puedes imaginar al locutor hablando del clima como algo que les sucede sólo a los escuchas; en su cabina con aire acondicionado el infierno son los otros. La única alternativa que queda para salir de esta espiral de la muerte es la música, pero todas las canciones te remiten a bateristas jadeantes, a guitarristas que corren de un lado a otro del escenario, impregnando de humedad a las primeras filas. Apagas el iPod, a fin de apoyarte en la ventana y formular una buena frase para tu próxima columna, pero todo es inútil. Las cuatro de la tarde es mala hora para tener temas importantes: cada que el camión se detiene a esperar pasaje sólo es posible pensar en el termómetro.

Tomas otro trago de agua. Desde que el aire se volvió calcinante no puedes vivir sin botellas de plástico, sin pañuelos desechables. El viaje al trabajo se ha convertido en una expedición que requiere cada vez más artículos de supervivencia: pastillas para el dolor de cabeza, una playera extra en la mochila, un bote de bloqueador solar. Mañana tomarás una gorra, el jueves tu cartilla de seguridad social.

Al camión siempre sube gente dispuesta a iniciar conversaciones innecesarias:

-Mucho calor, eh.

Las personas son tan obvias que si compartieran una tortura lenta y terrible, no faltaría quien dijera: “Mucho dolor, ¿verdad?”.

-Si no tiene que ir a Escárcega no vaya, ahí están peor.

Asientes con la cabeza. El clima es un tema con que uno difícilmente discreparía, por eso es el primero que surge entre dos desconocidos.  
 

¿Alguien necesita experiencias cercanas a la muerte? Que transpire. Algo se seca dentro de ti. Como las frutas que olvidas en la mesa de la cocina, temes algún día amanecer con demasiadas moscas alrededor. Ves por la ventanilla a los pobres hombres obligados a caminar algunas calles abajo, a los miserables a quienes no se les ocurrió otra manera de inyectarle vida al cuerpo que no fuera tomarse unas cervezas de más y que ahora alcanzan tambaleantes el poste de la esquina, como si fuera un último reducto para protegerse del mundo. Exhalas mientras recuerdas las películas de George A. Romero.

Bajas del camión para padecer los 100 metros que van de la parada de autobús al reloj checador de tu oficina. Los recorridos a pie son los peores. La gente te mira desde sus automóviles, como si la portezuela fuera el límite que separa al Cielo del Averno. Ellos sonríen, cantan mientras conducen, a veces hasta te reconocen de reojo pero no te saludan. Los peatones se han vuelto una especie desacreditada, a fuerza de parecer atletas que se dirigen últimos a la meta por una inercia que disfrazan de dignidad. 

Llegas al trabajo. Abres la puerta de vidrio y te recibe un golpe de 18 grados Celsius.  Tiemblas como un niño recién rescatado: de pura y honesta felicidad.

 

 

Grandes ofertas, grandes esperanzas

Grandes ofertas, grandes esperanzas


Los cinemas Hollywood, únicos cines comerciales de la ciudad de Campeche, serán demolidos para construir la tienda The Hope Depot, establecimiento especializado, como su nombre lo indica, en la compra, venta y avalúo de esperanzas. Emily Dickens, dueño del consorcio inglés que se ha extendido en los países de Latinoamérica, al abrigo sobre todo de los gobiernos populistas, anunció una inversión de 200 millones de pesos para el estado, monto que de principio alimentó ya la ilusión de constructores, alarifes, funcionarios de fomento comercial y del propio gobernador.

“Ve usted, todavía no hemos ni puesto la tienda y ya tenemos clientela inminente”, comentó Dickens, quien empezó su carrera trabajando en un almacén de antigüedades antes de alcanzar la lista de Forbes.

The Hope Depot se ha especializado en proveer esperanzas a un público que se hace más amplio conforme se acerca el fin de año. Según su página web, las variedades de esperanza más solicitadas son la de vida, de un mejor trabajo, de un país habitable, de una prueba de embarazo negativa, de una candidatura a cualquier puesto, de una fusión exitosa y de una madurez sin marcas en los muslos.  Asimismo aceptan que la única esperanza que no tienen disponible es la de tener otros cines a corto plazo, aunque para compensar esa carencia harán algunas piadosas donaciones de sus productos a los albergues de niños y a los hogares de ancianos.

Visitar The Hope Depot es una experiencia maravillosa, dice su dueño, los clientes salen sonrientes de la tienda, a pesar de las miradas de unos cuantos transeúntes que no pueden evitar preguntar: “¿Y esa cosa con plumas qué es?”

 Para ver nota, clickea aquí.

El país de las injurias

El país de las injurias

Pensemos en dos deportes peligrosos: hacer caricaturas de Mahoma y darle a la Bandera nacional funciones sanitarias. De una ya se sabe: millones de musulmanes iracundos y no pocos integristas lanzando amenazas de muerte a periódicos y otros medios. Su razón: apoyados en El Corán, reprueban cualquier representación del profeta. De la otra ya se supo: un amparo negado por la Suprema Corte y la reciente petición de algunos extremistas, perdón, de la PGR de dar prisión o multa (y de preferencia ambos castigos) al escritor campechano Sergio Witz, por haber difundido el poema “La patria entre la mierda”. Su razón: apoyados en el Código Penal Federal, la Procuraduría argumenta que los “patrios pendones” sólo pueden ser empapados por “olas de sangre” y por ningún otro fluido más.

Transcribo a continuación la noticia que da cuenta de este insólito suceso:

 

A prisión por injurias 
Campeche, Campeche (AP).- Pocos días de libertad le quedan al delincuente literario Sergio Hernán Witz Rodríguez y/o Sergio Hernán Huitz Rodríguez (a) “el Poeta”, de 46 años de edad y de profesión maestro universitario, por injurias contra la Bandera mexicana, casada, de profesión símbolo patrio, quien no especificó su edad, pero a la que se adivinaron múltiples cirugías.

Los hechos se registraron el pasado viernes, alrededor de las seis de la tarde, en Campeche. El sujeto fue detenido por elementos de la Procuraduría General de la República, quienes en un recorrido de vigilancia fueron abordados por Abel Santacruz Menchaca, de profesión lector de revistas de poco tiraje, que mientras señalaba a una persona del género masculino, lo acusó de faltarle el respeto a la Bandera mexicana e imputarle “funciones poco decorosas”, entre ellas las de papel higiénico. “Cosas horribles que no puedo ni repetir”, añadió el denunciante, hecho un energúmeno.

Los agentes arrestaron a Witz, quien se defendió arguyendo su derecho a la expresión. “¿Quién apela a la libertad de expresión en estos días?”, dijo uno de los policías. “Ésa fue prueba suficiente para determinar que el sujeto estaba en completo estado de ebriedad”.

En consecuencia se abrió la averiguación previa 7361/II/2002, sustentándose en el artículo 191 del Código. La policía decomisó el arma, un texto de 21 líneas afilado y enmohecido, pero nada hizo con el cuerpo de la víctima, quien hasta ese momento sólo ondeaba, algo indignada y de perfil. Ninguno de los presentes cuestionó el hedor que podía percibirse en el lugar de los hechos.

 

Witz
El delincuente. Arriba dice: "Se reciben visitas las 24 horas"

¿En verdad se trata de un texto tan agraviante como para despertar todo este escándalo?, ¿se merece Sergio Witz todo el peso de la ley por el escrito en cuestión? Leámoslo de nuevo y descubramos que desde el punto de vista estrictamente literario, nos encontramos – qué duda cabe- ante un mal poema:

 

ARTÍCULO 191

 

Al que ultraje

el escudo de la República

o el Pabellón Nacional,

ya sea de palabra

o de obra, se le aplicará

de seis meses a cuatro años

de prisión

o multa de cincuenta

a tres mil pesos

o ambas sanciones,

a juicio de juez.

 

 

 

¿No creen ustedes que “a juicio de juez” es una expresión cacofónica?, pero más grave que eso ¿funciona con efectividad el verso libre?, ¿no sería mejor acudir de nuevo a las rimas que todo lo perdonan, sobre todo si se trata de canciones patrias?

 

Al que ultraje en México al Pabellón

en palabra, obra u omisión

recibirá hasta cuatro años de prisión

o por lo menos una multa de sanción

 

Con una ley tan clara sorprende que la PGR analizara cinco diccionarios para concluir que el poema SÍ constituye un ultraje a la Bandera nacional. Según El Universal, tres de los volúmenes consultados fueron el de la Lengua Española, el de la Real Academia Española y el Pequeño Larousse Ilustrado. De los otros dos no se sabe, pero se sospecha que fueron el Diccionario de Charlie Brown y el de Christopher Domínguez Michael (aunque este último despertara discrepancias entre los mismos peritos, que se declararon “poco pacianos”).

Hubiera dado lo que sea por presenciar las discusiones entre expertos de la PGR sobre el delito que encierra un texto literario. 


Barthes

“Comandante Greimas, en este seudopoema podemos apreciar tres aspectos de la semiótica sobre la unidad sustancial de su objeto (es decir la bandera) y el texto que se representa exteriormente por medio de un signo ya sea literario o proctológico”. 

Greimas

“No estoy tan seguro, mi estimado agente Barthes, tengo la impresión de que el escrito en cuestión es la manifestación de un signo connotativo complejo, un sistema de producción de sentido (el texto) cuya sustancia de la expresión proviene de una planta tratadora de aguas negras”.

Barthes

“Comandante, disculpe mi atrevimiento, pero tengo mis dudas, sobre todo en el enunciado ‘Me seco el orín’. ¿Se referirá Witz a la ausencia de un Ser Supremo o a la angustia del hombre contemporáneo?”

Greimas
“No lo sé. Ha sido el verso que más me ha costado descifrar. Estuve toda la noche tratando de hablar con el fiscal Eco al respecto, pero estaba demasiado ocupado leyendo novelas policíacas. Mejor demos otra revisada al Manual del buen decir para despejar nuestras dudas”.


Barthes

“Así será, comandante”.


Finalmente y a manera de colofón para este insólito proceso judicial, transcribo el desplegado que hiciera la revista Letrinas Libres al respecto:

Nos avergüenza que se usen los nombres de desechos corporales para hablar de la Bandera. Los desechos y los fluidos son sagrados y sólo merecen ser mencionados en los albures, en las consultas médicas, en las paredes de los baños públicos o en las pláticas entre adolescentes. Reprobamos cualquier otra utilización de esas palabras en otros sitios, supuestamente literarios, como la poesía, la música o los programas infantiles, y pedimos todo el peso de la ley para el escritor Sergio Witz, por denigrar las funciones de nuestro hermoso cuerpo en su lamentable texto "La P… entre la mierda".

Así sea.