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Campeche: instrucciones de uso

Sábado de Ceniza

Sábado de Ceniza

Quienes conocen a Cenizas de Ángela saben que sólo tocamos en eventos altruistas -como las ferias universitarias del libro- y que siempre exigimos que nos abra un ballet folklórico o ya de perdido, una academia de danzas polinesias.
Esta vez el DIF Municipal nos ha pedido encarecidamente participar en su evento “De fiesta en mi barrio”. Almas generosas como somos, no nos pudimos negar. Ahí estaremos este sábado 12 de abril, a partir de las 7 de la noche (a esa hora iniciará la danza, nosotros comenzaremos a tocar como a las 7:30).  ¡Vayan, es una buena causa (el departamento de violencia intrafamiliar dará consultas gratis a emos, punks y zapatistas)! La cita es en el parque “4 de Octubre”, cerca de los departamentos de la Novia del Mar.
Si no sabes qué carajo vas a escuchar entra al siguiente sitio.

 

A la salud de los que esperan

A la salud de los que esperan

No conviene hacer otros planes cuando la frase “Ir al Seguro Social” encabeza tu agenda para un lunes. Ni siquiera hay que subestimar los meros trámites; en el IMSS un papeleo equivale a un drama médico: primero viene el diagnóstico (Usted no está dado de alta), luego la negación (¡Es imposible, debe haber un error!), la canalización (Error o no, tiene que ir a la subdelegación), el primer obstáculo burocrático (Tome su turno y siéntese), la angustia (¡Señor, no me sigas torturando con esta espera!), la tragedia ajena (Si usted supiera, a mí me mandaron desde la clínica de Santa Lucía), la luz de esperanza  (Cliente 608, pase a la ventanilla 4), el síntoma que no encaja (Amigo, siempre sí aparece en el sistema, me extraña que no tenga la cartilla de salud) y finalmente el milagro (¡Son las 2 de la tarde, apenas perdí medio día!).

EL INFIERNO ES UNA SALA DE ESPERA
 “¿Es una lotería o qué?”, le pregunto a una mujer, que ocupa al menos dos espacios del asiento, pero ella no tiene ganas de responderme y no insisto.
La asignación de turnos en el IMSS es uno de los grandes misterios de su nuevo sistema burocrático. Los números suelen ser útiles porque representan un orden (al 125 le sigue el 126 y después el 127), pero en el Seguro Social uno no puede sentirse tan confiado. La pantalla ha mostrado una secuencia inexplicable (del 207 ha pasado al 7721 y de ahí al 410) y me pregunto si el famoso “algoritmo” de La Jornada no habrá acabado en estas computadoras.
En el centro del edificio hay un mueble de madera y concreto en forma de asterisco. Tomo asiento, en compañía de señoras con niños que no paran de llorar, hombres con manchas en la piel, ancianos que me hablan como si yo fuera su urólogo. En fin, me digo, hay demasiada gente que debería estar en un consultorio y no tramitando su vigencia. Me receto otra dosis doble de estoicismo. La mujer a mi lado estornuda un par de veces y yo le digo “salud”. La cortesía le resulta suficiente para considerarme algo así como su confidente o su especialista. Habla los siguientes quince minutos sobre una comezón que no la deja vivir; un señor a mi izquierda le dice que si ya probó con los antihistamínicos. Alguien frente a mí detalla una receta a base de hierbas y pastillas similares. Un día frente al departamento de pensiones equivale a cursar un semestre en la Facultad de Medicina.  
Ancianos se paran una y otra vez y la intranquilidad puede verse en la manera en cómo tiemblan. Recuerdo en ese instante porqué no quiero llegar a viejo: los años se me van a volver un trámite administrativo. El joven se desvive por encontrar el amor verdadero, el sexagenario por hallar al tipo que recibe las firmas de supervivencia.
Miro el reloj y caigo en cuenta que han pasado apenas 40 minutos. Un país se define igual por la manera en que sus ciudadanos afrontan la espera: varios dormitan, otros sólo miran a las demás personas como para sentir el alivio de que todos estemos jodidos. Intento volver a las notas de mi cuaderno, pero es inútil, el sopor es contagioso. Los edificios oficiales están construidos para que uno desista de leer al cuarto de hora.

EL INFIERNO ES UN REENCUENTRO GENERACIONAL
“Hola, Eduardo”, me reconoce alguien. Alzo la vista: se trata de un amigo de la carrera.
Los diálogos que suponen los reencuentros son previsibles: casi todos comienzan con la expresión “¿Y todavía sigues…?”.  Demasiadas veces he dicho que sí, eso me hace pensar que soy un tipo con pocas sorpresas para mis biógrafos. Y es  que el Seguro Social es un mal lugar para las conversaciones; existe el peligro de que todas se vuelvan un intercambio de calamidades.
“No me he podido titular”, me cuenta mi ex compañero. “No he tenido tiempo. Y menos ahora que ya tengo otro hijo, ¿tú ya te casaste?”
Niego con la cabeza. Me toca el hombro como si estuviera a punto de darme un consejo sobre la vida de pareja:
“Y a propósito, ¿ya has visto lo de tu Afore?”, murmura. “Yo te puedo ofrecer una. Creo que es necesario que empieces a ver por tu futuro”.
Personalmente, me parece inmoral que un amigo utilice mi futuro para solventar su presente, pero no sé cómo decírselo. Antes de que mencione palabra alguna, el sonido local me salva de dar una respuesta vergonzosa. Le muestro mi turno y me alejo de él a toda prisa.
Llego a la ventanilla cuatro con un fajo de papeles que intento ordenar.  Pierdo cinco minutos explicando al empleado qué tipo de trámite he venido a hacer. Cuando entiende que se trata de una asignación de Unidad Médica Familiar, me pide mi dirección, apunta unos datos, toma un documento con tres copias al carbón y lo introduce en el rodillo de una Olivetti de los setenta. Mientras lo observo teclear me doy cuenta que la compostura de máquinas de escribir nunca será un oficio en extinción mientras exista el Seguro Social.  

EL INFIERNO ES UN DIAGNÓSTICO DE SOBREPESO
Salgo de la subdelegación para dirigirme a la clínica. Camino unos cuantos metros y subo unas escaleras. El escenario es predecible: decenas de gente esperando. Así como el servicio médico privado se sustenta en el pretexto (Lo siento, pero su seguro no cubre las lesiones por libros del siglo XIX caídos sobre usted), el servicio público se paga en términos de tiempo desperdiciado.
Tomo asiento y de nuevo trato de no mirar el reloj cada minuto. Casi a punto de morir de un ataque de aburrición, la doctora dice mi nombre. Entro al consultorio y lo primero que hace es pesarme en una báscula y medir mi cintura. Ya sé lo que me va a decir: ir al médico es como ir a tu primera confesión; el rostro de reprobación es el mismo no importa si viene del cura o del nutriólogo. La doctora me pone tres vacunas. Con los brazos cruzados para sostener los algodones, parezco modelo en topless.  
Finalmente recibo mi cartilla de salud con una cruz en el cuadro que dice “obesidad”. Eso es lo bueno del Seguro Social: a cierta edad ya sabes lo que preparado tiene para ti.

Ecce Emo

Ayer se manifestó un grupo de emos en el Palacio de Gobierno en Campeche. El personal de seguridad fue el primer sorprendido al ver que el plantón esta vez no era naranja ni amarillo sino negro y rosa. La petición se centraba en mayores espacios para transitar en sus patinetas y menos intimidación por parte de los policías. Uno de los emos concluyó su intervención frente a la tele diciendo: "¿De qué sirve tener derechos humanos si no los vamos a usar?"

Emos

En Campeche, ya se sabe, la pureza es imposible. De tal modo que hay empresarios-delegados federales-Caballeros de Colón o contratistas de Pemex-"galanes del gabinete" según la revista Quién-secretarios de Gobernación e incluso maestros-diputados locales-periodistas. Del lado de las tribus disfrutamos del mismo eclecticismo: con ustedes, los emos-skatos-zapatistas.

Para ampliar la imagen Aquí.


Cuando el pasado nos alcance

Cuando el pasado nos alcance

Imagine una postal del malecón. Un atardecer de hace un mes, digamos. Ahora añádale una bandada de gaviotas que usted haya visto en alguna Selecciones de su infancia, de esas que parecían pintadas al pastel. La imaginación con regularidad fracasa cuando intenta imitar al Photoshop y puede hacer que esas aves salgan algo pixeleadas. ¿A usted le perjudica? No, porque el placer de recordar es tan grande que lo justifica todo.
Bueno esa imagen de aves pixeleadas de hace dos décadas sobre el atardecer de hace un mes no sólo le sirve de portada al libro Cuando desplegamos las alas. El Campeche de ayer, de hoy y de siempre, compilación de Esteban Rosado Domínguez patrocinada por el Gobierno del Estado, sino que podría describir su afán de brindarnos un retablo de lo que es la entidad basado en los recuerdos de 67 autores distintos.
Hagan de cuenta que Cuando desplegamos las alas es un paquete turístico. La agencia de viajes nos oferta un viaje al pasado, con distintas paradas, una en la industria del chicle en Escárcega, por ejemplo, y otra en la infancia de María Blum. ¿Fascinante, verdad? Digo, de entrada podía venderse como “Los 67 lugares que hay que visitar cuando recuerdes Campeche, en la voz de 67 personalidades del estado”.
Pero además, es como si cada parada del trenecito turístico fuera explicada por un guía diferente, que a su vez contara la historia de una iglesia partiendo de la boda que ahí celebraron sus papás.
Pero no debemos olvidar una cosa: los viajes turísticos mienten. Como las telenovelas están hechos de clichés que nos satisfacen: al final uno tiene que decir “Fueron tres días de estancia maravillosos”, como dice “Qué bueno que Susana González y Fernando Colunga se casaron”. Lo mismo este libro. Se supone que uno llega a la última página contento, orgulloso y convencido de que “el tesoro escondido de México” somos nosotros y no los pozos en aguas profundas.   
Quien quiera pasear a sus amigos por Campeche y prometa llevarlos a 67 sitios inolvidables, sabe que el resultado será desigual. En efecto, quizás las ruinas de “El Tigre” sean extraordinarias, pero para llegar ahí hay que soportar un trayecto en el que la mayoría se duerme. Lo mismo en este libro. Hay textos muy bien escritos, interesantes, digamos que los mejores están bien informados, pero para alcanzarlos nos vemos obligados a transitar una terracería que balancea el vehículo y nos hace cabecear en demasiadas ocasiones.
Por cierto, ¿cuál fue el criterio de selección de los autores? Leemos a historiadores, a escritores, a profesores, a periodistas, a cronistas municipales y a una decena de funcionarios y ex funcionarios (quizás en el 2009 algunos fluctúen entre estos dos últimos grupos). Claro, abundan los priístas, porque en Campeche el priísmo es un síntoma, ignoro si de ayer, de hoy o de siempre.
Incluso desde la variedad debería ejecutarse una criba que aquí no se ve. Parece que la convocatoria para participar en Cuando desplegamos las alas era escribir “sobre ti, sobre tu familia, ah y si se puede sobre el Campeche que mejor recuerdes”.  No es que la estrategia de retratar una ciudad o un estado hablando de uno mismo sea fallida, es que cuando congregas a tantos políticos, éstos no pueden sino seguir su impulso natural: hablar de sí mismos mientras se supone que hablan de las expectativas que tienen para Campeche.
La excepción confirma lo dicho: algunos meses antes de este libro, el artista Luis Carlos Hurtado había publicado el número 3 de su revista Mondao Corp. ¿El tema? La entrañable relación con su papá Jorge Hurtado Oliver. ¿El resultado? Un conmovedor retrato no sólo de ellos dos sino de la ciudad que compartieron y que sin duda confronta a dos generaciones; ello sin escatimar postales, recuerdos personales, anécdotas de familia. Puede que muchos de los antologados en Cuando desplegamos las alas hayan usado los mismos ingredientes (la memoria, la anécdota, la historia), pero la trascendencia del resultado sólo le compete al arte que alguien tiene y otros simplemente no.
Creo que fue Aldous Huxley quien decía que la cultura se asemejaba a la sala donde cada familia almacena las fotos de sus miembros ilustres. Viéndolo de ese modo, se trata de un buen sitio para regocijarse de un apellido o de un gentilicio. En el caso de este libro, funciona en ambos sentidos. No son pocos autores que hablan de sus antepasados insignes y casi todos mencionan lo maravillosa que esta tierra, tan llena de historia. Y es esta convivencia entre estirpe e historia, la que me hace pensar en otro síntoma: la historia de Campeche parece pertenecer a unas cuantas, a unas pocas familias.
Y así las cosas, Cuando desplegamos las alas nos ofrece un compendio de evocaciones, informes administrativos, ponencias, monografías, fragmentos de autobiografías, un tríptico turístico, un texto que puede leerse como una plataforma política y un puñado de artículos sobre historia, que son a mi parecer, los que sostienen la obra. Como en los discos retro, el libro funcionará para los nostálgicos (“¡Ah qué buenos recuerdos los del barrio!”), pero tengamos en cuenta que la añoranza no basta para valorar la buena música de un acetato.
    
Antes de terminar me permito detenerme en el subtítulo. El Campeche ¿de hoy? Lo siento, pero no alcanzo a ver los textos que hablen del presente, que detallen lo actual con el mismo placer con el que se recuerda el pasado o se vislumbra el porvenir. Ese “de hoy” (escondido tramposamente entre el “de ayer” y el “y de siempre”) me hace pensar que en Campeche el presente sólo es un puente entre la gloria que fuimos y la gloria que seremos. Pero, ¿y entonces qué estamos viviendo? La respuesta del libro podría ser “la consecuencia de nuestro pasado, la antesala de nuestro futuro” (perfecto slogan, se los regalo), perogrullada que nadie puede desmentir, pero que al mismo tiempo revela un mal que Norma Arteaga ha descrito como “el síndrome del ayer a perpetuidad”: este pasado que quiero para mi futuro.
En fin que para otra "cápsula del tiempo", ya era suficiente el monumento que costó 13 millones

      monumento

Las cuentas claras

Las cuentas claras

Extraña que un país que invierte tanto en educación tenga resultados tan magros a la hora de ponerla en práctica. Los exámenes vienen y van y sólo confirman nuestras peores pesadillas: no sabemos ni pensar ni escribir ni calcular.  Es más ni siquiera son necesarias pruebas del OCDE: una revisión de correos reenviados, pláticas por messenger y cuentas que nunca cuadran en los restaurantes son suficientes.
Todavía el sábado el mesero había gritado ante todo el restaurante:
“Y acuérdense para la próxima que se deja 10 por ciento de propina”.
Su mirada era la de un dealer al que no se le acaba de anunciar nuestro ingreso a Oceánica.
“¡Eso no puede ser!”, exclamó Wilberth, poseedor de conocimientos utilísimos, como todas las estadísticas de Charles Barkley en la NBA.
Con la discreción posible para el caso, nos sentamos de nuevo en la mesa.
“Pero si yo dejé como 20 pesos de más”, nos hizo saber Orlando. 
Extendimos una servilleta, alguien sacó un bolígrafo e hicimos cuentas por un cuarto de hora. “En efecto, falta dinero”, dictaminó Luis Antonio.
“¿Pero cómo?”
Nos dimos un tiempo necesario para procesar cada uno los números de su propio consumo.
“Mmm. ¿A cómo me dijiste que eran los tacos?”, me preguntó José Luis, una mente económica tan brillante, que en la primera media hora estuvo aconsejándonos sobre qué arancel era más barato en caso de volvernos importadores.  
“No sé qué pediste si de harina o de maíz”, le respondí.
“Ah, ¿eran dos tipos de tortilla?”, dijo sorprendido. Respiré profundo, ni siquiera quise saber qué criterios usaba para tasar sus mercancías.
“¡No puedo creer que el guacamole cueste esto!”, se indignó Sonia, ex novia de todos los ahí presentes, mientras observaba el menú. Parecía estar revisando las pólizas de un seguro médico.
“Un momento”, dije, “¿alguien tuvo la molestia de ver los precios de la carta antes de ordenar?”
“¿No es de mal gusto eso?”, me inquirió Andrea, quien con frecuencia me ayuda con mis declaraciones en ceros para Hacienda. “La mayoría de mis compañeros de contaduría tapan los nombres de la carta y ordenan según lo que cueste cada plato. Es algo muy penoso. Casi todos terminan comiendo crema de elote”.
“Eso no es nada”, interrumpió Pedro, su novio, a quien había conocido en un seminario sobre la miscelánea fiscal del 2002. “Yo vi a tu maestro de Derecho Mercantil buscando camisas en la tienda y a cada rato le decía a su mujer: ‘Ésta tampoco me viene’”
“¿Y qué con eso?”
“Nada. Que revisaba los precios no las tallas”.   
Andrea encogió los hombros, como cuando se habla de un familiar en la quiebra.
“Bueno”, retomé el centro del problema, “el caso es que la propina no es suficiente y hay dos opciones: acompletarla, aún si eso significa empezar a desconfiar de nosotros mismos porque alguien no dio su parte como era debido, o huir vergonzosamente y no volver a pisar Videotaco hasta la próxima semana santa”.
“Eh, no es para tanto”, murmuró Luis Antonio, “el empleo es muy volátil en Campeche. Ya sabes, tu electricista a la semana siguiente es el tipo que te pone ejercicios en el gimnasio. Tú despreocúpate, que el mesero quizás no pase de la quincena”.
“Pero eso es peor. Ahora ya no voy a saber en dónde va a estar el día de mañana”.
“Tienes razón, pero ahora ya me quedé sin ideas”.
“¿Y si ponemos una queja?” Esta vez los ojos de Wilberth parecían contener la llamarada de un platillo exótico. “Vamos con la gerente, decimos que nos atendieron mal y que todavía tuvimos la decencia de dejarles algo de propina”.
“¿Serías capaz?”
“¿Que si no? Ningún tipo con pañoleta en la cabeza me despierta respeto ni consideración algunos”.
“Espera un momento”, le reprendió Luis Antonio, “¿ya viste la plaquita que tiene el mesero sobre su uniforme? Es decir, ¿ya te fijaste cómo se llama?”
“¡No!”, dijo Wil, mostrando la indignación del que no se detiene en conocer quién le sirve su comida. De cierto modo, era como intimar con las secretarias de la escuela. Para WIl cuando un mesero se vuelve tu amigo es que en realidad no tienes a nadie que cene contigo.
“Para tu información se llama Tony Sabido. ¿Quieres una referencia más carcelaria que ésa? Por su nombre, juraría que tiene por lo menos un tatuaje de la Santa Muerte en la espalda. Ponle una queja y mañana tendrás a un grupo de Zetas forzando la cerradura de tu casa y no precisamente con una ganzúa”.
“Bueno y ¿ahora?”
José Luis tronó los dedos.
“Ya, decimos en voz alta que estudiamos en los maristas”.
Todos nos miramos con la expresión de que era la cosa más estúpida que habíamos oído en una noche en que no habrían sobrado cosas estúpidas por decir.
“¿Qué?”, intervine, “¿eso te va a hacer inmune?”
“No, pero así es más creíble que no sepamos sacar el diez por ciento”.
“O que seamos unos codos”, añadió Orlando.
“O mejor que eso, que no nos dé pena ser unos cínicos”, cerró Luis Antonio. “Puede que funcione, es una salida digna”
“Un momento, un momento”, dije, “¿cuál es tu concepto de dignidad?”
“Cualquier cosa que te ayude a no pasar vergüenzas”.
Así lo hicimos, con absoluta naturalidad porque en efecto habíamos estudiado todos en la escuela marista. Hablando de un ficticio reencuentro de generación, salimos del restaurante y cruzamos la avenida del malecón hasta el área del estacionamiento. Según nuestro plan, habíamos sobrevolado la humillación, por lo menos de manera aparente. Cuando descubrimos que nadie había llevado carro, con la esperanza de que otro le diera un aventón, caímos en cuenta de que finalmente nuestro pretexto decía la verdad. Y era auténtico en sus tres vertientes.

Una lección de democracia

Una lección de democracia

Para Dinorah 


Año tras año el instituto electoral federal gasta millones de pesos en asegurar la limpieza de comicios que se efectúan cada tres años. A su vez, cada que pueden, los institutos estatales se reasignan millones para garantizar la fiabilidad de las boletas, el papel infalsificable, la tinta endeleble, pero sucede que pese a todos esos candados las cuentas siguen saliendo mal: hay más votos que votantes, las sumas no coinciden, cuatro miembros de la mesa directiva, seis representantes de partido y una calculadora son insuficientes para una operación correcta de aritmética básica. ¿Qué estaba pasando?, me pregunté. ¿Estábamos atribuyendo a la falta de rigor cívico a lo que en realidad era falta de rigor matemático?
Como si el objetivo fuera constatar esa hipótesis, 12 meses después de la elección más reñida de este país, los exámenes demostraron que los mexicanos no sólo teníamos problemas con las cuentas públicas sino con todo tipo de cuentas. Un alto déficit de habilidades matemáticas y comprensión de la lectura daban la pauta de lo que le sucedía a nuestra democracia: no sabíamos contar pero tampoco entender las instrucciones de un acta electoral.
Para averiguar un poco lo que sucedía me fui al origen de nuestra educación: a quienes las encabezaban. Y para ello tuve una ocasión inmejorable: la delegación D1-30 del Magisterio celebró este martes unos comicios estatales tan absolutamente importantes que era necesario suspender las clases por lo menos un par de días. Pero qué le vamos a hacer: estos señores han sido los pilares de esta país por décadas y saben mejor que nadie los costos de un sindicalismo de vanguardia. Era la primera regla de un buen sistema político: la democracia construye “puentes”.
En “Crímenes y pecados”, Woody Allen afirma que no debemos aprender de los maestros, sino observar cómo son. Yo diría que la clave está en observar cómo votan. De principio, los comicios del martes servían para elegir a quienes iban a elegir por los maestros en el VI Congreso Extraordinario.  Con el grado máximo de representatividad (elegir a quien elegirá a su vez a otro elector), los educadores estaban dando otra lección de política. 
El asunto es sencillo: se elige un representante por cada 100 profesores y uno más por cada “fracción de 40” (la cita es textual). Esto significa que por los primeros 100 de una delegación se elige a uno, pero cuando se llega a 140 se tiene derecho a elegir a dos. Esto no quiere decir que al llegar a 180 se elija a un tercero sino hasta sobrepasar los 240. En fin, matemáticas avanzadas.
Aunque fueron citados a las 8 de la mañana, los comicios comenzaron 30 minutos después.  Como si todavía estuvieran en el salón de clases, el primer acto fue el pase de lista, a fin de verificar el quorum legal. Entonces empezaron los primeros problemas aritméticos. La asistencia total era de 219 trabajadores y el responsable de tomar el pase de lista (un enviado del SNTE nacional, a quien llamaremos “el facilitador”) llegó hasta el último de los registrados, con el fin de dar validez al proceso. ¿No hubiera sido más rápido declarar el quórum una vez que el registrado 111 hubiera gritado “Presente”? No se hizo así, supongo, porque la auténtica democracia –sobre todo la magisterial- descree de cualquier lógica que no esté en los estatutos.
Después de comprobar la evidente mayoría, el facilitador explicó que había que decidir la forma en como serían votados sus representantes: si de manera individual o por planilla. Se trataba de algo simple y básico, PERO asimismo había que decidir si esa elección se haría de manera directa (alzando la mano) o a través del voto secreto. Es decir, elegirían la forma en que elegirían la manera de elegir.
Una voz generalizada –un murmullo que alcanzó el estatus de griterío- optó por la primera alternativa. Los alaridos de las maestras de educación especial le dieron al sistema una confiabilidad de la que nunca ha gozado ni el PREP: “¡Con la mano, ya, que tenemos prisa!”
El siguiente punto en la orden del día fue decidir si se obviaban seis puntos de esa misma orden del día. “Se trata de una sesión extraordinaria”, explicó el representante del SNTE nacional, a fin de que los compañeros entendieran que no era necesario rendir todos esos informes financieros que mencionaba el papel.
Una señora apeló a sus derechos sindicales.
“Yo opino que si la orden del día dice que hay que rendir el informe se tiene que rendir”. “Pero es una sesión extraordinaria”, le explicó el facilitador. “Para eso están las reuniones ordinarias” Y esa incompatibilidad de conceptos originó un debate de media hora.
“Bueno, que hable la asamblea”, decretó el representante del SNTE. Sin embargo y pese a los acalorados argumentos a favor y en contra por parte de los presentes, en ningún momento el punto se llevó a votación.
Finalmente el facilitador dijo:
“En vista que las sesiones extraordinarias son precisamente extraordinarias porque no hay orden del día, me permito seguir con la asamblea”.
Siete maestros –llamados con insistencia “representantes de las planillas”- hicieron propuestas para integrar la mesa directiva. Más de cuatro coincidieron en los nombres. “¿Les parece, compañeros, si unimos las mismas propuestas en un solo grupo para no votar por las mismas personas una y otra vez?”
En las democracias avanzadas el sentido común también se pone a consideración de las mayorías. Todos dijeron que sí.
Una vez conformada la mesa directiva (un secretario y dos escrutadores), se prosiguió a elegir a los candidatos. Es decir, se supone que hasta ese momento ni siquiera se sabía por quiénes se podía votar.
“Los siete representantes” (nadie dijo a ellos quién los eligió) propusieron nuevamente nombres: finalmente quedaron integradas dos planillas (de dos integrantes cada una). El siguiente paso era nombrar a cada planilla. No se trataba de un proceso tan simple como en la primaria donde los equipos de futbol podían llamarse “las Águilas” o “Valversiper”; en una asamblea sindical todo era susceptible de malinterpretarse.
“¿Y si sólo le ponemos Planilla 1 y Planilla 2?”, dijo alguien. La moción fue aceptada con una algarabía unánime.
El facilitador dejó en claro uno de los puntos básicos de todo referéndum:
“Entre los representantes y la mesa directiva hemos acordado que si escriben el nombre de la planilla tanto con letras como con números se dará por válido el voto”.
Hubo aplausos. A continuación el coordinador mostró la urna: un bote transparente que debió haber albergado de origen a una centena de Chupa Chups.
“Pasaremos nuevamente lista para que venga cada uno a emitir su voto”.
Todos esperaron su nombre. La mayoría gozosa pensaba en qué hacer con el resto del día inhábil.  

      Asamblea

El largo adiós (sin Cableguía)

El largo adiós (sin Cableguía)

Nadie te pone más peros para romper una relación que tu proveedor de cable local.
“Quiero cancelar mi servicio de Internet”, digo enérgico y decidido. “Lo he pensado mucho. Esto no está funcionando”.
La señorita encargada de “Atención a clientes” deja su captura de datos a un lado. Tose antes de mirarme a los ojos.
“Me permite una identificación”, dice.
Se la doy. Después de leer mi nombre, su rostro toma una expresión de sorpresa. “¿Una ruptura? ¿Eso qué significa, Eduardo Huchín, qué me estás tratando de decir?”
“Que ya no podemos seguir así. Me siento engañado y defraudado. Cuando iniciamos tú sabías mejor que sólo podía pagar el paquete de 26 canales, pero luego accedí a tus seductoras propuestas y acepté la oferta de los 89 canales, más el servicio de Internet. ¿Con qué cara me vienes a anunciar un nuevo aumento?”
“Está fuera de mis manos. Lo sabes mejor que nadie”, me responde recuperando la seriedad del principio.
“Bueno, en ese caso, quiero cambiar las condiciones de nuestra relación. No quiero el Internet. He buscado un mejor proveedor”.
“Pero, Eduardo, ¿por qué me dices eso?”. Sin dejar de verme, saca del cajón el contrato que había yo firmado al principio de nuestra enlace. “¿Nada signfican para ti… mmm, a ver… ocho meses de relación?”
“Te digo que he encontrado a alguien mejor”.
“Mira. Las cosas no pueden acabar así como así. Te propongo algo: baja tu paquete básico al mínimo de 26 canales y dejamos la Internet, ¿te parece? De eso se trata salvar una relación, de que cada quien renuncie a algo. Tú cedes un tanto y yo otro poco”.
“Veo que no estás entendiendo”, digo. “No quiero el Internet, además de todos modos voy a cambiarme al servicio mínimo”.
“Okey”. Su voz adquiere un tono cariñoso. “¿Qué fue? Te escucho. ¿Acaso se trató de la señal que desapareció el domingo de los Óscares? ¿Eso te enojó? Déjame explicarte, no fue culpa de nadie. El canal de pronto interrumpió la premiación por unos minutos, fue un problema de TNT, te lo juro. ¡No tienes que llegar a esto, Eduardo, por favor!”.
“No, no es eso”. Empiezo a trastabillar y me preocupa. Mostrar debilidad ante una empresa es la antesala al fracaso. “La verdad es que…” Tomo el valor suficiente para darle un buen motivo. “Ya no me satisface tu velocidad de 128 kbs en Internet”.
“Vaya”. Ahora habla enojada, como si hubiera ofendido su dignidad personal. “Eres de los que quieren ir… más rápido.  Claro, cuando me necesitaste, ahí estuve, dándote la conexión, el apoyo técnico en tus momentos difíciles. Si se iba la red, ¿a quién más recurrías? Siempre me tuviste al otro lado del teléfono para calmarte cuando los canales se bloqueaban, pero ahora que ya no puedo darte más, pues… me desechas. ¡Qué poca lealtad tienes!”
“¿Tú, hablando de lealtad?”. Ahora soy yo quien respondo con irritación. “¿Sabes lo que obtengo con mi lealtad? Acumular cablepuntos para que después me des una cantimplora con el logo de la empresa. Eso es todo”.
“Bueno, ¿entonces qué es lo que quieres de mí?, ¿que cambie mi programación y te dé más Kbs de Internet por el mismo precio?, ¿eso es o algo más? ¿Acaso que te permita una televisión adicional sin cobrarte? ¡Escúchame bien, yo pertenezco a una empresa respetable! Hay reglas que acatar, ¿eh? Sería incapaz de darte un solo canal más sin firmar un papel de por medio”
“En realidad quiero lo justo”, le explico. Para ese momento, quienes hacían cola para pagar sus mensualidades nos miraban con un dejo de vergüenza. “Hagamos cuentas”.
“Aahh. Ahora resulta que las relaciones pueden explicarse con las matemáticas”.
“Escucha”, digo mientras tacho números en el reverso de una de sus propagandas. “Son 26 canales que me das. Menos tres de tele abierta, son 23. De ahí, debemos de quitar los 5 canales de la televisión campechana, son 18. Menos uno de guía de programación, 17. Menos el Canal del Congreso, 16. Menos el canal Enlace, que es religioso, 15. Eso es todo el entretenimiento que recibo de ti: ¡15 canales! ¿Qué tienes que decirme al respecto?”
“¡Claro, eres de los que nada le satisface no importa cuánto des! Además tus cuentas están mal, porque por ejemplo esos canales campechanos no podrían verse sin el cable, así que no tienes por qué descontarlos”.
“¿Me quieres tomar el pelo? ¡Me estás hablando de cinco canales locales! Ya tengo demasiado manteniendo a cinco partidos en el Congreso del Estado”. “Bueno, piensa entonces en tu familia. Piensa en tu mamá, por ejemplo”.
“Mi mamá puede ver las telenovelas en la TV abierta”.
“¿Sin el canal diferido de Televisa? ¡Por favor!, ¿me tomas por una chiquilla o qué?, ¿crees que tu mamá sería capaz de perderse la repetición de Fuego en la sangre a las 11 de la noche? Estoy segura que haces todo esto a sus espaldas”.
Esa declaración me desestabiliza, porque es verdad.
“¿Y si así fuera qué?”, reviro. “Finalmente soy yo el que corro con el gasto”.
“Valiente hijo”.
“Okey, okey”. Intento ser conciliador. “No eres tú, soy yo, ¿bien? Soy un malagradecido, un mal hombre y un cliente irresponsable. No soy el tipo de persona que tú te mereces. Hagamos algo por el bien de ambos. Déjame ir”.
En la sala de espera, una decena de personas empieza ya a impacientarse. Ella las mira. Finalmente se da por vencida.
“Si eso es lo que quieres”.
 De inmediato captura unos datos en la computadora, imprime un recibo de cancelación y me lo da.
“Bueno, eso es todo. Estamos para servirle. El siguiente”.


PD:
Y a propósito de los Óscares: Diablo Cody haciendo lo que mejor sabe hacer:

                          

Ganar premios.

¡Luz, más luz!

¡Luz, más luz!

 “¿Tiene usted luz, vecino?”, pregunta doña Judith, la agiotista de enfrente, como si compartir la tragedia fuera una forma válida de hacerla soportable.
“No”, respondo, intranquilo, pensando en el artículo que aún no he podido escribir.
“Ya decía yo”, vuelve a responder la vecina, echando una mirada al interior de mi sala, “ustedes no son de los que dejan abiertas las puertas de su casa”.
Yo trato de aclarar la situación, porque a primera vista parecería que somos unos residentes extremadamente desconfiados, pero en realidad nos cuidamos de don Gema, el repartidor de agua, capaz de allanar cualquier cocina con tal de prender su cigarro en una estufa.
“Sí, es que ya no aguantamos el calor”, le digo con toda sinceridad.
Los apagones cumplen una función social: unen a los vecinos. Más emparentados con la colonia de insectos, el calor nos saca de nuestros escondrijos. La falta de electricidad ha provocado una reunión repentina; todos nos miramos, como si costara trabajo reconocer que hemos vivido juntos por lo menos la última década. Y sí, bajo el sol del mediodía, todos parecen extraños o recién llegados.
Güicho, un DJ ermitaño cuya cara casi no conocemos, pero cuyos gustos musicales son ineludibles, sale a saludarme. Parece un vampiro acabado de resucitar.
“Oigan, ¿a ustedes la luz se les fue igual?”, me dice.
Tardo en ordenar la sintaxis de su pregunta.  
“No tenemos electricidad”, le digo. Se trata de una frase hecha para días como éste, en que no hay mucho qué contar, pero en donde habrá que responder las dudas de todo mundo.
“Me lleva… Hoy iba a hacer unas mezclas de ‘Baby, te quiero’ y ‘Ahí viene la Coloreteada’ para la boda de un amigo”.
“Muy bien”, le comento y en el fondo de mi corazón agradezco la falta de electricidad.
“¿Ya llamaron a la CFE?”, pregunta con prudencia Demián, el de los seis perros.
“No”, dice Soledad la manicurista, “de seguro alguno de los vecinos ya habló”.
“Yo no”, me deslindo.
“Ni yo”, agrega Patricia, la doctora, que cada mañana me deja en la puerta publicidad de su clínica de liposucción.
“Ni me miren. Yo no tengo crédito en el celular”, comenta María José, quien aprovecha la oportunidad para quejarse otra vez de su teléfono móvil.
La plática está llegando a extremos de obra de Samuel Beckett, de modo que abandono el grupo vecinal y me propongo dar un paseo por la cuadra. Cada tres ventanas hay un señor de edad esperando hablar con el primer transeúnte que cruce frente a su casa.
“Hey, amigo, ¿nada con la luz?”
“Nada”, digo angustiado pensando en que debería estar escribiendo un artículo. “¿Será que tarden mucho los de la Comisión?”
Me sentí parte de un territorio oprimido en espera de un convoy del ejército aliado.
“Ay, papito”, me dice el señor, “están acá a la vuelta cambiando un poste. Si es por eso no tenemos electricidad”.
Mis odios acumulados en tantas filas frente a un CFEmático tendrían que haberse manifestado en ese instante, pero nada sucede.
Sigo mi camino. En un taller mecánico alguien escucha a Vicente Fernández. El feliz melómano utiliza la batería de un automóvil para alimentar su estéreo de dos bocinas. En su rostro se refleja el claro gesto de quien ha conquistado el Everest. Por fin ha vencido un duelo de equipos de sonido, pero esta vez sólo por falta de adversarios.
Estoy en esa disyuntiva de regresar a casa o seguir caminando. El calor se vuelve cada vez más insoportable: en Campeche, la temperatura es la medida de cuánto podemos soportar un corte de luz.  
(“Un ventilador inmóvil es como un corazón detenido”, me dijo una vez un poeta, cuando nos sorprendió un apagón en medio de la presentación de su libro).
Me arriesgo a llegar a la esquina. Quiero saber cómo le va a hacer el cantinero para afrontar una posible migración de parroquianos. ¿Pueden sobrevivir los borrachos a la falta de tecladista?, ¿serían –me pregunto yo- capaces de resistir la plática llana y clara con sus compañeros de mesa, sin goles televisivos que los entusiasmen, sin noticias que les den motivos de discusión, bueno ya en ese mismo camino, sin rockola que les otorgue sentido a su embriaguez? Me asomo a la taberna a fin de descifrar la duda. El dueño ha abierto la puerta que conecta a la cantina con la sala de su casa y parece estar dándole instrucciones a un grupo de hombres. Segundos después entiendo el carácter urgente de sus gritos. Tres tipos fornidos colocan un piano frente a las bocinas, ahora silenciosas e inofensivas como dos animales dormidos. A fin de no perder clientela, el dueño ha obligado al tecladista a improvisar versiones “unplugged” de sus temas.
Honestamente no quiero corroborar cómo cualquier cumbia podría sonar a ragtime, así que huyo antes de que salga la primera Smith & Wesson. Unos metros más adelante, la Comisión repara el poste problemático. Desde lo alto los técnicos aplican la paciencia de las operaciones a corazón abierto. No les puedo reclamar nada, salvo la costumbre de dejarse abierta la camisa, para mostrar un pecho alhajado. Sin embargo, me quedo unos minutos contemplando en silencio la proeza. Total, la caminata ha ido demasiado lejos -al origen mismo del problema- pero tampoco sirve de mucho.
“¡Ya quedó, varón!”, gritan desde el cielo, que es una frase que bien pudo haber dicho Dios cuando hizo la luz.
Una vez contemplado el milagro, vuelvo a casa.  En el camino, observo las ventanas. Los electrodomésticos hacen despertar la cuadra como a un cuerpo tras la reanimación cardio pulmonar.