A la salud de los que esperan
No conviene hacer otros planes cuando la frase “Ir al Seguro Social” encabeza tu agenda para un lunes. Ni siquiera hay que subestimar los meros trámites; en el IMSS un papeleo equivale a un drama médico: primero viene el diagnóstico (Usted no está dado de alta), luego la negación (¡Es imposible, debe haber un error!), la canalización (Error o no, tiene que ir a la subdelegación), el primer obstáculo burocrático (Tome su turno y siéntese), la angustia (¡Señor, no me sigas torturando con esta espera!), la tragedia ajena (Si usted supiera, a mí me mandaron desde la clínica de Santa Lucía), la luz de esperanza (Cliente 608, pase a la ventanilla 4), el síntoma que no encaja (Amigo, siempre sí aparece en el sistema, me extraña que no tenga la cartilla de salud) y finalmente el milagro (¡Son las 2 de la tarde, apenas perdí medio día!).
EL INFIERNO ES UNA SALA DE ESPERA
“¿Es una lotería o qué?”, le pregunto a una mujer, que ocupa al menos dos espacios del asiento, pero ella no tiene ganas de responderme y no insisto.
La asignación de turnos en el IMSS es uno de los grandes misterios de su nuevo sistema burocrático. Los números suelen ser útiles porque representan un orden (al 125 le sigue el 126 y después el 127), pero en el Seguro Social uno no puede sentirse tan confiado. La pantalla ha mostrado una secuencia inexplicable (del 207 ha pasado al 7721 y de ahí al 410) y me pregunto si el famoso “algoritmo” de La Jornada no habrá acabado en estas computadoras.
En el centro del edificio hay un mueble de madera y concreto en forma de asterisco. Tomo asiento, en compañía de señoras con niños que no paran de llorar, hombres con manchas en la piel, ancianos que me hablan como si yo fuera su urólogo. En fin, me digo, hay demasiada gente que debería estar en un consultorio y no tramitando su vigencia. Me receto otra dosis doble de estoicismo. La mujer a mi lado estornuda un par de veces y yo le digo “salud”. La cortesía le resulta suficiente para considerarme algo así como su confidente o su especialista. Habla los siguientes quince minutos sobre una comezón que no la deja vivir; un señor a mi izquierda le dice que si ya probó con los antihistamínicos. Alguien frente a mí detalla una receta a base de hierbas y pastillas similares. Un día frente al departamento de pensiones equivale a cursar un semestre en la Facultad de Medicina.
Ancianos se paran una y otra vez y la intranquilidad puede verse en la manera en cómo tiemblan. Recuerdo en ese instante porqué no quiero llegar a viejo: los años se me van a volver un trámite administrativo. El joven se desvive por encontrar el amor verdadero, el sexagenario por hallar al tipo que recibe las firmas de supervivencia.
Miro el reloj y caigo en cuenta que han pasado apenas 40 minutos. Un país se define igual por la manera en que sus ciudadanos afrontan la espera: varios dormitan, otros sólo miran a las demás personas como para sentir el alivio de que todos estemos jodidos. Intento volver a las notas de mi cuaderno, pero es inútil, el sopor es contagioso. Los edificios oficiales están construidos para que uno desista de leer al cuarto de hora.
EL INFIERNO ES UN REENCUENTRO GENERACIONAL
“Hola, Eduardo”, me reconoce alguien. Alzo la vista: se trata de un amigo de la carrera.
Los diálogos que suponen los reencuentros son previsibles: casi todos comienzan con la expresión “¿Y todavía sigues…?”. Demasiadas veces he dicho que sí, eso me hace pensar que soy un tipo con pocas sorpresas para mis biógrafos. Y es que el Seguro Social es un mal lugar para las conversaciones; existe el peligro de que todas se vuelvan un intercambio de calamidades.
“No me he podido titular”, me cuenta mi ex compañero. “No he tenido tiempo. Y menos ahora que ya tengo otro hijo, ¿tú ya te casaste?”
Niego con la cabeza. Me toca el hombro como si estuviera a punto de darme un consejo sobre la vida de pareja:
“Y a propósito, ¿ya has visto lo de tu Afore?”, murmura. “Yo te puedo ofrecer una. Creo que es necesario que empieces a ver por tu futuro”.
Personalmente, me parece inmoral que un amigo utilice mi futuro para solventar su presente, pero no sé cómo decírselo. Antes de que mencione palabra alguna, el sonido local me salva de dar una respuesta vergonzosa. Le muestro mi turno y me alejo de él a toda prisa.
Llego a la ventanilla cuatro con un fajo de papeles que intento ordenar. Pierdo cinco minutos explicando al empleado qué tipo de trámite he venido a hacer. Cuando entiende que se trata de una asignación de Unidad Médica Familiar, me pide mi dirección, apunta unos datos, toma un documento con tres copias al carbón y lo introduce en el rodillo de una Olivetti de los setenta. Mientras lo observo teclear me doy cuenta que la compostura de máquinas de escribir nunca será un oficio en extinción mientras exista el Seguro Social.
EL INFIERNO ES UN DIAGNÓSTICO DE SOBREPESO
Salgo de la subdelegación para dirigirme a la clínica. Camino unos cuantos metros y subo unas escaleras. El escenario es predecible: decenas de gente esperando. Así como el servicio médico privado se sustenta en el pretexto (Lo siento, pero su seguro no cubre las lesiones por libros del siglo XIX caídos sobre usted), el servicio público se paga en términos de tiempo desperdiciado.
Tomo asiento y de nuevo trato de no mirar el reloj cada minuto. Casi a punto de morir de un ataque de aburrición, la doctora dice mi nombre. Entro al consultorio y lo primero que hace es pesarme en una báscula y medir mi cintura. Ya sé lo que me va a decir: ir al médico es como ir a tu primera confesión; el rostro de reprobación es el mismo no importa si viene del cura o del nutriólogo. La doctora me pone tres vacunas. Con los brazos cruzados para sostener los algodones, parezco modelo en topless.
Finalmente recibo mi cartilla de salud con una cruz en el cuadro que dice “obesidad”. Eso es lo bueno del Seguro Social: a cierta edad ya sabes lo que preparado tiene para ti.
5 comentarios
rodrigo solis -
Eduardo Huchin -
Mussgo -
KurtC. -
Laura Trujillo -
Un saludo!