Chicas bailarinas
SEXO
Para llegar al D’Fox o al Diamante de July uno tiene que salir de la ciudad: pagar 100 pesos de un taxi o en su defecto adentrarse en caminos que recuerdan la Masacre de Texas a fin de evadir los retenes. Asentado en un área de moteles y decenas de hectáreas baldías, su ubicación parecería tan inexacta como su dirección: Carretera Campeche-Mérida, Lote 8, Kalá, Campeche, pero la espectacular imagen de 6 metros de una estrella porno que nos mira como si hubiéramos depositado dos millones en su cuenta bancaria da la pauta para saber dónde estamos.
Decidir si se escoge el D’Fox o el Diamante es como zapear entre TV Azteca y Televisa. Se trata al fin de cuentas de mismos rostros que hacen exactamente lo mismo mientras nos venden la misma cerveza. Construido uno a unos metros del otro, ambos tables han alimentado una migración que va del público a las chicas. No obstante pese a los parecidos, los fines de semana, se transforman en dos universos tan diferentes como el Cielo y el Infierno: el Diamante promete un aglutinamiento de viejos indeseables con suficiente dinero como para financiar una precampaña; el D‘Fox en cambio acoge a las decenas de perdedores que no tienen para pagarse un privado en el edificio de enfrente.
C, J, F y yo entramos al D’Fox en otro de nuestros clásicos trabajos de campo. (de haber entrado al Diamante hubiera tenido un título perfecto para este artículo: July in the Sky with Diamonds). "Trabajo de campo" significa llevar sólo cien pesos en la bolsa y una tarjeta de débito para las emergencias. Escogemos una mesa cercana a la escalera donde las chicas entran y salen del escenario, sobre todo por la visión panorámica del rincón, que al mismo tiempo nos mantiene casi escondidos como una manada de sombras.
Dirijo a continuación mi vista hacia el escenario: dos tubos laterales y uno principal da una idea del minimalismo al que ha llegado la excitación profesional. Me pregunto por qué si la legislación actual ha hecho hasta lo imposible para salvarnos del pobre fumador que hasta nos pide permiso no ha hecho nada por el humo artificial que a cada rato nos envuelve como si estuviéramos en medio de un incendio en California. Es solo hasta que observo la primera actuación que entiendo la razón de todo: en una realidad sin photoshop, las chicas que viven de la libido han encontrado en las luces, el humo, el alcohol consumido por su público y las alturas a unos aliados nada desdeñables. Tras una hora de contemplación ni siquiera puedes decir si son bonitas o feas, si bailan bien o giran con gracia alrededor del tubo. La duda es su principal ganancia.
Uno de los síntomas de la decadencia del entretenimiento para adultos es que ahora las chicas tardan tres canciones en desnudarse. C jura que hubo un tiempo en que los pechos ya estaban al aire antes del primer solo de guitarra. “¿Qué diferencia hay entre esto y una disco?”, cuestiona J. “Probablemente que en un table nunca encontrarías hombres solos bailando sobre las bocinas“, digo.
PUDOR
Un mesero, acompañado de cuatro bailarinas se acerca y nos dice: “Cortesía de la casa”. A mí me toca la más gorda de las cuatro y cuando se sienta sobre mis piernas más que en sexo pienso en el celular que cargo en el bolsillo. “Hola, me llamo Érika”, me dice y me da un beso en la mejilla. Cuando hay que excitar a cuentagotas, las chicas usan los mismos protocolos del ligue en la secundaria. De hecho, un table sirve para que un cliente mentiroso (siempre dirá que tiene una profesión más respetable: senador o ingeniero de PEMEX) dialogue con una mujer que cambia de biografía cada vez (las teiboleras han convenido decir que vienen de Guadalajara, Tabasco o Veracruz, y que empezaron trabajando en el local de enfrente hasta descubrir que éste era mejor). Esta vez Erika “me revela” que en realidad no se llama Érika sino Yanira. “O sea que el nombre de teibolera es el auténtico”, le digo. “Qué cosa”, me pregunta haciendo el gesto de quien no ha escuchado nada por el volumen de la música. Entonces pienso que no sólo el humo, las luces y el alcohol, sino también la poca ropa y el ruido sirven aquí precisamente para que nadie se conozca lo suficiente.
Tras una canción de plática, la estrategia a seguir es bailar sobre el cliente. Aunque tengo a mis amigos a un lado, verlos con mujeres en sus piernas en un asunto tan desagradable como atisbar la habitación de mis papás. Prefiero mirar las mesas del otro lado de la pasarela, donde los clientes se reconocen y saludan como si coincidieran en el estadio y no a los pies de una desnudista. Lo siento, tengo que distraerme en otro lado: la teibolera es el tipo de mujer que puedes disfrutar si hay una pantalla de humo entre ustedes dos. Fijo mi atención en el escenario. Detrás del tubo principal una pantalla gigante proyecta videos de tables extranjeros (descubres eso en los acercamientos de cámara a unos muslos sin celulitis) y eso me hace pensar en esos locales que pese a tener a un grupo en vivo no pierden la oportunidad para proyectar en sus pantallas conciertos con “bandas de verdad”.
Dos canciones son suficientes para que Érika cumpla su tiempo de prueba con el cliente y encamine la plática hacia el asunto que verdaderamente la ha traído a mis piernas: la sed. “Invítame una cerveza, por favor”, me dice y se justifica: “Es que hoy me desperté con una cruda atroz, por favor, plis, plis”. Le pido al mesero una cerveza más, pero el hombre, provisto de una ética mercantil amparada en los cientos de burócratas a quienes les da congestión alcohólica al momento de pagar la cuenta, me aclara: “Cuando la cerveza la pide ella, vale 120 pesos”.
Por instinto empujo Érika de la indignación antes de ponerme de pie.
“¡Oye, qué te pasa!”, reacciona.
“Es que soy casado y de repente tuve culpa”, digo mientras me sacudo el pantalón como si una piñata llena de confeti se hubiera roto sobre mí.
Ella se va a otra mesa, mientras mis amigos me ven con rostro de vergüenza. Para su desgracia también les han pedido la cuota de una bebida.
LÁGRIMAS
Seguimos atentos a los bailes. Bajo el poste izquierdo observo a un gordo que en lugar de ver a la chica que le baila, canta con los ojos cerrados la rola en turno. ¿De qué se trata venir al table entonces?, me pregunto. En ese momento, F pronuncia la frase que nos salva al tiempo que me condena:
“Vamos a hacer la vaquita para rifarnos un privado, ¿no?”
Sólo entonces verifico si aún conservo la integridad con la que llegué al inicio: el celular, los lentes, la sobriedad.
“¡Puta madre, la cartera!”
Caigo al suelo con más rapidez que si estuviera en una riña callejera. Nada, sólo zapatos que siguen el ritmo.
Digo entonces una serie de improperios que difícilmente podrían ser incluidos en un discurso por el Día de la Mujer.
“¿Cómo sabes que fue ella?”, me cuestiona F. “Con lo que te balanceabas (o te balanceaban) se te pudo haber caído fácilmente”.
“Sí, carajo”, precisa C, “parecías un sillón antiestrés”.
Voy a ver al mesero, para quien lo más que puedo hacer es regresar a la tarde siguiente a ver si alguien ha tenido la amabilidad de dejar mi cartera (especifica que “sin dinero”) en el área de objetos perdidos.
“¿Alguna vez eso ha dado resultado?”, le pregunto.
“Pues no, pero con esa actitud tampoco va a regresar su cartera. Sólo déme su nombre para que sepamos que se trata de usted”.
Pido hablar con el jefe de seguridad a quien le cuento mi desgracia. Para no acusar sin pruebas al mesero o a Érika, digo que sospecho de los bebedores de la mesa de al lado.
“Tenemos cámaras, chavo, pero no las podemos ver acá. Nos monitorean desde Mérida y ahorita no creo que haya nadie despierto”.
“¿Es un kinder o qué? ¿no se supone que ésta es su hora de trabajo?”
Sólo se encoge en hombros.
El mesero regresa a verme con cara de que le han condonado su deuda del Infonavit.
“Tengo una idea”, me dice.
A estas alturas acepto lo que sea.
“Vaya a su mesa, ahora verá cómo aparece su cartera”.
Regreso ante la miraba burlona de mis compañeros.
Antes de anunciar a Brittany (la bailarina que una hora antes le había confesado a J que había sacado su nombre de Alvin y las ardillas), el tipo del sonido dice: “Se pide la colaboración para encontrar una cartera, repito, una cartera con tres mil pesos (en realidad llevaba cien, pero yo había dicho al mesero que contenía novecientos). Al dueño no le importa el dinero (en realidad lo único que me importaba era el dinero, mi tarjeta y mis credenciales de elector y de Blockbuster), pero tiene documentación muy importante (quizás tres tarjetas de presentación con números telefónicos apuntados en el reverso). Así que si usted, amigo del D’Fox, ha encontrado esa cartera, puede dejarla acá en el área de sonido y no se le harán preguntas. Repito: no se le harán preguntas. Puede reconocer la cartera por la credencial a nombre de Eduardo Huchín Sosa. Repito: Eduardo Huchín Sosa”.
Pedí un vaso de ron y me lo tiré en la cara para ver si no estaba soñando.
17 comentarios
LP -
Fue una buena experiencia pero no la volvería a repetir termine vetada en ambos lugares jejejeje
Julian Trujeque Yam -
wil -
Una joya, poeta.
Eduardo Huchín Sosa -
Gracias por la apreciación.
lucio -
Rodrigo Solís -
Angeluz -
indira broca -
digo yo.
saludos
Eduardo Huchín -
Ana Rosa Morales -
Angeluz -
PD. Creo que ya sabemos quiénes son W, J y F
flor -
que padre que cultives con tanta cultura los fines de semana..
Laura Trujillo -
JM: Que balcón!
JM. -
Eduardo Huchín -
Calixta: mil gracias por tus comentarios y principalmente por tus deseos.
Calixta -
Nada más para poner por escrito que encontrarme con su blog ha sido una de las buenas cosas que me dejó el año pasado, asi que espero que este año tenga un buen inicio para usted y su familia, lo que venga después ya es cosa de cada uno... que no?
Desde Chiapas.
XOXO
Laura Trujillo -