¡Cuidado!, hombres buscando trabajo
Entre la Feria del Libro Politécnico (que abarcó una semana) y la Feria del Empleo (que fue sólo un día), no hay dudas de cuál tuvo más convocatoria (la de los desempleados), aunque a ambas las uniera la misma fortuna (la fantasía inicial de encontrar algo bueno y la realidad de terminar con lo que hubiera disponible).
Un miércoles, dos días después de que concluyera en ese mismo sitio la fiesta de los libros (cuya imagen más representativa era la de una decena de vendedores ventilándose con las listas de precios), centenas de campechanos abarrotaron el ex Templo de San José en busca de un trabajo. No era una postal muy esperanzadora (como tampoco lo eran las fotografías que los periódicos publicaban día a día sobre Wall Street), pero un contingente de tipos llenando solicitudes de empleo (y al menos cinco ex compañeros tuyos poniendo mentiras en sus currículos) decía más de la crisis que cualquier cotización bancaria del dólar.
“No es que no tenga trabajo, es que no me pagan por ninguna de las cosas que hago”, fue el diagnóstico de uno de los asistentes. En un país tocado por los extremos (tener 5 empleos es tan deprimente como no tener ninguno), la búsqueda de trabajo es uno de esos calvarios a los que hay que enfrentarse alguna vez. Síntoma de madurez, y a la par del infortunio, ir tras un salario (y en caso de tenerlo, ir por uno mejor) se ha convertido no sólo en la inquietud central de millones de mexicanos sino incluso en su única preocupación en la vida.
El trabajo, como las mujeres, se sufre mientras se busca, se sufre mientras se tiene y se sufre cuando se pierde, porque la idea del empleo está generalmente ligada al padecimiento. No hay trabajos gustosos: hay suerte (o nepotismo o jefes cándidos o un sistema a punto de la quiebra). Un trabajo –para ser llamado como tal- concentra el horror de la rutina y, como los matrimonios, llega siempre con una mezcla explosiva de azar y resignación. Lo peor es cuando aparece a cierta edad en que ya no es posible decir que no a nada. En ese contexto, una feria del empleo es como una fiesta para divorciados. No puedes llegar con la idea de encontrar a la curvilínea ninfómana que además tiene un doctorado en cine.
De acuerdo al Servicio Nacional del Empleo en la feria se ofrecieron alrededor de 400 vacantes de las cuales un 30 por ciento eran para personas con estudios de primaria y secundaria; un 35 por ciento para técnicos y bachilleres, y el resto para profesionales. No son unas cifras muy entusiastas, porque dan una idea del desarrollo del estado (o del estado de la desesperación): en una entidad petrolera, para encontrar un empleo resulta incluso provechoso no llegar a la preparatoria.
Sobre la feria una amiga la describió en términos de una terapeuta o, mejor dicho, de una modelo de Victoria’s Secret: “Si no tienes una autoestima de hierro, mejor ni te acerques”. Eso significaba que si no te preocupaba haber cursado una carrera de cinco años en administración de empresas y terminar firmando una solicitud para ser empleado de mostrador o fontanero, éste era tu sitio. “¿Has visto muchos profesionistas?”, le pregunté, inquieto por las discrepancias entre lo estudiado y la práctica de lo estudiado.
“Sí, ya sabes”, contestó, “la mayoría recién egresados”.
Ah, esos románticos, parecía añadir su mirada.
Cada que leo las páginas de clasificados –con ofertas de trabajo que se extienden hasta por un mes- o me entero de las estadísticas de colocación del SNE (un 40 por ciento en Campeche, un 32 por ciento en el país) concluyo que en realidad la gente no quiere trabajo: quiere dinero. Parece una obviedad, pero no lo es: cuando la gente sólo quiera trabajo (es decir, sin importarle demasiado las minucias salariales, las letras pequeñas del acuerdo laboral) o ya llegamos al primer mundo o acabamos de bajar un poco más al inframundo.
Es casi imposible ver las filas de desempleados y no pensar en las salas de espera del banco de sangre: hay algo en sus rostros que dice “Mi familia me trajo con engaños”. Pienso en las historias detrás de cada una de esas personas, pero igual reconozco que, como sucede con los restaurantes, son apenas las necesidades básicas las que siempre hacen coincidir a las más variadas especies de individuos.
Ha de ser tremendo toparse con un pariente o un ex compañero. Es desafortunado interrumpir sus recorridos por los stands para cumplir los protocolos y decirles: “¿Y cómo va todo?”. Las ferias de empleo y los cines porno son los lugares menos cómodos para encontrar a alguien que hace tiempo no veías.
Una amiga reportera me contó que a su llegada vio a muchos de sus colegas, aglutinados en la entrada:
-Hola, ¿ya tienen mucho rato cubriendo la nota?- les preguntó.
-Ejem, en realidad, vinimos a buscar trabajo.
Minutos después tuve mi propia versión de ese episodio a través de un reencuentro generacional:
-¡Qué pasó! Hace tiempo que no los veía -dije a seis de mis ex compañeros de la facultad que habían coincidido en una fila-. ¿Se han estado reuniendo después de la carrera?
-Pues sólo en cada feria del empleo –confesó uno.
Hasta ese momento vi que su fila se dirigía al stand que buscaba auxiliares contables, ayudantes de almacén y camaristas.
5 comentarios
Karol -
saludos
rodrigo solís -
JM. -
KurtC. -
Que mal por lo de la feria y sólo un día, creo que hay muchas más personas que desean un trabajo.
david chávez -
Curioso: se ofertan empleos en servicios pero ¿cómo obtiene un diputete o senadorsete ese puesto de servidor público?
Esas chambas deberían ofertan... esas o las de amante de la esposa de alguno de ambos especímenes, total... alguien tiene que hacerles el favor.