Blogia
Tediósfera

Los intelectuales sólo quieren divertirse

Los intelectuales sólo quieren divertirse

Dice Héctor Malavé que el carnaval es “la acción social más ilusoria de la perversión humana”. Yo diría que es de la “diversión” humana, en tanto pensamos casi automáticamente que ver pasar gente disfrazada o bailando en una comparsa vale como forma de entretenimiento. ¿Qué tiene el carnaval que monopoliza las conversaciones de la radio, los paneles en los programas, las repeticiones a deshoras en la televisión? En busca de respuestas me inmiscuí en reuniones absolutamente incompatibles entre sí, con gente ilustrada y generalmente con estudios de posgrado. Las discusiones radiales y televisivas sobre el carnaval me habían parecido siempre monótonas, con largas peroratas sobre las coreografías, los diseñadores o el comité organizador. Quise rastrear otro punto de vista, pero encontré que la comunidad letrada hablaba exactamente sobre las mismas cosas.   

AL CARNAVAL NI TODO EL CLAMOR NI TODO EL DINERO

Los burócratas intelectuales quisieron primero ser poetas o narradores. Se casaron y procrearon hijos a destiempo para pretextar ese trabajo del que siempre hablan mal, pero que los mantiene. De repente, en ciertas reuniones de cantina, hablan con ánimo de boletín. Cuando me encontré con dos burócratas intelectuales en la palapa de un bar familiar, los interrumpí a mitad de una discusión sobre la pérdida de tradiciones. Aproveché la oportunidad para preguntarles si era válido celebrar el carnaval sólo como una fecha obligada en el calendario, como la navidad, la semana santa o el mes de la campechanidad.
“Vences la pasividad, te escapas dos días del trabajo, ¿cuál es el problema?”, dijo uno de los presentes.  
“El problema quizás es que no te gastas 12.5 millones de pesos en ninguna otra celebración patrocinada por el Ayuntamiento”, dijo el otro.
El empleado que había dado la respuesta, mascó la tostada con la fuerza de quien sabe que la ruta del dinero está llena de buenas explicaciones. Entendí por sus palabras que el problema es que el carnaval ha tomado el tamiz de obra social. Y como todo lo que toca el Gobierno, termina por someterse a las desavenencias de la discusión pública.
“¿El que se financie del erario ha influido en que todo mundo quiera opinar ahora sobre el carnaval?”, dije.
“Ah, la gente pide y critica casi sin pensar y ni siquiera sabe lo que quiere”, explicó el primer hablante. “Un día quiere un mercado ejidal, una cancha en su unidad habitacional, un carnaval de nivel. A la mañana siguiente quiere exactamente lo contrario: más franquicias, que derrumben la cancha y construyan un estacionamiento, que no traigamos a Don Omar y mejor lo destinemos todo a reparar baches”.
Ese carácter de caos instaurado es algo de lo que hace fascinante al carnaval, pensé. Por un lado, se trata de la fiesta por excelencia de los excesos, pero por otro, las decisiones del comité organizador admiten una revisión tan rígida como la de una compraventa de acciones.
“Ya que sabe que se trata de su dinero, la gente no se traga cualquier cosa”, siguió el primer poeta funcionario. “Hace algunos años, traías al último actor que se había vuelto cantante, al recién salido del festival Valores Bacardí o al grupo de rock que podía tocar sin enchufar sus instrumentos. Ahora no. Los campechanos se han vuelto exigentes. El público quiere sólo lo que está sonando en la radio”.
“Tengo la impresión”, intervine, “de que después que anuncian la cartelera del carnaval, las estaciones de radio se empeñan en poner a todas horas música de los artistas que vendrán. ¿No es una especie de fraude para aparentar eso que dices?”
El funcionario jugueteó unos segundos la verdura con un mondadientes, antes de despedirme de la discusión con un “No”.


DEL DISFRAZ Y OTROS DEMONIOS

No supe si era un reencuentro generacional, pero la sala estaba repleta de chicas de las que estuve enamorado por lo menos una vez. Es la consecuencia natural de haber estudiado en una facultad donde el 80 por ciento del alumnado eran psicólogas.
 “Lo mejor del carnaval son los disfraces”, argumentó uno de mis ex compañeros de licenciatura. “Te vistes de mestiza o sacerdote, cumples un rol que no te pertenece”. 
La paradoja del mundo contemporáneo, me dije mentalmente, es que alguien tenga que disfrazarse para sentirse un poco más libre.
“Es como desencadenar a los demonios”, se involucró una amiga, cuya tesis sobre la necesidad de usar ropa de látex durante el noviazgo le mereció una mención honorífica.
Le pregunté qué disfraces le habían hecho sentir tal liberación.
“A los tres últimos bailes de caridad que he asistido, he ido de vaquera, de princesa y de china poblana”.
“¿Vestirte de china poblana te hace sentirte más libre?”, pregunté francamente sorprendido.
“Es una forma de ser lo que la sociedad no te permite”, dijo como si eso fuera una respuesta. “Bueno no sé”, le espetó una ex compañera que acababa de unirse a la plática, “ver a mi jefe en una foto disfrazado de Condonmán lo hizo ciertamente más humano, pero también hizo que le perdiera todo el respeto que le tenía”.
“¿El carnaval nos acerca entonces al prójimo?”, inquirí.
“Sí, de hecho nos acerca más de lo que quisiéramos, por ejemplo con la gente odiosa con la que estudiaste en la carrera y que te ves obligado a saludar a cada rato durante el Sábado de Bando”.
Pensé entonces que quizás el carnaval tuviera que ver con borrar barreras sociales: el dinero, la clase, la filiación política.
“Hasta crees”, me respondió la chica, “si así fuera nadie sería rey y todo mundo sería comparsa”.
La monarquía del carnaval, reflexioné. ¿Estaría ahí el centro de su fascinación? 


UNO SOÑABA QUE ERA REY

El coffee break del Congreso de Historiadores era un buen lugar para rastrear el enigma de los reinados efímeros del carnaval. Al fin de cuentas, estos señores de pelo canoso y anillos de tres universidades distintas en sus dedos, habían examinado la desmesura del poder a través del tiempo.
“El carnaval revive cada año las monarquías, pero en condiciones de austeridad”, dijo quien quizás sea el más prestigiado miembro del Colegio de Historia. “Se coronan a reyes de cualquier gremio: el rey de los motorrepartidores de tortilla y de las modistas sindicalizadas. Cada barrio, cada esquina, cada escuela particular que opera al margen de Secud o compañía de seguridad sin permiso puede elegir su rey y su reina”.
Pregunté si la expresión “Elegir un rey” no era una especie de contradicción, ¿dónde habían quedado la imposición y el derecho de sangre?
“Tienes razón”, reflexionó mi interlocutor. “Hace unos trescientos años era impensable, pero igualmente era impensable que los castillos se volvieran museos o que algunos súbditos se ganaran la vida escarbando en la intimidad real. En nuestros tiempos no contemplamos la contradicción: algo tan insólito como que la muchedumbre francesa en lugar de pedir la cabeza de Luis XVI, pidiera a gritos otro baile”.
“Pero el carnaval logra de entrada lo insólito”, insistí, “vuelve la realeza democrática”.   
“Sí. Lo más curioso del carnaval es que teóricamente cualquier puede llegar al trono, cada año hay un derrocamiento y cada año una nueva coronación. En época de carnaval, los golpes de estado no vienen en guerrillas acuarteladas sino en filas de conga”.
“¿Por qué los carnavales necesitan un rey?”, dije. Expresar esa duda me tomó incluso a mí por sorpresa. “Es decir, ¿quién diablos instituyó el régimen monárquico para las celebraciones carnestolendas?”
“No lo sé. Quizás los motivos son tan remotos que ya nadie los cuestiona. En Campeche sólo la tradición es inapelable, así que es tradicional lo que está fuera de discusión”.
El ilustre pensador tomó una última galleta antes de cambiar mi compañía por la de una edecán.

LA IZQUIERDA LAS PREFIERE RUBIAS

“Incluso el carnaval ha sido privatizado por los ricos”.
Aquel camarada había salido de guerrillero cubano el año pasado, pero pocos lo reconocieron y más de uno creyó que se trataba del equipo de seguridad de Susana González.
 “Ve esos niños”. La tele transmitía un concurso de comparsas infantiles. “Tienen colgadas más joyas que un rapero de MTV”.
Apenas alcancé a sonreír.
“¿Sabes algo?”, dijo el camarada, quien estaba a punto de lanzar otra de sus peroratas sobre la lucha de clases en las fiestas carnestolendas.
“¿Qué?”, quise saber.
La televisión transmitía en ese momento el recuento de carnavales pasados, con una pasarela de reinas de escuelas particulares.
 “Una niña fresa es la única cosa buena que ha traído el capitalismo”. 

1 comentario

Rodrigo Solís -

Una maravilla, sólo tu podías hacer un tratado psicológico y filosófico del Carnaval.
Buenísimo.