Ibargüengoitia
De no haber muerto en un accidente aéreo, Jorge Ibargüengoitia cumpliría este 22 de enero, 80 años. Si existió un autor que me hizo cambiar no fue algún adalid de la superación personal; fue Ibargüengoitia, o para ser más precisos, la mirada (irónica, implacable, en el fondo amarga) del autor de Dos crímenes o Los pasos de López.
Conocí la obra de Ibargüengoitia en mi primer año de carrera, con demasiadas decepciones amorosas para tan pocas páginas de autobiografía y sin nada que decir frente una hoja en blanco (literalmente, en aquella época yo escribía a máquina). La Facultad de Humanidades era en ese entonces un tropel de tentaciones a la vista (el 80 por ciento eran mujeres) y las clases se avocaban a cosas tan aburridas, como las diferencias entre Hume y Locke, que un amigo confundía con Jorge Luke.
Hasta los 19 años comprendí que la literatura también podría ser una venganza contra la vida (contra los amores pasados, contra la supremacía de lo fortuito). Como bien afirmara George Neveux, descubrí en el humor a la “única forma autorizada del crimen pasional”. La ley de Herodes se me abrió en esos momentos como un “fragmento de vida” más que como una obra de ficción. El protagonista se llamaba Jorge, como el autor del libro y relataba sus desavenencias como una especie de exorcismo. De las frustraciones sentimentales a las crisis económicas, las narraciones de La ley de Herodes dan la apariencia de un ajuste de cuentas con la realidad. Desde entonces lo he entendido de esa manera: rodeados de circunstancias sobre las que no tenemos control, los escritores terminamos recurriendo a la literatura para equilibrar los números rojos.
Además de sus cuentos y sus magníficas novelas, Ibargüengoitia examinó la realidad cotidiana desde el periodismo. Escribió para las páginas del Excelsior entre 1968 y 1976 y dejó constancia en sus columnas del horror de vivir en este país. Más allá de la punzante ironía, Ibargüengoitia ejerció el sentido común. Opinaba de las política, las costumbres mexicanas, la historia y sus héroes, el cine, la educación, el consumo, los libros, entre otros temas, porque todos estaban unificados por ese tono de quien busca cómplices más que partidarios.
Nunca se asumió como humorista porque pensaba que la idea de un señor que se la pasa inventando chistes es poco menos que patética. Su escritura, en sus propias palabras, obedecía a “una manera peculiar y ligeramente oblicua de percibir las cosas”, lo cual no era ni virtud ni defecto.
“[La risa es] una defensa que nos permite percibir ciertas cosas horribles que no podemos remediar, sin necesidad de deformarlas ni de morirnos de rabia impotente”, dice en uno de sus artículos y en otro afirma: “Como el daltonismo, [el humor] es algo que afecta permanentemente la visión del individuo, no son unas gafas que uno se quita y pone a voluntad”.
Por las páginas de Ibargüengoitia se retrata a un México que parece no tener remedio. Al tiempo víctimas que herederos de las peores costumbres de nuestros gobernantes, los mexicanos nos hemos vuelto el padecimiento diario de otros mexicanos. De la burocracia a los días festivos, de las luchas intelectuales a las contradicciones de la Revolución Institucionalizada, el cronista no hizo otra cosa que detallar ese infierno (que son los otros) a través de más de 600 artículos.
A treinta años de esas colaboraciones periodísticas, los textos de Ibargüengoitia siguen siendo disfrutables. ¿Necesitan contextos? En algunos casos. ¿Son ilegibles sin ellos? De ninguna manera. Su talento estribó precisamente en hacer literatura de una materia tan efímera como la vida a ras de suelo. Productos de una penetrante observación del comportamiento humano, sus artículos se reeditan con frecuencia (y son leídos por quienes ni habíamos nacido cuando fueron publicados) porque superan el mero comentario circunstancial. Ibargüengoitia no parasitó del contexto para escribir sus colaboraciones (vicio de tantos editorialistas de periódicos) sino que convirtió el artículo de opinión, la crónica cotidiana, la crítica política, en parte de su obra literaria. Por ello aplicó en el periodismo la regla de oro de quien quiera dedicarse a la escritura: no aburrir.
Excéptico incluso ante el poder que representaba la prensa, Ibargüengoitia ejerció su labor crítica mostrando el absurdo de las ideas convencionales, tanto en la esfera pública como en la privada. Aborrecía aquello que oliera a patrioterismo y por ello no sólo escribió novelas que desacralizaban la Independencia y la Revolución, sino que revisó el papel de los héroes y los festejos en nuestra formación como mexicanos. Además, mostró el ridículo que sustenta el discurso oficial respecto a lo que somos. En el terreno privado pormenorizó a través de su entorno, las actitudes que nos vuelven un verdadero martirio como sociedad.
De él no puedo olvidar algunas observaciones:
“A nuestra Revolución le pasa lo mismo que a todas las mujeres de sesenta años. Ha adquirido una respetabilidad que nunca hubiera pretendido tener en su juventud”.
“No hay fiesta más triste que la Navidad. Tanta lucha uno hace para estar alegre que siempre queda insatisfecho con la felicidad resultante. Además, se acuerda uno de sus seres queridos y quiere uno que estén los que se fueron y que se vayan todos los que están”.
Y mi favorita: “La magia del psicólogo está en que él descubre lo que nadie ve y llega a conclusiones que nadie entiende”.
Dado que el mismo Ibargüengoitia no concebía la idea de un grupo de estudiantes manoseando sus escritos, en el último semestre le rendí el mejor homenaje a su literatura: renuncié a mi tesis sobre Las muertas.
4 comentarios
Xochitl(mejor conocida como Lola) -
karol -
saludos
Rodrigo Solís -
Jm. -