Dios juega al Scrabble
Para Gabriela, otra vez
En 1938, un joven científico argentino no sólo obtiene un honorable doctorado en física sino que la Sociedad para el Progreso le otorga una beca para hacer trabajos sobre radiaciones atómicas en laboratorio Juliot-Curie de París. Un año más tarde, ante el estallido de la segunda guerra mundial, su beca es transferida al Massachussets Institute of Technology (MIT), donde publica una investigación sobre rayos cósmicos. Para 1940, vuelve a la Argentina y enseña Teoría Cuántica y Relatividad en la Universidad de la Plata, donde tiene alumnos de la talla de Balzeiro o Mario Bunge. Modificando levemente algunas fechas, instituciones y ciudadanías, éste bien pudiera ser el recuento de logros de un estudiante apoyado por el CONACYT, pero lamentablemente su historia posterior no transita hacia cada vez más prestigiosos postgrados internacionales. En 1943, entran en conflicto su interés científico y su pasión artística. ¿Omití —quizás por error— que este investigador con futuro también pintaba y escribía? Pido disculpas por el descuido: se trata después de todo de actividades que no interesan en la hoja curricular, pero que resultan indispensables para entender por qué Ernesto Sabato, a los 32 años (la edad en que un hombre ya ha trazado su proyecto de vida), decide abandonar la ciencia para dedicarse simplemente a escribir. La decisión no pasa inadvertida para los colegas: el premio Nóbel de Medicina, Bernardo Houssay le retira el saludo (al parecer, le había resultado incomprensible cómo alguien podía cambiar el fértil terreno de la investigación por el camino inseguro del arte); el doctor Gaviola comenta: “Sabato abandona la ciencia por el charlatanismo” y Guido Beck, discípulo de Einstein, se lamenta en una carta: “En su caso, perdemos en usted un físico muy capaz en el cual tuvimos muchas esperanzas”. Así las cosas, el incipiente escritor publica su primer libro de ensayos en 1945 y en 1948, su novela El túnel. Ante lo que consideraba mero “empecinamiento”, el doctor Gaviola le dice que sólo lo perdonará si logra escribir algún día una obra como La Montaña Mágica de Thomas Mann.
Años después, es el propio Thomas Mann quien se dice “impresionado” por la primera novela de Sabato. He de confesar que no me gustan las leyendas de éxito y coraje, pero sí El túnel y algunos hechos biográficos de su autor, porque la historia que acabo de relatar marcó mi vida en una adolescencia que también osciló entre la física y la literatura. En un país donde los apasionados de las matemáticas son una especie a preservar en cautiverios internacionales, yo amaba los números. Para alguien de la clase media baja, cursar la preparatoria y conservar el amor por las ciencias exactas apuntaba hacia un futuro políticamente correcto (un caso puede calificarse como políticamente correcto si aparece en los anuarios de una fundación). Sin embargo, también tenía diecisiete años y escribía poemas, comprensible hobby para una edad explicada hasta el hartazgo en los libros de Sexualidad, aunque no del todo pasajero, porque en mi caso, escribir fue necesariamente entender. Y para desgracia de mis padres, entender fue decisivo al momento de pedir la solicitud de inscripción para una carrera. Abandoné a mi modo la ciencia por la literatura, aunque el término ofrezca una imprecisa idea de la infidelidad.
He conjeturado que a lo mejor lo que me gustaba de la física era la armonía de la exactitud, digamos, la música de la realidad. Como físico, hubiera sido igualmente un melómano en busca explicaciones como ahora lo soy de palabras. “Las leyes físicas deben poseer belleza matemática”, dice el premio Nóbel, Paul Dirac y luego explica: “La belleza matemática es tan indefinible como la belleza artística, pero es obvia cuando se la encuentra”.
Los hallazgos científicos algo tienen de inspiración artística. Como los mitos antiguos, la manzana de Newton dice mucho en su mentira. Desde hace milenios los frutos caen de los árboles, pero sólo hasta el siglo XVII nace alguien que puede leer el suceso de otra manera. En poesía, eso se llama “escribir una metáfora”. La aparente poca relación entre dos o más elementos produce un efecto estético: “El sueño es un depósito de objetos extraviados”, dice Gómez de la Serna. La poesía establece una correspondencia novedosa (sueño, depósito, objetos extraviados) pero al mismo tiempo descubre y hace ver algo que siempre ha estado ahí. De igual forma y según Hans Christian von Bayer, “una teoría científica es bella en la medida en que los fenómenos explicados por ella no estén relacionados o no parezcan estarlo”.
Escribir y hacer hipótesis tienen en común nuestra sospecha del mundo. La ciencia y el arte poseen un mismo impulso de inconformidad con lo existente. ¿Por qué hay hombres que dedicaron años al estudio de un organismo unicelular? ¿Será la misma convicción que llevó al longevo Walt Whitman a escribir y rescribir un solo libro en toda su carrera?
Quizás tanto el científico como el artista necesitan un universo de verdades provisionales para vivir, un grupo de palabras que no existen y que por ello se empeñan en buscar. No siempre confirmativas, la hipótesis y la escritura algo comparten con el desengaño.
Nunca he renunciado a las preguntas ni a la fascinación de la ciencia. Aquel triste muchacho de diecisiete años juega aún con números y descubre la poesía de las últimas conjeturas de la física. El mundo no es tan seguro como pensábamos y es precisamente ese inconveniente su principal atractivo. “Dios no juega a los dados”, sentenció Albert Einstein para desacreditar la mecánica cuántica y su colección de fenómenos incompatibles con el sentido común. Pero el mundo también son sus palabras, el tablero donde Dios arma y desarma el rompecabezas del lenguaje. La vida, sus pormenores. El lugar que nos acoge a pesar de nuestra desesperación de no saber qué diablos hacemos en él. Ante el vacío. El lenguaje (científico, artístico, filosófico) surge para construir un barandal ante el abismo. El arte y la ciencia son dos formas de hacer habitable el cuarto compartido de la realidad.
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