Los dueños de nuestras quincenas
“Me firma aquí, pero igual que en su credencial de elector”, me ordenó Norma, la encargada de la caja tres.
Dos cosas definen la madurez: hacer un buen nudo de corbata y utilizar una firma que no sea tu simple nombre manuscrito. Me puse nervioso. Desde niño he querido ser parte del selecto grupo de quienes escriben con letra virreinal. Quizás por eso diseñé una rúbrica sumamente complicada que ni siquiera puedo repetir.
“Disculpe”, dije, “pero saqué mi credencial a los dieciocho años, cuando tenía una mano indudablemente más temblorosa que la de ahora. No puedo reproducir mi firma con tanta fidelidad.”
“Es un prerrequisito”, me advirtió ella, mientras contaba una y otra vez los billetes. Quedé absorto. La palabra “prerrequisito” terminó por causarme una conmoción sólo comparable al día en que me enteré que los grupos culturales “Aurora” y “Brecha” habían actuado juntos. Tomé la pluma antes que la forma SAT 5 se manchara de sudor. La ropa sastre siempre me ha dado cierta impresión de autoridad. Después de sortear las dificultades para imitar mi propia letra, devolví la hoja, con el mismo temblor con el que se entrega un examen mal resuelto.
“Aquí faltan más rayitas”
Los dedos de Norma señalaban la línea que significaba “Eduardo”. Tomé la pluma de nuevo.
“Esto se parece al pastito que dibuja mi sobrino en el kínder.”
Intenté que mis trazos fueran definitivos: puse algo que podía interpretarse como una vaca o según lo que me dijo el grafólogo, como “la muestra inalterable de mi inseguridad”. Ella examinó la línea punteada y añadió:
“Vamos a hacer una cosa: practique en esta hoja aparte y luego firme de nuevo. Si quiere hacer dos planas yo no tengo ninguna objeción.”
“Me parece que no está siendo muy amable con este asunto de la hoja aparte.”“Si no le gusta cómo le trato, el cajero automático está a la entrada del edificio.”
“O. K. Acepto mi error. Entienda, he permanecido cuarenta minutos parado en la fila, entre un menonita que no dejaba de preguntarme cómo llenar una ficha y un tipo apodado Maney, y personalmente nunca he podido concebir cómo puede alguien presentarse en público como Maney, ¿ya? No soy, en definitiva, un antisocial pero toda esta situación ha terminado por irritarme.”
Un momento de silencio. La mirada que Norma había lanzado sobre mis ojos se me hizo cercana a la piedad. Sin embargo, lo que en verdad significaba era que había descubierto algo raro en la pantalla de su computadora.
“¿Su nombre es Juan Hernández?” Lamentablemente, la pregunta llegó antes del sello que me hiciera salir de ahí.
“No. No soy Juan Hernández. ¿Por qué?”
“Parece ser que su cuenta está a nombre de otra persona.”
Era el colmo, y estaba consciente de ello. Pero cuando se trata de retener dinero, el banco logra que lo imposible suceda.
“Lo siento”, contesté, “Juan Hernández es mi alter ego, o mejor dicho la credencial de Sam’s Club que uso indebidamente cada que necesito comprar ochenta rollos de papel higiénico. Pero no creo que eso interfiera en el retiro que pretendo hacer.”
“Definitivamente que sí interfiere.”
“Vamos, tengo la tarjeta, conozco el número confidencial, ¿no va a pensar que soy uno de esos tipos que pone pantallas falsas en los cajeros?”
“No, pero por si acaso, necesito que me firme aquí, sólo que igualito a su credencial.”
Me rasqué la cabeza para asimilar el “prerrequisito” en los mejores términos.
“Mire, no puedo entender que si deposité siete mil pesos me los acepten, y que inmediatamente después, cuando quiero sacar cuatro mil, me pongan tantos obstáculos.”
“Estamos para proteger su dinero, señor. Debería agradecer nuestras políticas de seguridad.”
Deseé fervientemente que el banco se viniera abajo, con todo y sus políticas de seguridad.
“O. K. Me imagino que están conscientes de que el mayor peligro para mi dinero es que yo disponga de él. Lo acepto, soy un comprador compulsivo de libros, pero esto ya es absurdo. ¿No ve que soy el mismo tipo de la identificación?”
“Las fotos no me dicen nada. La otra vez vino un individuo que se parecía a un novio mío y que sin embargo se identificaba como el urólogo Pinzón. Por lo tanto, yo no... Oiga, ¿le sucede algo?”
“Nada... recordé algo de repente. ¿Me puede dar mi dinero de una vez?”
“Sólo estoy esperando que me lo autoricen.”
Como si se tratara de una cámara de Gessell, observo del otro lado del vidrio una realidad intocable que cuesta trabajo explicar. De este lado, la vida tiene forma de retiro o depósito. El banco es un mal necesario, casi como el dinero.
“Tenemos problemas con sus fondos. ¿No será que tiene la cuenta en otro banco?”
“Ignoro a qué se refiere cuando dice otro banco. Éste, donde me encuentro ahora, ha cambiado tres veces de nombre desde que soy cuenta habiente.”
“No es algo de lo que me pueda culpar.” “¡Romances a otro lado! ¡Hace quince minutos que la fila no avanza!”
El cliente que gritó parecía un poco más histérico que yo. No quise ni volver el rostro.
“Mire, don Juan, la gente se está desesperando, ¿qué le parece si viene más tarde?”
“Cómo que Juan. Me llamo Eduardo Huchín, le acabo de mostrar mi credencial.”
“¿Ah, sí? ¿Eduardo Huchín Sosa, el escritor? Vaya qué sorpresa. Si yo tengo su libro.”
Una bocanada de aire llegó a mis pulmones. Pensé que ésa podría ser una de las pocas ocasiones en que mi propia obra me sacara de un apuro. Ella siguió hablando:“Llevo su libro a todos lados. Déjeme decirle que incluso lo traigo en este momento. ¿Me podría escribir una dedicatoria?”
Me llevé la mano al bolsillo: “Claro.”
“Sólo le pediría que la firma me la hiciera igualita que en su credencial.”
Por un momento deseé que mi bolígrafo tuviera un estilete escondido.
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