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Tediósfera

Prosa Nostra

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En junio del 2001, Héctor (El profeta) Malaveone tuvo una reunión secreta con Eduardo (El poeta) Huchini y Mauricio (El atleta) Cantunelli  en el barrio humanista de Facultown, centro de apuestas que usaba una biblioteca como tapadera. Juntos, estos tres hampones planearon crear una famiglia, bajo la apariencia de revista, llamada originalmente “Diálogos Post mortem”, pero que debido a las suspicacias que podía despertar esta última palabra se cambió por la más comprensible en tanto menos comprometedora: “Posmodernos”. La intención de estos tres delincuentes era extender sus tentáculos de ilegalidad cultural, en una sociedad dominada en años anteriores por otros mafiosi, como los Talleresi y Les campés, agrupaciones con quienes tuvieron ligeros enfrentamientos que gracias a Dios no terminaron en un baño de tinta.

Los Posmoderni cometieron su primer atraco al infiltrarse en las instituciones educativas y de gobierno con supuestos fines pedagógicos. Estafaron, en ese entonces, 200 pliegos de cartulina opalina y 4 mil hojas doble carta al Instituto de la Juventud y dos toners de tinta a la Universidad. El regocijo fue mayúsculo cuando presentaron su publicación en las instalaciones de la misma casa de estudios a la que defraudaron. De ahí en adelante, sus crímenes contra la ortodoxia se fueron incrementando número tras número: los cadáveres de la religión, el sexo, los siete pecados capitales, los medios de comunicación, la contracultura, el arte y la ficción están en las morgues de las bibliotecas para quien quiera constatar los móviles asesinos que han alentado a esta mafia.

Sobra decir que la famiglia creció. La llegada de (El mohicano) Garci Maganucci y de Edén (El matemático) Romeri dieron un impulso inmejorable al crimen organizado en la ciudad. En ese tiempo se forjó la leyenda urbana de que los Posmoderni eran un grupo cerrado que imponía denigrantes ritos de iniciación a sus miembros, como embriagarse y cantar “Rica y apretadita” en versión unplugged. Acusados al principio de misóginos, el ingreso de Sicilia Madeleyne, Gabriela Aguilare, Dinorah Pintozzi y Karen Marquezechi dieron un nuevo respiro a la organización. De esa invasión femenina data la presencia actual de Norma (La lipoculturista) Arteagui y de Flor de Andanioni.

A lo largo de cuatro años organizaron encuentros, presentaciones, ventas de libros, establecieron contactos con algunos cárteles del país como Alterarte, el Subterráneo, Sigma y Andanzas. Durante ese tiempo, mentes morbosas se volvieron adictos a sus criminales publicaciones y a través de correos electrónicos pedían más y más números.  La policía estaba desconcertada y por más que agentes -encubiertos como jueces de concurso- les negaron la beca “Edmundo Valadés” en tres ocasiones (lo que hubiera significado la muerte para otros grupos), los Posmoderni seguían con vida, celebrando reuniones secretas, posadas paganas y actos culturales de dudosa procedencia, como cierto ciclo de cine violento.

Un prologando silencio durante el 2005 hizo parecer que los Posmoderni habían sido víctimas de una abducción, o peor que eso que habían salido de Campeche para estudiar diversas maestrías. Versiones diversas circulaban en los departamentos de la policía del estado, que ya festejaba el desmembramiento de la famiglia.  Por un lado, se decía que algunos de sus integrantes aún sostenían reuniones en el traspatio del café Le Portas, pero las evidencias mostraron que un día se fugaron sin pagar sus capuchinos y no volvieron. Del mohicano Maganucci se afirmó que había cambiado de identidad a través de una cirugía estética y que ahora personificaba a un estudiante de literatura que recomendaba no leer el Quijote a sus compañeros. Los rumores no llevaron nada, el grupo criminal siguió preocupando a todos en el departamento, como si el misterio se refiriera a los mayas abandonando sus ciudades.

Exhaustivas investigaciones dieron con la verdad: después de que cuatro hombres vestidos de negro lo amenazaron de que si no se iba del estado José Landa llegaría de improvisto a todas sus fiestas, Héctor Malaveone tomó un autobús con destino incierto, no sin antes dejar al resto de la hermandad una lista con los nombres de las futuras víctimas: se trataba de algunos artistas gráficos y animadores multimedia. En el cumplimiento de esa tarea, se había consumido casi un año, tiempo donde sólo fue evidente una exposición perversa: el Carneaval. Además, sucedió lo previsto: ante la repentina desaparición del capo, los Posmoderni libraron una guerra intestina que terminó con llegada de Tino (El Nazareno) Romeri a la cabeza de la organización, quien a través de reuniones extraordinarias planeó retomar los propósitos. Por otro lado, se especula que Héctor Malaveone se encuentra actualmente en Morelia, Michoacán, en donde -se sabe- un individuo vendió una Diálogos Postmodernos en quince pesos a Noam Chomsky.

Con una nueva estructura, la mafia posmoderna planeó su noveno intento de la Gran Estafa. Del crimen cometido contra Robin Suárez, José Estrella y otros jóvenes artistas, sólo quedaron dos evidencias: un conjunto de fotografías y un disco multimedia. Objetos suficientes para sustentar esta acusación ante ustedes, señores del jurado. He revisado con meticulosidad el cadáver en turno, llamado tan inocentemente Clásicos, y puedo presentar las pruebas que incriminan a los posmodernos en este nuevo atentado contra el pudor.

Primero que nada el estilo inconfundible de sus matones más recurrentes: Cantún, Malavé, Huchín, Manzanilla y Garciamagaña (no siempre se puede tener a tantos melómanos y megalómanos en la misma publicación). No obstante, de la paternidad innegable de esas heridas, los Posmoderni quisieron ocultar su marca de fábrica a través del diseño pop de José Manuel Hernández, quien al poner a Marilyn en la portada confió en que las personas creyeran que no que se trataba de una revista cultural sino de la última Posmopolitan.

Sabemos qué esperar de estos hampones: crítica amena y desenfadada, Malavé destaza a Marx con la intención casi vudú de revivirlo. Lo mismo Huchín que profana a Montaigne y Cantún y Manzanilla quienes atentan contra el mismo concepto de clásico, ya sea en ciencia, cultura, música y cotidianidad. Contundentes balazos a los lugares comunes del pensamiento.

Disperso el concepto entre otras artes no sólo literarias, Rodrigo Solís dispara contra Star Wars y el fenómeno que la han colocado en un altar del culto y el marketing, mientras que Omar May se ocupa de la salud más de las veces desfalleciente del cine mexicano. Jorge Hernández lleva la idea hasta el futbol y toma de pretexto el encuentro de Pelé y Maradona para trazar el alcance estético del balompié. Según puede reconstruirse del examen forense, el cuerpo de Clásicos aún se movía cuando Fernando Cab asestó ese golpe narrativo sobre las pláticas eróticas a través del Chat. No conformes con ello, JP Berman esgrimió la cuchillada que significaba hablar de MTV, el canal responsable de la memoria visual y auditiva de las nuevas y no tan nuevas generaciones. Clásicos quiso levantarse para huir pero fue atajado por el puño anarquista de Dan Moreno, quien estableció para este número vasos comunicantes entre la música y el cine, a través de ejemplos muy concretos de filmes y canciones. Como si se tratara de una película de Tarantino, la masacre tuvo como soundtrack las notas de Alejandro Mora sobre la interpretación y el lenguaje musical. Finalmente la mujer: la femme fatale Flor de Anda dio el beso de la muerte en la mejilla de Clásicos, con un recuento de féminas peligrosas a través de la historia y la ficción.

El cuerpo estaba tendido en un charco de tinta cuando llegaron los narradores. Como ejemplares ejecutantes en el oficio de mentir, los cuentistas posmodernos urdieron falsas declaraciones, historias planeadas para desconcertar a la policía, quien creyó cada una de las versiones sin percatarse qué tanto se contradecían. Los cuentistas fingieron ser testigos para ocultar a los auténticos responsables: ocho relatos (cada uno afinado en su estilo) dan cuenta de esa complicidad.

Casi por dar terminado el caso, el forense me señaló el tatuaje invertido que el cuerpo llevaba en la espalda: la imagen de un espantapájaros cargando a una mujer ave, con la leyenda Kilereison. La pista que faltaba. Tomé nota de la historia gráfica a lo largo de la piel de la víctima.  El forense dijo que conocía al tatuador, pero que ignoraba si aún podía encontrársele bajo el sol pintando murales para la Pascua Juvenil del complejo habitacional Fidel Velásquez, zona de artistas callejeros.

De tal modo, señores del jurado, que estas son mis pruebas. Ignoro si suficientes para condenar a los Posmoderni de este nuevo crimen contra la cultura y de paso, en beneficio de la memoria.  Porque si bien los clásicos son obras que sobreviven a su circunstancia histórica, las colaboraciones en esta ocasión no se han librado tampoco de su propio contexto y por ello hacen tal vez demasiadas referencias a sucesos que datan de cuando pensábamos que el número iba a salir a la calle. Espero que eso tampoco se perdone este descuido de edición y en cambio contribuya a la pena capital supuesta para estos casos: la compra inmediata para cuando el número nueve salga a la calle. No le dejen sobrevivir, paguen los diez pesos que supone el rescate, sométanlo a una agridulce lectura y verifiquen en cada línea la incapacidad de los Posmoderni para la decencia y el aburrimiento, también para el olvido. He dicho. Así sea. Hasta aquí. 

 

2 comentarios

Flor De anda -

Acúsome señor fiscal de haber participado en el último golpe de esta cuadrilla gangsteril... Por cierto, aprovechando que aún no cae la cruda moral,le anticipo que el siguiente golpe será más fuerte. Convoco a nuestros partidarios en las periferias, para que sigan colaborando clandestinamente mientras purgamos nuestra condena en Kobenalcatraz.

Leticia -

Está buenísimo...eso y la última presentación del Subte hecha por el gran Diódoro...son las presentaciones de revistas más geniales e irreverentes que he leído...algo muy refrescante en esto de la formalidad de la literatura...desde la montaña..