Clásicos para qué
El incienso que rodea a un clásico a veces se confunde con el olor a naftalina. Por eso, no es de extrañar que la excesiva reverencia universitaria constituya más un cerco que una invitación a la lectura. ¿Qué te viene a la mente cuando hablas de un Clásico de la Literatura?: a) un lomo grueso de la biblioteca, b) un fragmento en el libro de texto de la primaria, c) un título enlistado en la enciclopedia, d) la versión adaptada que sólo leemos en historietas, e) las obras encogidas que vende Gómez y Gómez cada Feria del Libro, f) otra línea para la lista de propósitos, g) una edición económica que ni siquiera paga derechos de autor y que parece concebida para causar el menor gasto por un libro obligatorio, h) ninguna de las anteriores, leí La Ilíada después de ver Troya y me gustó más la película que Homero.
¿Son acaso esos ejemplos formas de vida o métodos de respiración artificial? La vida de un clásico, como cualquier otro libro, depende en esencia de las conversaciones, el diálogo que garantiza la vitalidad de una obra. La conversación es la parte activa de leer, el costo social para no morir de solipsismo. Por otro lado, un terreno de lecturas en común augura una buena conversación, aunque muchos piensen que lo que augura una buena conversación sea un territorio de afirmaciones compartidas. ¿Qué relega al clásico de las conversaciones? La aparente dificultad para entrar en la plática, el miedo a opinar equivocadamente, el temor a no concordar con los expertos, a no admitir el buen número de opiniones acumuladas por quienes sí saben leer (no como nosotros, que ni siquiera compramos ediciones críticas).
Opinar sobre un clásico es hacernos responsables de afirmaciones que no estamos seguros de que sean tan acertadas y profundas; es decir, tan eruditas. Un clásico no puede limitarse al placer, como lo haríamos por ejemplo con una novela de entretenimiento, la “lectura inocente” tan agriamente criticada por los expertos. Al igual que en los libros sagrados, hay una difundida creencia de que un clásico empieza a serlo cuando deja de tener lectores y comienza a tener exegetas. De tal modo que una definición aproximada del clásico podría decir: “Llámese así al libro que podemos leer a pesar de las tesis universitarias”.
Quizás nunca llegue el tiempo en que los clásicos sólo sobrevivan por las citas (auténticas o no) y por lo que sea posible saber de ellos sin necesidad de leerlos. Pero es importante pensar en esa posibilidad para entender que, a diferencia de otros libros, sabemos de los clásicos muchas cosas, antes de abrir alguna de sus páginas: los molinos de viento, Ulises y el cíclope, los Capuleto y los Montesco. La multitud de parodias televisivas, cómics, relatos orales con los que crecimos nos dieron cuenta de historias que después descubrimos nuevamente en forma de libro o representación teatral y que parecieran formar parte de un territorio colectivo que nos ayuda a entendernos. Como si se trataran de puntos de referencia que se repiten con los siglos a través de autores que no se cansan de volver a ellos una y otra vez.
Pensemos un momento en los clásicos también como en tipos viejos y obesos que gozan de buena fama, pero que da flojera conocer. Nos dicen tantas cosas, nos asedian con tantas digresiones que no queríamos oír; parecen incomprensibles en cuanto nos los imaginamos como ancianos con Alzheimer a los que tenemos que cuidar; pero no pasa lo mismo cuando los vemos como nuestros contemporáneos. He ahí la diferencia.
Poco nos han enseñado los maestros de literatura sobre las aplicaciones inmediatas de leer un libro. Las fascinaciones del momento. La educación nos ha presentado a la literatura como si sólo actuara a futuro: para darnos cultura, para pulirnos el estilo, y no como el texto con el que podemos compartir muchas cosas, inclusive las que pueden al principio parecer banales. Descubrir, por ejemplo, que Aristófanes usaba todas esas malas palabras que ni siquiera podíamos decir en la misma escuela donde nos marcaron leerlo. (Augusto Monterroso confiesa que su amor por los clásicos comenzó cuando descubrió lo malhablados que llegaban a ser los griegos).
¿Por qué una sociedad tan inculta como la española del siglo XVII volvió en best seller al Quijote, libro que no puede ser tan gozosamente consumido en pleno siglo XXI, por una sociedad, eso sí, consciente a todas luces de su valor? Porque en la actualidad Cervantes está circunscrito dentro del ámbito educativo y cultural, para el que hay horarios y lugares establecidos y no del entretenimiento, donde siempre hay cosas mejores que ver a cualquier hora: una película, un partido de fútbol o Desesperate Housewives.
Y sin embargo, hay que apuntar que las necesidades inmediatas no son las mismas a lo largo de la vida. (Inmediatas en el sentido de “próximas” no sólo de “instantáneas”). Las experiencias recopiladas por Michele Petit en Nuevos acercamientos a los jóvenes y la lectura, nos hablan de la insatisfacción como motor de búsqueda de libros. Quien comenzó leyendo a Stephen King se hartó en algún momento de que le contaran la misma historia (el cementerio navajo se hizo inverosímil a la tercera vez) y se propuso encontrar una nueva voz en el estante. Tarde o temprano caemos en un clásico que nos parece increíblemente cercano, porque satisface algo que necesitábamos en el momento en que lo necesitábamos (“como si yo me hubiera perdido y de pronto alguien viniera a darme noticias de mí mismo”, dice Breton). En la rara coincidencia entre lo escrito hace siglos y lo sentido hace apenas una semana, nacen casos perdurables de familiaridad. Un clásico también es un viejo cómplice con suficiente autoridad para redimir nuestros vicios intelectuales. Montaigne me habló de para qué servía escribir ensayos, cuando yo sentía culpa acerca de la poca academicidad de mis textos. ¿Qué me dijo este autor del siglo XVI respecto a leer libros?: “En los libros sólo busco entretenimiento agradable”, “Las dificultades con que al leer tropiezo, las dejo a un lado”, “Cuando un libro me aburre cojo otro, y sólo me consagro a la lectura cuando el fastidio de no hacer nada empieza a dominarme”. Esto, expresado por alguien que tenía más de mil volúmenes en su biblioteca y cuyos conocimientos de la cultura griega y latina eran enciclopédicos, obedece más a una ética del conocimiento que a un acto de deshonestidad.
Uno establece relaciones con los clásicos mucho antes de que aquel título en la enciclopedia se vuelva de repente un libro. No sólo los citamos sin haberlos leído (ver supra) sino los plagiamos sin saber siquiera de su existencia. Todo ya fue dicho por un clásico (o por una canción de José José, como bien afirma Fernando Manzanilla) y sin embargo, un clásico no es la última palabra, acaso la palabra enlace entre dos momentos vitales.
Pero, si los hitos literarios han llegado al lugar que ocupan por méritos propios, ¿por qué hay gente empeñada en exigirnos su lectura?, ¿no llegaremos a ellos tarde o temprano de la misma manera que llegamos a otras situaciones de la vida, como el sexo, la decepción, e incluso el trabajo?
Como sucede con el sexo, no pasa nada si uno nunca lee un clásico, pero siempre es mejor haberlo conocido por lo menos una vez que no haberlo hecho nunca, según dan cuenta sus numerosos entusiastas. Y siempre es mejor descubrir que constatar, leer sin anteojos ajenos; de ser posible sin trajes de etiqueta ni buenas maneras. Porque al igual que la vida, los clásicos adolecen de exceso de manuales, guías para no tropezarnos en la reunión, para visitar un museo, ver todo y no tocar nada.
Veneración y trasgresión suponen el acto de leer un clásico y cualquier otro libro. En el territorio individual hasta leer mal es creativo; hasta equivocarnos de palabras y volver sobre la línea, saltarnos páginas y desconfiar de los traductores. Leer “profesionalmente” es ese intento por seguir leyendo, revisar lo que en primera instancia nos ha merecido un calificativo emocional: conmovedor, terrorífico, divertido, etcétera, todos esos vocablos que no podemos usar en las tesis ni en las reseñas. Es buscar el truco detrás de aquello que nos atrajo porque en un principio parecía milagro. Hacer inacabable lo limitado.
Quizás debamos pensar en los libros con aquella frase aplicada a los hombres: después de un buen número de años, también buscan oídos vírgenes.
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