La oncena trágica
Los fracasos de la Selección tienen el espíritu de una tragedia griega: ya estaban vaticinados, pero no por eso dejan de ser dolorosos. Es por ello que la derrota ante Argentina nos sigue pareciendo injusta después de dos meses, porque supone un drama que siempre tuvimos previsto: el no pasar a cuartos. Más que ante los adversarios caímos ante la estadística: demasiados números en contra han dado sustancia de fracaso a nuestro balompié.
Aquel sábado 24 de junio, el equipo nacional salió al pasto a retar los pronósticos. Inesperadamente, a los veinte minutos los mexicanos ya habían anotado dos goles, por desgracia, uno en su propia portería, lo cual confirmaba que un equipo como el nuestro ni siquiera necesita de contrincantes para que su catástrofe funcione. Borgetti -cuya lesión en el primer partido había preocupado mucho a los estrategas de cantina- empujó el esférico a las redes defendidas por Osvaldo Sánchez. El tiro fue tan preciso y bien ejecutado que terminó por concedérsele al argentino Hernán Crespo. El empate arrancó en ochenta millones de mexicanos ese arrebato escandaloso que sólo vemos en los octogenarios recién operados: muchas explicaciones intercaladas con muestras de dolor. Y no conformes con ello, la televisión transmitió una sonrisa inalterable de Jared que terminó por enardecernos. Los numerosos insultos de los televidentes frente a sus pantallas dieron cuenta de la facilidad con que los héroes y los villanos intercambian camisetas durante el mismo encuentro.
Después de las anotaciones, el partido avanzó con el mismo espíritu de una reunión de Sociedades de Alumnos: se intentaron decenas de cosas, pero nadie concretó nada. Argentina, obligada a no perder, se vio ineficaz la mayor parte del tiempo reglamentario. Sus jugadores parecían cumplir la condena de los ejércitos romanos ("no trataban solamente de vencer, sino de vencer siempre", según apuntó Marguerite Yourcenar acerca de aquella milicia). El deber histórico de triunfo les estaba saliendo caro a los albicelestes y los mexicanos -en circunstancias exactamente contrarias- estaban aprovechando su enorme capacidad para ensayar proezas una vez que han sido subvalorados por el enemigo. Sin embargo, pese a sus esfuerzos titánicos y la sana compañía del azar, tampoco el equipo nacional reventó por segunda vez las redes sudamericanas.
Una vez consumado el empate, los verdes salieron de la cancha con la excitación de haber cumplido los deberes. Con apenas un par de goles, concluyeron los noventa minutos en que ninguno de los bandos hizo el daño definitivo al oponente, o por lo menos procuró el rasguño que marcara la diferencia. Para los nuestros, era mucho más de lo esperado, sobre todo por quienes habían augurado una feria de goles en contra. Faltaba a esas alturas media hora de tiempo extra, los minutos suficientes para ejecutar la jugada que nos librara de los fatídicos penaltis. Por desgracia, la jugada vino del lado contrario y Maxi Rodríguez confeccionó uno de los más bellos goles del Mundial, para confirmar que, como bien sabían los románticos, la belleza no está peleada con la calamidad.
Conscientes en ese momento de una posible derrota, sabíamos que lo mejor que podía hacer el Tri era dejar los jirones de piel en la hierba. Como el resto de nuestros héroes entrañables (que se envolvieron en una bandera o se dejaron quemar los pies cuando ya todo estaba perdido) queríamos que la Selección conservara al menos la dignidad. Y así lo hizo. Con su desempeño cultivó elogios de los comentaristas, el reconocimiento del adversario, y esa sensación de bienestar nacional que nos impide todavía tomar el primer cuchillo de la cocina y rebanar a alguien.
Al final del encuentro, más de uno se preguntó si valía la pena hacerle pasar tan malos momentos al miocardio para que en última instancia no quedara otra que resignarnos a las fuerzas del Destino. La respuesta a esa pregunta se vuelve comprensible cuando entendemos el futbol como una variante civilizada del masoquismo. La función esencial del Tricolor es inventar maneras novedosas para la taquicardia. Fallando penales o haciendo estupendos partidos en los que no cae ningún gol, los seleccionados primero alimentan la esperanza y luego se desentienden de ella a través del esfuerzo supremo. Sudan tanto, luchan por balones perdidos y sobrellevan los malos arbitrajes con semejante estoicismo, que resulta difícil exigirles además ganar los partidos. A cambio de eso, ofrecen a sus seguidores la certeza de que la Tragedia existe y que su tendencia, como en los conteos rápidos, es irreversible.
Está comprobado que la fidelidad del espectador mexicano tiene más que ver con el sufrimiento que con el espíritu deportivo. Acostumbrado a caminar de rodillas para agradecer los milagros, el hincha nacional sabe que la victoria no se convoca sin raspaduras. Por ello cuando se trata de seguir a "su selección" es capaz de vender sus propiedades y viajar a un país donde ni siquiera sabe pronunciar el nombre de los estadios. Sólo así se explica que 20 mil mexicanos hayan invadido Alemania para acompañar a su equipo y ver sus partidos ¡en las pantallas gigantes!
En un balance general de cuatro encuentros, tuvimos el mismo desempeño que en las elecciones: jugar con lo que había. No es de extrañar que en esas condiciones, el fútbol de México siga siendo un reflejo de nuestro papel en la vida: esforzarnos mucho y acumular reveses.
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