O quizás simplemente te regale una prosa
Al Magazine Universitario, en su quinto aniversario
En la fiesta de celebración estaban todos los que tenían que estar: es decir, las 20 personas que prestan cada mes sus rostros para todas las fotos del Magazine Universitario. Del otro lado, en el rincón, estábamos los colaboradores no fotogénicos: los tristes ejecutantes de una literatura subvencionada con cinco cervezas gratis al año.
Decir que la revista Magazine ha cumplido cinco años es conjeturar todo lo rico que sería de haber cobrado por mis artículos. Le he dado al Magazine mis mejores años, ni quién lo dude, desde aquel número 7 en que garabateé unas modestas propuestas fiscales. A partir de ahí (salvo algunos números), escribir una estupidez cada treinta días se volvió un ejercicio de extrema vitalidad: ¿qué decir ahora que pienso que ya he dicho todo? La carpeta de la computadora dice que he escrito un poco más de cien artículos (no todos para Magazine, pero sí una respetable mayoría). No es algo demasiado significativo, pero los seres humanos estamos acostumbrados a reverenciar los números redondos. Escribir las primeras líneas del texto 101 ha sido como vivir las horas iniciales de un nuevo siglo: la prueba de supervivencia ante la propia embriaguez.
Todavía me sorprende que tenga cosas sobre las cuales tratar a estas alturas. Siempre que llego al punto final de un texto me imagino cerrando el último archivero. Pero sucede que la realidad alienta ciertas terquedades y entre ellas, la escritura, ya sea en forma de un peluquero que nos rapa por error o por culpa de un libro, al principio inadvertido, que nos entusiasma. En fin que encuentro motivos para que las palabras sobrevengan unas a otras en la virtual hoja blanca del ordenador (como hasta hace apenas unos minutos).
Magazine me dio por otro lado la oportunidad de invadir un territorio cercado por el alambre de púas de los anuncios comerciales. Paracaidista al fin de al cabo, llegué a mitad del baldío con apenas una pregunta existencial en la mochila: ¿qué demonios hago aquí? De la certeza de que a nadie interesarían mis líneas, partió la aventura de cada mes, un continuo divertimento que suponía postergar mi obligación de escribir artículos serios algún día. Educado en una carrera cuya mayor virtud es conversar sobre libros y autores, concebí la maniobra de traficar literatura en publicaciones comerciales, a riesgo de no llegar nunca a las revistas de análisis, culpado quizás de frivolidad.
El descubrimiento fue doble. Por un lado, la literatura se me volvió vida y la vida, literatura. Convenientemente suministrado en dosis mensuales, el periodismo que vendía a quienes me leían estaba cargado de referencias cotidianas: la televisión, la política, las revistas, los microbuses, la música de la radio. No obstante, el ingrediente principal de todos mis artículos eran los libros, aunque no apareciera ningún título, aunque los autores alcanzaran apenas para el epígrafe. Libros aquí y libros allá, escribí también para contradecir la supuesta modorra de mi generación.
Magazine tuvo que ver en ese aprendizaje. Entre fiestas sociales, reportajes pagados y boletines de prensa, tomé en serio a sus lectores. Imaginaba a quienes tomaban la revista en la sala de espera del dentista, a quienes se hartaban de las fotos repetidas (en Magazine parecería que hay rostros que tienen su propia sección), a quienes buscaban las mil palabras que decían mucho más que una imagen. Fue genial descubrir cómplices mientras cumplía la tarea. Colaboradores como Juan Daniel Perrotta o Rodrigo Solís se volvieron mis amigos, escritores con quienes compartí el vicio de la literatura, que como -se sabe- es un eficaz antídoto contra la prosperidad (esa otra forma de hacer amigos).
Así las cosas, el Magazine cumple otro año. Su supervivencia es un misterio de la economía campechana, casi tan inexplicable como que un comercio llamado Bicipollo no venda pollos ni bicicletas. Sin embargo, no hay que darse por vencidos: la realidad está ahí también para que la cuestionemos. Eso hago. Eso intento. Y Magazine se me va de las manos. Es un milagro: un ayate (quizás, por su calidad de impresión).
Es madrugada y salgo del antro. La fiesta del quinto aniversario del Magazine aún retumba en mi cabeza. Mario, su director, me ha pedido un artículo exclusivo con la promesa de que ya no pondrá su fotografía en la página editorial. Prefiero decirle que en lugar de ese sacrificio mejor me pague. Insiste en que ya no aparecerá en poses de Marcel Marceau. Le pido a cambio un salario fijo. Me pide un texto inspirado en la celebración. Le suplico que no ponga a más políticos en las portadas, o por lo menos no en posturas de cantantes de ópera. Antes de que yo siga, me responde con algo que no alcanzo a distinguir. Acepto la oferta: regreso a casa.
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Alberto Chimal -