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Tediósfera

Woody Allen, narrador

Woody Allen, narrador  

Woody Allen no sólo es el autor de un buen número de películas brillantes, sino también un rostro definitivo a la hora de recordar el siglo XX. Amén de ser uno de los escritores más citados.

Sus películas están salpicadas de luces desprendibles, de frases que uno apura por no olvidar: “No te metas con la masturbación. Es hacer el amor con alguien a quien yo quiero”,  Te quiero contar una historia tremenda acerca de la anticoncepción oral: le dije a esa chica que si quería hacer el amor conmigo y me dijo que no”, “El hombre consta de mente y cuerpo, pero el cuerpo es el único que se divierte”, entre otras. 

En el otro lado de su obra, están sus libros (Getting even, Without feathers y Side effects) y es ahí donde quisiera detenerme un poco: en su notable ejercicio del absurdo. En los cuentos de Allen, uno encuentra personajes mitad cisne, mitad mujer (pero en sentido longitudinal), seres mitológicos con cabeza de león y cuerpo de león (pero de otro león distinto), a tipos que desaparecen mientras se toman un baño y aparecen de improvisto en la sección de cuerdas de la Orquesta Sinfónica de Viena, a intelectuales capaces de interpretar las obras de Joyce y al mismo tiempo no entender la actuación de un mimo, a príncipes que, para morir al lado de su amada, se tragan una barra con pesas, etc.

Woody Allen juega con la cultura al punto de utilizar a escritores, pintores e intelectuales en sus historias. No sólo es la aparición del mismísimo Marshall McLuhan a mitad de una discusión sobre sus propios conceptos en Annie Hall; es pensar en Freud y Jung en una carrera de sacos en el picnic anual de sicoanalistas (“Conversaciones con Helmholtz”). En el cuento “Sí, ¿pero puede hacer esto la máquina de vapor?”, Hume, Goethe y Horderlin se entusiasman por el invento del sándwich. En “El genio irlandés”, la obra Asesinato en Catedral de Eliot se llama en un principio Las piernas de un millón de dólares. 

Tres de sus relatos me parecen magistrales: “El gran jefe”, “La puta de Mensa” y ”El experimento del profesor Kugelmass”. En el primero de ellos, un investigador privado (Lupowitz) recibe el encargo de encontrar a Dios. Pero las sucesivas entrevistas (con un rabino, con un ateo, con el mismísimo papa) intentan mostrar la imagen de Dios como un alto jefe de la mafia. Todos dan su versión sobre su existencia o inexistencia, según sus propios intereses. El extraordinario manejo de conceptos y pensadores hace de este texto un gozoso recorrido para quien ya olvidó sus clases de filosofía de la preparatoria.

En “La puta de Mensa”, Lupowitz (de nueva cuenta) recibe el encargo de  desenmascarar a una organización de chicas que se alquilan por discutir sobre Melville, Pound o Noam Chomsky, entre otros. Mujeres que conversan de “manera intelectual” con sus clientes (cuyas esposas no son muy profundas en sus discusiones), mientras fingen placer: “Oh, sí, Káiser. Sí, chico, es muy profundo. Una comprensión platónica del cristianismo”. A la cabeza de tan maquiavélica organización está Flossie, un misterioso personaje que ni siquiera tiene título universitario y al cual Lupowitz detiene en una escena memorable.

“El experimento del profesor Kugelmass” (ganador del prestigiado premio de relato corto O. Henry) presenta a un tipo cansado de su mujer, pero que al mismo tiempo no se atreve a mantener una relación extramatrimonial. La solución la encuentra en una caja de mago que puede transportarlo al universo del libro que introduzca en ella. De esa manera, Kugelmass se enrola con Madame Bovary (a través de la novela de Flaubert) para su beneplácito sexual y para confusión de los estudiosos de la literatura que no comprenden cómo un profesor judío ha entrado en una obra que ellos conocen de principio a fin. El asunto se complica cuando la señora Bovary sale del texto y entra a la realidad, explotando un poco el tema que Woody Allen desarrollaría después en su película La rosa púrpura del Cairo.

 

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