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Tediósfera

Un mundo raro

El fin de la inocencia

El fin de la inocencia

Día del trabajo en Campeche, foto cortesía de JP Berman

¿Alguien se ha preguntado por qué al Día del Niño sigue el Día del Trabajo? Sí, ya sé, los asuetos no tienen más lógica que estar lo suficientemente juntos para propiciar un puente, pero siempre me ha intrigado la cercanía de estas dos celebraciones, como si en el fondo nos dijeran que el paso de la infancia a la madurez sucede de un día para otro y sin síntomas. 

Con la curiosidad propia de un niño, pero aplicando la pericia de una empleada municipal que te endosa un catálogo Cyzone, rastreé diversas opiniones en torno a la inocencia perdida y nuestro debut como adultos no en horario estelar sino en horario laboral. Pero ¿a quiénes entrevistar?

Por fortuna, no fui tan lejos. Recorrí la concentración del primero de mayo para encontrar a un público que con morbo esculcaba los rostros de quienes marchaban obligados por sus sindicatos. Trabajadores viendo a otros trabajadores, como un niño ve a otro niño que ha pasado al frente de la fiesta a hacer el ridículo. 

He aquí las opiniones:

 


“Que los Días del Niño y del Trabajo estén uno detrás de otro te proporciona la misma experiencia de tu novia regresando del ginecólogo con cara de preocupación: te acuestas siendo un chiquillo; despiertas al otro día en el contingente de filarmónicos”.
   

“¿Oíste la noticia de Willie Tanner, el carismático papá de la familia que recibe a Alf? Un señor tan respetable terminó saliendo en unas fotos pornos con vagabundos. Ves eso y recuerdas un poco lo mucho que ese programa significó en tu vida y mueres de vergüenza. Ése es el auténtico fin de la inocencia”. 

“Resulta significativo que el 30 de abril sea el último día para hacer tu declaración anual: cuando tus preocupaciones dejan de ser la oscuridad y las vacunas y empiezan a ser Hacienda y sus citatorios puedes dar por concluida tu infancia”.

“Nadie deja de ser niño por completo, qué va. Observa a los maridos del nuevo milenio, después de no aparecerse en sus casas por dos días regresan un lunes con los ojos rojos, pero no por el alcohol, sino porque estuvieron jugando Silent Hill en casa de uno de sus amigotes todo el fin de semana”.
 


“La noticia sobre la supuesta demolición de los cines, te puede servir de ejemplo. Un niño te pregunta: ‘Papá, ¿alcanzaremos a ver Ironman 2?’; un adolescente se pregunta: ‘¿Alcanzaré todavía un faje con Shirley?’, un adulto le pregunta a otros adultos: ‘Ahora resulta que los cines están en terrenos del Gobierno, ¿pagarán renta o serán un regalo para los inversionistas?’”
 

“Este jueves tuve que ir a trabajar. Media oficina estaba alrededor de la tele. No es que vieran alguna noticia impactante, un reporte de último minuto o el final de una telenovela. Es más, ni siquiera era un partido de futbol, como acostumbran. Se trataba del maratón de Caballeros del Zodiaco. Los hubieras visto: el técnico en computadoras, la chica de publicidad, hasta el calvo de Recursos Humanos, todos impactados por el destino de Seiya. No sé, fue algo raro. En una esquina la contadora lloraba por la muerte de Shaka de Virgo”. 

“No sé por qué se sigue celebrando el Día del Niño. ¿Qué niños? El 30 fui al centro en camión y de pronto me encontré rodeado de menores; te juro que no podría decir que eran niños aunque acabaran de salir de una de esas fiestas que les organizan las primarias. Estuve tenso todo el camino. Si el futuro estaba en manos de estos jovencitos, lo mejor que podía pasarle al mundo era el calentamiento global. Casi al llegar a la parada de Correos, uno de los impúberes me amagó con un cuchillo hecho con un globo”.  

 “Lo malo de iniciarte en una empresa como trabajador es que vives una segunda infancia y adolescencia, pero comprimidas: al principio la empresa te consiente como un padre, a los seis meses ajustan el reloj y empiezan a descontarte las mesadas”.

“Cada etapa de la vida supone desear alguna otra. De niño quieres ser tu hermano mayor, de adolescente lo más que ansías es llegar a adulto, de adulto trabajas para jubilarte, a los 45 añoras el ímpetu del adolescente y ya de senecto sólo buscas la tranquilidad del niño. A veces creo que el chiste de la vida es no estar nunca donde uno quisiera”. 

“Decía el poeta Rilke que la única patria verdadera era la infancia. Por eso cuando mi mamá me pregunta que cuándo empiezo a trabajar, le respondo: la patria no se vende, la patria se defiende”.

“Mi hermanita está todavía en la primaria y el martes la vi lavar su ropa, plancharla, bolear sus zapatos, en fin, dejar todo listo para su fiesta de la escuela. ¿Qué tanto te arreglas?, le dije. Por Carlos, me dijo, no me importa que tenga novia.  ¡Oye!, me asusté, ¡tienes nueve años! Ay, Luci, me dijo, lo sé, pero es que yo cuando quiero comer chocolate como chocolate”.

“Ayer tuve una pesadilla terrible. Me dejaba mi mujer, el DIF me quitaba a la niña, Hacienda se quedaba con mi casa, me diagnosticaban un tumor, el carro se descomponía a mitad de la calle y empezaba a sentirse un sismo. ¿Y sabes qué era lo que me estuvo preocupando todo ese tiempo? Que ya iban a dar las cuatro y me iban a descontar en el trabajo por llegar tarde”.

 

 

El nazi del cuarto de baño

El nazi del cuarto de baño

Tengo la impresión de que el transporte público entraña la esencia del contrato social: la fatalidad de coincidir con gente indeseable. Es decir, en un camión, el único móvil para que las personas se encuentren es el azar y de esa manera la vida establece una de sus más terribles lecciones. Como metáfora de la existencia, el microbús no sólo nos enseña que la velocidad del mundo está fuera de nuestro alcance, sino que nuestros compañeros de viaje son personas a las que uno no quisiera ver tan seguido. Deseo imposible de enunciar en ciudades tan pequeñas como Campeche.

--¿No le sorprende encontrarnos de nuevo?— me dijo aquella tarde un tipo al que yo no había advertido en el asiento de atrás.

--Perdón, ¿quién es usted?—pregunté tembloroso sólo de pensar en un desconocido que anda por ahí memorizando mi cara.

--Rubén --sonrió y me tendió la mano--. Hemos coincidido como siete veces en la misma ruta y siempre lo veo tan callado, tan alejado del mundo que sentí ganas de platicar con usted.

El tipo se sentó a mi lado y no opuse resistencia, posiblemente porque era demasiado tarde para prender el iPod o sacar un libro.

--Hay un calor terrible—me dijo, un poco para cumplir la cuota meteorológica que tienen todas las conversaciones— ¿y sabe qué es lo peor del calor?

--Quiero creer que una veintena de turistas artríticos en bermudas paseando por el Centro Histórico.  

--Cerca, pero no. Lo peor son los insectos. Salen de todos lados, cruzan tu sala y tu baño, trepan tus paredes. Nadie sabe que su casa está llena de bichos, parásitos y sabandijas hasta que toman por asalto la cocina. Y es terrible. Lo peor, se lo aseguro.

El tipo parecía un loco hablando de las voces en su cabeza; cómo ansié tener una cartulina de Rorschach tan sólo para corroborar esa sospecha.

--¿Qué piensa al respecto?—me inquirió.

--Que si yo fuera su hijo lo pensaría dos veces antes de estudiar entomología

Pronunció “ja” una sola vez. Esa cicatería para racionar su propia risa me hizo temblar de nuevo. Hubiera preferido un mohín de enojo.

--Y el peor insecto, ¿sabe cuál es?: la cucaracha –las puntas de sus dedos se unieron, como aquel que desarma una miniatura--. Nunca acabas con ellas, no importa qué hagas, siempre están ahí, saliendo de los rincones, haciendo ese insoportable ruido sobre el periódico viejo, pasando sobre los cepillos de dientes.

Yo ya me estaba sintiendo mal del estómago, pero no le dije nada; tan sólo hice un ademán para que continuara.

--Le confiaré algo. Yo era de la vieja guardia. Veía una cucaracha y un segundo después, ya tenía el zapato a la mano para aplastarla de un solo golpe. Y tenía buena puntería, eh, no se me escapaba ninguna. Pero mi mujer empezó a quejarse de las manchas que quedaban en los azulejos del baño. Me dijo: “Rubén, para eso está el insecticida”. Yo no quería comportarme como una señorita, de aquellas que se defienden de un violador con gas pimienta. Yo soy un hombre, se lo aseguro.

--¿Y cómo le hizo?–pregunté—, es bastante difícil no hacer ruido mientras se andan aplastando insectos por ahí.

--No tuve otra opción más que ceder. Una noche llegué borracho a casa y Andrea estaba a medio dormir. Entré al baño y vi una cucaracha en la pared. Pensé que si trataba de aplastarla acabaría por despertar a mi mujer, porque mis reflejos estaban… usted imaginará. Así que vi el bote de insecticida a un lado y lo utilicé. ¿Y sabe una cosa?: me gustó. No sabe el placer que se experimenta ante la muerte lenta del enemigo. Yo echaba el insecticida y la cucaracha corría por su vida porque pensaba seguramente que la perseguiría. ¡Pobrecita, si supiera que ya estaba condenada! Yo apenas logré apoyarme en el lavabo para ver el espectáculo: cómo el insecto se retorcía e intentaba ocultarse, cómo le fallaban las patitas, cómo finalmente dejaba de moverse.

--Oiga, usted, es un poco sádico eso, ¿no le parece?

--¿Cómo puede tener misericordia con una cucaracha? Son oscuras y asquerosas y provocan ese hormigueo horrible si de casualidad anidan en el pantalón y usted no se ha dado cuenta.

--Sí, disculpe, no puedo ver un insecto sin pensar en Gregorio Samsa. ¿Conoce esa historia? La de un tipo que un día despierta convertido en un insecto.

--Sí, sí, la leí en la preparatoria; salía un judío o algo así –respondió para neutralizar cualquier intento de literatura en esa conversación--. Pero a donde quiero llegar es que un método tan sutil me dio un alivio sorprendente. Era una especie de terapia. Soltaba el gas, cerraba el baño y me sentaba junto al estéreo a esperar, mientras escuchaba algo de música…

--¿Qué ponía usted?, ¿Wagner? –espeté pero el tipo siguió su relato, sin detenerse en mi comentario.

--…Unos 15 minutos más tarde regresaba al baño para contemplar mi obra. Al final de la jornada podía ver los cadáveres apilados de las cucarachas y sentir que había cumplido con mi deber.

Tosí. La plática ya estaba tomando una vertiente insoportable.

--Lo único que me frustra es que no se acaben todas las malditas cucarachas de una buena vez. ¡Qué protección divina tienen para volver siempre, caramba!

Quise aminorar la tensión aventurando una hipótesis.

--No sé. Piense que las cucarachas al morir van al Cielo de las Cucarachas, donde todo es basura y hay cajas con restos de pizza por todos lados. Pero ¡ojo!, como todo el mundo ha matado millones y millones de cucarachas a lo largo de los siglos, el Paraíso está sobrepoblado. ¿Qué hacen entonces los administradores del Cielo de las Cucarachas?: endurecer su política migratoria: repatrían a todas las cucarachas a sus lugares de origen. De modo que no es que haya muchas cucarachas en la actualidad sino que son las mismas reviviendo una y otra vez.

Esta vez Rubén pronunció dos “jas”; me sentí alguien tan gracioso como Jerry Seinfeld.

--Es usted un joven bastante ingenioso. A Andrea le encantará conocerlo. Quizás pueda usted verme en acción, eliminando los insectos del baño o los ratones de la cocina.

Quise desistir de la invitación, sobre todo porque ya estaba hablando de matar seres más evolucionados.

--No aceptaré un “no” por respuesta --dijo.

Aunque el “plaguicidio” no ha sido catalogado --aún-- como una psicopatía, el tipo provocaba en mí una voz interior que decía: “huye”. Quise bajarme en la esquina siguiente, donde un grupo de muchachos esperaba el transporte, pero recordé que el tipo aquel sabía algo terrible de mí: cuál era mi parada cotidiana. En consecuencia permanecí en el asiento, apenas asumiendo esa posición de nerviosismo que tanto me critica el ortopedista.

--Y pensar que he conocido a gente tan cobarde y rastrera como una cucaracha –me confió Rubén al oído, cuando el minibús se detuvo.

Entonces no dudé y bajé a toda prisa del camión, aprovechando el tumulto. Me da vergüenza aceptar que parecía un roedor que reacciona tal y como desea el laboratorista.

Sin lugar para los peatones

Sin lugar para los peatones

En 40 años más las personas ya no van a querer salir de sus carros. Una semblanza típica del futuro será: “Fue concebido en un asiento trasero, pasó una buena parte de su vida al volante, murió en un accidente automovilístico”. En pocas palabras: más que protagonizar una biografía, la transitaremos.
Para toda una generación, una salida de fin de semana, supone dar vueltas en el malecón y experimentar el vértigo de una curva a 100 km / h. Ya es bastante sintomático que decenas de jóvenes atiborren los estacionamientos de las discotecas, en lugar de entrar en ellas. Una costumbre que por supuesto está sustentada por la lógica: el alcohol llega con prontitud (apenas hay que ir a la cajuela por hielos), la chica es menos renuente, el DJ eres tú.
Y es que con los meses el parque vehicular se hace cada vez más grande. Las familias con cinco carros dan orgullo, pero las de cinco hijos, dan lástima, aun cuando supongan gastos y preocupaciones similares. “Nadie se ve obligado a comprar un carro por una noche de juerga”, me dice un amigo mientras observa las mensualidades de un Córdoba.
He visto en pocos años cómo las viejas construcciones del Centro Histórico, al igual que algunas de las más representativas plazas públicas, se han convertido en estacionamientos. El que los edificios que antes albergaban personas ahora acojan automóviles debe significar algo. Los vehículos han ensanchado nuestro volumen a ocupar en el mundo, al tiempo que nos han reencontrado con nuestra naturaleza nómada. ¿Qué puede suceder entonces? Que la ciudad se descomponga, según Jorge Ibargüengoitia, pues “no fue proyectada para que cada habitante  ocupe ocho metros cuadrados”.
Todo esto me hace pensar que quizás los automóviles ya empezaron no sólo a darle valor a las personas sino a valer tanto como ellas. Y lo peor, que en este contraste entre los vehículos y los cuerpos, somos los peatones quienes salimos perdiendo. Por supuesto que todos prefieren asegurar sus autos a asegurar sus piernas. Señoras que son maltratadas por sus maridos pueden armarte un escándalo si de repente te apoyas sobre el cofre de sus coches. “Ciudado y lo abolles”, te dicen. ¿Cuál es la lógica de esta actitud?: los vehículos son más caros, tienen mejor clima y nos causan menos vergüenzas que algunos seres humanos, como por ejemplo, nuestros tíos. No obstante, también revelan lo peor de nosotros mismos: el egoísmo, el desprecio por el prójimo y el total desacato de la ley. A un accidente vial siempre prosiguen las falsas acusaciones y la violencia verbal, y nunca aparece el valor necesario para decir “Sí, fui yo”. Cuando dos cuerpos chocan lo más que se llega a escuchar es “Ora, idiota”. No existen peritos para determinar quién tuvo la culpa si dos transeúntes tropiezan.

Volcadura

Cada día leo sobre percances viales en todos lados y compruebo la falta de urbanidad a la que nos ha llevado el automóvil. Qué importa parar la circulación de una avenida, el chiste es nunca aceptar la responsabilidad hasta que llegue la aseguradora. He presenciado choques tan evidentes que sorprende el convencimiento con el que el culpable pide la reparación de los daños. Los carros, me convenzo, no sólo se han llevado nuestro civismo sino nuestro absoluto sentido de la realidad.
En el plano gubernamental, las cosas van en la misma dirección. Por supuesto que cuando se habla de obras viales se está hablando de vehículos. Ningún presidente municipal anuncia la ampliación de camellones y dice: “Asumiré los costos políticos”. Y es comprensible. El conductor paga más contribuciones, pero también se convierte en el votante más histérico. Un embotellamiento a las doce del día lo vuelve un tipo sensible y si alguien le promete aligerar la carga vehicular, es capaz hasta de pensar en tachar su nombre en una boleta.
Los peatones, por otro lado o somos más moderados o ya nos resignamos del todo. No pensamos en los políticos a la hora de deambular por las calles. En su lugar, maldecimos a los camiones o a los papás que se estacionan frente a las escuelas particulares; en fin, que tenemos otros blancos para nuestra ira. Que alguien prometa avenidas más anchas apenas nos preocupa. Ya desde hace mucho que aprendimos a cruzarlas como inmigrantes mexicanos en Texas.  

CFE choque

El que muchos sigamos sin tener automóvil no obedece exclusivamente a que no lo queramos. Los abusivos servicios públicos (del microbús al radiotaxi) nos han hecho pensar que los coches particulares son necesarios. Ya que pagamos 4.50 pesos por los viajes en transporte urbano ni siquiera podemos determinar qué es un servicio de 4.50, pues los choferes nos tratan como si en realidad ellos nos pagaran por subirnos. Sin embargo, esta perspectiva del coche como un artículo imprescindible fascina a nuestros padres. Cuando tu mamá desiste de que le des un nieto empieza a preguntarte cuándo piensas comprarte un automóvil, porque los carros son una prueba de madurez, como la cotización para la vivienda o el acta matrimonial. 

Como el peatón empedernido que soy, me preocupa cómo el mundo está cambiando a favor del auto particular y cómo los servicios empeoran para hacernos soñar con un carro propio. Sin embargo, lo que más me inquieta es la manera en que los coches reproducen la vida que hemos llevado sobre la banqueta tantos años: 
 “Ponte el cinturón si no la alarma va a seguir sonando”, me dijo una vez una amiga que me llevaba de aventón a mi casa.
“Ahora resulta que tu automóvil me va a dar lecciones de urbanidad”.
“Y de moral. También suena si intentas tocarme”.
Pedí que me bajara en la siguiente esquina.  

Autoservicio

Todas las imágenes provienen de accidentes sucedidos en Campeche.

Los lectores salvajes

Los lectores salvajes

Ciudad de México (La Gaceta del Fondo).- Hartos de ser desplazados de los mejores espacios de las librerías, los bibliómanos atacaron este sábado con ediciones de pasta dura a los compradores de bestséllers en la Gandhi de Miguel Ángel de Quevedo, gresca que tuvo como saldo una treintera de detenidos.
La reunión originalmente programada para compartir el último libro de Guadalupe Loaeza, fue interrumpida ante el arribo de seis lectores de Bolaño, a quienes se les intentó sacar de inmediato del lugar. Los bestselleros corrieron a golpear a los recién llegados con ediciones gigantes de Manual de la Gente Bien, lo que desembocó en una nueva muestra de intolerancia.
P
asadas las cinco de la tarde, se dio un nuevo enfrentamiento, cuando los lectores de editoriales pequeñas (conocidos como “indies”) llegaron con refuerzos al sitio. Durante la riña se escuchó algo que parecía ser una detonación, pero en realidad era un estante de publicaciones universitarias que se había venido abajo.
Una valla de trabajadores de la librería separaba ambos bandos, preguntando a unos y a otros: “¿Qué libro anda buscando señor?, ¿en qué lo puedo ayudar?”
Sólo la aparición de un grupo de otakus, quienes reclamaban la inclusión del manga como forma de literatura, trocó los ánimos agresivos por unas risas desternillantes de ambos clanes.
Un erudito de la UNAM, que había usado el Nuevo Corpus de Margit Frenk para agredir a un integrante de la otra tribu, declaró: “Los odio, no pasan de Isabel Allende o J. K. Rowling. Se roban nuestro estilo. Ve a ese tipo de ahí, igual tiene coderas en su saco”. Según los “bibletos” los besteselleros habían copiado algunas costumbres de los bibliómanos como leer en el metro o usar lentes de pasta y fueron esas imitaciones las que provocaron su ira.
“Por lo general los hombres de libros son gente pacífica, ¿cómo alimentaron su coraje en tan poco tiempo?”, se les cuestionó.
“A dosis dobles de Fadanelli la última semana”, dijo el académico.
“Mata a un bestsellero y te regalamos la más reciente de Pitol”, decía la propaganda difundida por Internet, pero también por medios más tradicionales como post its dentro de las ediciones de Anagrama disponibles en las librerías.
Algunos organismos como el Instituto Mexicano del Libro han reprobado las agresiones contra bestselleros. A través de un documento han exhortado a los compradores eruditos a no alimentar este clima de odio e intolerancia. “Lo único que están logrando es que se cierren los espacios para más lectores”, consideraron. El comunicado -con el título de “Diles que no los maten”- ha empezado a circular ya por Internet.

 Beatles

Hesse

Monsi

Semejanzas irreconciliables

Semejanzas irreconciliables

A juzgar por la imagen, nadie ha escrito

todavía un Curso básico de Photoshop para Antiemos  



ORIGINAL Y TRES COPIAS
Las últimas semanas llevar un fleco sobre la frente representó el mismo peligro que un pasaporte a nombre de Salman Rushdie en Irán. Hace 15 días, los emos (una tribu urbana caracterizada por la depresión) sufrieron el ataque de otros grupos -metaleros, skatos y punks- quienes habían respondido a un llamado para golpearlos, en la plaza de Armas en Querétaro.
La convocatoria –que fue difundida por internet- logró reunir a cerca de mil personas. Ese viernes 7, llevar ropa negra y fucsia pudo haber sido como usar un kipá en la Alemania nazi. Los imágenes daban cuenta de agresiones que parecían haber sucedido en una elección perredista: por fuera los golpeadores y los golpeados se veían exactamente igual; por dentro, unos les reclamaban a los otros “falta de ideología”.
“Ellos se apropian de la vestimenta e ideas de punks, metaleros y góticos”, se justificó uno de los agresores de emos, el pasado sábado 15, cuando el enfrentamiento se dio en la glorieta de Insurgentes,  en la ciudad de México. Otro de los presentes –un miembro de la porra Revel de los Pumas- consideró que estaba bien la golpiza porque los emos se “robaban la cultura de otros” y por “vestirse como mujeres”.  Queda claro que para quien una botella lanzada al campo puede significar una discrepancia contra la decisión de un árbitro, existen pocas expresiones que no incluyan la contusión de alguien más.
El enfrentamiento ya se ha vuelto tema nacional, como si el pleito entre dos grupos de jóvenes con demasiado spray en el pelo fuera la más exacta definición de lo que sucede en las cabezas adolescentes del país. Ya hay quien culpa a medios, como la internet y los canales de música, de producir esas demostraciones de intolerancia y hay también quien describe el hecho como una prueba más de la “decadencia del mundo y la cercanía del fin de los tiempos” (eso me lo dijo un señor que, sombrilla en mano, tocó a mi puerta este domingo en la mañana).

¿Cuántos han dicho frente al periódico: “Ésta es una de las cosas más imbéciles que he tenido que leer”? Y es tonto porque ni siquiera logramos ver los contrastes entre agresores y agredidos. De las ropas negras al piercing, distinguir  a skatos, darketos, góticos y emos nos parece tan difícil como explicar las diferencias entre moral y ética a un grupo de secundaria. Tengo la impresión de que el auténtico móvil de punks y darketos es: no te pego porque seas diferente a mí, sino porque te pareces demasiado a mí. Utilizando el mismo silogismo de las compañías de discos, el agresor de emo piensa: odio que la gente no aprecie lo que me hace superior a la copia, por eso mejor desaparezco a la copia.

¿Qué diferencia, al fin de al cabo, hay entre un dark y un gótico?, ¿si tomas a un trashmetalero y a un blackmetalero podrías distinguirlos sin apelar al contenido de sus discman? Pero vayamos más a fondo: ¿por qué odian los rupestres ser confundidos con los trovadores urbanos?, ¿por qué a un narrador le ofende que le digas “poeta”?, ¿por qué especificas “periodista” cada que alguien te dice “reportero”?
Esas no son preguntas difíciles de responder, pues a los ojos del común de las personas unos se parecen a otros. Y por tanto, no resulta extraño que en un país acostumbrado en hacer del individualismo un pecado, las acciones en grupo se hayan vuelto el verdadero signo de autenticidad. Ser parte de un clan pequeño ha sido la media áurea: podremos seguir siendo egoístas, sólo que ahora acompañados.

 LA ERA DE LAS ETIQUETAS
 Ya ha pasado la época en que la música podía clasificarse según el ecualizador de tu estéreo: clásica, pop, rock y salsa. La música como las profesiones pasaron del oficio a la especialización con variadas consecuencias. Del mismo modo que con el tiempo ya no bastó con ser literato sino licenciado en literatura con especialidad en el teatro del Siglo de Oro español, la palabra “rock” dejó de ser suficiente para definir un gusto. Fue entonces cuando las guitarras distorsionadas dieron para todo: del “ciberpunk sadometal” al “happy punk”, del “psychodelic-funk-neogrunge” al “hardcore-dark-symphonic-trash”. Los géneros se volvieron impronunciables, con demasiadas consonantes y escasas vocales, al tiempo que constituyeron un último bastión para sentirse parte de una familia. Con el tiempo, una burla en contra de una banda de rock con fieles seguidores resultó ser tan riesgoso como caricaturizar a Mahoma. Como el mercado se volvió inmenso y todo parecía haberse ya grabado, combinamos las sustancias ya existentes para ver qué sucedía. La tabla periódica de la música admitió las más aventuradas alquimias hasta lograr que todos los estilos del rock parecieran haber salido de un estante de “medicamentos genéricos intercambiables” (una buena definición, por cierto, para describir la función de la música en demasiadas vidas).
Los géneros, como las religiones, se volvieron propensos a un intercambio natural de sus peculiaridades. Y fue cuando resurgieron los fundamentalismos: ser punk, emo, rockabilly y serlo a ultranza.
Entonces, dentro de esa variedad de quienes se parecían bastante, la pelea vino de quién usó el maquillaje primero, de que si los emos tenían derecho a vestirse como personajes de El extraño mundo de Jack sin conocer a Tim Burton, de si su música “proponía algo nuevo”. Pero la discusión es en sí absurda y haberla tomado como bandera de una persecusión lo es mucho más. Es como si alguien auscultara tu régimen alimenticio, tu videoteca y tu estante de libros, para decirte que comer verduras no te hace un auténtico vegetariano, ni ver tantas teen movies un cinéfilo ni tener tantos bestséllers un lector experimentado. Y que sólo por eso mereces tener la costilla rota.

 LOS SALDOS DE OPINIÓN
Lo más interesante de esto ha sido revisar los foros de discusión. La agresión a emos se ha convertido en una interpretación más de para corroborar lo que pensamos de la realidad. Por ejemplo, una lectora de la Jornada decía que era el mismo gobierno quien se  encargaba de promover y generar esta violencia para que los jóvenes no tuvieran en el futuro inmediato “la más mínima intención de unirse y luchar y manifestarse contra las políticas nefastas del gobierno calderonista”. Vaya y uno que creía que los spots de Pemex eran la estrategia más idiota de la actual administración.

La rebelión de las máquinas

La rebelión de las máquinas

En el futuro descrito en la novela Ubik de Phillip K. Dick, los electrodomésticos son máquinas inteligentes, a las cuales es necesario pagar para que realicen las funciones más básicas (abrir la puerta, soltar el agua de la regadera); y no conformes con ello, se dan en lujo de humillar al propietario cuando éste es un perdedor que no tiene siquiera una moneda que echarles.
Es lo que podríamos llamar la “rebelión de las máquinas”, algo que comúnmente asociamos a un grupo de robots persiguiendo humanos y que vislumbramos todavía en algunas décadas más. Pero, ¿no vivimos ya en ese mundo descrito por Dick? Probablemente y para comprobarlo, a continuación nombraré una serie de dispositivos tecnológicos a los que uno no debe enfrentarse a menos que sea absolutamente necesario.  

                   Vader


1. El iPod. Es incontrolable desde el nombre. ¿Por qué tiene que albergar una letra mayúscula en medio? Lo ignoro, pero escribirlo de otra manera cuenta casi como una falta ortográfica. No sé si se han dado cuenta, pero el reproductor de Apple posee un software autoritario que te dice qué música escuchar y actúa con un sadismo nada humano: pone canciones incómodas y su método aleatorio escoge siempre la melodía más dolorosa cuando acabas de terminar una relación. ¿Programarlo, domarlo para que haga lo que uno quiera? Imposible: el manual del usuario es tan inútil como un contrato de seguros y nadie de tus amigos aceptaría que tampoco sabe cómo manejarlo y por eso todo el tiempo dicen que escuchan Scatman John por pura nostalgia. 

                          Mouses
2. El mouse. Hay quienes por desidia, no hemos cambiado el mouse “de bolita” de nuestros trabajos. Los ratones de ese tipo son una especie difícil de domesticar. Tareas tan simples como leer un documento, lo hacen ver a uno como un enfermo de Tourette tratando de dominar los arrebatos de su mano derecha. Con un mouse de bolita uno termina por ganarse la fama de temperamental en la oficina.

        Cajero

3. El cajero automático. Tiene razón Jerry Seinfeld cuando dice que sacar dinero del cajero nos hace ver como simios en una prueba de laboratorio. Condicionados al sonido de billetes acomodándose, hemos adaptado nuestras cenas y comidas fuera de casa a la cercanía de un cajero. Gracias a esas máquinas adineradas –que no conformes con tener más capital que nosotros, aparte nos piden donativos-- hemos perdido la fascinación del efectivo. Para la sociedad actual, tener más de 10 billetes en la cartera nos hace ver como despachadores de la gasolinera.


                        Maquina

4. La máquina de galletas y fritangas. No importa qué hagas en tu vida, no importa que seas cerillo de supermercado y que con regularidad cargues un arsenal de monedas en el bolsillo; siempre llegará el día en que sólo tengas el dinero exacto para unas galletas Canelitas y el paquete se quede atorado a medio camino entre el vidrio y tu mano. Sólo entonces sabrás que no ha sido un buen día para salir de casa.


                  Puerta

5. La puerta automática. El peor golpe para la autoestima de una persona es que la puerta del súper no se abra. El que ni siquiera los sensores sepan de la existencia de uno podría situarnos en la antesala del suicidio. Acostumbrados los humanos a luchar por sobresalir en la vida, la opinión contundente de una máquina llega a ser mortal, sobre todo si se tiene un historial de ex compañeras de la preparatoria que ni siquiera te recuerdan.


             DVD

6. Los reproductores de películas. En la década de los ochenta no había videograbadora que no atrapara la cinta de una porno vista en la clandestinidad y con los padres tocando la puerta del cuarto. En la época actual, la tecnología digital no ha resultado tan provechosa para librarnos de los momentos más horribles: escenas que se congelan, comerciales y advertencias legales que no pueden adelantarse, originales que marcan “Disco erróneo” son los estigmas del formato DVD. Todavía en los tiempos del VHS, los métodos de reparación estaban a nuestro alcance: todos los problemas se centraban en que las cabezas estaban sucias. Ante eso, uno sacaba el videocassette, abría la pestaña del aparato y soplaba en su interior; o más elegantemente, tomaba un cassette antiguo, ponía alcohol en la cinta y lo hacía reproducir. En el mundo digital,  nada puede ser explicado de manera tan simple y cualquier reparación depende de un técnico abusivo.



             Auto

7. El automóvil. No se equivoca quien afirma que comprar un carro es casi como parir un hijo. Por ello, que alguno de los dos se enferme produce tantos desvelos en las personas. Lo peor de los carros es que sus organismos son casi tan misteriosos como los del cuerpo humano para un médico medieval. El mecánico observa largamente la maquinaria como si fuera un forense en un capítulo de CSI. El “extraño ruido” siempre obedece a una pieza de la que nunca hemos oído hablar y que no puede conseguirse por lo menos en un mes. Cada que el mecánico pide una semana más para tener al carro “en observación” nos sentimos como quien está a punto de perder una patria potestad.


                         Reloj

8. El reloj checador. Siempre ha verificado nuestra huella digital, a pesar de los restos de sudor en su ojo lector. Pero sucede que una mañana el mensaje es el mismo: “Intente de nuevo por favor”. A la decimoctava ocasión, es oportuno aceptar que por fin las compañías han encontrado una forma sutil de despedirnos.

Crisis de identidad

Crisis de identidad

1. Pocas cosas tan molestas como ser confundidos con otras personas.
“Oye, ¿Tú eres Maney, verdad?”, me aborda una chica, de rastas, tenis Converse y abundantes pins en la mochila.
“No, y nunca lo permitiría”, respondo. Maney es uno de esos nombres inadmisibles, peor que un apelativo o una errata del Registro Civil.
“Sí, sí eres. ¿No te acuerdas de mí? Nos conocimos en la fiesta de la Vaca, estuvimos jugando Play Station toda la noche”.
Por supuesto conocía a un tipo apodado la Vaca, todo mundo conoce a uno. El mío se llamaba Sergio Arturo, pero le decíamos Alpuro.
“En serio que no”, insisto.
“Mala onda, Maney, mala onda”, me dice la chica y se retira. Quedo sumamente contrariado. Camino a prisa para tomar el camión. Un grupo de señores, de esos que siempre están frente a los microbuses estacionados, me grita:
“Miren, pero si es Torpavo. ¡Torpavo, ven para acá!”.
Como no les hago caso, sueltan un insulto a una sola voz. Desde la ventanilla, observo sus ademanes obscenos.
¿Somos realmente únicos, tenemos clones que cometen fechorías en nuestro nombre, vivimos universos paralelos que un día cualquiera se cruzan? Cualquiera de las respuestas me da escalofrío.

 2. Cada que voy a un encuentro de escritores, se me acercan señores de edad madura a felicitarme, incluso antes de que yo haya leído una sola línea.
“Nunca me pierdo su columna en el Reforma”, me dicen con regularidad.
Les tengo que aclarar que ése no soy yo, que a quien leen es a Eduardo Huchim y que, a diferencia del ex consejero electoral del IEDF, mi apellido termina con “n”.
“Ya decía yo que se veía usted muy conservado”, me responden y se van, no sin antes obsequiarme una sonrisa de compasión.
Soy un masoquista por naturaleza, lo reconozco; aún así nunca he querido contar la cantidad de público que abandona mis lecturas cuando se entera de que no soy el editorialista de Reforma.

 3. Mi correo de Hotmail es “jehuchin”, cuyo sentido se explica por las iniciales de mis dos nombres: José Eduardo. Sin embargo, cada vez son más las personas que creen que ese “je” antes de mi apellido significa otra cosa. Y son con regularidad gente con la que no tengo nada que ver y que me envía oraciones de los ángeles, advertencias de que podríamos morir al contestar un celular que está aún cargándose o con enlaces que dicen: Muy divertido, chekenlo!!!!!!. El problema de los correos masivos es que te empieza a contactar gente que nunca has conocido, que no conocerás y que, con frecuencia, no estás interesado en conocer. Son ellos quienes toman mi correo de alguna cadena y para identificarme me bautizan, utilizando apenas el sentido común. Para ellos, no sé por qué, soy “Jesús Huchín”.

 4. Por años, tus conocidos y amigos te cuentan historias de un clon tuyo, de alguien muy parecido a ti que estuvieron a punto de saludar. Te llegan noticias de que te vieron en un bar karaoke entonando “Reina de corazones” o que eres un engreído por no saludarlos en el supermercado.
“En serio, está igualito a ti”, te dicen. El convencimiento es pleno, lo ves en sus ojos y la evidencia se acumula, con cada comentario. La duda es: ¿por qué en una ciudad tan pequeña como Campeche nunca te lo has topado?, ¿pueden acaso tú y él tener intereses tan disímbolos como para no coincidir en algún lugar, ni siquiera una calle del centro histórico, donde te puedes encontrar a todo mundo, principalmente a tus ex parejas?
En un momento dado crees que todo se debe a las reglas físicas que sostienen al mundo tal como lo conocemos y que siguiendo la lógica de Volver al futuro, un encuentro entre tú y tu doble podría crear una paradoja en el espacio-tiempo. Pero en realidad es que no seríamos capaces de reconocernos, como cuando escuchamos una grabación casera y decimos “¿Ésa es mi voz?” Quizás nos hemos topado con nuestro clon decenas de veces y ninguno de los dos se ha dado cuenta, o es que nada es más deprimente que vernos desde afuera y preferimos hacernos al tonto.

 5. Los viajes son escenarios perfectos para corroborar que nuestro nombre transita biografías sin autorización ni aduanas. Hace un año coincidí con una mujer en la fila del aeropuerto quien me confió que en el 2001 había conocido a un Eduardo Huchín Sosa en Cancún.
“¿José Eduardo, igual que yo?”, le dije mientras señalaba mi credencial que había sacado junto al pase de abordar.
“Sí, sí. Seguramente era un nombre inventado, qué más da. Dirás que soy una romántica pero nunca olvidé cómo se llamaba. Ya sabes, ese tipo de cosas que sólo suceden en el Springbreak”.
“¿Qué te hace suponer que no era yo?”, dije.
“No usaba lentes, era más delgado, llevaba dos arracadas en cada oreja… ¿Quiere que pase a los detalles?”.
“¿Cómo sabes que no me quité las arracadas, me dio miopía súbita, engordé y me volví un nerd precisamente por no haberte retenido junto a mí?”
Miró su pase y respondió: “Creo que hoy quiero ser la última de la fila. Por cierto, en realidad no me llamo Mariana”.

 6. Desde octubre del 2006 recibo puntualmente los reportes mensuales de la Comisión para Riesgos Sanitarios del Estado de Campeche (Copriscam, por sus siglas). Por un error, intuyo que a razón de mi correo “jehuchin” de Hotmail, alguien cree que soy José Enrique Huchín Uc, coordinador general del Sistema Estatal Sanitario (el desconfiado y desocupado lector puede consultar este directorio). No es que me moleste recibir cronogramas y comunicados de la Cofepris, sino que a pesar de haber enviado un correo para aclarar la situación, los informes me siguen llegando, incluso de quien se supone que soy yo.

 7. Sucede que un día te cansas de ser quien eres y hay momentos cómodos para librarte de esa responsabilidad.
“Buenos días, con el señor Eduardo Huchín Sosa. Estamos promocionando una tarjeta de crédito del banco Santander”, dice un hombre correctísimo al otro lado de la línea.
“Salió de viaje. Soy su chofer”, digo y acepto el “Usted, disculpe”.

El futbol nos une

El futbol nos une

1. PONED LA OTRA ESPINILLA

Que el campechano Wilbert Palomo Carrillo haya aparecido el mismo día en todos los sitios de deportes en la red (incluyendo ESPN y Fox Sports), las páginas de interés general y la primera plana del Reforma es de celebrarse. El sacerdote y defensa del equipo Agustiniano se convirtió en el primer expulsado por entradas violentas en toda la historia del Cleris Cup, el torneo de futbol de curas y seminaristas organizado por el Vaticano.  
No me resulta extraño. Los aficionados al balompié saben que se respira más fe en un estadio que en una escuela de teología. Esa reunión de multitudes donde aparecen tan pocas costumbres cristianas no está peleada con la súbida necesidad de que Dios exista cada que uno de los nuestros cobra un tiro de esquina. No fortuitamente, los partidos suceden en domingo, el día en que Dios recibe más solicitudes y cuando hay más posibilidad de que se traspapelen las plegarias. Por otro lado, siempre me ha fascinado la pasión que despierta jugar el futbol al grado de hacernos olvidar no sólo los hábitos sino la cordura, por no decir la posición en la cancha.    
“No tuve la intención de chocar al portero, pero estábamos a punto de empatar”, declaró después de su expulsión Palomo Carrillo. Recordemos que el sacerdote campechano jugaba de defensa y fauleó al guardameta del equipo contrario.
Educado en ligas estatales donde todos dominan el gancho al hígado pero pocos el tiro con el empeine, Wilbert Palomo es el claro ejemplo del hombre a quien le importa más la camiseta que la salvación. Y esto es entendible. El puntapié a la espinilla es apenas una forma extrema de quebrar las reglas en un deporte, donde lo que nunca sobra es la cortesía. De jalar la camiseta a endilgar apodos, el balompié se nutre de pequeñas faltas que le dan su estatus de “juego del hombre”. En el futbol las buenas maneras están apenas determinadas por el silbatazo del árbitro.


2. FUTBOL A NIVEL DE SOBREMESA

Admiro a mis amigos y su memoria entrenada en por lo menos 6 mundiales. Escucharlos hablar es como asistir a una clase de historia patria, llena de derrotas y sobre todo de múltiples interpretaciones. Rodrigo, Fernando, Wilbert, Miguel, Emilio, Uri y Héctor son capaces de reconstruir el México-Bulgaria del 94 con los cuadritos de verdura de la botana. Oírlos relatar la manera de cómo ha perdido la Selección es entender un poco la tragedia que acompaña a un país siempre a merced de la eventualidad.
Una plática sobre futbol siempre estará en la línea fronteriza entre la fascinación y el aburrimiento. Conocer demasiado es entablar de facto un debate al borde de la enemistad, pero ignorarlo todo es padecer cuatro horas de palabrería sin sentido.  Por eso los fanáticos del fut conviven tan a gusto sin mujeres de por medio: sienten que no es necesario fingir otros intereses.
Yo, que estoy en el punto intermedio, escucho esas pláticas como quien se adentra en las páginas de un libro de caballerías, o mejor aún, en la narración de un pleito carcelario. ¿De qué otra manera puede uno conocer nombres tan inverosímiles como el “Coreano” Rivera o el “Picas” Becerril, el “Capitán Furia” Tena o el “Tubo” Gómez? En un futuro apocalíptico, cuando se pierda toda la historia del deporte mexicano, el futbol podría sobrevivir sólo por el registro de sus alineaciones.
Otra de las prácticas favoritas de mis amigos es recuperar biografías de jugadores en el olvido. Alguien dice un nombre, como quien recuerda a uno de sus ex compañeros de la preparatoria y los otros van aportando datos que ayuden a reconstruir una trayectoria marcada por el constante cambio de camisetas.
“¿Qué habrá sido del ‘Capi’ Ramírez Perales?”, menciona Rodrigo, por ejemplo.
De la esquina, mientras rompe un mondadientes, Emilio interviene:
“¿Se retiró con Veracruz, no?”. 
“También estuvo en Irapuato, Atlante y Pumas”, precisa Fernando.
“Pero nada como aquella Selección mexicana del 94”, digo yo, porque es el único recuerdo que tengo de alguien apellidado Ramírez Perales.
De ahí, Miguel menciona aquel emotivo gol de Marcelino Bernal contra Italia y la plática tiene suficiente cancha para avanzar una hora más.


3. GOL POR LA (MALA) NUTRICIÓN

Como la mayor parte del mundo, hemos conocido el balompié desde las pantallas. Haber vivido todo tipo de victorias pírricas y derrotas épicas frente a un televisor, nos ha cambiado la percepción de lo que sucede en una cancha. El futbol es algo que aconteció, que sólo es posible entender en forma de recuerdo o de resumen deportivo. En esa educación sentimental, hemos aprendido a recuperar la agitación incluso en las emisiones diferidas, o a suspender la conversación del tiempo real si acontece un gol de anoche en la pantalla del restaurante.  
“Vaya tiro al ángulo”, se sorprende alguno de nosotros.
De pronto cuando la plática ya está en tiempo de compensación, no falta quien mencione:
“Esos programas sobre futbol se han vuelto cada vez más una retahíla de anuncios comerciales”.
 “Es verdad. Es el colmo”, dice alguien, “¿qué se han creído esos mercadólogos?”
Para atenuar el coraje pide al mesero una Sol.