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Tediósfera

Un mundo raro

Hay vacantes

Hay vacantes

 Hay palabras que provocan que el corazón se acelere. En la adolescencia es “sexo”; en la madurez es “amor”, en la edad adulta es “plaza federal”. La telenovela de la vida real no debería concluir con una boda sino con la obtención de un puesto inamovible en el Gobierno. “¿Acepta este trabajo con todas las prestaciones de ley?”, preguntaría el señor de Recursos Humanos, abnegado y juicioso como un sacerdote. “Acepto”, respondería el protagonista, con la sonrisa de quien sabe que con un trabajo seguro, el sexo y el amor son necesidades menores.
Cada que digo que no cotizo Infonavit, las personas me ven como si perdiera mi tiempo con una mujer que no me dará hijos. Hay una clara reverencia a la seguridad que otorgan las plazas laborales, pero sobre todo a las negociaciones fuera de la ley que nos permiten llegar a obtenerlas. Criticamos abiertamente el nepotismo, pero más nos duele que sus frutos no lleguen con sólo alzar la mano.
 “Yo ayudando a un montón de gente y ninguno de mis familiares se me ha acercado a pedirme trabajo”, me dijo durante una reunión la tía Esperanza, influyente y dañina desde cualquiera de sus cargos.
Se suponía que aquella fiesta celebraba los cuatro años del hijo de mi primo Octavio, pero, sintomáticamente, los adultos superaban a los niños en una proporción de 6 a 2. Hasta antes de la aparición de mi tía, lo peor había sido el par de perros salvajes que habían anunciado mi llegada a aquella casa.
“Déjate caer el jueves por la oficina”, añadió mi tía, complacida de su propia generosidad, “seguramente habrá algo para ti”.
Quise decirle que yo ya tenía trabajo, pero mi tía es de esas personas que piensan que una ocupación puede llamarse “empleo” sólo si está subvencionada por el Estado.
“¿Y de qué podría trabajar?”, le pregunté, a sabiendas de que conocía mi vocación literaria. Esperanza es de esas burócratas que leen diariamente las páginas editoriales de los periódicos en busca de su propio nombre.  
“De intendente, por supuesto. Después irás subiendo. Como tu primo Víctor que comenzó en el área de limpieza en el Seguro y velo ahora”.
“El primo Víctor, después de 8 años, sigue siendo intendente”, le precisé.
“Gana el triple que tú”, dijo y con eso me calló la boca.  
Entonces recordé que el Seguro Social concentra los dos polos del Más Allá: un Paraíso cuando cobras, un Infierno cuando consultas.  
“El Gobierno nos va a dar más lana este año”, me explicó, mientras buscaba en su bolso el celular que en ese momento empezaba a sonar. “Abriremos 4 ó 5 plazas. Una vez que estés adentro podrás decirle a tu mamá que Esperanza…”.
“…es esa cosa con plumas”. No concluyó la frase de esa manera, pero inmediatamente pensé en aquellos versos de Emily Dickinson.
“Aguanta un minuto, me hablan de México”, me dijo después de ver la pantalla de su teléfono móvil.
Quise ser cortés y esperar. Pasó un lapso que parecía razonable y mi tía no dejó de hablar. Al borde de la desesperación, me di cuenta que los burócratas viven un tiempo distinto al de los relojes y los calendarios: un minuto no tiene 60 segundos; “venga en una semana” no significa regresar en 7 días.
“Un asunto de trabajo”, se excusó cuando terminó su conversación y yo me pregunté en cuántos asuntos laborales se puede usar con tanta frecuencia la expresión “cómo crees, nena”.
“Te decía que me lleves tus papeles. Vamos a abrir un nuevo centro para niños hiperactivos, pero la convocatoria se va a lanzar hasta enero. Cuando eso suceda probablemente todos los puestos ya estén ocupados”.
Me horroricé por dentro con su declaración. Por un lado revelaba las oscuras formas en que se consigue empleo en este país, y por otro tenía todos los visos de una deuda que después no sabría cómo saldar. Es lo que sucede, por ejemplo, con los préstamos familiares: detrás de la sonrisa generosa de tu papá brilla el gesto complacido del agiotista.
No pude más y le dije: “Oiga, tía, la verdad es que yo ya tengo trabajo”.
 
“¿Y qué?”, me respondió como si fuera una jefa de departamento proponiéndome el adulterio. “Lo normal es que tengas dos o tres, como yo o tu tío. ¿Qué, no puedes?”
Dije que sí, que claro, pero en el fondo comprendí que cuando ya no se tienen problemas de dinero, el trabajo sirve como un buen sustituto del matrimonio.
“Si no tuviera comprometida la plaza de maestra con mi nuera, ten por seguro que te la heredo. Pero no te preocupes, lo del otro puesto, dalo por hecho”.
Fue como estar frente a una pitonisa: veía mi futuro tan claro que me daba miedo.
“Si veo que no vas el jueves, hablo con tu mamá para que me lleve tus papeles”, dijo mientras se comunicaba con señas con su marido, que estaba al otro lado de la ventana.
Eso fue lo peor. En esos momentos, sólo quería arrojarme al par de pitbulls que tenía mi primo en su patio y que anunciaban la llegada de otro invitado.
Quise huir aprovechando que alguien se disponía a abrir la puerta, pero mi tía me detuvo del brazo.
“Ahora que recuerdo, tú eres escritor, ¿verdad?”, dijo en tono quedito, como si compartiera un secreto, “Mira, Octavio tiene algunas cosas escritas por ahí. Son algunos ‘pensamientos’; pero no ha buscado quién se las publique, me preguntaba si tú…”.
No había llegado el jueves y ya había empezado a cobrarse el favor.
“Sabe tía, en verdad no necesito otro trabajo. Ya sé que es una plaza y que todo el mundo daría la vida por una, pero ahora no. Por lo menos no a cambio de leer a mi primo”.
Ella captó de inmediato el sarcasmo.
“Cuando tengas hijos lo comprenderás”, me dijo indignada y se marchó.
“Sí”, pensé, mientras hablaba a mi casa para advertirle a mi hermanita que escondiera todos mis papeles curriculares, “cuando a los adultos se les acaban los argumentos, recurren siempre a la misma frase”.  

¿Sueñan los cajeros electrónicos con prestaciones laborales?

¿Sueñan los cajeros electrónicos con prestaciones laborales?

El viernes pasado coincidí a las puertas de Telmex con Felipe K., un entrañable amigo al que le había perdido la pista desde la licenciatura. Excéntrico, nervioso, devoto de las computadoras, se había hecho famoso en la facultad porque siempre quiso escribir libros de ciencia ficción, pero nunca tuvo un argumento creíble. Ejerciendo un género a caballo entre la literatura y la tecnología, supe que ahora trabajaba en un periódico, pero en un área intermedia entre la edición y el mantenimiento de las rotativas.
“La fila es muy larga, ¿por qué será?”, le pregunté mientras él oprimía un botón de su reloj digital, tan grande y grueso como una medalla olímpica.
“Por si no te habías dado cuenta, ya no hay empleadas que te atiendan, todo se paga en cajeros automáticos de cobro. Por eso la fila es tan larga y tardada, lo cual me parece otra idea maravillosa del señor Slim. Antes uno podía quejarse de la lentitud de las empleadas, ahora anda despotricando todo el tiempo contra los otros clientes”.
“Eso veo”, respondí, “creo que hay gente que nunca ha podido distinguir el anverso del reverso en un billete”.
“Así es”.
Segundos después fui yo quien miré su reloj y le pregunté por qué la gerencia de Telmex había tomado esa determinación.
“Era lógico”, me explicó, “alguien importante se habrá dado cuenta que lo único que hacían las empleadas de caja era pasar el recibo sobre el lector de códigos de barras, recibir el dinero y dar el vuelto. Nada que no pudiera hacer el usuario mismo. Y piensa un poco: ¿por qué mejor no sustituirlas por cajeros automáticos?, ¿cuál es la diferencia finalmente entre una cajera de Telmex y una máquina?
“¿Esos chalecos azules?”
“Además, hay que reconocer algo: los nuevos cajeros son menos problemáticos que los empleados de verdad, no cuchichean, trabajan horas extras y no pierden hora y media en el desayuno”.  
“Eso pinta desolador. Al parecer todo se está automatizando: los bancos, las dependencias, incluso hasta las escuelas. En unas décadas más, los androides van a lanzar sus candidaturas a puestos de elección popular, y como las urnas van a ser electrónicas, por supuesto ganarán los comicios; los periódicos despedirán a todos sus analistas políticos y tendremos que leer las columnas de informática para ver qué sucede en el país”.
“Y la película ‘Fraude 2126’ se llamará ahora ‘Tron’… Pero piensa un poco como empresario. Aparentemente las máquinas son más prácticas. No crean sindicatos para exigir mejores voltajes o conexiones de tres clavijas. Tampoco se plantan a las afueras de las compañías, bloqueando avenidas u organizando un paro nacional, donde no pudieras pagar luz ni teléfono y los despachadores automáticos de galletas y refrescos se negaran a soltar los Polvorones”.
“Pinta muy bien para cualquier industrial”, comenté mientras verificaba la lentitud con la que avanzaba la fila, “ni siquiera necesitarías sicólogos en la empresa, tan sólo un experto en software. Aunque vislumbro un problema: necesitaríamos máquinas cada vez más inteligentes. ¿Recuerdas la compu de aquella película ‘2001, odisea del espacio’? Hizo de todo para que no la despidieran, incluso eliminar a uno de los tripulantes. Con máquinas así, no faltará mucho para que las computadoras sean tan conflictivas como los seres humanos”.  

“Y no habrá formas de regañarlas. ¿Qué esperanza le queda a un patrón si no puede humillar a su empleado?”.
“Vislumbro otro problema: el reloj checador. Podría hacer trampa, finalmente se trata de una máquina también. Si se deja sobornar por las otras máquinas y los empleados humanos, esto sería un desastre. ¿Y qué me dices del mantenimento? Podría no existir Seguro Social pero las máquinas tienen que ser revisadas por los técnicos cada mes. Eso elevaría los costos, porque a un empleado sí le puedes dar largas con su afiliación al Seguro, pero no a un cajero automático, que cuando dice no funcionar, ni siquiera se da el lujo de prender”.
“Pero podría crearse un instituto tipo IMSS, sostenido por el Estado. Aunque eso conllevaría a largas colas y expedientes perdidos. Además, nunca habría las piezas solicitadas y tendríamos que esperar doce horas para un simple cambio de cables”.
“¿Te imaginas la nota periodística de una negligencia? ‘Programadores del Seguro se equivocan de nuevo e instalan un software de Xbox a los CFEmáticos de la ciudad. La Comisión Estatal de Arbitraje Técnico investiga, pero mientras tanto, nunca se había visto a tantos adolescentes en las oficinas de la Comisión Federal de Electricidad”.
 “Sí, en el futuro, las máquinas van a empezar a ocupar los titulares: ‘Computadora de Enciclomedia exigía dinero a niños para pasar exámenes. Padres inconformes piden su cese y desconexión. El sindicato propone su traspaso al área administrativa’”. 
“‘Asaltan banco. Sospechan complicidad del sistema de seguridad, porque las alarmas nunca sonaron y las cámaras empezaron inexplicablemente a transmitir infomerciales sobre la impotencia sexual en lugar de imágenes del interior de la sucursal’”.
Alzamos la vista, adelante, un jubilado luchaba por meter a la máquina un viejo billete remendado.
“Todo hace pensar que ni tecnologizándolo todo vaya a cambiar algo en este país”.
“Creo que no”.

Su fantasía laboral hecha realidad

Su fantasía laboral hecha realidad



Antonio Valdés tiene 47 años y es dueño de “Fantasías Laborales”, la única compañía en su tipo en este país. A fin de conocer sus servicios, hicimos la entrevista en sus oficinas, en el segundo piso de un edificio con amplios ventanales, donde ha asentado su imperio, aprovechando al máximo la insatisfacción en el trabajo.

 -¿Por qué los empleados experimentan fantasías laborales?
 Es conocido que después de cierto número de años, las relaciones en el trabajo empiezan a deteriorarse. Es difícil después de una década cumplir con la misma pasión de un principio.  Empiezan las rutinas, sientes que el trabajo empieza a inmiscuirse en tus asuntos personales. Entonces, es cuando muchos optan por buscarse pequeñas aventuras laborales nocturnas, digamos un puesto de velador en un fraccionamiento. También en esta etapa empiezan a fantasear sobre la posibilidad de renunciar.  

-Pero hasta donde sé no se trata de opciones que gocen del visto bueno de la sociedad. Cada que alguien habla de renunciar a su trabajo, su mujer le dice: “¡No, Alfonso, piensa en los niños!”
Así es. Y también cuando uno se consigue un trabajo extra, nos llegan con la cantaleta de: “¿Y qué tiempo le piensas dedicar a tus hijos?” Yo sé que las instituciones del Estado, como la Secretaría del Trabajo, siempre le van a apostar a la reconciliación de las partes, pero hay que reconocer que cuando una relación laboral está muerta no hay nada más que hacer.

 -¿Cree que esto se deba a la premura con que la gente comienza a trabajar? Estudios afirman que en la actualidad los mexicanos empiezan su vida laboral en edades cada vez más inferiores.
Sí, por supuesto. Antes nadie movía un dedo hasta que no hubiera un papel de por medio. Ahora todas son relaciones rápidas, trabajos de un mes o dos, donde no hay oportunidad de profundizar en las prestaciones. Eso sin contar los cientos de empleados que llevan más de un lustro al servicio de una empresa y nunca han formalizado su situación. Es cuando uno agradece que hayan campañas gubernamentales como la de Contratos Colectivos y Afiliaciones Extemporáneas.

  -Según leí en su impresionante currículum, primero se desempeñó usted como Consejero Laboral antes de poner esta compañía, ¿no es así?
Sí. Pero ahí nació esta idea. Todos los días recibía a personas al borde la histeria. Gente en crisis que estaba a un pelo de asesinar a la secretaria de su departamento o en el menor de los casos, abandonarlo todo y dedicarse a poner coreografías en las escuelas de paga.  Yo era partidario de los viejos métodos: invitaba, por ejemplo, a una cliente a sentarse en el diván y ella me hablaba de sus problemas, me decía que ya no soportaban la indiferencia de sus superiores y que sospechaba que su trabajo en realidad lo hacía el intendente, porque cada vez había menos papeleo que sellar. “¿Es que ya no me sienten capaz?”, se preguntaba. Yo era como los otros consejeros, le decía que lo pensara bien, que renunciar no era la opción y que se diera otra oportunidad. “Es que, compréndame…”, me respondía ella entre sollozos, “¡al principio parecía un trabajo tan perfecto!”

 -¿Cuándo abandonó la Consejería Laboral?
En el fondo siempre supe que eso de las “segundas oportunidades” era una mentira. No hay vuelta de hoja cuando las cosas sobrepasan el límite de lo soportable, cuando los abusos son excesivos y un día cualquiera te llega una circular sobre un aparato que a partir del lunes identificará tus huellas digitales a fin de que nadie cheque tarjeta por ti.

 -Entonces concebió usted esta compañía, me imagino.
En efecto. Los empleados viven al borde de armar una revolución y eso no le conviene a nadie. Con el tiempo descubrí que lo que en realidad necesitaban era una válvula de escape, una forma de recuperar la confianza perdida en sí mismos. Me di cuenta que habíamos estado tanto tiempo evitando que los empleados renunciaran que no nos habíamos dado cuenta que ahí estaba la solución. Renunciar es una catarsis y una demostración de poder.

 -Eso me hace pensar que usted cree que la esencia de las relaciones laborales es quién tiene el poder.
Por supuesto. Desde Moisés hemos vivido en un sistema patronal, donde los jefes han sido los mandamaces. Sólo hasta el movimiento laborista en el siglo XIX y la quema de mil tirantes mineros en Francia las cosas empezaron a cambiar. Eran los tiempos del “Peace and Work”, pero aún faltaba mucho por hacer. Recordarás que los empleados no tenían derecho a votar en las decisiones de su empresa hasta 1943.  Teniendo en cuenta esas bases históricas supuse que renunciar era lo mismo que ser despedido, pero la diferencia estribaba en quién ejercía el poder. Al renunciar el empleado era quien llevaba las riendas, al ser despedido, el patrón cumplía la parte dominante. Fue cuando me dije ¿por qué no brindamos la oportunidad a todos los que quieran renunciar de hacerlo, pero sin perder su empleo? Parece una locura, lo sé, pero escucha: construí un set en este edificio a fin de reproducir todo tipo de oficinas. Contraté unos excelentes actores y un mejor maquillista. Lo que hacemos es reconstruir tu área de trabajo, con todo y personal. El cliente llega, entra al cubículo del jefe y tiene la oportunidad de decirle todo lo que siempre se guardó. Todo está permitido: gritos, insultos, humillaciones. Y por supuesto, la parte climática: “¡Hasta cree que me hace falta su cochino trabajo!”. La esencia de la fantasía es el fingimiento, nuestros actores representan extraordinariamente sus papeles: se asombran al principio y después piden de rodillas al empleado que no los deje. Después de una hora, un azotón en la puerta y algunas malas palabras las cosas serán distintas. Puede que al otro día, cuando el cliente regrese a su auténtico empleo, el ambiente no haya cambiado, pero el trabajador sí. Podrá soportar otros cinco años más en el mismo cargo y quizás hasta en condiciones más degradantes, se lo aseguro.

 -Parece algo muy oneroso para el trabajador promedio.
No crea. Tenemos planes de pago a diez quincenas y paquetes accesibles.

 -¿De qué tipo de paquetes promocionales estamos hablando?
La presencia de otra persona en el mismo cubículo, digamos el contador, sube el precio pero entonces convendría mejor adquirir el Paquete a Tres que incluye a cualquier otro superior que usted decida. El paquete Jefe-Contador-Subjefe da permiso de utilizar un juguete, digamos, un reloj checador que usted quisiera aventarle a alguno de ellos. Además, créame que no es sólo un asunto de dinero; la gente hace cualquier cosa por recuperar su dignidad y tenga por seguro que ayudar a alguien a recuperar el autoestima supone siempre un fuerte desembolso. Si no, pregúntele a cualquier sicólogo o bailarina nudista.

 -Extraordinario. Sé que se trata de un asunto mucho más perverso, pero ¿se ha topado con trabajadores que pidan ser despedidos en lugar de renunciar?
En “Fantasías Laborales” no juzgamos a nadie. Y déjeme decirle una cosa: es mucho más común de lo que usted cree. Me he topado con decenas de sindicalizados que han realizado un trabajo terrible a fin de que los despidan, pero nadie les dice nada y al contrario hasta los nombran sustitutos de algún superior cuando éste se ausenta por enfermedad.  A ellos también los atendemos y les preparamos su despido con todo tipo de vejaciones.

 -Para terminar, déjeme hacerle una pregunta más íntima. ¿Le ha tocado despedir a alguien de su propia compañía?
Sí, muchas veces. De hecho usamos el mismo cubículo para las actuaciones. A veces el empleado cree que es una broma y sigue viniendo a trabajar, pero ya no le pagamos. Creo que eso también ha constribuido a que esta empresa haya crecido como la espuma.    

El pueblo lo pide

El pueblo lo pide Foto cortesía de Flor de Anda.

La vida de los otros

La vida de los otros

Puedo entender que en un primer momento el Messenger haya servido para comunicarnos en horas laborales, para mantener conversaciones que no serían posibles en la realidad y también para dar sentido a nuestros impulsos adúlteros. Pero como toda tecnología para la vida, el Messenger perdió su sentido original y ahora es la biografía dosificada de un puñado de conocidos.
A través de sus canciones, sus frases, sus nombres y sus imágenes, cada uno de nuestros contactos dice algo de sí mismo, incluso más de lo que nos importa. “Qué horror estar a dieta”, “Estoy en terapia”, “La última mudanza debe ser la más ligera”, “Vivo en el límite”. ¿Es necesario saber todo esto? No, pero tampoco queremos renunciar a este confesionario público, donde es posible seguir día a día los detalles que animan la biografía de los otros. Quizás todas esas personas que tenemos en el Messenger sean como los extras de una película épica (en este caso, nuestra propia vida) que sólo sirven para inyectarle credibilidad a una mala trama.
No dudo que en el Messenger estén nuestro jefe, la esposa, los amigos más queridos, pero, ¿hemos caído en cuenta de que tenemos también a una veintena de personas con las que no hemos cruzado palabra nunca y de cuya presencia, sin embargo, no podemos prescindir?  Eso es lo auténticamente inexplicable: que nunca borremos a nadie  y cada minuto repasemos esa lista de nombres, con la obsesión de un corredor de bolsa que atiende el subibaja de los índices financieros. ¿Por qué nos interesa el truene de “niñabonita62” o los mensajes en francés de “soy_lo_prohibido1”? No lo sabemos pero son como una telenovela que seguimos capítulo a capítulo.
Quizás esta actitud obedezca a que en el fondo todos somos unos vouyeristas y agotada nuestra vida queremos auscultar la de alguien más, no importa si la historia está suministrada a cuentagotas. Pero también hay un pacto callado en el Messenger para compartir la privacidad o en todo caso la apariencia de que uno también tiene problemas, sentimientos o por lo menos pareja.
Sin duda alguna, hay días en que conectarse al Messenger es como despertar con resaca de una fiesta: ¿Quién diablos es este tipo, por qué lo tengo en mi lista de contactos, de dónde lo conozco?, nos preguntamos. Y sin embargo, no bastan los motivos. Cuesta trabajo eliminarlos, como si fuéramos mafiosos con escrúpulos a punto de saldar una traición.  Hay gente que siempre se pone “Ausente”, hay quienes advierten que están trabajando en todo momento. ¿Para qué demonios se conectan entonces? Pensémoslo un poco: ¡para informarnos de que no pueden atendernos! Es una forma –burocrática, por un lado; celestial, por el otro- de rendir cuentas a un público cautivo, incluso para decirle: no tengo tiempo para ti.
El mensajero instantáneo resume dos vidas: la nuestra y la de nuestros contactos. Como si se tratara de los créditos finales de una película o el índice onomástico de un libro, el Messenger despliega nuestra biografía trazada por los otros, al tiempo que nos devuelve un retrato deprimente de lo que somos: personas en crisis y necesitadas de compañía. Sólo hagámonos una sencilla pregunta: ¿Soportamos más a nuestros amigos por Messenger que en el mundo real? Si la respuesta es afirmativa, estamos rodeados de gente que también necesita un terapeuta.
Pero qué le vamos a hacer, así son nuestros contactos del Messenger: ponen las fotos menos afortunadas de sus hijos, escuchan insistentemente música romántica, les da por echarse porras a sí mismos y han reducido sus vocabularios a las meras consonantes: NPX. TQM. TAJP. Además de ello, buscan páginas y programas para ver quién los eliminó, quién no quiere hablarles y por qué. Obsesivos, bilingües, melómanos, nuestros conocidos han hecho del chat no sólo una red social, sino un parámetro de la camaradería.
Además, el mensajero instantáneo es lo más cercano a un reality show, en tanto nos presenta la cotidianidad monitoreada a todas horas. No conformes con manifestar su dolor en tiempo real, los compañeros de Messenger nos hacen partícipes hasta de sus actividades más insulsas: “Estoy en el baño, deja tu mensaje”, “Salí a comer”, “Apurado estudiando para el examen”. Es como si las personas necesitaran experimentar una doble vida -en la realidad y en la Internet- y sintieran la obligación de compartir su agenda diaria con sus lectores.  
Pero la red está llena de contradicciones. Los dispositivos creados para comunicarnos han terminado por provocar toda una serie de equívocos. La simplicidad en las conversaciones por Messenger no sólo ha enloquecido el diccionario sino ha suprimido las reglas de puntuación. Alguien escribe “Ya se enteraron de la reunión” y el otro no sabe si es pregunta o afirmación. Ante este problema, los usuarios del chat han sustituido las palabras por las imágenes: los llamados “emoticons”, animaciones creadas para salir a todas horas y complicar las cosas que se pueden complicar entre dos hablantes.
Si Dios hubiera conocido los “emoticons” no hubiera necesitado el episodio de la Torre de Babel. He mantenido pláticas con personas que me quieren contar una historia y en sus ventanas sólo salen dibujos que nunca logro entender. Finalmente me siento como si fuéramos dos neandertales jugando “Caras y gestos” en las cuevas de Altamira. En eso acabó todo: en los tiempos de la supercarretera de la información, hemos vuelto a comunicarnos como en la edad de piedra. 

El acto del mimo

El acto del mimo

Siempre he tenido miedo a los mimos. Deberían ser un asunto de risa, pero hay personas, como yo, a quienes nos causan terror. Cómo explicarlo: digamos que me parece muy deprimente que alguien tenga que pintarse la cara, vestir pantalones anchos y exagerar sus movimientos para ofrecer un espectáculo. Aunque pensándolo un poco, es algo que solía hacer en mi adolescencia, cuando tocaba en una banda de death metal. 
Quizás por ello, la muerte de Marcel Marceau me cause un conflicto emocional. Por un lado reconozco en él a un gran artista del siglo pasado, creador de rutinas clásicas de la pantomima, pero por otro, la noticia se enlaza terriblemente con mi experiencia del martes en la tarde.
Algo tienen mis ex compañeros de preparatoria que, una vez alcanzada la madurez, parecen vivir para sus hijos, trabajar para sus hijos y contactarnos en el Messenger sólo para hablarnos de sus hijos, pero al mismo tiempo son incapaces de ofrecer una fiesta infantil en el que no haya por lo menos una mujer que termine llorando por una crisis nerviosa.
Todo parecía estar en orden ese martes. El recorrido por el local me hizo reconocer a todos esos tipos detestables de mi adolescencia que no se cansaban de jugarse bromas pesadas entre ellos y que milagrosamente se habían convertido en gente responsable después de tomar un retiro de Jornadas. Se casaron rápido, obtuvieron trabajo pronto y ahora no se cansaban de invitarme a conocer sus viviendas, como si en ellas hubiera algo más que  recámaras y baños.
Cuando uno ya se siente aburrido en un evento al que estuvo obligado a asistir, sólo se preocupa de que lo vea quien lo invitó. En este caso, Manuel –una de las mentes más brillantes de mi grupo, pero que había encontrado en la procreación el placer que no le daban las Olimpiadas de Matemáticas- había salido a buscar unos regalos, por lo que sólo estaba esperando su pronta reaparición para marcharme.
Lamentablemente, antes de su llegada, sin anuncios de por medio ni fanfarrias, entró a escena el payaso Caguamito, un señor de mediana edad, de ropa rota y deslavada, que parecía haber sido maquillado por un drag queen pero con síndrome de Tourette.
“¿Eso es un payaso?”, le pregunté a Salomón, quien había terminado casándose con Ana, aquella chica amable del salón, capaz de organizar kermeses cada mes.
 “Pues un ex compañero no es”, me respondió mientras acariciaba cariñosamente la pierna de su mujer.
El payaso indicó con señas que haría una rutina de pantomima.
“¿Cómo puede alguien contratar a un tipo que se hace llamar Caguamito?”, proseguí en voz baja, mientras una música de los años 50 inundaba el salón. “¿Qué tenía Manuel en su cabeza?”
“Ah, ya conoces a Maney. Práctico, impaciente, ahorrativo. Seguramente ese payaso fue el primero que se ofreció a trabajar por una botella de blanco”, me murmuró Salomón, entre risas.
“¡Pero es horrible!”, espeté. “Es una de esas personas que sabes que necesitan medicación todo el tiempo. Velo. Un hombre normal no camina de esa manera”.
“Estás paranoico. Está haciendo como si caminara en la luna”.
“Espérate. ¿En qué momento pasamos a la luna?”, nos interrumpió su mujer, que se había acercado a compartir la plática. “Yo había entendido que representaría un safari en África”.
Me toqué la frente en señal de preocupación.
“Déjame adivinar”, volvió a decir mi amigo mientras entrecerraba los ojos, como si el gesto lo hiciera ver más claro. “Ya. Un cebú, sin duda alguna. Está representando un cebú”.
“Caramba, Salomón, un cebú no pone sus patas delanteras como tiranosaurio Rex. ¿Qué demonios es, una suricata?”, dijo Ana.  
“¿Con alas?”, precisó.
“No sé. No estoy segura de que ese movimiento de manos signifique un ave”.
“Ana”, le corrigió el marido, “representar un pájaro con las manos es un ademán universal. Es como pedir la cuenta en el restaurante. No da lugar a dudas”.
“Pues…”, empezó a decir ella para justificarse, pero no encontró las palabras.
El mimo pegó los dedos de la mano e hizo la mímica de que estaba cortando algo.
“Mmm”, conjeturó la mujer, “eso podría tratarse de un filete miñón, una ballena jorobada o un pastel de boda”.
“Amor”, le reprendió Salomón, “si acabas de venir del Carmen, dime cuántos cubiertos usaron para destazar a la ballena. ¿Quinientos, seiscientos cincuenta? Me parece particularmente difícil que cortar esas tres cosas tenga algún parecido”.
“No sé”, se explicó ella. “Este tipo es malísimo, no entiendo nada de lo que quiere decir”.
“Yo diría que es como si estuviera representando a cinco chinos en una bicicleta de circo”, aventuró mi amigo mientras se tocaba la barbilla.
“Nadie mueve más los brazos que las piernas mientras monta una bicicleta”, le precisó su mujer con tono vengativo.  “Es… no sé… como si estuviera empacando un muslo de cordero y ahora lo rodeara con cinta de embalar”.
“¡Estás loca o qué!”, se alteró Salomón, al punto de que alzó la voz. Inmediatamente recuperó la compostura. “¡Alguien que empaqueta carne se palpa con tanta insistencia la vena del brazo!”
El asunto ya me estaba desesperando y yo sólo lanzaba miradas patéticas a la puerta, a la espera de que Manuel se apareciera de un momento a otro.
“¿La vena del brazo?”, respondió Ana, “¿cuántas cosas pueden representar eso? Mejor voy por Alfonsito”.
Salomón bufó como un toro enojado. Ese hombre transformado por la vida había desaparecido. Murmuró dos o tres cosas horribles sobre la monogamia mientras sacudía una y otra vez los pantalones, como si tratara de sacarse un insecto. Yo tomé una lata de refresco y me alejé sin despegar mis labios del popote.

Discretamente abandoné la fiesta. No crucé palabra con nadie más. Cuando volví la cara para darle un último vistazo a la celebración, descubrí a Manuel del otro extremo preguntándome con ademanes por qué me iba. Le dije adiós con la mano y me señalé la muñeca con el índice. Supuse que sí me había entendido. 

La conspiración del sobrepeso

La conspiración del sobrepeso

Es estimulante que la gente hable de ti con los mismos términos que utiliza para referirse a Luis Miguel… pero en su reciente aparición en Las Vegas: “Pasado de peso, con el rostro surcado por las arrugas y un peinado nada favorecedor. Ése es mi primera impresión, Eduardo”, me dice esta mañana Patricia, amiga de la carrera, modelo ocasional, lectora de Joyce (aunque sólo de sus cartas).
Doy la media vuelta para marcharme, pero ella me detiene con la mano: “Oye, no te sientas mal”, en verdad parece preocupada por mi reacción, “lo mismo habría dicho de… Britney Spears en los MTV”.
Entonces lanza la carcajada y se marcha. Maldita, lo hizo otra vez.

Mientras se aleja pienso que muchas personas tienen motivos auténticos para volverse adictos a Internet y olvidarse del mundo real: salir de los primeros 25 años de nuestra existencia es como entrar a la secuela de una mala película: vuelven los mismos personajes, sucede lo que ya tenías previsto, pero duele más haber pagado por el boleto. Me pregunto quién habrá hecho el casting de nuestra vida, tan minuciosamente planeado para que todos tus amigos regresen en algún momento innecesario y te digan: “Pero qué mal te ves”.  Nuestra biografía es al fin de al cabo una novela escrita a cuatro manos entre el destino y nosotros mismos, es decir, entre un sádico y un masoquista.  
Una tristeza inmensa me embarga. Quiero olvidarme de ese primer mal encuentro y me dirijo a un restaurante naturista, adonde asisto cada que me siento parte de las estadísticas de sobrepeso en México. Pido un bísquet relleno de queso, una de esas peculiares formas de autocompasión que tiene el menú.
“Hola, hola, hola. Miren a quién tenemos aquí”.
No lo había visto en una de las mesas, si no habría huido. En verdad, nada mejor para levantarme la autoestima que Juan Hernández. Me explico: se trata de uno de esos amigos que no aparecen en tu vida sino esporádicamente y sólo para levantar las ventas de Prozac del farmacéutico de la Avenida.
“Siempre que te encuentro, te veo comiendo”, añade.
La verdad eso no es nada extraño, pienso, a los viejos conocidos sólo podemos reencontrarlos a punto de la indigestión o del colapso por alcoholismo. “Veo que te trata muy bien la vida de periodista. Eso de estar sentado ocho horas al día escribiendo tus columnas te asegura una musculatura de lujo”, dice.
Me mantengo callado. Se trata de uno de esos momentos incómodos a los que no se puede hacer otra cosa más que engullir algún  comestible que tengas a la mano.
“Sabes, la otra noche recordé nuestros días de prepa.  En ese tiempo vivía a la vuelta de tu casa y cada semana llegabas al punto de llanto para decirme lo gordo que te sentías y que por ese motivo no te acercabas a las compañeras del salón. ¿Te acuerdas?”
“Sí”, digo tímidamente. Juan Hernández es como una Fiscalía para Delitos del Pasado: escudriña tus años mozos y te usa como testigo para condenarte.
“Pues te tengo una maravillosa noticia. Busqué algunas fotos viejas donde estabas con tu grupo de rock. Te has de acordar: en ese tiempo usabas unas camisas largas y negras y pelo de futbolista de los setenta. ¿Sabes qué descubrí mientras veía esas fotos? ¡Que en realidad no estabas gordo! ¡Sufriste innecesariamente durante tres años, maldito dramático!”
Sonreí.
“Pero  bueno… ahora sí que tienes todos los motivos para sentirte un hombre obeso”.
Hice un gesto de que tenía razón y guardé silencio. Todavía la semana pasada en un viaje en lancha, el guía había tenido problemas para colocarme en algún lado de la embarcación a fin de que ésta no se fuera a pique.
“¿Por qué mejor no se baja?”, había sugerido un niño.   La madre carraspeó para disimular el comentario.  
Pero la saga de mi depresión no había comenzado ahí. Dos días atrás, el médico familiar había tenido esa misma mirada condenatoria que tuvo el sacerdote de mi primera confesión cuando hablé de las aplicaciones del canal Cinemax en mi infancia.
“Sabe usted, un estudio reciente asegura que la obesidad suele ser contagiosa. Si sus amigos engordan, existen las probabilidades de que usted lo haga en un 57 por ciento y si se trata de su mejor amigo, las posibilidades son del 171 por ciento”, me explicó de manera severa, como si grabara un documental para la BBC.
“¿Eso qué significa, doctor?, ¿qué debo dejar de frecuentar a mis amigos”.
“Sí, eso. En realidad no se merecen que usted los engorde”.
Así se enlazaban todos los sucesos. O Juan Hernández, el niño, el médico y mi amiga Patricia se habían puesto de acuerdo para torturarme a través de una conjura o a fin de cuentas todos tenían razón.
“Bueno, maestro, fue un gusto verte”, se despidió Juan Hernández, luego de ver a una chica atractiva que salía del restaurante, “todavía tengo mucho que hacer. Supongo que tú no tanto. Seguramente te sentarás frente a la computadora a escribir todo esto que te he estado diciendo, ¿verdad? Pero, bueno, cada quien hace lo que puede para fingir que trabaja”.
Caminó hacia la calle como un sicario que acaba de cumplir con su deber.
Después de su partida no aguanté ni un minuto más. Me quité la servilleta y me dirigí también a la salida. Detrás de mí se quedaba medio bísquet sin probar en el plato.
“¡Oiga amigo, cree que el mundo está para tirar la comida!”, gritó una mujer que llegó para desocupar mi mesa, pero no tuve ánimos para responderle.  

Los dealers de la oficina

Los dealers de la oficina

Hay tres formas de ver a nuestros compañeros de trabajo: a) como nuestros aliados b) como nuestros enemigos, c) como nuestro mercado.  Los más inteligentes eligen esta última opción. ¿Por qué siempre hay empleados vendiendo en las oficinas o en las escuelas, entregados a la batalla de la libre competencia: lencería, zapatos, bolsos, ropa casual, perfumes?, ¿es quizás una forma del capitalismo global al que ni siquiera hay que ir a buscar sino que llega a nuestros escritorios?
Conozco gente que ha ojeado más páginas de catálogos Cyzone que de la Ley Federal del Trabajo y el resultado ha sido más productivo. Un comercio subterráneo late en cada oficina gubernamental, transacciones por miles de pesos se dan los días de quincena. Llega gente extraña que habla como murmurando, salen empleados, transitan sobres color manila. Se alimenta la irremediable adicción a los catálogos.
Un caso sintomático es el de mi amiga Sonia, quien a primera vista podía considerarse una chica normal: eficiente, divertida, con buena ortografía. Su único problema siempre fueron las compras. Comenzó su catalogodependencia a los 14 años, cuando encargó un perfume en forma de bota para su novio a una maestra de la secundaria. Desde entonces no ha dejado de comprar cosas; en las ocasiones más precarias, unos aretes y en las más prósperas, varios pares de zapatos. No sabe cómo parar. Quiso internarse en un centro de atención a compradores compulsivos, pero una de las enfermeras vendía platería en sus ratos libres, lo que le provocó una deuda de casi 3 mil pesos. La terapia fue un fracaso: Sonia terminó huyendo una noche hacia León, donde –le dijeron-- podía conseguir botines a bajo costo.
Varias oficinas han intentado establecer campañas para que sus empleadas no gasten sus quincenas tan rápido y no sientan su salario reducido al llegar a sus casas. “Vive sin compras” ha sido la cruzada más persistente, pero de un momento a otro se desmoronó, cuando su principal promotora, Sofía Álvarez Carreño, fue sorprendida transportando 100 lapiceros Gusanito en el maletero de su automóvil. Nunca pudo demostrar que eran para consumo personal. Acusada de distribución subterránea, el escándalo se hizo mayor cuando le fueron incautados más de 500 collares Swaroski en su domicilio. Desde la cárcel, Álvarez Carreño dijo que todo ese material estaba destinado a las esposas de los altos funcionarios, a quienes delataría en breve. Sin embargo, nunca dio nombres.
Algunos expertos han afirmado que el problema de las compras en oficinas nunca va a terminarse hasta que se identifiquen a las vendedoras al menudeo, mejor conocidas como “dealers”. Mujeres talentosas, nadie puede hablar con ellas sin terminar por lo menos con un perfume a plazos en el portafolio. Poseen una habilidad única para engancharte: al principio parece que están hablando de un memorando extraviado, pero en el fondo están diciendo que sólo deberías usar esa camisa para las celebraciones retro.
Ni vistiendo todos Armani las cosas estarían mejor. Las “dealers” siempre tienen algo que ofrecerte. ¿Ya no te satisface la tela natural? Ellas te ofrecen tejido sintético. ¿Dices que quieres alejarte de “las piedras” por un rato? Ellas te recomiendan primero volver a los básicos y finalmente te venden un maquech. Las tentaciones inundan cada escritorio de la oficina y ofertan su paraíso intangible. Porque los catálogos se han vuelto un acto de fe, comprar es creer en que podemos vernos tan bien como los modelos de las fotografías. 
Alguna vez pensé que con un poco de fuerza de voluntad las cosas se arreglarían. Adquirí algunos libros de autoayuda (como “Mamá, compro Avon” y “El diablo viste de Andrea”) para regalar a unas compañeras. Desafortunadamente mi labor social se vio abruptamente interrumpida, cuando una supervisora de área me arrinconó a la hora de la comida:
--Eduardo, no te metas en problemas. Olvida tus libros de estúpida superación personal en la biblioteca y deja las cosas como están. Todos acá estamos metidos en el negocio. O cooperas o cuellos.
Eso significaba que me obligaría a comprar una de esas gargantillas de mal gusto que ella vendía. Decidí colaborar.
--Ah, y una cosa más. El Gobierno quiere implementar la revisión de mochilas para asegurar que nadie trae catálogos ni bolsas con mercancía. Tienes que apoyar en las marchas en contra.
Las doce soguillas que llevaba en la mano me hicieron aceptar, aunque no con mucha convicción.
Cuando me dirigía a mi escritorio, un compañero me miró con conmiseración.
--Lo siento por ti—dijo--. Una vez que estás dentro es difícil escapar. Entras en un círculo vicioso. Comprarle a la secretaria te crea una obligación con la chica de Recursos Humanos que tiene un negocio de perfumes, ¿y qué decir de la encargada de la limpieza, que todos los días te ofrece Cklass? Lo triste es descubrir que hasta la esposa del delegado vende Mary Kay. Por temor a las represalias le comprarás a todo mundo, y cuando te des cuenta tu quincena se evaporará como si nunca hubieras trabajado. ¿Sabes que pasará con tus hijos, tu esposa y tus amigos?
--No.
--Empezarán a sufrir los daños colaterales de tu vicio: nunca tendrás dinero para ellos y se volverán lo que comúnmente se conoce como “compradores pasivos”. Un espeluznante temor se apoderó de mí.
--¿Hay alguna manera de salir de esto?
--No—dijo murmurando--. Pero hay una forma de que las cosas no sean tan dolorosas: únete a ellos.
Desde entonces estoy metido en el negocio hasta el cuello. Vendo, distribuyo, trato de recuperar un poco lo perdido. No fue por voluntad, señores del jurado, las circunstancias me orillaron. Es lo único que tengo que decir en mi legítima defensa.