Sin lugar para los peatones
En 40 años más las personas ya no van a querer salir de sus carros. Una semblanza típica del futuro será: “Fue concebido en un asiento trasero, pasó una buena parte de su vida al volante, murió en un accidente automovilístico”. En pocas palabras: más que protagonizar una biografía, la transitaremos.
Para toda una generación, una salida de fin de semana, supone dar vueltas en el malecón y experimentar el vértigo de una curva a 100 km / h. Ya es bastante sintomático que decenas de jóvenes atiborren los estacionamientos de las discotecas, en lugar de entrar en ellas. Una costumbre que por supuesto está sustentada por la lógica: el alcohol llega con prontitud (apenas hay que ir a la cajuela por hielos), la chica es menos renuente, el DJ eres tú.
Y es que con los meses el parque vehicular se hace cada vez más grande. Las familias con cinco carros dan orgullo, pero las de cinco hijos, dan lástima, aun cuando supongan gastos y preocupaciones similares. “Nadie se ve obligado a comprar un carro por una noche de juerga”, me dice un amigo mientras observa las mensualidades de un Córdoba.
He visto en pocos años cómo las viejas construcciones del Centro Histórico, al igual que algunas de las más representativas plazas públicas, se han convertido en estacionamientos. El que los edificios que antes albergaban personas ahora acojan automóviles debe significar algo. Los vehículos han ensanchado nuestro volumen a ocupar en el mundo, al tiempo que nos han reencontrado con nuestra naturaleza nómada. ¿Qué puede suceder entonces? Que la ciudad se descomponga, según Jorge Ibargüengoitia, pues “no fue proyectada para que cada habitante ocupe ocho metros cuadrados”.
Todo esto me hace pensar que quizás los automóviles ya empezaron no sólo a darle valor a las personas sino a valer tanto como ellas. Y lo peor, que en este contraste entre los vehículos y los cuerpos, somos los peatones quienes salimos perdiendo. Por supuesto que todos prefieren asegurar sus autos a asegurar sus piernas. Señoras que son maltratadas por sus maridos pueden armarte un escándalo si de repente te apoyas sobre el cofre de sus coches. “Ciudado y lo abolles”, te dicen. ¿Cuál es la lógica de esta actitud?: los vehículos son más caros, tienen mejor clima y nos causan menos vergüenzas que algunos seres humanos, como por ejemplo, nuestros tíos. No obstante, también revelan lo peor de nosotros mismos: el egoísmo, el desprecio por el prójimo y el total desacato de la ley. A un accidente vial siempre prosiguen las falsas acusaciones y la violencia verbal, y nunca aparece el valor necesario para decir “Sí, fui yo”. Cuando dos cuerpos chocan lo más que se llega a escuchar es “Ora, idiota”. No existen peritos para determinar quién tuvo la culpa si dos transeúntes tropiezan.
Cada día leo sobre percances viales en todos lados y compruebo la falta de urbanidad a la que nos ha llevado el automóvil. Qué importa parar la circulación de una avenida, el chiste es nunca aceptar la responsabilidad hasta que llegue la aseguradora. He presenciado choques tan evidentes que sorprende el convencimiento con el que el culpable pide la reparación de los daños. Los carros, me convenzo, no sólo se han llevado nuestro civismo sino nuestro absoluto sentido de la realidad.
En el plano gubernamental, las cosas van en la misma dirección. Por supuesto que cuando se habla de obras viales se está hablando de vehículos. Ningún presidente municipal anuncia la ampliación de camellones y dice: “Asumiré los costos políticos”. Y es comprensible. El conductor paga más contribuciones, pero también se convierte en el votante más histérico. Un embotellamiento a las doce del día lo vuelve un tipo sensible y si alguien le promete aligerar la carga vehicular, es capaz hasta de pensar en tachar su nombre en una boleta.
Los peatones, por otro lado o somos más moderados o ya nos resignamos del todo. No pensamos en los políticos a la hora de deambular por las calles. En su lugar, maldecimos a los camiones o a los papás que se estacionan frente a las escuelas particulares; en fin, que tenemos otros blancos para nuestra ira. Que alguien prometa avenidas más anchas apenas nos preocupa. Ya desde hace mucho que aprendimos a cruzarlas como inmigrantes mexicanos en Texas.
El que muchos sigamos sin tener automóvil no obedece exclusivamente a que no lo queramos. Los abusivos servicios públicos (del microbús al radiotaxi) nos han hecho pensar que los coches particulares son necesarios. Ya que pagamos 4.50 pesos por los viajes en transporte urbano ni siquiera podemos determinar qué es un servicio de 4.50, pues los choferes nos tratan como si en realidad ellos nos pagaran por subirnos. Sin embargo, esta perspectiva del coche como un artículo imprescindible fascina a nuestros padres. Cuando tu mamá desiste de que le des un nieto empieza a preguntarte cuándo piensas comprarte un automóvil, porque los carros son una prueba de madurez, como la cotización para la vivienda o el acta matrimonial.
Como el peatón empedernido que soy, me preocupa cómo el mundo está cambiando a favor del auto particular y cómo los servicios empeoran para hacernos soñar con un carro propio. Sin embargo, lo que más me inquieta es la manera en que los coches reproducen la vida que hemos llevado sobre la banqueta tantos años:
“Ponte el cinturón si no la alarma va a seguir sonando”, me dijo una vez una amiga que me llevaba de aventón a mi casa.
“Ahora resulta que tu automóvil me va a dar lecciones de urbanidad”.
“Y de moral. También suena si intentas tocarme”.
Pedí que me bajara en la siguiente esquina.
Todas las imágenes provienen de accidentes sucedidos en Campeche.
6 comentarios
Laura cordero -
rodrigo solis -
P.D. ¿Has dado alguna conferencia en Madagascar?
Eduardo Huchin -
KurtC. -
Saludos!
Laura Trujillo -
Por otro lado, jajajaja. Es verdad, tienes toda la razón. Los automóviles nos transforman, tu lo has visto, dicho y escrito. Bueno, prometo no transformarme tanto jajaja. Pero sin duda es algo casi inevitable.
¡Saludos!
daryl -
Lo repito, y no por zalamera, me gusta tu estilo y siempre encuentro palabras inteligentes y coordinadas. No es sólo escribir por escribir.
¿Alguna vez has dado una conferencia en Ciudad del Carmen?