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Tediósfera

Un mundo raro

El hombre que nadaba demasiado

Michael Phelps

Un estadunidense con una espalda tan ancha como una mantarraya se ha convertido en el nuevo héroe del mundo. Michael Phelps ganó las ocho medallas de oro que se le tenían pronosticadas para estos Juegos, y con ello fue nombrado el mejor deportista olímpico de todos los tiempos. ¿Y qué hace este nuevo superhombre para tener al mundo y a los medios besándole los pies? Sólo nadar. ¿Que lo hace rápido? Ni quien lo dude, pero ¿es suficiente eso para monopolizar la atención en los Juegos de Pekín, no digamos tener sobre sí todas las miradas del mundo?  
Jacques Rogge, presidente del Comité Olímpico Internacional, fascinado por los millones de dólares que ha significado el muchacho de Baltimore, lo ha explicado de esta manera: “Los Juegos Olímpicos se nutren de superhéroes. Está Jesse Owens, Paavo Nurmi, Carl Lewis y ahora Phelps. Y eso es lo que necesitamos”.
Ya sabemos que ahora para hacer historia no es necesario encabezar una revolución o tirarse del Castillo de Chapultepec envuelto en una bandera, basta únicamente con nadar muy rápido (o durante muchas horas, en caso de que seas senador campechano); también funciona correr como alma que lleva el diablo. En estos tiempos, el heroísmo sólo puede alcanzarse con cronómetro en mano.
Hay que reconocer que ahora queremos hombres rompiendo marcas, no importa si es de hacer buches por más tiempo o comer la mayor cantidad de chiles serranos. Amamos las cantidades, porque los números son un buen parámetro para comparar. ¿Cómo saber qué tan bueno ha sido un profesor? Por el número de alumnos aprobados. ¿Cómo examinar un informe de gobierno? Con cifras, millones invertidos, kilómetros pavimentados. Así calificamos a los hombres que triunfan, así a las grandes canciones (por si no se habían dado cuenta Forbes, Billboard o Sport Illustrated hablan siempre… de números).
Este universo de cifras, donde todo diagnóstico pasa siempre por la calculadora, es un lugar propicio para que nombres como los de Phelps (o Carlos Slim, en otro caso) se vuelvan conocidos. Se trata de héroes que viven para el ranking.
En una realidad de números, queremos marcas rotas y el nadador nacido en Baltimore no hizo más que darnos uno de esos récords que tardarán algunos años más en alcanzarse: ocho medallas de oro en una sola Olimpiada. Eso quiere decir que si Michael Phelps fuera mexicano (que se llamara, digamos, Maikol Pérez) su sola presencia hubiera significado un triunfo para toda la delegación, que podría presumir de haber regresado de Pekín con la mejor cosecha de preseas doradas de su historia.
Pero volvamos al punto de los nuevos héroes. ¿Por qué han sido especiales estas Olimpiadas? Porque nos ha tocado ver el nacimiento de una leyenda. Aunque sea una leyenda con ventaja porque, ¿en cuántas disciplinas se pueden obtener tantas medallas haciendo una sola cosa? ¿O es que acaso en el tenis hay categorías tales como “Pasto sin red”, “Arcilla bajo la lluvia”, “Cemento estilo matamosca”, “Dobles con red de barco atunero”? ¿A cuántas medallas podía aspirar Rafael Nadal, por ejemplo? No es casualidad que el referente inmediato del héroe a quien Phelps venció (Mark Spitz) haya sido también un nadador.
Pero bueno, lo que viene para el joven Phelps después de pulverizar algunos récords y aparecer en todas las portadas de los periódicos importantes del mundo es aprovechar la corriente de fama que le ha dejado Pekín y las ofertas de los genios de marketing que de seguro han estado marcando su número desde hace dos semanas.  A partir de ahora veremos si el hombre que nadaba demasiado da de qué hablar en los cuatro años que separan a esta Olimpiada de la siguiente, o si su nombre quedará olvidado hasta que aparezca un nuevo superhombre, capaz de acabar con los records del estadounidense y provocar que un espectador de la nueva generación comente: “Dice la tele que igualaron a Michael Phelps, ¿pero quién diablos es ese tal Phelps?”.

Política y galletas integrales

Política y galletas integrales

Las compañías de cereales dicen ver por la salud de usted, y por eso hacen campañas de salud, ponen estadísticas sobre alimentación en sus cajas y comerciales donde salen chicas guapas mirándose el abdomen en un espejo.  La acción es inobjetable. ¿A quién se le ocurriría criticar a una empresa que les dice a los mexicanos que se alimenten mejor… comiendo sus productos? Sólo a los gordos derrotados.

Los partidos son lo mismo: su preocupación no es el bien público sino la obtención del bien público a través de sus representantes. Sin embargo, ¿cuántos criticaríamos que hagan leyes en los Congresos, construyan obras y atraigan inversiones desde sus gobiernos? Sólo a los anarquistas derrotados.

Sin embargo, creer que los partidos son el único modo de tener una vida democrática es como pensar que los cereales son suficientes para tener una vida nutritiva. Son una opción fácil: aunque tienen diversas presentaciones, todos pueden encontrarse en el mismo estante. Además, no existen muchos problemas para saber de ellos: algunos llevan un tucán en la caja, unos más vienen en empaques azules y los más tradicionales hicieron su fama gracias a los comerciales de un tigre (si se llamaba Toño o Azcárraga, ahora no recuerdo bien).

Lo más seguro es que en el fondo todos tengan un contenido energético similar, pero las empresas nutricionales (como los partidos) van a tratar de convencernos de que son cosas absolutamente diferentes, aun así compartan los conservadores de siempre… quiero decir a los conservadores de siempre.

La pregunta es ¿podemos evitarlos? Por supuesto que no, pero podemos no creerles del todo. Pongamos un ejemplo: el PRD propone una consulta sobre la reforma energética y Kellog’s saca al mercado una campaña sobre las bondades de la linaza. Vistas de lejos parecen las ideas más sanas para fortalecer no sólo la democracia sino la salud misma, ambas necesitadas de medidas urgentes, que no involucren a los medicamentos similares. Estudiosos de todas las corrientes destacarán las virtudes de la participación ciudadana, lo mismo que de los aceites de la linaza en la prevención de enfermedades degenerativas. No es en la teoría donde falla la propuesta, sino en su manejo malicioso: relacionar el plebiscito y la linaza con sus promotores, a fin de aumentar la aceptación tanto de sus candidatos, como de sus galletas. Unos quieren usufructuar la democracia, del mismo modo que otros  lo quieren hacer con la buena alimentación.

Del lado empresarial, ése es el mismo espíritu que anima a programas privados como “¿Cuánto quieres perder?” o cruzadas como el Teletón: unen la buena causa con la propaganda. Sus motivos son incuestionables, salen muchos beneficiados, pero en el juego de media cancha, hay una ganancia jugosa para los impulsores. A las empresas les sucede lo mismo que al Gobierno (o viceversa): es prácticamente imposible hacer buenas acciones sin salir en la foto portando un logotipo.

Nadie en su sano juicio pediría que se supriman las cruzadas por la buena salud ni los programas sociales, sólo porque les sirven de publicidad a unos cuantos. Lo que se necesitan son mejores consumidores y mejores electores. Gente cada vez mejor informada, a quien los comerciales le produzcan la misma desconfianza que los trípticos de los partidos, votantes que criben la información valiosa de la palabrería. No obstante, eso es lo que no les conviene a los partidos, que prefieren proteger a los votantes de las descalificaciones a través de la supresión de las campañas negativas. Como si aún fuéramos menores de edad, nos dan menos elementos para elegir, con el pretexto de no exponernos demasiado a la violencia electoral, que es como prohibirle a un niño que no vea las luchas, por miedo a que confunda la realidad con la ficción.   

Después del 2 de julio, se conformó una alimentación más o menos balanceada en la democracia mexicana, pero los políticos no han entendido todavía lo que eso significa. Todos los partidos todavía pugnan por hacernos creer que venden las mejores galletas, la fibra que más nutre  y que si los consumimos en porciones suficientes para asegurar sus plurinominales, garantizamos con ello una larga vida a nuestra soberanía. Pero no es verdad. Los partidos son expertos en diagnosticar males al país, pero son incapaces de entender una radiografía de sus propios problemas. Los partidos siempre acusarán la excesiva corrupción que engorda a instituciones como Pemex, pero nunca serán capaces de someterse ellos mismos a una dieta.

La política y el consumo están en manos de la gente, condenada qué remedio a escoger de lo que haya en el estante. Además de eso, hay que reconocer igual que ni los ciudadanos ni consumidores son las personas más conscientes del mundo y la mayoría de las veces decidimos movidos por la fe (creemos en los números que dan “nuestros” expertos en petróleo, creemos que una porción de Special K tiene efectivamente mil 100 kilocalorías). Y si ése será el panorama, a nadie extrañe que sigamos gordos, que sigamos políticamente estancados.

Los ladrones somos gente honrada

Los ladrones somos gente honrada

DESLINDE DE RESPONSABILIDADES

Los seres humanos apelamos a las circunstancias cuando queremos librarnos un poco de las responsabilidades. “Es que soy huérfano”, “No choqué, me chocaron”, “Estaba borracho la primera vez que la besé”. No son meros pretextos. Ves a las personas y no puedes negar que hay algo de verdad en sus palabras, incluso cuando encuentras a un tipo metido en tu carro que, a las dos de la mañana, te dice: “No lo tomes como algo personal, es que he tenido una semana muy difícil”.

Algo sucede con el mundo que nadie quiere aceptar su ración de responsabilidad. “Lo estaba diciendo de broma”, se justificó una compañera de la carrera cuando una delegación de la escuela se desvió a Palenque a petición suya y nos asaltaron en el camino. “Yo creí que de verdad se les había descompuesto el carro”, pretextó el chofer por haberle dado parada a un par de sujetos que parecían extras de “El fiscal de hierro III”.

Los mexicanos nos hemos vuelto expertos en dar explicaciones que nos eximan de culpa alguna. Si no fue el pasto de la cancha fue la desaceleración de Estados Unidos o el cambio climático o la Halliburton. Como afirman los autores del Manual del perfecto idiota latinoamericano: “Nos da placer morboso creernos víctimas de algún despojo”.

Nada como un choque para constatar el fenómeno. Ves a los implicados y te das cuenta de que las evidencias no cuentan tanto como la convicción con la que los conductores niegan todo. Eso me pasó con un amigo, a quien un taxista quiso ganarle paso la otra noche.

“Compa”, le dijo el ruletero, mientras calculaba en pesos el daño en el guardabarros, “la ley es muy clara, el de la izquierda tiene la preferencia”.

De inmediato llamó por radio a otros seis taxistas como si la verdad proviniera de quién convocara a más gente y sólo hasta que llegó el perito en tránsito las cosas pudieron ponerse sobre la mesa:

“Estaba usted tomando una calle en sentido contrario”, dijo el oficial. Aún así el ruletero le pidió un reglamento de vialidad que especificara por qué eso era una falta.

 

NO SE ACEPTAN DEVOLUCIONES

Por siglos hemos considerado el encontrarse objetos valiosos como signo de buena suerte. Un billete de 200 pesos no tiene más dueño que alguien con estupenda graduación, capaz de distinguir la cara de Sor Juana de cualquier hoja seca en el parque.  Pero eso es comprensible, el dinero en realidad es de nadie, hoy está en nuestras manos, mañana en las del vendedor de piratería. No sucede lo mismo con los celulares, por ejemplo, cuya capacidad para concentrar datos esenciales a través de fotos, canciones, videos y números telefónicos los ha convertido en una especie de cédula de identidad. Son nuestra credencial a modo. Lo indignante de los móviles no devueltos proviene precisamente de que tienen todo para que la gente los regrese, pero raramente eso sucede.

Esta semana hice un conteo informal de cuántos de mis conocidos habían perdido su celular sin recuperarlo y cuántos tenían un celular de dudosa procedencia. La cantidad era abrumadora.

“No me mires así, no soy ningún delincuente”, me replicó un amigo, “además le regalé el celular a mi hermana para sus quinceaños”.

“¿Y qué hiciste con esas fotos en lencería que tenía?”, comentó alguien.

“¿Artistas, modelos o algo así?”, pregunté inocentemente.

“Nop”, dijo mi amigo, “fotos de la auténtica dueña del celular. Por supuesto que las borré, no iba a dejar que mi hermana viera todo eso”.

Alguien carraspeó mientras decía: “Ajá”.

“Bueno, ya”, respondió mi amigo y nos mostró todo el porno amateur que había copiado a su propio teléfono.

¿Cuál es el motor que impulsa a la gente a quedarse con aquello que no es suyo? Creo que nuestra anuencia o la de las circunstancias. Si somos capaces de extraviar las cosas o confiar en tipos como ellos, nos merecemos esos saldos en contra. Además, la gran mayoría de las personas no se siente un ladrón por no devolver las cosas. Hay amnesia, mala suerte, una mudanza, todo, menos mala voluntad. Ayer, coincidí en la fila del cajero con un ex compañero a quien le había prestado seis libros de Borges, hace muchos años para su tesis. 

“Qué tal, cómo te pinta la vida”, me dijo.

“Nada, sobreviviendo como todos”.

Salió del cajero sin despegar siquiera la vista de su saldo de débito: “Ah, estos banqueros son unos verdaderos forajidos”, dijo. A paso veloz se marchó por la acera sin despedirse.

 

EL NEGOCIO DE TU VIDA

La última regla empresarial es “si un producto no hace daño entonces es benéfico”. Con esa premisa, un tipo me explicaba en el café cómo obtener ganancias por 20 mil pesos mensuales haciendo empresarias a otras personas, a través de un producto de mangostán que no sabía si servía para algo, pero que por lo menos no había reportado muerto alguno en los dos años de haberse empezado a distribuir.

“Entre más gente metas al negocio, más ganas. Lo verdaderamente importante no es el producto sino la red de empresarios que vamos a conformar”, me decía.

“¿Pero qué es esto, una medicina, una vitamina, un complemento alimenticio?”, le pregunté.

“Eso. Un complemento”.

Ahora a cualquier cosa salida de una pulpa podía llamársele “complemento”.

Se trataba, por supuesto, de una estafa, pero el joven emprendedor delante de mí era incapaz de verla. Había desviado la premisa esencial del comercio (alguien compra lo que otro vende) y la había convertido en un juguete monstruoso (“Con este sistema consumes y te pagamos sólo por recomendarnos. Y si esa gente a la que nos recomendaste prosigue la cadena, ganamos todos. No es nada ilegal, te lo aseguro, pero si no aceptas júrame que no reconocerías mi cara en un retrato hablado, ¿estamos?”).

Ofrecer un comestible de dudosa salubridad, para mí era lo reprochable; rechazar un sistema tan ventajoso para hacerse de dinero era para él lo incomprensible.

Dejé ir, según el promotor, la oportunidad más grande de mi vida.

“Por gente como tú, este país no avanza”, dijo.

“Eso”, pensé.

Golpeó la taza de café con la cuchara y me miró. Tenía el semblante cansado de quien ya compró tres cajas de mangostán y ahora no sabe qué diablos hacer con ellas.

Voy a cortarte el Internet, papá

Voy a cortarte el Internet, papá

Padres e hijos: al final los papeles terminan por invertirse. Durante nuestros primeros años de vida, nuestros padres se habían deleitado viéndonos aprender a caminar, a hablar y a leer; veinte años después somos nosotros los que los vemos educarse en el correo electrónico, las salas de chat y los programas para compartir música.

-Oye, hija, ¿cómo le hago para “copiar” este documento? –era el tipo de pregunta que escuchaba mi amiga cuando su papá regresaba de sus clases vespertinas de cómputo.

-¿A dónde lo quieres copiar?-le decía ella pacientemente, con ese estoicismo que cultivó cuidando a los niños medicados de sus primas.

-¿Pues a dónde más? A una hoja.

Mi amiga se quedó en silencio un momento, mientras asimilaba una respuesta que no se esperaba.

-Ay, pa, lo que tú quieres es “imprimir” -le aclaró sin ocultar una sonrisa.

-Por eso “copiar” a la hoja –decía él y daba por terminada de la discusión.

Pero eso no es todo. El otro día, por una de esas casualidades que uno no se explica, el papá de mi amiga me añadió a sus contactos del Messenger.

-Hola, doctor –le saludé, como el hombre educado que soy.

-Hola, Eduardo- me respondió, pero en lugar del saludo salió una “H” y el ícono de una ola del mar.

Pensé en decirle que una conversación del MSN con tantos dibujitos le iba a quitar mucha seriedad a una profesión como la suya, pero pude inferir que el papá de mi amiga no sabía cómo eliminar las animaciones.

-Sólo entré unos minutos – me escribió o por lo menos eso entendí por la imagen de un sol y la letra “O” y el dibujo de una aguja que recorría la carátula de un reloj.

-No se preocupe, doctor, lo dejo trabajar –le dije.

-Gracias, voy a terminar de escoger unas…- me explicó, pero apenas salió aquel ícono bochornoso ya ni siquiera tuve el ánimo para averiguar qué cosas andaba buscando don Oliverio en Internet.

Eran las 9 de la mañana de un sábado y mi amiga me llamó desesperada para que la acompañara a buscar su lap top. Ya con seis años encima, la pobre máquina no respondía ni a las funciones más básicas, como reproducir películas o clonar discos de música. Ella había llevado su computadora con un técnico hacía un mes, pero la ausencia de una pieza había retrasado la reparación una semana más.  

-¡Pero es sólo el teclado! – le había dicho su papá esa mañana-. Anda, ve inmediatamente con ese bandido y te traes la computadora de una vez, ya verás como la arreglo yo con dos alambres y una batería de carro.

Su papá había reparado con cierto éxito el televisor y el aire acondicionado. Eso, según él, le daba la competencia suficiente para desentrañar un reactor nuclear.

Recogimos la lap top y se la entregamos a su papá, como si se tratara de una ofrenda maya.

-Es la pila, estoy seguro –dijo con la seguridad con la que un médico diagnostica una sífilis con sólo verle la cara de perdedor a su paciente-. Son unas pilas como las del control remoto y se le ponen, a ver, creo que por acá.

Mi amiga no decía nada mientras yo veía con terror el tratamiento que vendría. Ha sido la única vez que he sentido compasión por una máquina, específicamente por alguna que contenga el Windows Vista.

Cinco días después, mi amiga me explicó su serenidad de aquella mañana:

-Papá y yo habíamos hecho un trato. Él se quedaba con la lap y me ayudaba a pagar una computadora nueva. ¿Provechoso, no?

-Al parecer don Oliverio es bueno para la cibernética, pero tiene problemas con los negocios.

-¿Con la cibernética nada más? Vaya, cómo decirlo, mi papá es un hombre del Renacimiento: opina de pedagogía cuando mi hermano le trae a su hija; de medicina cuando me oye toser; de albañilería cuando alguien sugiere reparar la fachada; de floricultura cuando mamá encarga dos macetas para el patio. Últimamente habla como un constitucionalista cada que sale Calderón en la tele.

-Bueno, qué quieres que te diga. Algo de enciclopedistas tienen los papás, principalmente los que hicieron de todo en tiempos de penuria.

-Sí, lo sé, pero ¿es necesario que me regañe cada que le cocino pollo con chícharos? “Hija”, me dice, “¿esos chícharos no deberían estar más achatados?”. ¡Papá!”, le digo, “¡son chícharos, no el planeta Tierra! Lo peor es que nunca ha preparado siquiera un huevo revuelto, pero ¡cómo le gusta hablar dos horas sobre la cantidad exacta del orégano!

-Vaya ¿y pudo reparar la computadora, por fin?

-Sí, la llevó con el hijo de no sé quién, pero ahora ya no se despega de ella. Con eso de que descubrió cómo bajar música.

-El Internet es el paraíso de los señores porque ahí consiguen canciones que no obtendrían de otro modo.  

-Sí, caramba. Papá ya llenó dos gigas con Palito Ortega. Yo no sé si Palito Ortega haya cantado lo suficiente en su vida para llenar dos gigas de memoria, pero en la computadora de mi papá eso es posible.  

-¿Y qué dice tu mamá al respecto?

-Al borde de la histeria, ya te imaginarás. Ayer vino a quejarse a mi cuarto: “Ese tu padre”, me dijo, “está viendo Grandes Ligas en la tele, oyendo el juego de los Piratas en la radio y aparte escribiendo en la computadora. ¡Cada vez se parece más a sus hijos!”

-¡Qué duro! –comenté.

-¿Sabes una cosa? Lo peor es que es verdad.

¿Y para cuándo el posgrado y los hijos?

         graduacion

¿Y LOS HIJOS?

El único ser vivo que he adoptado como hijo es una gata que me clavó su uña en el pecho cuando quise cargarla. Desde entonces veo con cierto recelo la paternidad, lo que no me quita que cada quincena llore como si tuviera que mantener una prole de ocho niños.

“No basta con traerlos al mundo”, dice la canción y a veces tengo la impresión de que para tener un hijo se necesita una voluntad de hierro como la que ha tenido mi papá para aguantar a gente como yo.

Y es que llega uno a cierta edad en que todo mundo ve con desconfianza que no te hayas reproducido.

-¿Y ya fuiste con el médico? –me dicen los amigos, como si en realidad me hubieran descubierto una erupción vergonzosa en el pecho.

-No- les respondo.

Uno de ellos me devuelve una mirada de “conozco unos doctores en Tijuana que quizás podrían ayudarte…”.
-Ya casi tienes 30 años –continúa alguno-, no es que te tengas que seguir comportándote como un adolescente. Ya pasó la prepa y la carrera, tienes que pensar en “sentar cabeza”.
Eso significa: “te queremos ver viviendo la misma miserable vida que nosotros”.
-Un momento. Yo estoy bien...
-No intentes justificarte. Ve las cosas que haces…. Sólo hablas de caricaturas, cómics y series de televisión… ¡Tienes un grupo de rock, por Dios! Déjale eso a los muchachos de 20, a quienes la única escasez que les preocupa es la de gel para el cabello.
-Hey, que Keith Richards tiene la misma edad de tu papá.
-Pero es famoso, tiene dinero y posiblemente más hijos que los que pudo procrear toda nuestra generación junta. 
-Es verdad – digo y mejor cambio de tema.

 

¿Y EL TÍTULO?

La mayoría de las veces, experimento escozores cuando la gente me comparte su idea de superación. Escalafón a escalafón: estudiar, titularse, una maestría, un doctorado en España, regresar al estado pensando que nadie nos merece. Y en un plano paralelo: tener novia, el primer empleo, casarse, un hijo, un empleo más, el siguiente hijo, volverse compadre de uno de tus compañeros de trabajo, colaborar en la campaña de un amigo de tu amigo, finalmente trabajar en Comunicación Social.

-¿Todavía estás viviendo acá? –me dicen los que fueron mis maestros en la preparatoria- Yo te imaginaba por lo menos en la UNAM.

Bajo la mirada como cuando Pedro Infante reconoce a su hijo en “Un rincón cerca del cielo”.

-Pero es que tengo ya la edad de un “porro” –les respondo.

-Mucho mejor –me dicen burlones-, es la carrera con más futuro que hay en la Universidad Nacional.

Ríen y se van. Sólo entonces comprendo por qué siguen dando clases en tres prepas distintas.

De la superación infinita nadie se salva. Siempre hay un escalafón más arriba, siempre hay algo que deberías hacer y todavía no has intentado. A mis amigos con maestría, los atosigan preguntándoles cuándo terminarán la tesis; a quienes ya hicieron la tesis, les dicen: “¿Y ya pagaste la titulación?” A los que ya tienen un papiro del Tec de Monterrey en sus paredes no faltará quien les comente: “Hay unos doctorados extraordinarios en España”. Pero eso no es todo, estudia en Europa y lo más seguro es que tarde o temprano recibas un mail remitido por una fundación que siente haber invertido más en ti que todo el sector hotelero en el estado: “Bueno, señor, ¿usted cuándo piensa volver a regresarle a Campeche todo lo que le ha dado?”

 

LA UNIVERSIDAD DE LA VIDA

Mantener un noviazgo por más de cuatro años es como haber terminado la carrera y ejercer sin cédula. La gente te ve de manera sospechosa, por no decir que te tacha de ser un irresponsable. Cada que hay oportunidad alguien te pregunta: “Bueno, ¿y es que no piensas casarte?” que es como si en el fondo te dijeran: “¿No vas a desperdiciar cinco años de estudio para luego no titularte, verdad?”. Dejemos algo en claro: la gente no quiere hablar de semestres escolares, como tampoco quiere hablar de años en una relación, es más, no les interesa si fuiste o no feliz en ese tiempo; en realidad, sólo quiere que la invites a tu examen profesional o a tu boda.

-Ay, hija, es que tener tantos años de novios y no llegar al altar es como haber estudiado seis años en un secretariado- oí que le aconsejaba una señora a su muchacha en el supermercado.

Algo parecido sucede con cientos de alumnos que cursaron carreras que odiaban porque eran “profesiones con futuro”.

-Ay, hijo, la Universidad es como el matrimonio: ya que estás titulado, ejerce por lo menos un año, para que la gente no diga que no lo intentaste. 

Pero para esta sociedad ser casado y titulado no basta. Los papeles –ya lo sabíamos- no garantizan la paz de nadie.

-¿No crees que a tu vida de licenciado le falta algo así como una maestría para estar completa? Si tienes problemas laborales, una maestría siempre servirá para que no te corran –me sugirió un amigo. Así es como mucha gente se embarca en los posgrados, aunque luego no busque ni cómo mantenerlos.

Pasan los años, se obtiene un máster y se procrean hijos, se cambia de carro y se llega a la dirección de una empresa. Uno parece el hombre más feliz del mundo, con familia, amigos, reputación y un reparto de utilidades respetable. Pero algo sucede y no se está satisfecho. Ganar bien ya no tiene ese sabor de pecado, como cuando uno sustraía papelería del trabajo porque sentía que le pagaban una miseria. Entonces se empieza a ser infiel a la profesión y se inician pequeñas aventuras laborales: vender platería, zapatos, plásticos, perfumes, bolsas y maquillaje para señoras. Así va la vida, hasta que el jefe nos descubre un labial en el portafolio y enardecido nos pide la renuncia. Entonces nos inventamos otra cosa.

Superhéroes y periodistas

Superhéroes y periodistas

Dos de los superhéroes más influyentes del mundo del cómic y el cine trabajan en periódicos: Superman y el Hombre Araña. No es que resulte muy sencillo librar al mundo de villanos como Lex Luthor y el Duende Verde, pero Clark Kent y Peter Parker parecen sufrir más al momento de entregar una nota o vender una fotografía. El superhéroe, en efecto, responde al llamado de la justicia, pero el reportero tiene que atender la llamada -más inoportuna, si se puede- de su jefe de información en el teléfono. Los villanos de cómic son científicos que se han vuelto locos y quieren conquistar el mundo; los de la vida real desean cosas menores -como vivir del presupuesto- pero con la misma demencia. 

Ningún enfrentamiento puede ser más estresante que las juntas editoriales: el Doctor Pulpo es el típico gordo con tentáculos con el que no quisieras coincidir, pero un jefe como Jonah Jameson es mucho peor, porque tarda hasta dos meses en autorizarte las vacaciones. Ser superhéroe es una vocación para quien ha sufrido un trauma como Batman o para tipos susceptibles a la ira, como Hulk, pero el periodista necesita además una paciencia de hierro para cubrir las sesiones del Congreso del Estado.

Es quizás por eso que vemos a los periodistas como héroes que luchan contra muchas cosas: la censura, el viejo sistema, la mala fe entre colegas y la falta de boletos suficientes para las rifas. Así como hay Hombres X, Vengadores, Cuatro Fantásticos y la Liga de la Justicia, los gremios periodísticos se agrupan en: reporteros, fotógrafos, columnistas, presentadores de televisión, caricaturistas, comentaristas de radio y editores. Los grupos informativos se apoyan y se repelen, luchan por lo mismo pero al parecer cobran en nóminas distintas y eso hace toda la diferencia.

Los superhéroes del periodismo se dividen en gráficos y verbales. Por ahora me ocuparé sólo de los segundos, porque en verdad parecen tener superpoderes. Los reporteros, por ejemplo, están en dos o tres lugares al mismo tiempo y son capaces de contar lo que sucedió en un sitio sin haber estado ahí. Saben de medicina, de educación, de economía, de política, de medio ambiente; entienden de meteorología y de inflación, transcriben las palabras de funcionarios que apenas saben hablar, entrevistan al líder de los taxistas y salen ilesos. Los reporteros son personas que viven una vida normal hasta que se ponen el chaleco caqui de “Prensa” y entonces algo en ellos se transforma. Exponen sus vidas durante invasiones de terrenos y protestas campesinas, acompañan los operativos y asisten a inauguraciones de eventos culturales, se mantienen despiertos durante festivales del DIF y todavía llegan a las redacciones a teclear a toda prisa. Sólo por eso se les perdona que escriban “Ministerio Público” sin tilde.  

El jefe de redacción es como el Profesor Xavier, a quien parece que nadie moverá de esa silla pero que es capaz de ver lo que está aconteciendo en todos lados en todo momento. Ha desarrollado facultades mentales tan elevadas como para distinguir una nota auténtica de policía de un boletín de la SSP. Reúne a sus muchachos y les encomienda misiones suicidas como el inicio de la veda de camarón o un sondeo sobre la reforma petrolera. El jefe de redacción sabe que tiene que conducir a su equipo hacia el triunfo del bien, sobre todo cuando está cerca el año electoral y el bien está comprando buena publicidad.

Los columnistas políticos, aunque son héroes, se asemejan más al Acertijo, aquel villano de Batman, porque andan dejando adivinanzas por todos lados: “¿A que no sabe usted, estimado lector, qué funcionario público federal ya está en campaña?”, “¿Los nombres que suenan en el PRI para el 2009? ¡Por supuesto!”, “¿Será que el Partido de la Revolución Democrática pueda sobrevivir a esta desbandada? ¿Estuvieron los delegados en lo correcto en aparecer en aquel evento panista?” El columnista quiere ser un oráculo que en lugar de Delfos despacha desde el café, pero tiene más que ver con Edipo: con la cabeza en tantos lados que nunca distinguiría a su esposa de su madre. Además el columnista tiene un aliado a quien nadie ha visto, pero cuya inexistencia sería peligroso declarar. Se llama “opinión pública” y el editorialista recurre a ella cada que se queda sin argumentos: “estarán de acuerdo conmigo”, “no lo digo yo, lo opina medio mundo”, “es algo que se sabe”.

Los presentadores de noticias y los comentaristas de radio son como Ironman: por fuera máquinas y por dentro seres humanos. Nos hablan a través de aparatos electrodomésticos y opinan gracias a una cosa que parece surgida de un desastre nuclear: el espectro radioeléctrico. Combaten la injusticia desde apretados estudios que dan la sensación de ser más amplios, bajo capas insoportables de maquillaje y con invitados que articulan sus oraciones con la sintaxis de un ruso que conoce por primera vez el castellano. El presentador de medios electrónicos lucha contra el tiempo y los cortes comerciales, que es como pelear contra Lex Luthor y luego cobrar en alguno de sus negocios.  

En el último escalafón están los editores, que son como esos superhéroes creados sólo para hacer bulto y cuyas aventuras a nadie interesan. No existen editores estrella ni redactores que reciban canastas navideñas, pese a que luchan diariamente contra fuerzas desconocidas, como la Comisión Federal de Electricidad y el Word 2007 de Microsoft. Pero eso no importa, son personajes menores y en el mundo de los cómics no existen superhéroes que en su vida cotidiana trabajen armando páginas o corrigiéndole la ortografía a Clark Kent. Es quizás por eso que el Gobierno del Estado no los considera periodistas. Si existiera un superhéroe redactor (que en las madrugadas salve al mundo después de salvar el idioma en las tardes) quizás los editores alcanzaríamos boletos para la rifa del Día de la Libertad de Expresión.

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“Tiene 10 años aquí y todavía no sé a qué se dedica”

        Dil11

 

LOS DE ABAJO

¿Qué hacemos con las personas ineficientes? La primera respuesta es: correrlos. Pero no, no es posible. La clave es el sindicato. Que alguien sea ineficiente no quiere decir que no le sirva al gremio, aunque sea un perfecto dolor de cabeza para el usuario. El ineficiente es una prueba de poder del sindicalismo en México: entre más gente inútil coloque la agrupación su influencia es mayor y, por ende, sus decisiones más arbitrarias. Una idea que se ha cristalizado a través del “contrato colectivo de trabajo”: la obligación de aceptar congregaciones en vez de individuos. El punto central del contrato colectivo son los ineficientes, porque no obtendrían trabajo por sí solos. Ellos son la razón de ser de este “triunfo del sindicalismo”. ¿Y los otros? Callan, porque en el fondo no quisieran descubrir que son también unos inútiles.

Un ejemplo práctico y acorde a los tiempos: Pemex produce la cuarta parte de lo que produce Exxonmobil, pero, ojo, con el doble del personal. Cada trabajador de Pemex produce utilidades por 379 mil dólares; cada empleado de Exxon, 1.62 millones. ¿Qué Exxon es una compañía privada? Entonces comparémosla con Pedevesa (la estatal venezolana), cuyos trabajadores aportan por persona, 1.1 millones en utilidades. Y eso no es todo, según una nota de El Universal cerca de la mitad de los empleados que trabajan en “flotas dadas de baja” no pueden ser despedidos. ¿Sabe usted por qué? Quizás lo intuye: por el contrato colectivo de trabajo.

El Magisterio es otro ejemplo notable. Una vez obtenido un puesto a través del SNTE hay posibilidades casi nulas de quedarse sin empleo. Cada que un sindicalizado se mete en problemas es puesto “a disposición”, que no es otra cosa que seguirle pagando para no hacer nada, sino apenas para esperar a que su conflicto sea resuelto. Eso que es un limbo para el Magisterio en realidad es un paraíso para la gente común y corriente. Pero no vayamos a los casos de excepción: asista un día a la Secretaría de Educación de su estado (la Secud, en Campeche), ¿puede determinar a simple vista cuál es la función que desempeñan las primeras diez personas que vea alrededor de un escritorio? ¿No? Es posible que ni el encargado de nómina lo sepa. 

                      Peter1

 

LOS DE ARRIBA

Hace unos treinta años Laurence Peter determinó un principio (“el Principio de Peter”, por supuesto) donde desentrañaba el porqué el mundo no parece funcionar como es debido. Según Peter, la gente eficiente iba ascendiendo puesto a puesto hasta llegar a su nivel de ineficiencia. Una vez ahí no cumplía bien su función (no estaba hecho para ella), pero tampoco podía ser degradado a un escalafón inferior. Todos perdíamos en los ascensos: el usuario, la institución, el trabajador (que terminaba o siendo un hombre frustrado por no cumplir su vocación o un cínico que sabía que no estaba haciendo bien las cosas, pero le valía). Por ejemplo: un maestro que era buen maestro de repente era promovido para ser administrativo. ¿Cuál era la lógica de tal movimiento?, ¿por qué alguien que daba buenas clases podría servir para dirigir una facultad? No sé, el caso es que resultaba un completo inútil en el trabajo de escritorio, de tal modo que con “el ascenso” perdíamos por un lado a un buen profesor y ganábamos por otro a un mal administrativo. Eso, para Laurence Peter, significaba que el maestro de este ejemplo había llegado a “su nivel de incompetencia”.

El humorista Scott Adams ha actualizado dicho principio al siglo XXI y lo ha llamado “el Principio de Dilbert”. Para Adams, los trabajadores más ineficientes son trasladados sistemáticamente ahí donde pueden hacer menos daño: la dirección de la empresa. Una pieza lascada es menos dañina en la parte más alta del Jenga.  De tal modo que a nadie extrañe ser liderado por un individuo que nada sabe acerca del trabajo que sus subordinados desempeñan.

Para Adams el éxito de un director de empresa se sustenta en la simulación de la calidad, en encontrar gente lo suficientemente imbécil como para comprar lo que fuimos a ofrecerle y en la dosis exacta de humillación a los empleados. También enumera las mentiras más comunes de la dirección: “Los empleados son nuestro bien más valioso”, “Yo sigo una política de puertas abiertas”, “Nos estamos reorganizando para servir mejor a nuestros clientes”, “La capacitación es una de nuestras principales prioridades” y “Su opinión es muy importante para nosotros”.

Para Adams un producto o un servicio es la resultante de jefes que quieren sobreexplotar a sus empleados y trabajadores que quieren dar lo menos posible por el mismo salario. En ese panorama, eso que llamamos calidad es una utopía.

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LOS DE EN MEDIO

¿Sabe usted si es competente o prefiere no comprobarlo, como si el ignorarlo garantizara que los otros no se darán cuenta? ¿Le preocupa que el mundo se vuelva cada vez más competitivo y que sus compañeros de oficina estudien una maestría además de tener dos empleos y cuidar a sus hijos? ¿Le intriga que el peor estudiante de su generación haya recibido la semana pasada un máster en Liderazgo Empresarial por el Tec de Monterrey? ¿No sabe por qué sus compañeros se ríen cada que menciona la frase “reparto de utilidades”? ¿Le molesta que aquello que usted empezó haciendo como un favor se le haya vuelto con el tiempo en una obligación? ¿Cree que debería pedir un aumento pero que la única razón válida que ha encontrado es que “la canasta básica está por los cielos”? ¿Su computadora le falla todo el tiempo pero en el momento en que llega el técnico en informática de repente se vuelve tan lista como HAL 9000? ¿Siente que el cubículo de su jefe tiene el clima a 10 grados Celsius a fin de que usted tiemble cada vez que él habla? ¿Que lo amenacen con quitarle el messenger le causa el mismo terror que si hablaran de amputarle la lengua? ¿Es usted un incompetente y no tiene el valor de aceptarlo? Si tuvo más de cuatro respuestas afirmativas, sume un punto más por esa última.

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Pobres almas en desgracia

Pobres almas en desgracia

Esta es la primera vez que asisto con una ensalmadora y he tomado cuatro camiones. Lo que en el DF es un trayecto cotidiano en Campeche es un exceso. Debo reconocer que dos fueron porque nos equivocamos de ruta.

Lucy, una amiga dispuesta a dar consejos que ella misma no aplicaría, me dice que ésta era una buena oportunidad para cambiar mi suerte. En alguna época de su vida lo había probado y para su sorpresa los remedios esotéricos le habían funcionado. Como si se tratara de una dieta, el fracaso de su voluntad la había conducido al camino de los vegetales.

Las señoras que curan los males del siglo XXI viven en cerros donde los camiones prueban su tracción hidráulica. También en casas que exhiben una Virgen luminosa, empotrada en una pared. A la izquierda de la imagen, una puerta de metal permanece todo el día entreabierta. No hay timbres eléctricos y golpear con una moneda puede resultar de mala educación. Uno entra con la confianza de que la dueña de la casa recibe invitados que llegan sin avisar.

Doña Georgina utiliza lo que en un tiempo fue el lavadero de su casa para dar consultas. A primera vista todo parece una buhardilla de objetos que transitan las últimas tres décadas, pero ni siquiera esas diez cajas de electrodomésticos descontinuados están hechos para el recuerdo; son apenas el escenario ideal donde exponer una crisis.  

Rodeada de santos que no logro identificar, de Cristos que no se parecen entre sí, de muchas flores y una veintena de veladoras, doña Georgina brinda consejos a las pobres almas en desgracia. Sus altares dan cuenta de una fe inquebrantable lo mismo en el santoral que en la herbolaria precolombina. No es difícil imaginarla transitar de la Iglesia al invernadero, cada domingo y es ese sincretismo lo fascinante del rito esotérico. Nada de Santas Muertes, nada de budas barrigones, con todo y su fe en las hierbas, este hogar es netamente católico.

Los asientos de espera parecen salidos de una casa en remodelación: sillas de plástico con rastros de pintura y cemento. A mi izquierda, tengo un  atisbo de la vida cotidiana de doña Georgina: su marido, sus hijos, sus nietos; del otro lado del miriñaque un niño juega el FIFA 2007. Observo con detenimiento cada centímetro de este espacio. Si estuviera grabando un documental sobre ensalmos, se oiría a lo lejos la voz del “Perro” Bermúdez.

Lucy y yo hemos estado el último cuarto de hora hablando de películas, mientras llega mi turno. En una esquina, a pocos metros de nosotros, doña Georgina atiende a una señora que ha sobrepasado sin mucho éxito los cuarenta. Ni siquiera me molesto en adivinar su problema: infidelidad. No se necesitan muchos poderes para adivinar en su hogar al típico hombre tratando a toda costa de sobreponerse a la edad, que no llega temprano a casa porque tiene tres trabajos y que se cree guapo a pesar de su bigote de Nietzsche.

-Su marido la engaña, mi mamá trabaja con ella –me susurra Lucy. Sentido común: 1, iluminación esotérica: 0.

La paciente se para con un paquete envuelto en papel periódico, al que palpa nerviosa como si se tratara de droga. De hecho, la transacción se efectúa con la misma discrecionalidad de un dealer y su cliente.

Doña Georgina me invita a pasar, mientras Lucy se queda junto a una señora que lee El Libro Semanal sin quitarse sus lentes negros.   

-¿Lo que te trae aquí es una mujer, verdad?- me dice la ensalmadora, tras prender una vela.

-Sí – respondo, aunque no sea cierto. Para afrontar las fuerzas desconocidas no hay nada mejor que inventarse una biografía.

Los siguientes quince minutos parecen un juego de ¿Adivina quién? Dice que soy casado (falso), que trabajo más horas de las que debería (cierto), que duermo poco y tengo un gato (cierto), que me dedico a algo que tiene que ver con los libros (cierto, aunque después me hizo saber que se refería que yo sacaba fotocopias frente a la Universidad), que tengo un compañero que me ha hecho el mal de ojo (no lo sé), que mi mujer está a punto de dejarme y que el dueño de la papelería está pensando seriamente en despedirme. Después del cuarto de hora, deja su papel de bruja para entrar en su papel de madre:

-Y tus triglicéridos, hijo…

Con el rostro pálido le digo que sí a todo. Me ve con esa compasión que tienen los santos de las iglesias.  

-Toma – me dice y me da unos cilindros de papel periódico. No es necesario que me explique qué contienen. El paquete de ruda y albahaca en manos de una ensalmadora es como esperar el naproxeno del dentista. Doña Georgina me habla de vapores, infusiones y baños; me habla de azúcar de caña y azúcar de fruta, flores de San Juan, zorrillo y ortiga verde. No logro retener tantas recetas. Finalmente es como ir a una visita guiada al jardín botánico: mi memoria se desentiende después del primer helecho.

Mientras oigo sus instrucciones me pregunto por qué seguimos recurriendo a estos remedios. Una vez que renunciamos a las soluciones razonables, ¿sólo quedan las velas, las plantas y las piedras? Ya que aceptamos que la felicidad no se encuentra en la ciencia o la religión, ¿es necesario hacer que nuestra casa huela a incendio forestal?  Cada que escucho las medidas inverosímiles a las que recurre la gente para sobrellevar sus problemas, pienso que aún tenemos fe en las soluciones repentinas. Ésa es la última esperanza que se pierde: la de que las cosas se resuelvan por sí solas.

Sólo al minuto me doy cuenta que doña Georgina ha dejado de hablar. Entonces caigo en cuenta que falta consumar el último ritual para que el remedio funcione. Meto las hierbas en una bolsa y saco un billete de a cien. La anciana me sonríe como si reconociera en mí a un nieto extraviado.