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Tediósfera

2001 caracteres: odisea (para llenar) el espacio

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Ninguna distancia es tan cansada como llegar al extremo inferior derecho de la hoja. Eso lo sabe cualquier periodista. Las cientos de palabras necesarias para poblar una página agotan tanto como una caminata cuesta arriba. Sobre todo porque el jefe de redacción somete la realidad a su propio sistema métrico (el número de caracteres), que de algún modo corrobora la razón que tenían nuestros maestros cuando decían: “La aritmética te persigue aun te metas de reportero”. Para los campeones de Scrabble esto no representa ningún problema, pero para quienes cubren los acontecimientos noticiosos a veces sí lo es. Si, como dice el Manual de Estilo, todos los elementos básicos de la información deben estar en el primer párrafo, ¿qué sucede cuando ahí acaba todo y el político no dio más declaraciones, el clima se estabilizó, la toma de protesta se hizo a puerta cerrada? Para eso hemos preparado nueve flamantes consejos para obtener los 2001 caracteres necesarios sin mentir en el intento:

1. EXPRESIONES REDUNDANTES: “Mes de noviembre”, en lugar de simplemente “noviembre” (hasta ahora no se ha sabido de algún noviembre que no haya sido un mes); “día viernes” en vez de “viernes”. En casos necesarios, recurrir a: “este próximo día sábado 4 del mes de noviembre, es decir, mañana”.

2. SUSTITUYA PALABRAS POR DEFINICIONES. Los comunicados de seguridad pública son ejemplos a seguir en este ejercicio: “y le fue decomisado medio kilo de ‘enervante blanco en piedra’ (cocaína) y una soguilla de ‘metal amarillo de gran valor’ (oro)”. Practique el sistema hasta dominar otras secciones ajenas a la actividad policíaca: en lugar de “mercado Pedro Sáinz de Baranda”, ponga “el principal centro de abastos de esta ciudad capital con nombre de héroe mexicano que participara en la batalla de Trafalgar”.

3. EL SANTO OFICIO.  Los oficios, informes, comunicados y otros documentos burocráticos contienen expresiones que pueden ser usadas en cualquier contexto y que, por supuesto, sirven a las notas periodísticas: “coadyuvar en el fortalecimiento de”, “intensificar las acciones en beneficio de los que menos tienen”, “escuchar las inquietudes de este sector de la población”.

4. LAS SECRETARÍAS DE NOMBRES LARGOS.  Una vez explicado el significado de Semarnat (Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales) o Profepa (Procuraduría Federal de Protección al Ambiente) no es necesario repetirlo dos párrafos más adelante, A MENOS que aún falten algunas líneas para concluir la nota. Sólo en esos casos, no está de más reiterarlo.

5. LETRAS EN VEZ DE NÚMEROS. Ochenta seis mil seiscientos veinte funciona mejor que 86 620. También los romanos son necesarios: en particular cuando se trate de reuniones, legislaturas o aniversarios. ¿Para qué decir 88 cuando se puede escribir LXXXVIII?

6. DESCRIPCIONES DE NOVELA. La nota sin información es una estupenda oportunidad para sentirnos novelistas del siglo XIX. Describa la ropa del entrevistado, sus acciones mientras responde, si alguien vino e interrumpió. El siguiente ejemplo proviene de una nota publicada hace pocos años bajo el título de “Cierran casa de amoríos rentados”: “Nueve mujeres sobre una misma cama se cubren el rostro con sábanas y toallas. De entre las telas se adivinan ojos temblorosos, labios secos, rostros pálidos...”

7. LISTAS DE NOMBRES. Las tomas de protesta en las comisarías y otros actos protocolarios nada tienen de interesantes salvo que alguien se desnude a mitad del “Sí protesto”. No obstante, su encanto proviene de los nombres de propietarios y suplentes que en mucho auxilian cuando se han acabado las palabras. Una lista que especifique los cargos es casi una bendición.

8. LA MEMORIA HISTÓRICA. Un funcionario recién nombrado arrastra su anterior cargo hasta por lo menos dos meses. Así, la nueva cabeza de tal o cual Dirección podrá ser llamada “quien fuera secretario particular de o titular en la Procuraduría para”. Párrafos más adelante, se debe recurrir a entrevistas anteriores y utilizar memorandos tales como: “Cabe recordar que mientras fue diputado local, fulano de tal prometió…”.

9. PARÁFRASIS Y CITA TEXTUAL, ESA DUPLA IDEAL. En teoría, una vez que se explica una declaración no es necesario citarla; en la práctica, las paráfrasis sirven precisamente para anteceder a las citas.  “El responsable de la asociación civil ‘Vamos Campeche’ explicó que la marcha a realizarse el día 4 tendrá como objetivo defender la diversidad sexual. ‘Esta marcha del día 4 tiene como principal propósito respaldar la diversidad sexual’, reiteró”.

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El ensayista que no quería citar y otras historias

Ensayistas

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Aquel ensayista siempre criticó el exceso de citas textuales. Decía que si los escritores cobraran por las citas no se preocuparían por vender libros. También decía que apenas era necesario que un libro o un ensayo empezaran por un epígrafe para que él le negara incluso una lectura superficial. Por ello repudiaba las tesis universitarias, ese estero para las transcripciones, para la letra pequeña que siempre desembocaba en una referencia al pie de página. Eso pensaba este ensayista, antes de que un autoritario gobierno de derecha ordenara quemar todas las novelas, libros de cuentos, poesía y teatro de este país. Antes de que en ese mundo devastado, la literatura sólo pudiera reconstruirse a través de las citas textuales de las tesis universitarias.

 

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Fue durante la fiesta de un Congreso de Letras cuando un ensayista tuvo la revelación que le hizo cambiar su vida. Entre el humo de cigarrillos, discusiones semióticas y una mujer ebria que a lo lejos bailaba concluyó que de no ser por el ansia de sexo ocasional y por Juan Rulfo, no tendría nada en común con esas personas. El súbito ruido de conversaciones inconexas le hizo cuestionarse si en verdad tenía algo que platicar con ellos. La chica más atractiva de la fiesta casi lo abofeteó cuando confundió a Subirats con Saborit, pero eso no los hizo siquiera un poco enemigos. Entonces pensó que Jonathan Franzen tenía razón cuando dijo: “La primera lección que enseña la lectura es a estar solo”. 

¿Cómo diablos hablar de literatura en estas circunstancias?, pensó, ¿qué hacer cuando de las 40 ponencias de un Congreso, 39 habían hablado de libros que él nunca había leído? Mientras recordaba los extensos títulos con que los estudiantes apelaban a la objetividad en sus escritos, pensó que después de todo ellos sí tenían un territorio en común: la teoría literaria. Ante el universo en expansión de autores y obras, de libros imprescindibles que se publicaban cada hora, siempre estaban Genette y aquel muchacho Bajtin para rescatarlos. Gracias a Dios siempre existía la posibilidad de estudiar cualquier maldito libro “a la luz” de unos pocos teóricos y concluir que después de todo el Diablo sí viste de Prada, pero de Prada Oropeza.

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Los textos de cierto ensayista, divertidos análisis de la realidad inmediata, le habían asegurado una singular fama de peatón inteligente. Llenos de descripciones irónicas y precisas, sus artículos conformaban una suerte de guía para perderse en la ciudad, ésa a la que él llamó “la urbe perfecta para resignarse a vivir”. Sus lectores pensaban en él como el paseante sagaz, que escudriñaba las esquinas en busca de un portento. Nada más alejado de la realidad. El flaneur es un fingidor, pensó alguna vez este ensayista que nunca supo dar instrucciones a los transeúntes perdidos y que en realidad vagaba sólo porque pasear daba el suficiente tiempo para ensimismarse.


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¿Qué decir de un libro?, se preguntó un joven ensayista que se había titulado en Letras, sin hacer tesis. ¿Por qué la gente siempre espera que podamos decir algo después del punto final de una obra?, ¿por qué nadie acepta que a veces te quedas sin palabras, saboreando ese silencio de la última página, como si terminara un concierto y fuera tuya la única butaca? ¿Siempre habrá la necesidad de matizar la opinión, ordenar argumentos, fijar desaciertos y no simplemente disfrutar el estupor, el desgano, acumulando el necesario impulso para regresar al mundo? Qué difícil disertar sobre un libro, decía. Desde pequeños aprendimos las obligaciones de no quedarnos callados, como al final de la clase donde todos los alumnos nos golpeábamos con el codo para ver quién era el primer idiota que le preguntaba al maestro. Los libros merecen a veces tan pocos comentarios como el mundo donde es posible leerlos.

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Alguna vez oí la historia de un ensayista que no mencionaba autores. Le parecía obsceno hacer libros sobre Marx, Rawls o Foucault, antecediendo fórmulas como “Una lectura de” o “Un acercamiento crítico a”. Le parecía deshonesto aprovechar esos nombres célebres para hacer un poco más visible el nombre propio en el estante. Siempre habrá algún tipo, decía, que buscando a Lowry nos encuentre a nosotros. Y eso le repugnaba. Le parecía todavía más obsceno que los malditos libros de análisis fueran más costosos que los libros que les habían dado origen y por mucho tiempo recomendó a sus discípulos no cometer esas indecencias. Pasaron los años y este agudo ensayista alcanzó la fama y la notoriedad en el único género donde pudo prescindir de todos los nombres: el aforismo. No ganó premio alguno, pero sí algo mucho más valioso: los elogios de sus contemporáneos, quienes hablaron maravillas de su obra dispersa pero nunca se animaron a organizarla, quizás demasiado preocupados por sus propios libros. En la agonía proclamó unas célebres palabras: “luz, más luz”, pero la muerte le impidió completar la frase: “más luz sobre mis obras”.  

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Cierto ensayista pensaba que en un futuro no muy lejano, las editoriales sólo publicarían antologías, ese territorio natural para un género tan poco popular como el ensayo.  Después de recibir sus tres ejemplares por concepto de derechos de autor, el ensayista dijo: “El futuro está en las compilaciones; es una de esas cosas que presintieron quienes más saben de negocios: los piratas y los pornógrafos”. La falta de un libro que pudiera llamar auténticamente suyo, le incomodaba, pero no había hallado otra forma de supervivencia que aceptar cualquier invitación a ser antologado. “Antes mis estados de ánimo dependían de las mujeres; ahora dependen de los antologadores”, afirmaba en sus horas románticas. Las respuestas siempre se demoraban y las publicaciones también; de tal manera que al ensayista se le veía ansioso todo el tiempo. Incluso, cuando recibía el libro se decepcionaba de sobremanera: tanto si los demás escritores eran mejores que él, como si no lo eran. “Pertenecer a una compilación es como ser invitado a una orgía”, decía; “: no sabes quién demonios estará tu lado”. Cada antología lo ubicaba en alguna parcela de la literatura mexicana; para algunos críticos era parte de la “Generación Poetas del Psicotrópico” y para otros de los “Nonatos escritores de la República Mexicana”. Ser antologado era recibir una etiqueta; “quizás mucho mejor que andar desetiquetado por la vida”, comentó.  Pasaron los años y el ensayista nunca publicó un libro individual. “Me siento como los bajistas de las bandas de rock que transitan de disco en disco y de grupo en grupo, mientras son los otros quienes se vuelven solistas”, escribió en su diario (cuyos fragmentos aparecieron de manera póstuma en el libro “Desconocidos diaristas del sur de México”).

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Ya se sabe que después de leer un libro, el ensayista tiene deseos incontrolables por escribir. Así lo hizo cierto ensayista, quien pensó que sería bueno enunciar los “derechos del autor de ensayos”, del mismo modo que Daniel Pennac había expuesto los del “lector común” en su libro Como una novela. Después de pensarlo un poco, enumeró unos cuantos: el derecho a tener grupies (al principio sólo permisible para los poetas); el derecho a no explicar sus propios escritos (sobre todo en los debates que seguían a las lecturas públicas, porque ¡diablos, era discípulo de Montaigne, no de Cicerón!); el derecho a no escribir sobre pedido (ese vicio que emparentaba al ensayo con las tareas escolares, algo que no sucedía con tanta frecuencia con los poemas y las narraciones); el derecho a escribir solamente ensayos (y no hacer del ensayo la actividad ancilar del poeta o del narrador); el derecho a que el ensayo sea considerado literatura incluso cuando no trate sobre literatura (un error común en las convocatorias); el derecho a hablar de un autor también en los términos de la propia ignorancia; el derecho a escribir cosas inútiles (expropiar esa potestad a la poesía y la novela) y por último, el derecho a estar equivocado. Eso había pensado este ensayista, hasta que otro ensayista (más preparado y con más libros en su haber) lo detuvo en la puerta de cierta fundación de letras. “Si quieres tener todos esos derechos, olvídate del ensayo y dedícate a los blogs”, le dijo en un tono más o menos admonitorio.        

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Después de escribir más de cien ensayos, alguien le preguntó a un ensayista cuál era la condición actual del ensayo. No supo qué responder. Escribía ensayos precisamente porque no sabía qué contestar en las entrevistas o en las pláticas de sobremesa; era su manera de construir una plática que no había tenido lugar. Por otra parte, no poseía la espontaneidad de los comentadores o, quizás, era que ambicionaba decir cosas para la posteridad y no sólo para la sección cultural de los periódicos. Tartamudeó una disculpa, pero ni siquiera eso satisfizo el ansia del reportero. A manera de compensación, prometió escribir un ensayo sobre el tema, pero nada salió en las dos semanas que se dio de plazo. Entonces pensó: hablar sobre el ensayo en un ensayo es como hablar sobre el amor mientras se está enamorado: quedas al final como un idiota. “Practicar el ensayo te impide definirlo”, concluyó y fue lo único que mandó a aquel diario.

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Imaginen una sociedad donde todos fuesen ensayistas. Aldea Montaigne podría llamarse este poblado utópico de renta ilimitada. Cualquiera que llegara al pueblo se sorprendería de la calidez de sus ciudadanos: allá en la tortillería alguien piensa en la pintura moderna; acá en los silos de trigo, uno más se pregunta sobre Luis Cardoza y Aragón. El extranjero se maravillaría de la rapidez con que los pobladores hacen su trabajo y después se encierran a sus casas a escribir. “Adiós, pues”, dirían todos antes de enclaustrarse en sus cuartos y el visitante se quedaría con la mano oscilante, como quien ha sido parte de una broma que no logra entender. Los primeros meses serían de paz absoluta, en tanto los ensayistas habrían conformado una sociedad basada en la tolerancia. “Detesto tus ideas, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a que las publiques” era su mandamiento más importante, grabado en letras de oro en el centro de la plaza. No obstante, como la esencia misma del ensayo es la persuasión, todos empezaron a tramar estrategias para convencer a su vecino de que estaba equivocado. En cada vivienda de la Aldea Montaigne, en cada cuarto iluminado por la luz de una computadora, alguien buscaba argumentos para demostrar que tenía la razón. En consecuencia, todos acordaron organizar una feria para escucharse unos a otros. Desafortunadamente, eran pocos quienes en realidad prestaban atención al ensayista que en esos momentos hablaba porque en el fondo sólo creían en sus propios ensayos. La gente se fue volviendo más huraña, es decir más humana, y desconfiaron finalmente de sus colegas escritores. Una noche, en un acto pleno de vandalismo, no se sabe si estrictamente literario, el primer mandamiento de la aldea fue reducido a “Detesto tus ideas”.

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“No necesitamos ensayistas sino críticos literarios”, le había dicho el editor de una revista al joven que pedía ser publicado. “¿Dónde termina el crítico literario y comienza el ensayista?”, le preguntó el muchacho que no resolvía aún llamarse de uno u otro modo. “Todo mundo odia al crítico y halaga al ensayista”, le contestó el editor. “Al crítico se le puede denostar; en cambio, al ensayista hay que tratarlo con cortesía.  El crítico practica el deporte extremo de tratar el presente; el ensayista trota sobre las planicies tranquilas de los autores ya consagrados, aunque regularmente desconocidos. El crítico destroza (incluso con sus elogios) a los autores actuales; el ensayista traza un panorama más claro, sobre los vestigios que dejó el crítico. El crítico siempre se equivoca; el ensayista subraya —una vez pasado el tiempo— sus equivocaciones. El crítico comienza siendo escritor y luego se frustra; el ensayista es un tipo que se vuelve escritor porque está frustrado. Por eso necesitamos más críticos, muchachos valientes, decididos y sin futuro, gente que no tenga miedo a caminar en torno al vacío”.
 

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Aquel célebre y sexagenario ensayista, invitado a un congreso de ensayistas, había tenido diversos altercados con los jóvenes ensayistas que ya lo consideraban obsoleto. En su mesa de trabajo, después de soportar las miradas de desaprobación y los groseros bostezos de la concurrencia, sentenció: “El escritor lucha contra el tiempo”. Inexplicablemente todos los asistentes estuvieron de acuerdo en ese momento. Uno en la primera fila pensaba que la fecha caducidad del escritor provenía del último mes de su beca; otro, que el escritor siempre vive entre cierres de convocatorias; uno más pensaba que el peor plazo de un autor es la hipoteca a punto de vencer. Aquel chico recluido en el rincón fue más certero: pensó que el tiempo contra el que lucha un escritor son los ocho minutos de intervención en los congresos.

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Todas las fotos del III y IV Encuentro de Ensayistas de Tierra Adentro (a cuyos participantes dedico este texto, que ya ha aparecido en la revista Luna Zeta)

Post scriptum

¿La destreza del ensayista? Hacer habitable una obra negra.

El ensayo

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El ensayo quizás como ningún otro género necesita cómplices. Los novelistas buscan a veces críticos; los poetas, groupies.  El ensayista expone como nadie su nombre propio, aun cuando ese “yo” también sea un personaje ficticio. El poeta a veces se deprime; el narrador no siempre declara “Madame  Bovary soy yo”, en cambio, para el ensayista no existen los pretextos: siempre será visto como un hombre escribiendo sobre sí mismo. Aparte se supone que dice algo importante. Por ello, sobre su cabeza cuelga la doble exigencia del talento y la responsabilidad.

Dicen los que saben que inmiscuirse en cualquier tema, como ser promiscuo, implica cuidado. Los conservadores aconsejan la abstinencia, los lujuriosos hablan maravillas de la variedad. Me parece que el ensayista escribe porque no sabe, no porque desee que los demás piensen lo contrario. No trata de divulgar su amplia biblioteca o sus referencias a libros aún no traducidos (un amigo académico me dijo el otro día que monolingüe en inglés se dice loser) sino hacer públicos sus procesos mentales, su limitada capacidad para poner en orden algunos aspectos de la realidad. Su reflexión es un logro del estilo.

No hay nada importante en lo que decimos, salvo que lo decimos nosotros. En comparación con el trabajo académico, el ensayo pudiera parecer un divertimento. Un escrito hecho con premura. Pero su laboriosidad no está en la detenida compilación de informaciones (en los años de estudio avalados por el doctorado), sino en su prosa; en la particularidad de que sea irrepetible. El laboratorio de ideas donde siempre salen combinaciones inesperadas. Y sobre el ensayo está el ensayista. La visión que todo lo contagia, el tipo que regala gafas a los transeúntes para ver de otro modo lo mismo. 

He de confesar que siempre he tenido dudas al respecto. Yo no sé si el ensayo debiera suscribirse a ese tipo de textos que se proponen a la visión penetrante y seria de la sociedad y la historia, demasiado emparentados con las exigencias de nuestro asesor de tesis, demasiado cercanos a la teoría en turno. Esa duda no me dejó dormir por varios años, cuando pensaba que había tomado demasiado amor a las prosas menores y que no llegaría ni siquiera a rozar al género que me llevaría a Fonca Town. Como no podía soportarlo más, opté por hacer lo que hace cualquier intelectual en esos casos: abrir La Biblia al azar y encontré lo siguiente:

Los hombres dijeron: “Construyamos una ciudad con una torre que llegue hasta el cielo”. Comenzaron su obra sobre una llanura en la región de Sinaer. El ladrillo reemplazó a la piedra y el alquitrán les sirvió de mezcla. Yahvé bajó para ver la ciudad y la torre que ahí se estaba levantando. Su preocupación tenía sentido: de seguir adelante, nada detendría a los hombres y sus planes. Pensó en una manera de confundirlos a todos. De que no se entendieran, de que nunca acordaran: los hizo estudiar maestrías distintas.

La babel actual es la del lenguaje especializado, las rejas fronterizas que otorgan las acreditaciones. Ante ellas, el ensayo extiende un territorio común para la conversación, una fiesta de la inteligencia que no restringe la entrada a los inexpertos, al tiempo que formula sus propias instrucciones para cruzar las fronteras. Se infiltra  en periódicos y revistas, se hace pasar por otros géneros sin provocar desconcierto. ¿Crónicas, ensayos, artículos periodísticos? En cuestiones literarias, no me interesan  las etiquetas. Decir dónde termina el apunte y comienza la crónica, como si hablara de categorías para una fundación de becas. La literatura es un terreno sin letreros de propiedad y, aunque los tuviera, el ensayista siempre aspira a los asentamientos irregulares. 

Quien escribe para el diario, sabe que traza un itinerario de lo inmediato, quizás más en el sentido de “próximo” que de “efímero”. El ensayista no puede eludir su actualidad, pero hay algo en su estilo que permanece: la reflexión de lo que alguna vez fue con una prosa que siempre es. Cuando decimos que una obra pasa la prueba del tiempo, estamos diciendo que sobrevivió al cambio de perspectiva de los lectores en una época que no era suya; que aún suprimiendo sus referencias netamente históricas hay algo en esos libros que produce aún placer o desconcierto. Gabriel Zaid lo notó con Alfonso Reyes: usa materiales obsoletos, habla de todo sin suficientes credenciales universitarias; pero su prosa transforma cualquier compilación de datos en un recorrido. El escritor académico vende postales avaladas por la objetividad; el ensayista ofrece viajes. Y uno termina queriendo viajar en todas las agencias de  Reyes y Zaid.

La realidad está ahí afuera pero produce suficientes consideraciones en nuestras cabezas como para dejarlas ahí, en una urbe sobrepoblada. La reacción -natural o artificial- del artista contra la sociedad, contra una normalidad que pocos escogen, anima la obra. Se hacen precisiones, se recuperan autores, se habla de literatura en páginas demasiado cercanas a la sección de deportes. Compartimos nuestro mal en los periódicos, nuestra irreparable manía de traer a cuento un libro en cualquier momento. Hay quienes somos malos conversadores, quienes formulamos respuestas deficientes incluso en las encuestas. Para eso sirve también el ensayo: para construir una plática que no tendrá lugar.

Hay trabajos serios, sobre temas respetables, que buscan explicar los mecanismos detrás de los sucesos. Valiosos en sus informaciones, pero que caducan junto a su objeto de estudio. Dejan de ser libros y se convierten en la bibliografía de  nuevos investigadores menos interesados en el pensamiento que en sus sinodales. El ensayo no y por ello provoca tan poco respeto en los pies de página. El ensayista es un egoísta que incluso cuando desaparece lo hace para obligarnos a ver la realidad con sus ojos. Como en Annie Hall, el ensayo constituye una visita a los territorios de la mente: sus asociaciones, sus explicaciones, nuestras propias carencias.
 
Quizás por eso a los ensayistas nos agrada más la teoría darwinista que el Génesis. Los poetas crean mundos a la manera de Jehová (sólo que primero crean a la mujer y por último la luz). Los ensayistas recuperan el larguísimo arte de la selección natural: cometer errores, desechar, mutar, nunca dar nada por terminado.

Una defensa de la televisión

Una defensa de la televisión

Nada tan fácil como culpar a la televisión. Salen de ella cosas tan terribles, que si se tratara de una persona no la dejaría uno entrar a la sala de mi casa. Pero como es la televisión, le hemos permitido llegar hasta el dormitorio, y con frecuencia es la última imagen antes de dormir y la primera al levantarnos.

 

La izquierda la responsabiliza de promover los intereses oscuros del empresariado, de ocultar información, manipular los temas importantes y criticar a sus líderes. En el fondo, la izquierda desprecia a la TV por no ser como La Jornada, pero en pantalla. La derecha por otra parte culpa a la televisión de impulsar los valores más degradantes de la actualidad, de glorificar el sexo y presentar a familias disfuncionales, de exaltar la violencia y usar a modelos en ropa interior para anunciar cualquier producto. Y como la TV es lo peor que existe pero convoca a muchos votantes, tanto la derecha como la izquierda recurren a ella cuando necesitan promover sus reformas o sus consultas ciudadanas.

Los especialistas (y las madres de familia que les creen) recomiendan menos tele en la vida. Yo creo que en muchos sentidos lo auténticamente peligroso es la realidad (trate de ver un choque por TV y después protagonizarlo en la realidad para comprobar esta tesis). Pero los padres, y las Sociedades de Padres, tienen tan poca influencia sobre la realidad (ni siquiera han logrado un mundo sin cuotas escolares) que mejor dirigen su artillería contra la televisión, tan llena de mensajes reprobables, pero igualmente tan influyente en la vida de sus hijos. Es un enemigo muy obvio… y está en casa. Qué mejor que darle con todo. Ya ven ustedes: violencia electrodoméstica.

Decir que la televisión es mala es como decir que leer te hace mejor. Depende de qué veas, depende de qué leas. El problema con la TV es que se necesitan tanto dinero para realizar un programa, que por lo regular se opta por algo malo pero exitoso. El libro es un artículo tan barato de producir que da la oportunidad a los auténticos genios de salir a la luz (entre una multitud de malos autores de poesía). La TV necesita anunciantes, el libro apenas un editor arriesgado o un poeta ahorrador. Por eso hay tantos libros buenos y tantos programas desechables: porque la TV no tiene más remedio que costearse a través del éxito y el libro es de principio una apuesta perdida. La primera no arriesga para no perder, el segundo arriesga porque ya todo es ganancia. Es quizás la gran cantidad de buena literatura que puede hallarse en una biblioteca y la magnitud de estupidez que podemos encontrar en un sábado de zapping lo que ha creado el espejismo de que, por definición, leer es benéfico y ver tele, dañino. Pero no nos dejemos engañar, hay gran televisión como libros buenos en la misma proporción.

Quizás una de las confusiones proviene de creer que la TV abierta abarca toda la televisión. Es indudable que una apabullante mayoría no tiene acceso al cable, pero también son muchos quienes aún teniendo un sistema de paga son incapaces de ver buena televisión, porque ya se acostumbraron a ver la mala, le ha agarrado el gusto y buscan a Lalo España en todos lados, no importa si se tienen 70 canales que nunca ven.

Con la televisión de paga en EU las cosas cambiaron a favor del público. HBO llegó junto a un puñado de obras maestras como tarjeta de presentación. Sólo hay que recordar que su serie Los Sopranos fue recibida por el New York Times como el producto de cultura popular más importante en 25 años. Junto a la familia de mafiosos aparecieron las mujeres hablando de sexo (Sex and the City, pese a la película), la vida de una familia a cargo de una funeraria (Six feet under) o el retablo de lo que es el mundo de las drogas disfrazado de trama policíaca (The Wire).

Sin series de televisión el mundo sería un lugar más triste. El cine nos ha enseñado por poco más de un siglo el arte de comprimir una trama y contarla en dos horas. Pero el cine no basta para indagar todas las complejidades de la vida, sus nimiedades ni el coro de personajes que pueden dar forma a una historia. Se necesitarían películas de 13 horas que nadie estaría dispuesto a ver. Para ello, están las series de televisión, que transitan como transita la vida: de manera paulatina.

Ahora más que nunca, coinciden los críticos, la ficción televisiva estadounidense vive su Edad de Oro. No podía ser más aventurada a la vez que apasionada la afirmación del escritor argentino Hernán Casciari al respecto:

“Hoy, la ‘tele yanqui’ es mejor que el ‘cine yanqui’ y, posiblemente, también es más arriesgada y creativa que la literatura contemporánea en general”.

Y es que un buen número de series de gran calidad nos llegan del país vecino (Entourage, Curb your enthusiasm, The Office) y sería especialmente desafortunado no prestarles atención porque nuestra idea de la televisión proviene de los peores ejemplos de la TV mexicana: los realitys, las telenovelas o los sketches olímpicos. La buena televisión existe y está al alcance de la mano, ¿por qué no reconciliarnos con la pantalla chica en lugar de descalificarla por mero hábito?

Después de leer el libro que originó a Sex and the City y de ver la película que precedió a la serie, algo me hace suponer que hay ficciones que nacieron para ser televisión. Y eso es bueno, porque demuestra un potencial enorme en ese medio al que le hemos dado demasiados derechos en la casa, pero que a la vez le tememos más de la cuenta. La calidad en ella es un asunto de elección, como en la política. Con tan buen material por descubrir (lo mismo en la literatura, el cine o la música), hablar mal de toda la televisión también es un acto de comodidad.

 

 

¡Cuidado!, hombres buscando trabajo

    

Entre la Feria del Libro Politécnico (que abarcó una semana) y la Feria del Empleo (que fue sólo un día), no hay dudas de cuál tuvo más convocatoria (la de los desempleados), aunque a ambas las uniera la misma fortuna (la fantasía inicial de encontrar algo bueno y la realidad de terminar con lo que hubiera disponible).

Un miércoles, dos días después de que concluyera en ese mismo sitio la fiesta de los libros (cuya imagen más representativa era la de una decena de vendedores ventilándose con las listas de precios), centenas de campechanos abarrotaron el ex Templo de San José en busca de un trabajo. No era una postal muy esperanzadora (como tampoco lo eran las fotografías que los periódicos publicaban día a día sobre Wall Street), pero  un contingente de tipos llenando solicitudes de empleo (y al menos cinco ex compañeros tuyos poniendo mentiras en sus currículos) decía más de la crisis que cualquier cotización bancaria del dólar.

“No es que no tenga trabajo, es que no me pagan por ninguna de las cosas que hago”, fue el diagnóstico de uno de los asistentes. En un país tocado por los extremos (tener 5 empleos es tan deprimente como no tener ninguno), la búsqueda de trabajo es uno de esos calvarios a los que hay que enfrentarse alguna vez. Síntoma de madurez, y a la par del infortunio, ir tras un salario (y en caso de tenerlo, ir por uno mejor) se ha convertido no sólo en la inquietud central de millones de mexicanos sino incluso en su única preocupación en la vida.

El trabajo, como las mujeres, se sufre mientras se busca, se sufre mientras se tiene y se sufre cuando se pierde, porque la idea del empleo está generalmente ligada al padecimiento. No hay trabajos gustosos: hay suerte (o nepotismo o jefes cándidos o un sistema a punto de la quiebra). Un trabajo –para ser llamado como tal- concentra el horror de la rutina y, como los matrimonios, llega siempre con una mezcla explosiva de azar y resignación. Lo peor es cuando aparece a cierta edad en que ya no es posible decir que no a nada. En ese contexto, una feria del empleo es como una fiesta para divorciados. No puedes llegar con la idea de encontrar a la curvilínea ninfómana que además tiene un doctorado en cine.

De acuerdo al Servicio Nacional del Empleo en la feria se ofrecieron alrededor de 400 vacantes de las cuales un 30 por ciento eran para personas con estudios de primaria y secundaria; un 35 por ciento para técnicos y bachilleres, y el resto para profesionales. No son unas cifras muy entusiastas, porque dan una idea del desarrollo del estado (o del estado de la desesperación): en una entidad petrolera, para encontrar un empleo resulta incluso provechoso no llegar a la preparatoria.

Sobre la feria una amiga la describió en términos de una terapeuta o, mejor dicho, de una modelo de Victoria’s Secret: “Si no tienes una autoestima de hierro, mejor ni te acerques”. Eso significaba que si no te preocupaba haber cursado una carrera de cinco años en administración de empresas y terminar firmando una solicitud para ser empleado de mostrador o fontanero, éste era tu sitio. “¿Has visto muchos profesionistas?”, le pregunté, inquieto por las discrepancias entre lo estudiado y la práctica de lo estudiado.

“Sí, ya sabes”, contestó, “la mayoría recién egresados”.

Ah, esos románticos, parecía añadir su mirada.

Cada que leo las páginas de clasificados –con ofertas de trabajo que se extienden hasta por un mes- o me entero de las estadísticas de colocación del SNE (un 40 por ciento en Campeche, un 32 por ciento en el país) concluyo que en realidad la gente no quiere trabajo: quiere dinero. Parece una obviedad, pero no lo es: cuando la gente sólo quiera trabajo (es decir, sin importarle demasiado las minucias salariales, las letras pequeñas del acuerdo laboral) o ya llegamos al primer mundo o acabamos de bajar un poco más al inframundo.

Es casi imposible ver las filas de desempleados y no pensar en las salas de espera del banco de sangre: hay algo en sus rostros que dice “Mi familia me trajo con engaños”. Pienso en las historias detrás de cada una de esas personas, pero igual reconozco que, como sucede con los restaurantes, son apenas las necesidades básicas las que siempre hacen coincidir a las más variadas especies de individuos.

Ha de ser tremendo toparse con un pariente o un ex compañero. Es desafortunado interrumpir sus recorridos por los stands para cumplir los protocolos y decirles: “¿Y cómo va todo?”. Las ferias de empleo y los cines porno son los lugares menos cómodos para encontrar a alguien que hace tiempo no veías.

Una amiga reportera me contó que a su llegada vio a muchos de sus colegas, aglutinados en la entrada:

-Hola, ¿ya tienen mucho rato cubriendo la nota?- les preguntó.

-Ejem, en realidad, vinimos a buscar trabajo.

Minutos después tuve mi propia versión de ese episodio a través de un reencuentro generacional:

-¡Qué pasó! Hace tiempo que no los veía -dije a seis de mis ex compañeros de la facultad que habían coincidido en una fila-. ¿Se han estado reuniendo después de la carrera?

-Pues sólo en cada feria del empleo –confesó uno.

Hasta ese momento vi que su fila se dirigía al stand que buscaba auxiliares contables, ayudantes de almacén y camaristas.

Los culpables

                  libros

¿Cómo descubrimos a un autor o un libro? A veces es una iluminación súbita en el anaquel de una biblioteca o Guadalupe Loaeza en un programa de cable mencionó un nombre que en nuestra vida habíamos oído.  A veces es un libro muy barato en la mesa de saldos o la solapa te descubre a una autora que no está nada mal. Otras veces es el nombre de una película que no has visto o todo se debe a un amigo que de repente llega emocionado con una novela que les brinda un mundo de sobrentendidos.

Un libro te lleva a otro, una revista te lleva a un libro, una página de internet te lleva a otra que a su vez te lleva a un libro. Alguien te quiso ligar a través de un libro o quizás te pasa como a Woody Allen, cuya debilidad por las chicas intelectuales lo obligó a leer y descubrió finalmente que los libros le gustaban.

¿Qué es un descubrimiento? Todo libro que no está en los programas de estudio, que no te marcaron en la prepa, del que no estás haciendo una tesis. Esos libros que nadie está obligado a leer. Aparecen, desaparecen, los tomamos por instinto. Los conocimos de niños y a veces vuelven, pero ya son otros, porque nosotros tampoco somos ya los mismos.

¿Cómo asociamos una persona a un libro? No lo sabemos. Pasan los años e ignoramos si se trata de un libro regalado, saqueado o que nunca hemos devuelto porque ya no recordamos la biblioteca a la cual pertenecía. No sabemos si conocimos a un autor al mismo tiempo que un amigo o si fue un autor quien hizo que dos desconocidos se hicieran amigos.

¿Cuántas recomendaciones pasan por nuestra vida y cuántas tomamos en serio, cuántos nombres se anclan en la memoria durante una borrachera y salen a la luz, como si nada, frente a un abrumador estante de Gandhi? Hay autores de nombres irresistibles, hay títulos que se vuelven una obsesión que no nos deja vivir hasta que los conseguimos. Hay libros que pasan meses esperándonos y nadie se los lleva ni tampoco el dependiente los devuelve como si supiera de esa secreta seducción que de un momento a otro se volverá una nota de venta. No hay explicaciones para esos libros persistentes, recriminatorios. Son apenas libros lentos, no sólo para leerse sino para ser comprados.

La mejor bibliografía se lee siempre como una biografía. El mejor inventario de tu biblioteca es siempre un recuento de culpables. En lugar de hacer recomendaciones, mejor les dejo un breve registro de causantes:

Gabriela Aguilar, Rodrigo Solís, P, Dinorah, Norma Arteaga, JM, José Israel Carranza, Alberto Chimal (no es libro, lo sé, pero esta recomendación ha sido tan influyente como todo un estante en mi librero), Arón Sánchez, Adriana Marchán, Clara Balderrama, Miguel García.

Stop the evolution

    mosh

Como Metallica, toda la música debería volver a los orígenes. A las cavernas, al tum tum básico y a la imagen de los hombres de pelo largo que balancean sus cabezas mientras se empujan unos a otros. Volver a un tiempo en que nada era comercial –Puta, hasta Mozart hacía música por encargo-, al sonido auténtico que provenía de chocar unos huesos contra cualquier otra cosa. A un momento en que los músicos tenían un solo nombre –como los integrantes de Venom- y no se llamaban Johann Gambolputty von Ausfern Schplenden Schlitter Crasscrenbon Fried Digger Dingle Dangle Dongle Dungle Burstein von Knacker Thrasher Applebanger Horowitz Ticolensic Grander Knotty Spelltinkle Grandlich Grumblemeyer Spelterwasser Kurstlich Himbleeisen Bahnwagen Gutenabend Bitte Ein Nurnburger Bratwustle Gernspurten Mitz Weimache Luber Hundsfut Gumberaber Shonendanker Kalbsfleisch Mittler Aucher von Hautkopft, de Ulm.

Hay que retornar a la música como supervivencia. Volver a los gruñidos (las letras son esa cosa vergonzante que sólo ha subsistido para que los fresas tengan karaokes). Volver al estilo directo –ya saben, pum pas, la siguiente rola-. Habría que extirpar los instrumentos redundantes (una Sinfónica es como un supermercado lleno de sonidos innecesarios). Recobrar el éxtasis del principio, a ese latido que a veces tienen los estadios, el ruido de la tribu (y borrar la estúpida conciencia de saberte solo apenas prendes tu iPod).

La música nunca debió haber dejado de ser instinto. Las partituras, como las tornamesas, han hecho que cualquier pendejo se sienta músico.  Para qué las corcheas cuando hay  oído. Para qué Charlie Parker cuando está Lemmy, el de Motorhead, inyectando adrenalina a nuestras vidas. Hay que vivir como si nunca hubiera habido Stravinsky o Pink Floyd. Como si no hubiera pop ni blues ni góspel ni son. Imagina que no existen los Beatles. La mejor música es la que sólo puede describirse en términos de un pleito carcelario.

Lo demás, de verdad, podemos ignorarlo.