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Tediósfera

El ensayo

 book

El ensayo quizás como ningún otro género necesita cómplices. Los novelistas buscan a veces críticos; los poetas, groupies.  El ensayista expone como nadie su nombre propio, aun cuando ese “yo” también sea un personaje ficticio. El poeta a veces se deprime; el narrador no siempre declara “Madame  Bovary soy yo”, en cambio, para el ensayista no existen los pretextos: siempre será visto como un hombre escribiendo sobre sí mismo. Aparte se supone que dice algo importante. Por ello, sobre su cabeza cuelga la doble exigencia del talento y la responsabilidad.

Dicen los que saben que inmiscuirse en cualquier tema, como ser promiscuo, implica cuidado. Los conservadores aconsejan la abstinencia, los lujuriosos hablan maravillas de la variedad. Me parece que el ensayista escribe porque no sabe, no porque desee que los demás piensen lo contrario. No trata de divulgar su amplia biblioteca o sus referencias a libros aún no traducidos (un amigo académico me dijo el otro día que monolingüe en inglés se dice loser) sino hacer públicos sus procesos mentales, su limitada capacidad para poner en orden algunos aspectos de la realidad. Su reflexión es un logro del estilo.

No hay nada importante en lo que decimos, salvo que lo decimos nosotros. En comparación con el trabajo académico, el ensayo pudiera parecer un divertimento. Un escrito hecho con premura. Pero su laboriosidad no está en la detenida compilación de informaciones (en los años de estudio avalados por el doctorado), sino en su prosa; en la particularidad de que sea irrepetible. El laboratorio de ideas donde siempre salen combinaciones inesperadas. Y sobre el ensayo está el ensayista. La visión que todo lo contagia, el tipo que regala gafas a los transeúntes para ver de otro modo lo mismo. 

He de confesar que siempre he tenido dudas al respecto. Yo no sé si el ensayo debiera suscribirse a ese tipo de textos que se proponen a la visión penetrante y seria de la sociedad y la historia, demasiado emparentados con las exigencias de nuestro asesor de tesis, demasiado cercanos a la teoría en turno. Esa duda no me dejó dormir por varios años, cuando pensaba que había tomado demasiado amor a las prosas menores y que no llegaría ni siquiera a rozar al género que me llevaría a Fonca Town. Como no podía soportarlo más, opté por hacer lo que hace cualquier intelectual en esos casos: abrir La Biblia al azar y encontré lo siguiente:

Los hombres dijeron: “Construyamos una ciudad con una torre que llegue hasta el cielo”. Comenzaron su obra sobre una llanura en la región de Sinaer. El ladrillo reemplazó a la piedra y el alquitrán les sirvió de mezcla. Yahvé bajó para ver la ciudad y la torre que ahí se estaba levantando. Su preocupación tenía sentido: de seguir adelante, nada detendría a los hombres y sus planes. Pensó en una manera de confundirlos a todos. De que no se entendieran, de que nunca acordaran: los hizo estudiar maestrías distintas.

La babel actual es la del lenguaje especializado, las rejas fronterizas que otorgan las acreditaciones. Ante ellas, el ensayo extiende un territorio común para la conversación, una fiesta de la inteligencia que no restringe la entrada a los inexpertos, al tiempo que formula sus propias instrucciones para cruzar las fronteras. Se infiltra  en periódicos y revistas, se hace pasar por otros géneros sin provocar desconcierto. ¿Crónicas, ensayos, artículos periodísticos? En cuestiones literarias, no me interesan  las etiquetas. Decir dónde termina el apunte y comienza la crónica, como si hablara de categorías para una fundación de becas. La literatura es un terreno sin letreros de propiedad y, aunque los tuviera, el ensayista siempre aspira a los asentamientos irregulares. 

Quien escribe para el diario, sabe que traza un itinerario de lo inmediato, quizás más en el sentido de “próximo” que de “efímero”. El ensayista no puede eludir su actualidad, pero hay algo en su estilo que permanece: la reflexión de lo que alguna vez fue con una prosa que siempre es. Cuando decimos que una obra pasa la prueba del tiempo, estamos diciendo que sobrevivió al cambio de perspectiva de los lectores en una época que no era suya; que aún suprimiendo sus referencias netamente históricas hay algo en esos libros que produce aún placer o desconcierto. Gabriel Zaid lo notó con Alfonso Reyes: usa materiales obsoletos, habla de todo sin suficientes credenciales universitarias; pero su prosa transforma cualquier compilación de datos en un recorrido. El escritor académico vende postales avaladas por la objetividad; el ensayista ofrece viajes. Y uno termina queriendo viajar en todas las agencias de  Reyes y Zaid.

La realidad está ahí afuera pero produce suficientes consideraciones en nuestras cabezas como para dejarlas ahí, en una urbe sobrepoblada. La reacción -natural o artificial- del artista contra la sociedad, contra una normalidad que pocos escogen, anima la obra. Se hacen precisiones, se recuperan autores, se habla de literatura en páginas demasiado cercanas a la sección de deportes. Compartimos nuestro mal en los periódicos, nuestra irreparable manía de traer a cuento un libro en cualquier momento. Hay quienes somos malos conversadores, quienes formulamos respuestas deficientes incluso en las encuestas. Para eso sirve también el ensayo: para construir una plática que no tendrá lugar.

Hay trabajos serios, sobre temas respetables, que buscan explicar los mecanismos detrás de los sucesos. Valiosos en sus informaciones, pero que caducan junto a su objeto de estudio. Dejan de ser libros y se convierten en la bibliografía de  nuevos investigadores menos interesados en el pensamiento que en sus sinodales. El ensayo no y por ello provoca tan poco respeto en los pies de página. El ensayista es un egoísta que incluso cuando desaparece lo hace para obligarnos a ver la realidad con sus ojos. Como en Annie Hall, el ensayo constituye una visita a los territorios de la mente: sus asociaciones, sus explicaciones, nuestras propias carencias.
 
Quizás por eso a los ensayistas nos agrada más la teoría darwinista que el Génesis. Los poetas crean mundos a la manera de Jehová (sólo que primero crean a la mujer y por último la luz). Los ensayistas recuperan el larguísimo arte de la selección natural: cometer errores, desechar, mutar, nunca dar nada por terminado.

4 comentarios

Elisa Corona -

Pinche Eduardo, qué cabrón escribes

rodrigo solís -

Sin darte cuenta (o quizás sí) acabas de escribir un episodio para la TV. Creo que no hay actualmente (y creo que nunca hubo) un programa donde el protagonista fuera un ensayista. Eso es triste y habrá que remediarlo.
Monumental escrito, aunque cierto anónimo del otro blog me digan que no me canso de besarte el culo y oler tus pedos. Qué gente más enferma nos vista en el blog rosa.

Luz Sepúlveda -

Muy bueno, en verdad.

En mi caso, por ejemplo, me enseñaron Historia del Arte, que me mata de la hueva. En cambio la aproximación que me seduce ahora es escribir a partir de los estudios visuales que, a través del ensayo, invitan a otras disciplinas y reflexionan desde un punto de vista profesional, pero no para sus compadres de la facultad, si no, espero, para mucha gente más.

KurtC. -

Oorale! Pues yo diría que tu entrada fue un ensayo del ensayo...qué loco no? En algún tiempo de la vida me dió por practicar eso del ensayo, quiero retomarlo, porque es un mundo aparte.

Saludos!