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Tediósfera

Este hogar es catódico

Donde se fragmenta el doblaje

Donde se fragmenta el doblaje

Una razón de peso para no comprar piratería hace 3 ó 4 años es que los estrenos venían con doblajes españoles, así que no era extraño encontrar a Bruce Willis diciendo cosas como: “¡Eh, tío, que sois un gilipollas!” Ahora los papeles se han invertido y son los piratas quienes ofertan filmes subtitulados mientras el cine comercial me obliga a ver películas dobladas nada menos que con las voces de Arath de la Torre o el “Tata”. 

Si algo podía presumir México, respecto a países como España, era haber acostumbrado a su público a un cine donde oír la voz original de un actor tenía sentido. Por lo tanto, se trataba de espectadores que sabían la diferencia entre recitar y transmitir. Si uno ha estado en un grupo de teatro o ha querido mentirle a la esposa respecto a donde estuvo la noche pasada, sabe que la pronunciación lo es todo. La excusa perfecta fracasa si titubeamos entre el “Así sucedió” y el “Te amo”. Las cosas, por desgracia, se han emparejado. Ahora la mayoría de las cintas vienen dobladas en nuestro país y sin derecho a elegir, lo cual no deja de ser un retroceso en materia de entretenimiento.

Hernán Casciari, ese defensor ejemplar del derecho al subtítulo y a quien debo haber escrito este texto, ha hecho la comparación definitiva a través de la música: “Es como ir a un concierto de Bruce Springteen y que aparezca Constantino Romero en medio del escenario”. En un contexto más cercano, ir al cine y ver una cinta doblada es como haber ido al concierto de reencuentro de The Police y haber escuchado por las bocinas a Yuridia cantando: “Todo amanecer / todo anochecer / siempre te amaré”.

Es la pereza lo que ha llevado al auge del doblaje, pero es también la ignorancia de un empresariado que cree que una sala semivacía obedece más que nada a un público incapaz de leer un par de líneas mientras dos actores dialogan. Atenidos a ese dogma, los dueños de las salas buscan públicos cada vez más holgazanes y les dan cintas con audio español. Si la gente no abarrota las salas, dicen, hay que culpar entonces a la piratería, a las cintas de arte, a los subtítulos, pero shhh no mencionemos nada de los precios abusivos, los vasos con más hielos que refresco, el exceso de malas historias para el verano.

La televisión mexicana tiene una amplia tradición en el doblaje, en primera instancia, porque no fue concebida como una experiencia en sí misma sino apenas como una forma de entretenimiento mientras se hace otra cosa: se plancha, se costura, se cena o se “cuida” a los niños y la pantalla estará ahí contándonos una historia que seguimos por partes, cuando hay oportunidad de despegar la vista de la novia o la tarea. La televisión abierta ha sido el ruido de fondo de nuestras actividades en la casa, o la bocanada contra el aburrimiento en las salas de espera. Es algo que puede dejarse porque la vida tiene cosas más importantes.

El cine no. Pagamos por una historia, por un director, por un actor o por lo menos por una decena de rubias que salen en bikini. Nos aislamos del mundo, a menos que un celular suene. El cine es una experiencia en sí mismo. Por ese motivo es una herejía escucharlo doblado: es una traición a los motivos que nos han llevado ahí, a la oscuridad de una sala.

El doblaje es un acto de censura. En la televisión, por ejemplo, oír tantas veces la expresión “¡Demonios!” es pensar que un sicario habla más como novicio que como matón. Los asesinos no maldicen así. Los terroristas no dicen “¡Oh, ese maldito!”. El motivo es simple: los insultos son más ofensivos en voz alta. Cuando vienen escritos son parte de una trama; dichos a viva voz, nadie sabe por qué, sólo provocan la risa del espectador mexicano.

Pero no nos extrañe. Para quienes ven al cine como negocio, cualquier película de éxito puede ser tratada como si fuera porno  o de acción: “Doblémosla”, justifican, “que el diálogo es apenas algo que sucede entre un disparo y otro”.

Uno puede entender que el cine de animación se distribuya en español. Al fin de al cabo se trata de seres creados por un dibujante y que cobran vida gracias a una computadora  –un ejército de hormigas, un par de peces, un panda rojo-, pero no sucede lo mismo con las personas. La interpretación de un personaje entraña horas de ensayo, entonaciones diversas, el caló de su clase social. Una actuación supone más que lagrimar en el momento necesario o resbalarse para producir una carcajada (para eso están los videos de Youtube). Se hace drama y comedia en la forma de abordar una conversación. Volver verosímil una frase que provino del papel: eso es esencialmente actuar.

¿Que el doblaje es cómodo? Por supuesto, si no, no sería tan pobre. En su afán por dar todo digerido, las compañías de doblaje no tienen empacho en alterar los guiones con referencias mexicanas, acortar las frases a fin de que se sincronicen con los gestos del actor y hacer que todo Hollywood suene a una treintena de voces, sin mayores matices que el grito o el susurro. Dejar el cine en manos del doblaje es como leer a Shakespeare traducido por un software: nunca sabremos por qué es tan grande, por qué definió la literatura, por qué es necesario. Toda película pierde en el doblaje y tratar a los espectadores como a niños que apenas saben leer, nos demerita como público. Y demerita a los niños, mucho más inteligentes de lo que suponen los dueños de las salas de cine.

 

Lo hicieron de nuevo

Acaba de ser estrenada en los cines mexicanos Le Scaphandre et le Papillon, el filme de Julian Schnabel, que ya hemos comentado en este espacio. No voy a destacar las virtudes de esta película sino la estupidez de quienes la titularon al español como:

 


 

El llanto de la mariposa

(Diría Rodrigo Solís: ¿¿¿¿¿Por quéeeeeeeeeeeeeee???)

Les aguanté Sin lugar para los débiles (en lugar de No es país para viejos), también soporté Expiación, deseo y pecado (por simplemente Expiación), ambas basadas en sendos libros que ya existían con sus nombres apropiados en español antes de las películas, pero hoy han llegado al extremo sobre todo porque ¡existe ya una película llamada El llanto de la mariposa!

 

 

Se trata de la alemana Der schrei des Schmetterlings, cuya traducción es efectivamente “el llanto de la mariposa” y data de 1999.

(En realidad, este tipo de dislates no me debe ni enojar sobre todo sabiendo que se trata de gente que tituló la cinta Scoop de Woody Allen como Amor y muerte y que años atrás había titulado La última noche de Boris Grushenko a una película del mismo Allen, llamada ¿adivinen cómo?: Love and Death).

 

Simpatía por los débiles

Simpatía por los débiles

Para Rodrigo, Wil, Flor, Emilio,
Fernando y demás amigos fanáticos

Lo mejor que tiene el futbol es su capacidad para retratar la vida. Eso y las aficionadas suecas. Eso y la capacidad para reencontrarte con tu país en un estadio lejos de casa y descubrir que después de todo “Cielito Lindo” no era una canción tan mala.

La presente Eurocopa de naciones nos ha enseñado entre otras cosas que los jugadores que pasan más tiempo en el spa que en los entrenamientos tienden a desaparecer en el campo de juego. La derrota no de Portugal sino de Cristiano Ronaldo redimió a cientos de miles de gordos televidentes a quienes les incomodaba ver a sus esposas celebrando las victorias lusas como si la patria de Pessoa les hubiera dado más felicidades que un hombre guapo seguido a detalle por el camarógrafo.

Los partidos internacionales tienen un especial sabor en México. En los mundiales, ocultamos la pasión por la corrección política: le vamos a la Selección Nacional aún cuando empiece a alinear a cuatro naturalizados y esté dirigida por un serbio. Llorar y sufrir junto a la oncena mexicana es una forma de apostarle al país a pesar de los números adversos y la historia. Es nuestra metáfora de la vida que nos ha tocado. En los torneos europeos tenemos otras preferencias. Es la oportunidad de irle a un equipo sin sentirse obligado por el acta de nacimiento.

Uno de los grandes momentos de mi infancia viene del mundial de Italia 90. Camerún derrota al campeón Argentina  uno a cero, una buena parte del partido jugando con diez hombres y al final con nueve.  Fue una de esas lecciones de heroísmo que uno obtiene mientras devora frituras. En ese momento, las familias mexicanas supieron a quién irle en un torneo donde la Selección nacional no asistió.  

Cada que David vence a Goliat algo se compone en el mundo. Una simpatía profunda albergan los equipos que van abajo en las apuestas, como si sus victorias alcanzaran para todos. Cuando el supuesto débil vence al favorito podemos pensar que a veces el azar suele jugar de local en la guerra, el amor y las copas de futbol. La enseñanza que dan estas gestas contra la estadística es que si nada ha sido escrito todavía, vale la pena disputar cada partido.

Esta copa tuvo dos agradables sorpresas: Turquía venció a Croacia y Rusia a la espectacular Holanda, a quien muchos ya veían campeona de Europa. Holanda parece jugar un estilo de ensueño, pero la magia no siempre perfora la red en el momento necesario. Como ha escrito Juan Villoro recordando la historia de la Naranja Mecánica: “Se diría que la gran Holanda de 1974 y 1978 no llegó al triunfo mundialista precisamente porque lo tenía todo para ganar, y una secreta ley de las compensaciones exige que los campeones tengan raspaduras”.

El placer de las jugadas bien ejecutadas termina finalmente eclipsado por el cúmulo de emociones que despiertan las victorias épicas. Si 300 espartanos contienen a un enorme ejército persa eso es Historia (o una película, usted decida); si los persas logran la victoria de una manera fácil, eso es un dato más en los libros. En el lado del futbol, que ganara Holanda hubiera sido cumplir los pronósticos; cuando Rusia metió su tercer gol estaba devolviendo a la fanaticada el amor por las proezas.

Ignoro por qué los equipos en desventaja nos despiertan tantas alegrías. Esos turcos de los que no confiarías si te estuvieran ofreciendo una tarjeta de crédito obraron tres milagros consecutivos, como diciendo “los vientos del estadio juegan a nuestro favor”. Primero dejaron al anfitrión Suiza fuera de la copa; después dieron la vuelta al marcador contra la República Checa en los últimos cinco minutos del partido y finalmente echaron de la copa a Croacia, en una fase de penales que vino a demostrar que México no es el único país cuyos  jugadores confunden el tiro a la portería con el despeje de media cancha.  

No hay heroicidad más celebrada que remontar el marcador adverso. Turquía lo hizo en sus tres victorias, quizás por eso ha despertado el furor en tantos televidentes. Son un equipo que necesita verse en problemas para sacar la casta, para hacer aflorar el futbol. Su lección es la de la oncena a contracorriente: son capaces de llegar a semifinales en una copa disputadísima después de estar en el lugar 21 del ranking de la FIFA.  Para darnos una idea de lo que eso significa, México ocupa el lugar 17.

Desde una patria, como la nuestra, cuya Selección sólo se luce con países que no sabíamos que jugaban al futbol, las victorias de equipos como Turquía llegan incluso a pertenecernos. Y eso no sólo porque sus jugadores se parecen a todos tus amigos yucatecos sino porque en cada triunfo recuperan la terquedad que suele animar a los héroes. Porque quienes no tenemos ni técnica ni talento con un balón, necesitamos de historias hechas a base de puro arrojo y azar.  Es un poco la filosofía detrás del “Sí se puede” de la porra mexicana.

Mañana los turcos se verán las caras con una potente Alemania, el país que ha sabido como nadie convertir la tragedia en marcadores favorables (no por nada es la misma tierra de Wagner y Beckenbauer). Baste recordar lo dicho por Gary Lineker: “El futbol es un juego sencillo en que 22 jugadores disputan un balón y al final siempre gana Alemania”. Turquía reporta nueve bajas y posiblemente alinee a su tercer portero como jugador en la cancha. Más que nunca tiene las probabilidades en contra, pero también más que nunca cuenta con nuestras simpatías a favor. Mañana sabremos de qué estuvieron hechas esas ilusiones.   

 
Actualización del 25 de junio, a las 4:51: Turquía rompió su patrón (metió el primer gol) y fue vencida -irónicamente- en los últimos minutos. El marcador final fue 3-2. De todos modos cumplió uno de los mandamientos de la épica: caer con dignidad.

¿Todos somos piratas?

¿Todos somos piratas?

Cada que quiero saber qué hay de nuevo en el séptimo arte voy al mercado “Pedro Sáinz de Baranda”. Los vendedores piratas no sólo tienen los últimos estrenos, sino incluso las películas que alguna vez oímos en las nominaciones al Oscar (aunque con algunas faltas ortográficas). Los piratas mantuvieron por más días No es lugar para débiles por ejemplo, poseen la española Rec y ya exhiben copias de La escafandra y la mariposa (esa maravilla francesa que de seguro nunca llegará a las marquesinas de nuestras únicas salas comerciales). Pero hay más: los piratas venden cintas subtituladas, mientras el cine me obliga a consumir pésimos doblajes.

Los piratas me despliegan un catálogo variado (de Tres lancheros muy picudos a 4 meses, 3 semanas, 2 días) y el cine mantiene en seis salas apenas cinco películas (y dos de ellas repetidas) y en las videos ni siquiera tienen Garganta profunda (los piratas sí, por fortuna). En fin que no se trata de una competencia desleal, porque en realidad las salas comerciales de cine ni los videoclubes tienen tantos materiales con qué competir.
 

¿Que es algo ilegal? Ni quien lo dude, las fotos de la AFI invadiendo mercados a fin de decomisar discos me hacen pensar en soldados norteamericanos llevando libertad a los pueblos oprimidos. Según la Asociación Protectora de Cine y Música México (APCM) la piratería causa pérdidas millonarias a sus compañías, aunque no me queda muy en clara la manera de calcular esos números. ¿Es a través de la caída en ventas, de las estimaciones en ganancias del comercio informal, o de lo que las compañías de entretenimiento habían soñado ganar y no ganaron (acá podría haber una clave)?

     

Lo que sí es un hecho es que sus estrategias para combatir la piratería son tan malas que –al contrario de lo que originalmente pretenden- dan ganas de consumir la primera película pirata que garantice en su portadilla “Este disco no contiene el anuncio de  ‘¿Qué le estás enseñando a tus hijos?’”. En lugar de abogar a la moralidad de las personas (No está bien comprar un examen; es incorrecto ver DVD’s piratas), las compañías deberían ofrecer mejores productos a sus consumidores. En la sospecha de que en el fondo son los propios consumidores quienes las llevan a la ruina (son gente sin consideración que baja música por Internet, comparte series y subtítulos, consigue libros por un tercio del precio), las compañías no gastan ni un centavo más en seducirlos. Una vez que las compañías de entretenimiento renuncian a luchar desde el libre mercado, claman la aplicación irrestricta de la ley.

Lo peor del caso es que la lucha antipiratería ha alcanzado extremos de paranoia. La guerra ya no sólo se limita contra quienes copian, compran y distribuyen películas o discos llevándose una ganancia de por medio, sino que ahora se dirige contra quienes sin fines de lucro ponen películas y series a disposición del público por Internet o quienes a través de redes P2P comparten música, cine y televisión. Es decir: los propios consumidores. Da la impresión que las compañías consideran “pirata” todo aquello que les produzca pérdidas (la copia, la exhibición pública o el Youtube) sin darse cuenta de los niveles de promoción que eso conlleva. Mientras gritan “¡Al ladrón, al ladrón!”, las compañías escamotean sus propios delitos: discos malísimos en los que sólo vale la pena una canción y películas por las que nadie daría más de 25 pesos.

Pero eso no es todo. Protegidas por la legalidad, las compañías también se dan el lujo de lanzar productos sin el mínimo respeto hacia quienes los compran. Hace meses, adquirí la segunda temporada de The Office, una de las mejores series de la televisión. Sólo hasta que puse el DVD en el reproductor descubrí que no tenía otras opciones más que el doblaje al español. La Universal, quien había sacado las dos primeras temporadas al mercado, no había querido pagar a un traductor que escribiera los diálogos al castellano y a un programador que sincronizara los subtítulos con la voz. Sin embargo, los capítulos y los subtítulos podían conseguirse gratuitamente en Internet, gracias a la generosidad de fans que traducían esos episodios y los convertían en archivos a fin de que cualquiera pudiera ver The Office en su idioma original (un placer inmejorable, dicho sea de paso). Es decir, los supuestos piratas (aquellos que intercambian música y otras formas de entretenimiento a través de la red) estaban ofreciendo un producto mucho mejor que las propias compañías legales.

¿Qué hace contra ello la Amprofon, esa asociación de música y videogramas en México que busca proteger según ella el derecho intelectual? Entre otras cosas, elabora argumentos como el siguiente: “Un arte que está siendo plagiado, duplicado y falsificado libremente, corre el riesgo de desaparecer”. Mentira, decir que de la supremacía de la industria depende la supervivencia del arte no sólo es el marketing más barato sino una auténtica manipulación de la verdad.  

¿Qué otra cosa hace la Amprofon para frenar las descargas por Internet? Difunde un artículo donde la cantante Myriam denuncia que su disco “Simplemente amigos” fue subido a la red antes del lanzamiento. Sobra decir que en el texto en cuestión, Myriam no se cansa de vilipendiar a todos aquellos que se aprovechan del trabajo de otros. ¿Y de qué iba su disco, por cierto? Ah, sí, era una compilación de los antiguos éxitos de Ana Gabriel.

Por último, ¿es verdad este argumento de la Amprofon contra la descarga gratuita por la red?: “Autores, compositores e intérpretes están en grave crisis, pues no cobran regalías por culpa de la piratería”. Por lo menos eso es lo que piensan cantantes y grupos como Reyli, Víctor García, Reik, Pambo, Nikki Clan, Kalimba, María José y auténticos genios como Imanol, quienes han emprendido una campaña para exhortar a los fans a denunciar sitios que comparten música o video por Internet.

     

Imanol

 
      

Danna Paola

 

  

¿Qué les dice a esos intérpretes alguien como Manu Chao? “Dejen de quejarse y pónganse a trabajar; si quieren dinero, salgan a la calle a dar conciertos” ¿Y qué opina de la piratería alguien como Joaquín Sabina, cuyos logros se deben más al talento y mucho menos a la industria, al contrario de los arriba mencionados? “Pero cómo voy yo a hablar mal de los piratas, si el barco pirata del pobre que vende mis discos piratas es una mierda comparado con el transatlántico de la multinacional que edita mis discos legales, ésos sí que me roban”. 

     

Si la piratería va a servir como una especie de selección natural que hundirá a la gente sin talento a través –paradójicamente- de su éxito, bienvenida.

Ver tele adelgaza

Ver tele adelgaza

Los programas de chismes han servido para confirmarnos que las celebridades pueden ser tan estúpidas como cualquier persona: que lo mismo conducen borrachos, entran y salen de clínicas de rehabilitación, pierden a sus hijos, se arrastran en el fango por un flash. Eso es lo verdaderamente interesante de ellas; no sus actuaciones, no sus pésimos discos.
Queremos ver ricos sufriendo, famosos que han perdido hasta la camisa, actrices que tienen hijos de senadores. Queremos ver a gente en la montaña rusa de la vida, llorando por el vértigo, tanto en los descensos como en las subidas.   

Los reality shows acortan el camino. En lugar de esperar a que las celebridades accedan al punto más bajo de la humillación, encontramos a gente común y corriente exponiendo su último resquicio de integridad por salir en la tele. A cada rato uno encuentra individuos dispuestos a abrir su intimidad y a mostrarse vulnerables, a fin de acaparar las miradas. Cada semana emprenden la batalla por permanecer en pantalla. Las pruebas son duras, están obligados a interesar al público sin tener talento y peor que ello, sin fingir que lo tienen. Finalmente emergen victoriosos en su minuto de fama, incluso cuando los expulsan. No importa quedarse a mitad del camino; en la televisión, el único fracaso es no haber empezado.

El último de los inventos de la fe catódica llega como uno de esos platos saludables: caros, que no saben a nada y que sólo consumimos por el simple placer de decir que hicimos algo bueno. Se llama ¿Cuánto quieres perder? Lo transmiten cada domingo y está producido por Televisa.

En el programa dos equipos de gordos compiten por ver quién baja más de peso, acción por demás plausible como algunas otras emisiones debidas a la misma televisora: los adolescentes que luchan por conformar una banda, los famosos que bailan por una noble causa, las valientes empresas que hacen todo tipo de donaciones para llegar al sueño de los deducibles. En fin, que el camino del rating está pavimentado por las buenas intenciones.

Es innegable que este país tiene graves problemas con el sobrepeso. Los números abruman tanto como nuestra última visita a la báscula. Pero ¿Cuánto quieres perder? no explota el superávit de carbohidratos sino el déficit de autoestima. Al contrario de lo que hace con sus telenovelas, ahora a Televisa no le interesan los cuerpos, sino las historias.  

En el pasado la televisión aprovechaba la idea de gordos simpáticos y ahora lo hace con la idea de gordos inconformes. No me extraña. Nada como la superación personal para lograr una buena audiencia. “Estamos buscando a 14 personas para cambiarles sus vidas”, decía la convocatoria lanzada para este reality. ¿Eso qué significa?, ¿que alguien será mejor persona si desplaza menos agua en la alberca, que la felicidad es un lugar donde se usa una cinta métrica y no dos?  

Lo fascinante de los castings es que evidencian las tramoyas del espectáculo. Puedo entender la selección en un programa de canto (la voz), puedo comprender cómo se conforma un encierro de famosos (con estrellas medianas que no pierden nada humillándose y a cambio pueden ganar mucho), ¿cuáles fueron los parámetros para escoger a estos obesos?, ¿eligieron a los más gordos, a quienes tuvieran historias más tristes, a quienes demostraran más aptitudes para triunfar?  ¡No! Como en los supermercados, los productores optaron por la variedad, que no es otra cosa que ofrecer el mismo alimento chatarra con diferente empaque: el tipo de gordo con el que puedas identificarte.

Si analizamos las motivaciones de cada concursante podríamos tener un panorama amplio de por qué la gente quiere bajar de peso en este país: porque mi esposa es delgada (Ignacio), para lucir un bikini (Ana Luisa), para pedirle matrimonio a mi pareja (Iván), para enamorar a una compañera de la universidad (José Antonio), para que mi hijo se sienta orgulloso de mí (Elvira), para encontrar un mejor trabajo (Liliana), para no morir (Lizbeth), porque fui abandonada por mi esposo (Teresa), para casarme de blanco (Anabel). Sólo faltó: para ganar una gubernatura (Ivonne), para conservar mi empleo de Miss Universo (Alicia).

Unos quieren ser inspiración y otros buscan ser inspirados. Como los equipos de futbol nacionales, estos nuevos héroes contemporáneos luchan contra la estadística (ser el segundo país de obesos en el mundo). Pero algo falla, las condiciones pecan de inverosimilitud. Si los participantes no tuvieran nutriólogos, sicólogos, un spa, una ambulancia a cualquier hora, doctores, un premio jugoso y además el esfuerzo tuviera que emprenderse con dos trabajos, una familia que mantener y el salario mínimo, entonces uno estaría tentado de hablar aunque sea de arrojo. En ¿Cuánto quieres perder? las circunstancias son demasiado ventajosas, porque su principal intención es reducir las contrariedades del sobrepeso a la mera voluntad (“Si quiero, puedo”) como hacen con la economía los cursos de emprendedores.

Sin embargo, el trasfondo central de éste y otros “programas de realidad” es la idea común de que la tele nos puede ayudar. ¿Cuánto quieres perder? no se diferencia de otras emisiones -como 12 corazones- que se sustentan en esa fe: vivimos en crisis permanente y creemos que un rating de 20 millones de espectadores puede ser un buen respaldo emocional. ¿Qué hay de malo en eso? Que alguien que piense que aparecer en televisión es una buena medida contra sus preocupaciones es alguien que tiene más problemas en la cabeza que en la tiroides. Lo más terrible de todo es que ¿Cuánto quieres perder? explota la misma premisa del Teletón: el humanitarismo deja tantas ganancias a los anunciantes, como satisfacciones en los espectadores. En este panorama en donde todos ganan, las críticas parecen sospechosamente molestas.

     

Vean este video, así sin sonido y con mala calidad, se parece a esos videos antiguos de fenómenos.

El viajero sedentario

El viajero sedentario

No soy afecto a las películas compasivas: aquellas que muestran a hombres postrados en sus camas en el límite de la vida y la muerte. Los vemos sobresalir con ayuda de la fe, anteponerse a sus problemas y triunfar. Resultado: acabamos un mar de lágrimas, convencidos de no desperdiciar la próxima oportunidad para echar una moneda más en el cochinito del Teletón. ¿Qué ha pasado? Que hemos hecho de quienes padecen alguna enfermedad o discapacidad los héroes contemporáneos, hasta el grado de pensar en ellos como gente buena por naturaleza. De la discriminación hemos transitado a la excepción, que no deja de ser otra forma de discriminación.

Esta semana vi La escafandra y la mariposa, la película francesa dirigida por Julian Schnabel y nominada a cuatro Óscares, que narra la historia verdadera de Jean Dominique Bauby, quien fuera redactor jefe de la revista Elle. Después de un ataque cerebral y unas semanas en coma, el protagonista despierta atrapado en su propio cuerpo, debido a un extraño padecimiento -el “locked-in syndrome”- que sólo le permite mover su ojo y su párpado izquierdos.

La cinta aborda en su mayor parte el punto de vista de Jean Dominique y de lo que alcanza a ver con ese único ojo móvil. ¿Cómo puede contarse la historia de un hombre paralizado, incapaz por principio de comunicarse, pero cuyos pensamientos se van agolpando uno tras otro sin cesar? No les voy a decir cómo, pero el director lo logra. Y lo logra sin ceder lugar a la lástima, pero sí al humor y a un conmovedor humanismo.


Paseo

Lo que menos quiere la película es despertar piedad. Finalmente nos habla de un tipo que se ha acostado con infinidad de mujeres, que tiene una esposa hermosísima y una amante, y que no conforme con ello, está atendido por chicas que parecen caídas todas del cielo. Es ególatra y frívolo, pero también trata de entender su dolorosa circunstancia sin preguntarse “¿por qué a mí?” Lo más alejado de un modelo de virtud, Jean Dominique se parece mucho a nosotros. En ese sentido la cinta gana: el cuerpo del protagonista se vuelve una metáfora de nuestras propias prisiones.

La voz en off que recorre la película (y que representa la mente de Jean Dominique) no puede ser escuchada por quienes lo rodean y va conformando un guión que sólo él y el espectador conocen. De esa manera se retrata la mayor de las soledades, pero también la única forma de honestidad posible (¿cuántas veces hemos recorrido los días sólo con el pensamiento y cuántas veces hemos dicho eso que pensamos?). Asimismo la cámara reproduce la mirada de Bauby para intentar capturar su realidad: aquella que va de los pechos de la terapeuta a las piernas de la esposa, de la cortina que deja pasar la brisa a su propia y deprimente imagen en un cristal, de la libertad del mar -cuando es llevado de paseo- a los corredores claustrofóbicos del hospital. Palabras e imágenes forman un universo personal. Recuerdos y metáforas. La imaginación y la memoria, como dice el propio Jean Dominique. Pero él nunca se muestra diferente o “especial”, es como nosotros, porque sabe que no hay mayor sufrimiento que un enfermero apagando el televisor durante un tiro libre, precisamente porque no puede escucharnos gritarle “¡No lo hagas!”, es el tipo que ríe de los chistes que alguien hace a costa suya, mientras una de sus cuidadoras se indigna y él dice para sí: “Ay, muchacha, no tienes sentido del humor”. También nosotros somos lo que miramos, lo que pensamos, aunque los demás no se den cuenta. También construimos el mundo con los otros, por los otros y a pesar de ellos.

telefono

Una escena memorable: el padre de Bauby le habla por teléfono y le dice: Yo estoy como tú, en un tercer piso, a los ochentaytantos años, incapaz de bajar las escaleras. Encerrado en un cuarto, como tú en tu cuerpo. Esas palabras nos traspasan porque igual se refieren a nosotros: prisioneros de alguna circunstancia –un trabajo, las enfermedades, una ciudad, nuestra propia biografía- intentamos sobrevivir al mundo sin pensar en el encierro. Dominique da la pauta: la libertad también significa imaginación y memoria.

A estas alturas del artículo tendría que decir que La escafandra y la mariposa está basada en un libro, ¿escrito quizás por alguien conmovido por la historia de un hombre paralizado? ¡No! Escrito por el mismo protagonista, quien puede aportar como nadie los alcances de la prisión interior, el viaje sedentario que ha decidido emprender.

ortofonista

Para escribir su libro, Jean Dominique Bauby se vio obligado a dictar letra por letra, después que una ortofonista deletrara el alfabeto y él parpadeara para señalar el signo deseado. Hemos de reconocer que no es un método propicio para autores flojos, como yo, pero demuestra hasta qué punto nada está vedado para nadie. El libro de Bauby termina por ser un itinerario de la inmovilidad, una errancia cuyo único mapa es la imaginación (como leer, dicho sea de paso).

La escafandra y la mariposa, como la buena cinta que es, contiene muchas lecturas. Está la del hombre que lucha contra la circunstancia más adversa (la interpretación más fácil y la que menos me gusta). También podemos entenderla como la necesaria solidaridad de los otros para vivir en el mundo. Habla del amor, del sexo, de la vida fácil y de lo que queda de esa vida cuando somos apenas un fardo con signos vitales (¿Hay algo más? Tiene que haberlo, nos dice Schnabel, además del dolor y la autocompasión). Pero la idea que más me atrae es la de que todos somos un poco como Dominique: seres imperfectos, injustos, vanidosos y superficiales, pero que de igual forma intentamos a toda costa salir de la escafandra. No para ser mejores, que sería el argumento ideal de los libros de superación, sino porque sabemos que algo anima a nuestros cuerpos y necesitamos encontrar exactamente qué es.

Para P... por su amor a las mariposas, por supuesto

poster

Sólo la Revolución se televisará

Sólo la Revolución se televisará

Después de iniciar un procedimiento sancionatorio, la Comisión Nacional de Comunicaciones de Venezuela ha prohibido (veladamente, a través de una “recomendación”) la transmisión de Los Simpson por la cadena Televen de ese país. Extraña, en primera instancia, que un Gobierno como el de Hugo Chávez -tan abiertamente opositor al imperalismo yanqui- repruebe un programa que ha retratado a Estados Unidos sin escatimar sarcasmos, pero más inquieta saber los motivos de esa salida: según el órgano oficial, la familia amarilla “no es apta para niños” y “contiene mensajes que atentan contra la formación integral de los adolescentes”.

Lo peor del caso: ¡es verdad! Si pensamos en los niños como en bolivarianos en formación a los que sólo es sano ver Aló, Presidente, sí, Los Simpson no es apto para ellos. También es lógico cuando sabemos lo mucho que le preocupan los infantes a Chávez (una observación de su hija de ocho años sobre el caballo del escudo venezolano que avanza hacia la derecha, hizo que la Asamblea Nacional cambiara la posición del equino hacia -adivinen dónde- la izquierda). ¿Qué va a hacer Televen para llenar el vacío que dejará la creación de Matt Groening? Programar Guardianes de la bahía, al que la censura venezolana ni siquiera increpará, porque los bikinis de Pamela Anderson son rojos.  

“¡Tanto escándalo por una simple caricatura!”, dirá alguien. Pero no debemos irnos tan aprisa. Según la revista Time, Los Simpson es la mejor serie de televisión del siglo XX y Bart uno de los iconos culturales de la última centuria, junto a Picasso, los Beatles y algunos otros.  Para no ir más lejos, el historiador y profesor de la Universidad de Francfort, Henry Keasor, consideró a la serie como “parte de la literatura universal”, lo mismo el escritor Alan Moore, quien ha dicho que aparecer en el programa “es el título honorario moderno más importante de nuestra época; de hecho es mejor que si te hicieran Papa” (lo dice alguien que no sólo cambió la manera de hacer cómics en el mundo sino que apareció en Los Simpson junto a los no menos trascendentales Art Maus Spiegelman y Daniel Ghostworld Clowes).

Pero qué va, el humor siempre dará molestias. Recordemos que George Bush (el padre del Míster Dánger) también condenó a la familia amarilla por la imagen negativa que proyectaban. ¿Por fin, los Bush y Chávez coincidieron en algo? Sí, como los emos y los punks, ambos tienen más semejanzas de las que públicamente aceptarían. 

Chávez sabe mejor que nadie el poder de los medios. Desde su fallido golpe contra Carlos Andrés Pérez en 1992, supo que el rating lo es todo. En la pretensión de que los demás insurrectos depusieran las armas, el Gobierno de Andrés Pérez puso al líder rebelde a dar un mensaje a sus compañeros, mensaje que se convirtió en una alocución política. “Lamentablemente, por ahora”, dijo Chávez en aquella ocasión, “los objetivos que nos planteamos no fueron logrados en la capital (...) Ante el país y ante ustedes, asumo la responsabilidad de este movimiento militar bolivariano. Muchas gracias”. Ese “por ahora” no fue sólo la frase más recordada del mensaje, sino todo un vaticinio. Por ello, el movimiento golpista que en la práctica fue un desastre, logró su auténtica victoria a nivel mediático, pues colocó en el mapa al entonces desconocido rebelde.

“Chávez siempre es una emoción”, ha apuntado el periodista y narrador venezolano Alberto Barrera Tyszka. “Enamora o irrita, pero jamás aburre, es un producto que no conoce la indiferencia”. Y es que ahí está la clave para entender la expulsión de Los Simpson de la televisión: el presidente quiere ser el único comediante que critique a los EU. No es, en todo caso, un acto de censura sino una exageración monopólica.

Chávez es un histrión, una cruza de showman y orador revolucionario. Alguien a quien es fácil imaginar preguntando a su público “¿Quieren otro monologue?”. Hace chistes, reta a otros mandatarios, se burla de quienes sirven al Imperio, declara la guerra por un pleito que no es suyo (“Señor ministro de defensa”, dijo cuando el bombardeo sobre Ecuador, “mándeme diez batallones a la frontera con Colombia”). Eso está bien, pero ¿por qué no admite la competencia? Eso le haría mejorar sus rutinas, disminuir sus tiempos. No lo va a hacer porque finalmente Chávez es un socialista y como tal, ama el control estatal sobre el entretenimiento y disfraza la megalomanía de amor patrio. 

En la Cumbre de Santo Domingo, después de las acusaciones mutuas entre Álvaro Uribe y Rafael Correa, el comandante no podía marcharse sin decir algo. ¿De qué manera robarse el espectáculo, después de semejante pleito entre mandatarios? Musicalmente: cantando “Quisqueya, la tierra de mis amores”, mientras las risas de los asistentes le hacían suponer que había hecho lo correcto.

Tengo la impresión de que Chávez reparte dinero, educación y todas esas bondades de las que hablan sus simpatizantes, también para que lo oigan. Es el cómico que paga para mantener su audiencia.  Comúnmente animoso, socarrón cuando se trata de hablar de los demás, pero incapaz de soportar el ridículo propio (como la foto de Reuters donde parece tener orejas de Mickey Mouse), Chávez ejecuta el sarcasmo para impacientar a sus oponentes. Su discurso es la farsa de la desesperación.

Pero pongamos las cosas sobre la mesa, antes de que algún chavista me descalifique por detenerme en frivolidades. Desde México sólo puedo hablar de presidente venezolano como ídolo pop, como un símbolo cuya música seduce a unos y irrita a otros. Personalmente, sus presentaciones me parecen peor que una recitación de poesía hecha por vogones (aquellos seres de La guía del autoestopista galáctico): un suplicio que carece de cronómetro. Al mismo tiempo, prefiero estar lejos de sus fans porque son como los fans de Maná: cuando les dices “No me gusta lo que tocan”, te responden: “¿Y qué otro grupo ha hecho tanto por las selvas?”.

Para Rodrigo y Wilberth, por cierto

Postdata del 18 de abril: Según los periódicos, el programa ya retornó a la televisión venezolana, ahora en horario nocturno. No obstante, el Gobierno de ese país aún sostiene que en Los Simpsons "se aprecian elementos con imágenes y lenguaje inapropiados, que pueden influir en el comportamiento y la formación de los niños, niñas y adolescentes". Y ¿saben qué? Siempre lo supimos.


Y a propósito de Los Simpson, perdón, de Chávez...

 

 

 

 

 

 

 

 

La generosidad de los extraños

La generosidad de los extraños

Sé que todavía hay mucha gente que considera la Internet un medio de perversión, decadencia y donde nada es lo que parece. Posiblemente tengan razón, porque ¿en qué otro sitio encontramos tanta mentira, en qué otro lugar puede reproducirse tanto el impudor, quién puede competir con la red de redes en la propagación de calumnias, horrores y enconos? ¡Un momento! ¡En el mundo real!
Mejor veámoslo de este modo: la Internet ha reproducido apenas las grandes virtudes y también los grandes defectos de esta pobre humanidad. Sirve lo mismo para la codicia que para la generosidad. Mueve millones de dólares y siempre está en la mira de los hombres poderosos que buscan a toda costa aprovechar sus bondades para ganar más dinero. Sin embargo, del lado contrario, sirve igual para darles un puntapié a esos mismos multimillonarios en su loca carrera por encabezar la lista de Forbes. ¿Cómo? No sólo a través del software libre sino de los archivos compartidos y otras formas de consumo que no causan más gastos que una red rápida y el tiempo disponible.
El siglo pasado estaba marcado por todo aquello que no podíamos tener: ni buen cine ni buena televisión ni buena música ni buenos cómics. La educación sentimental de la provincia se sustentaba en lo que había en la tienda de discos, lo que se permitía programar la radio o la televisora, y las revistas que llegaban a los estanquillos. Dependíamos de demasiada gente que velaba por intereses más propios del negocio que del gusto: qué CD vendía más, qué serie de televisión tenía rating, qué publicaciones podían agotarse en poco tiempo. Las empresas del entretenimiento ejercían sus propios monopolios, pues podían fijar precios a los discos, los libros, las revistas, según sus criterios y no existía competencia, salvo la piratería, que estaba siendo combatida inútilmente a través de operativos policíacos y advertencias ñoñas. (Las letras chiquitas que dicen “La piratería se castiga con cárcel” son tan ineficaces como las contraindicaciones de los medicamentos).
Sí, se nos decía, la piratería es un negocio que beneficia al crimen organizado. Finalmente es comprar un disco con un proveedor que no aporta regalías ni al artista ni al productor. Están matando a la música, nos regañaban, y a la industria fílmica, también. El argumento era: la piratería representa pérdidas millonarias a las empresas legalmente constituidas, que pagan impuestos y el dinero por un CD va a manos de no sabemos quién.
Con la Internet, esos argumentos se caen a pedazos: no les estás pagando a nadie (ni a la empresa ni a los piratas). ¿Que dejas de comprar discos porque mejor bajas las canciones del LimeWire? ¡Por supuesto que no! Sigues comprando los discos que te gustan. Lo único que ha hecho la red es evidenciar la cantidad de artistas plásticos de los que no vale la pena escuchar más que una canción. 
¿La TV te agobia con su programación infestada de chismes sobre actores secundarios, malas telenovelas, series de entretenimiento que no entretienen? ¿Es lo único que existe sin salir del paquete básico del cable? ¡No! Ahora ya puedes conseguir series de forma gratuita, películas de arte de cuya existencia no saben los videoclubs o que igualmente transmiten censuradas (y peor que eso, dobladas) en la televisión.
La Internet ha cambiado la forma en que asumimos los riesgos. Leemos reseñas, páginas de comentarios que nos llevan a su vez a otras páginas. Leemos. Ahora más que nunca estamos obligados a leer. Tampoco es que Internet no tenga sus bemoles, sus inconvenientes, sus puntos en contra. Pero es indudable que está cambiando la forma en que consumimos el cine, la televisión, la literatura y la música.
Así como la Internet ha potenciado nuestras peores mañas también ha servido como escaparate de una de nuestras más grandes virtudes: la generosidad. Gente, que sin cobrar un solo centavo, fragmenta series en archivos manejables, los sube a la red y los deposita en direcciones que cualquiera puede bajar y volver a pegar. Personas de diversas latitudes que se toman el tiempo necesario para traducir las series americanas o inglesas (estupendas dicho sea de paso) o los ánimes japoneses y subir a la Internet los subtítulos para acceder a ese universo vedado para quienes no somos políglotas. Nadie les paga, no trabajan para compañía alguna (bueno, a lo mejor sí, pero hacen esta actividad fuera de todo lucro). Es más, ni siquiera usan sus nombres propios, sino apenas un seudónimo que los identifique.
De aportación en aportación, la comunidad de personas que comparte música, cine, televisión y literatura por Internet va creciendo con la misma vertiginosidad con que el mundo produce música, cine, televisión y literatura. Gracias  a la generosidad de los desconocidos es posible conseguir discos que no llegan a las tiendas (dejemos a un lado lo comercial, pensemos en jazz, bandas sonoras, rock sudamericano, música orquestal contemporánea, los Klazz Brothers tocando la Sinfonía 40 Mozart a ritmo de mambo); también es posible leer las grandes obras del cómic, algunas ni siquiera disponibles en México (el premiado Maus de Art Spiegelman o Watchmen de Alan Moore, considerada una de las mejores novelas en lengua inglesa del siglo XX) a través de un programa utilísimo (el CDisplay) que reproduce la forma en que leemos historietas. Del mismo modo es posible conseguir películas que en provincia estarán sólo dos días en cartelera o que de plano no van a llegar (documentales, cintas europeas y asiáticas, filmes mexicanos de culto), además de la mejor televisión que no es precisamente la más difundida (auténticas maravillas como The Office, Coupling o Curb your enthusiasm), con la ventaja de que no habrá cortes comerciales ni estaremos sujetos a la programación de un canal.
¿Es ilegal? No lo sé, posiblemente lo sea. Pero para muchos ha sido la única forma de acceder a lo que de arte todavía tiene la industria del entretenimiento. Además pensemos esto: las empresas comúnmente apelan a las leyes del libre mercado para justificar que violan las otras leyes; sin embargo, sucede que a veces las leyes del mercado se les vuelven en contra. Entonces piden aplicar la ley a secas.


Ahora vamos a lo verdaderamente importante:



Para bajar a los Klazz Brothers & Cuba Percussion tocando la Sinfonía 40 Mozart a ritmo de mambo en Classics meets Cuba: Aquí y Acá.



Para bajar Watchmen: Aquí y Acá.


Para bajar Maus de Art Spiegelman: Aquí.



Para capítulos de Coupling: Aquí.


 

 

Para capítulos de The office:  Aquí.

 

 

Para capítulos de Curb your enthusiasm: Aquí.