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Tediósfera

Este hogar es catódico

Anatomía de Sasha Grey

Anatomía de Sasha Grey

Me gustan las entrevistas a las chicas de portada de las publicaciones sociales. ¿Qué quiero encontrar en ellas, salvo la sucesión de respuestas convencionales: mi familia lo es todo, soy divertida, espontánea y amigable, lo verdaderamente importante es la belleza interior? Quizás voy tras la excepción. Y hasta ahora, todas han cumplido el ritual de la obviedad.
Pero transito sin remedio de un extremo a otro. Reconozco que, en contraparte, leer entrevistas hechas a actrices porno podría parecer una pérdida de tiempo. Se supone que sólo son una extensión de su personaje: insaciables incluso sin cámaras de por medio. Pero de repente, entre la biografía sórdida que deberían representar (se lee el libro de Jenna Jameson tan sólo para aplaudirle su tesón ante las adversidades de la vida), uno puede hallar notables excepciones.
No es sólo que Asia Carrera pertenezca a la organización Mensa, por su elevado coeficiente intelectual. Ni que Katja Kassin haya estudiado Ciencias Políticas, Literatura y Filología Alemanas  (además de hablar seis idiomas).
¿Qué se puede decir de una chica estadounidense de 19 años con estas preferencias musicales, cinematográficas y literarias?:
 

MÚSICA: Joy Division, New Order, Smashing Pumpkins (es amiga además de Billy Corgan y aparece fotografiada en el disco Zeitgeist), Bauhaus, The Cure, Depeche Mode, Duran Duran, Mayhem, Venom, Behemoth, Vader, Tape Recorder, Outkast, Samhain, Stones, Beatles, DJ Quick Skinny Puppy, This Mortal Coil, NIN, Misfits, Black Flag, Danzig, Tool, Hendrix, Elton John, Bowie, Bob Dylan, The Roots, Tori Amos, Block Party, She Wants Revenge, Radiohead, Orbit, Air, Aphex Twin, Bjork, Beck, Cat Power Interpol, The Doors, The Clash, The Police, Led Zeppelin, Black Sabbath, Miles Davis, John Coltrane, Mingus, Pink Floyd, Iron Maiden, Shostakovich (¡wow!) y Bach, entre otros. 

CINE: Godard, Antonioni, Von Triers, Herzog, Películas norteamericanas de los setenta, Portero de noche, Gaspar Noe, Catherine Breillat, Richard Linklater, David Lynch, Gus van Sant, Steven Soderbergh, David Gordon Green, P. T. Anderson,  Harmony Korine, Hiroshi Teshigahara, Monte Hellman, Bernardo Bertolucci, Agnès Varda, Terrence Malick, Louis Malle y William Klein.

LIBROS: Guerra y Paz, Hunter S. Thompson, Anais Nin, Historia de O, Jean-Paul Sartre, William Burroughs, Ernesto Guevara, Helmut Newton, Terry Richardson, Richard Kern, Natacha Merritt, Uta Barth, Mark Rothko, Andy Warhol, Peter Saville, Mark Borthwick, Donald Judd y Robert Rauschenberg.

Se llama Sasha Grey y despierta las más bajas pasiones (incluso aparece pintada en un cuadro de Zak Smith para la galería Saatchi). La llaman la sucesora de Jenna Jameson (lo que significa que estará forrada de dinero en los próximos años), aunque sin duda posee mejores gustos. 

Sasha
 
PD: ¿Y si sólo fuese una estrategia publicitaria? No importa, no será la primera vez que nos timen.

¿Tienes 31 minutos?

¿Tienes 31 minutos?

 

1. En una escena memorable, 31 minutos busca ser un programa educativo: Aquí.

2. ¿Qué pasa cada vez que te dicen: "Estás más gordo"? Aquí.

3. Conversaciones con Dios. Aquí.

4. ¿Crees que Daft Punk es cool? Espérate a escuchar a los Computadores de Paine. Aquí.

5. El pintor más rápido del mundo visita 31 minutos. Aquí.

6. Encuesta de Mico el micrófono: ¿Y a usted cómo le dicen? Aquí.

7. Don Quijote y los molinos de viento. Aquí.

 

 

A mí que me expliquen con títeres

A mí que me expliquen con títeres

Para Gabriela, por el extraordinario título


Lo mejor de 31 minutos es que produce el efecto de una película porno a la inversa: lo vemos a escondidas, precisamente porque no es para adultos. Constituido por títeres que dan las noticias (literalmente, no es ninguna metáfora), el programa chileno se ha erigido en sus tres temporadas como una de las apuestas más inteligentes de la televisión actual. Y no sólo en el rubro infantil, hago la aclaración.
La emisión fue concebida por los periodistas Pedro Peirano y Álvaro Díaz,  quienes adaptaron su conocimiento del medio para crear un noticiero que fuera atractivo para los pequeños, pero que no resultara un simple catálogo de consejos para crecer. Nada de enseñar los números, nada de dar catecismo para ser buenos. Los mismos creadores lo explican: “Nuestros personajes son más bien moralmente relativos, no son perfectos, (pero) tienen su pequeño oficio, o sea, (…) no son un modelo para los niños”.
Así nació 31 minutos, un ejercicio de subversión continua, un programa que se ha vuelto de culto para los adultos, quienes disfrutan el ingenio de sus canciones, las peripecias de sus personajes y sus sorprendentes acercamientos a la realidad.
Lo mejor de 31 minutos es que está hecho, de verdad, con tres pesos (chilenos, aclaro). Sus títeres parecen salidos de cualquier cajón de sastre o de la repisa de peluches de quien fue adolescente en los ochenta. Tulio Triviño, Juan Carlos Bodoque, Policarpo Avedaño, Mico el micrófono y el superhéroe Calcetín con rombos man, entre otros personajes, tienen más que ver con un bazar de ropa usada que con un set de televisión. Sin embargo, su encanto proviene, como sucede con el ser humano, de haber cobrado vida a partir de un material tan precario.
Lo que menos quiere ser 31 minutos es un programa educativo, lo que no significa que deje de educar. Es decir, su pedagogía proviene de compartir una visión crítica sobre el mundo, una poco complaciente postura acerca de la realidad. No por nada es un programa que incluso critica a la televisión. En el video “Doggy Style” unos perros cantan el itinerario de lo que hacen mientras su amo no está. Entre las muchas libertades que se toman dentro de la casa está el ver “la basura que dan en la televisión”.
¿Cómo evita 31 minutos la ñoñez? Con un humor que resulta incluso disfrutable para los adultos. Los productores de otros programas infantiles cometen el pecado frecuente de creer que sus emisiones sólo serán vistas por niños, o peor aún, que nunca hay que mencionar nada que no sea entendible para los infantes.  Peirano y Díaz saben que eso es mentira, que los niños saben muchísimas más cosas de las que quisieran sus padres. Al fin de al cabo ambos habitan un mismo mundo y alternan su propia biografía con la historia que le llega desde la escuela y los noticieros. Los periodistas chilenos lo explican de esta manera:
“Estamos seguros de que no es necesario que los niños comprendan todo del programa, porque a veces usamos palabras que no son aún muy conocidas por ellos, pero al ponerlas en su mundo estamos abriéndolos un poco más”. Esa declaración está sin duda emparentada con aquella memorable frase del filósofo Ludwig Wittgestein (“Los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje”), pero también con la idea (debida a Michael Ende) de que “cuando algo es inteligente lo es para personas de cualquier edad”.
31 minutos trata problemas actuales. En uno de sus mejores capítulos el artista extranjero Jacobo Fotonolovsky llega a la ciudad para fotografiar a cientos de títeres desnudos. El reportaje, una abierta y divertida alusión a Spencer Tunick, recoge incluso las “protestas de grupos de amargados que no tenían nada que hacer”, quienes con pancartas en mano gritan: “¡Inmoral, inmoral!” La escena del desnudamiento colectivo de guiñoles es una de las cosas más divertidas que pueden verse en televisión.
Quizás el eje más representativo de esta serie sean las canciones. Presentadas a manera de top (donde los artistas suben y bajan en el rankin), la banda sonora de 31 minutos no sólo es un despliegue de deliciosas melodías sino de las temáticas más diversas. Desde “Yo nunca me he sacado un siete” (cuya inolvidable estrofa reza: “El psicólogo dijo: dislexia, el cura: semilla del mal, los padres que soy mala junta y el rector sólo me quiere echar”) hasta “Equilibrio espiritual” (donde un quemante Freddy Turbina cuenta cómo le quitó las rueditas chicas a su bicicleta).  
En este rubro tengo que apuntar a mis favoritos: “Me cortaron mal el pelo” (“ni con partidura en medio, esto no tiene remedio”), “Ring raja” (sobre la adrenalina que desata tocar un timbre y salir corriendo), “Ríe” (¿en qué otra tonada de motivación se puede escuchar la frase: “Porque en esta vida siempre vas a fracasar, jajaja”?) y “Tangananica, tangananá” (nadie sabe qué diablos significa pero es uno de los himnos del programa).
¿Esto es lo que ven ya los niños? ¡Qué bueno! 31 minutos es más crítico que muchos noticieros con gente de carne y hueso (por ejemplo, su parodia de los teletones, “el mangueratón”, es una caricatura puntual del altruismo vuelto espectáculo). Y para quien no me crea que los niños están viendo cosas más inteligentes que sus hermanos mayores o sus papás, van unos versos de la canción “Yo opino”, interpretada por “Joe Pino y sus Maniacodepresivos”:

 “Yo Opino que si opino un pensamiento / Que me venga a la cabeza / Hago crítica social”.
“Yo Opino que el Gobierno está en lo cierto / Y también equivocado / Dependiendo de qué lado”.
“Yo Opino porque leo bien los diarios / Y los leo diario a diario / Para seguir opinando”.

 Vaya, es tan cierto que no deja de dar risa.
31 minutos es transmitido por Canal Once, de lunes a viernes, a las 2:30 de la tarde.  

La serie que alguien debería regalarme

La serie que alguien debería regalarme

Tengo hartos a todos mis conocidos cada que les hablo de Coupling, la comedia inglesa producida por la BBC y escrita por Steven Moffat. Tres hombres y tres mujeres tensando en cada capítulo las relaciones que pueden existir en un grupo de amigos. Me entusiasma descubrir que Hernán Casciari la reseña para su blog Espoiler. He aquí el vínculo:   
http://blogs.elpais.com/espoiler/2007/12/coupling-una-bu.html   

Para un buen ejemplo de lo que es la serie estos minutos impagables donde los personajes conversan sobre pornografía (con especial dedicatoria para Rodrigo Solís y Wilberth Herrera):  

http://www.stage6.com/user/hernancasciari/video/1966419/ 

La Muerte grabará como solista

La Muerte grabará como solista

Los seres humanos no alcanzamos a entender la muerte simple. El deceso porque sí. Exigimos explicaciones, paraísos, rituales. Necesitamos culpables, blancos para nuestros disparos: el Destino, los doctores, el Gobierno. Nadie puede morirse sin dejar circunstancias que ameriten la sospecha. Incluso, ante la ausencia de responsables tiende a decirse “sólo Dios sabe por qué hace las cosas”.
La muerte siempre da motivos para pensar. Dice Manolito (aquel cicatero amigo de Mafalda) que a él le interesa la vida “no los extremos de la vida”. El problema es que la demás gente sí está obsesionada con esos extremos. Nacer y morir son los dos acontecimientos que no sólo reúnen a nuestros parientes -personas que difícilmente coincidirían bajo un mismo techo- sino que sirven para resumir una vida. Son como las escrituras de un predio: marcan nuestro radio legal de acción. Por eso cuando los historiadores dudan del año de fallecimiento de algún personaje –y recurren al signo de interrogación (1932-¿1978?)-, en el fondo temen que aún siga vivo.
A todo mundo le aterra la idea de morir, y quizás sea ese miedo a desaparecer de la faz de la Tierra lo que sostenga la necesidad de consumir decesos ajenos a través del cine. Es con la ficción, como la gente experimenta el horror de un asesinato detallado sin exponer su integridad física o moral. Y es el género del terror -que lo mismo explota zombis que niños poseídos- el encargado de recordarnos que la muerte existe y que sólo se da en las circunstancias más inverosímiles.
De todas las formas de defunción, el cine ha popularizado las posibilidades más remotas (monstruos, asesinos seriales, un pacto con el rey de las tinieblas). De ese modo, el celuloide nos plantea un universo reconfortante donde es el Diablo y no la estupidez humana el mayor peligro sobre la Tierra. Y se trata de una condición tan alejada de la realidad que hasta nos produce alivio.
Con sus villanos entrañables, el cine de terror explota la necesidad, muy humana, de una muerte barroca, complicada, siempre extraordinaria. Freddy se mete en los sueños y Chucky necesita un cuerpo donde alojar esa alma de criminal que no le cabe en el plástico. Los asesinos múltiples esconden a moralistas obsesivos (como en Halloween); Jack Frost es el producto de un baño radioactivo y los Payasos Asesinos, de una mala tarde en la boletería del circo. Esos hombres terribles con dedos de navaja y máscara de hockey han hecho de la muerte un carvanal, donde dejar salir nuestros impulsos.
En los filmes de terror nadie muere absurdamente como sí sucede en la realidad (Esquilo, por ejemplo, sucumbió cuando le cayó una tortuga del cielo. ¡Una tortuga!). En las películas de miedo, hay una maquinaria malévola para justificar que cualquier extra perezca. Es la presencia siempre consciente de la muerte lo que nos aterra, no importa si como en las historias de Stephen King, se tenga que recurrir a los cementerios navajos, los niños autistas con poderes o los extraterrestres.
Pero no son necesarios los monstruos cuando existe la predestinación. Una interesante versión acerca de una muerte segura pero enredada es la cinta Destino Final, donde nadie se salva, pero la tragedia siempre viene envuelta en un empaque complicado de abrir. Nada tan terrorífico como esperar el encuentro inevitable con la fatalidad. Destino Final explora la paranoia de todo intento de salvación.
De duendes malditos a enfermos terminales que proponen juegos macabros, el cine de terror, como los Papas, parece ser afecto a los números romanos. Lepechaun II, Saw IV, Scream III. La muerte a la larga sobrevive y necesita de sagas que atraviesen generaciones pues nunca se da abasto con la palabra “Fin” ni los créditos del filme. La gran enseñanza del género es que siempre habrá formas de morir mientras haya sangre de utilería y suficientes muchachas que salgan corriendo con la ropa hecha jirones.
A primera instancia parece que el cine de horror ha quitado toda dignidad al acto de expirar. Es verdad que resulta bastante vergonzoso desaparecer sin “últimas palabras” y sólo profiriendo gritos como si fuésemos adolescentes en un juego mecánico, pero aceptemoslo: es más vergonzoso que alguien muera diciendo “Qué gran artista perece conmigo”, como Nerón, poco antes que un loco le rebane el cuello.
Finalmente, no puedo concluir este artículo sobre el cine de terror sin referirme a una película que paradójicamente no es de terror: Bill y Ted. En esta cinta los protagonistas no sólo vencen al personaje de la Muerte sino que logran que toque con ellos en un concierto de rock. Mientras la música se escucha, recortes de periódico dan cuenta del futuro éxito de la banda. La más célebre noticia de esa galería reza: “La Muerte grabará como solista”. No olvido esa línea porque me recuerda que aún cuando la Muerte interpreta la música de fondo en nuestras sociedades (trabajamos, nos reproducimos, creamos para no morir del todo), el cine de terror, la literatura del miedo, nos reencuentran con esa muerte solista, virtuosa ejecutante de un estribillo que algún día nos sonará conocido.

Peligroso Plop

Peligroso Plop

Contar un chiste es un deporte lleno de riesgos. Como en las carreras de autos, una mínima variación en la velocidad o un descuido al tomar la curva, podría convertir el anunciado éxito en una tarde desastrosa. Es casi como la declamación de un poema, una ciencia de la exactitud que si bien depende mucho de la memoria, también recurre a la improvisación para salvar los momentos difíciles.  
La poesía y los chistes tienen otro punto en común: hay gente obsesionada con convertirlos a ambos en un asunto de sobremesa. A menos que seas Polo Polo y  puedas hacer una epopeya del encuentro entre dos homosexuales, el chiste caminará todo el tiempo por la cuerda floja. Se trata de un juguete compacto que puede volar en mil pedazos a la menor provocación, pero también de un síntoma del exceso. Como una señal de alarma, el chiste nos avisa que hemos sobrepasado el tiempo o la cantidad de alcohol razonables.  Siempre que en una fiesta alguien inicia la ronda de chascarrillos significa que todos los temas de conversación han sido ya agotados.
Quienes hemos padecido al menos una veintena de reuniones familiares, sabemos que nada es tan vergonzoso como un chiste mal contado o tan trágico como un “gran final” que olvidamos en el último segundo. Como le sucede a Marlin, el pez payaso de “Buscando a Nemo”, explicar las circunstancias de un chiste acaba por provocar pena ajena. De las personas graciosas que pretendíamos ser terminamos siendo el objeto risible de los asistentes. Finalmente el chiste se vuelve una carta bomba a la que hemos puesto como destinatario nuestro propio domicilio.
Lo más curioso es que precisamente sea en esa práctica tan inestable donde los mexicanos hemos identificado el ejercicio del humor. La palabra “humorismo” nos remite indefectiblemente a un señor de mediana edad que hace bromas sobre esposas infieles o niños precoces. Decenas de malísimos programas de televisión a lo largo de los años han depauperado la palabra “humor” hasta reducir sus variedades a los colores rojo y blanco, como las gambas. Lo peor de los comediantes nacionales es que han habitado esos extremos (el albur y la candidez) sin poblar toda la zona intermedia, llena de claroscuros.
Los chistes son pequeños universos autosuficientes; cuando son buenos, ejemplifican el arte de la condensación. A excepción de Polo Polo, cuya práctica favorita es convertir cualquier historia en una gesta heroica donde todos hablan a insultos, los chistes son abruptos, como los petardos. Esa es su mejor imagen: la del explosivo. Pensemos en el chiste como una granada de la felicidad y en el comediante como alguien que sólo espera el momento de quitar la perilla. De la misma forma que con el amor, siempre le conferimos al chiste la más alta de las expectativas; por eso resulta tan deprimente cuando nadie ríe.  
Habituados a una realidad donde las fiestas acaban rápido por insuficiencia de gente graciosa, los comediantes sólo hacen tv si pueden transformar sus chascarrillos en guión. De profesionales de la risa presentándose en vivo a sketches inconsistentes en los programas de variedades, la tele mexicana ha pensado en el humor como en el plan de contingencia cuando todo lo demás falla. ¿Se cae el rating? Traigan al chaparrito que se viste de mujer. ¿Tenemos minutos valiosos donde no hay nada que hacer? Que el señor ése hable como franelero de estacionamiento.
Poco trasciende en ese humor de emergencia. No sirve para ver la realidad ni tampoco se vale de la realidad para hacer comedia. Crea un mundo aparte poblado de clichés y de historias recicladas, con tontos incorregibles, mujeres infieles y dobles sentidos. Con esos chistes, nos pasa lo mismo que con los videos caseros donde la gente se cae: nos reímos sólo por reflejo.
Decía Augusto Monterroso  que “el humorismo es el realismo llevado hasta sus últimas consecuencias. Excepto mucha literatura humorística, todo lo que hace el hombre es risible o humorístico. En las guerras deja de serlo porque durante éstas el hombre deja de serlo”. Ése es el efecto que producen auténticos programas de humor como “The Office” o “Extras” (realizados casi con ánimo documentalista, sin risas grabadas y llenos de silencios incómodos): una carcajada patética pero irresistible que nos revela lo que de horrible tiene el mundo y el ser humano.
Por eso resulta tan sintomático que en México abunden los cuentachistes y se carezca tanto de humor en la pantalla chica. En el país no hemos aprendido a usar el humor para vernos (aunque quizás un buen intento haya sido aquel “¿Qué nos pasa?” de la década de los ochenta). Concebida la tele como un asunto de evasión, el humor –que inevitablemente lleva a pensar- es escaso porque cuestiona. Es una forma de desarticular la realidad, de analizar los frágiles engranajes de nuestras sociedades. Quizás por eso, lo hemos confinado a la crítica política, donde todos los tiros llegan al blanco y donde la risa puede actuar como venganza contra una especie por la que pagamos tanto y recibimos tan poco.
Los programas de comedia son en realidad programas de chistes y los chistes son una artimaña a la que recurrimos para cumplir un tiempo que se ha vuelto demasiado largo. Admitámoslo, señores de la tv: no somos graciosos y la fiesta debió haberse terminado desde hace mucho.  

El desfile del amor

El desfile del amor

Este domingo, un rayo cayó cerca de Presidentes de México y produjo un apagón en la unidad habitacional. Mi hermana, que vive ahí, aplicó su plan de contingencia para desastres naturales y se trasladó en 11 minutos hasta mi casa en San Francisco para ver el final de “Destilando amor”.

La telenovela cumplió con su público, pero más cumplió con Televisa, pues alcanzó 42 puntos de rating en un desenlace que duró más de dos horas y que fue su segundo final más visto en los últimos años, sólo por debajo de “La fea más bella”, transmitido algunos meses atrás también en domingo.
Casi simultáneamente, en otro canal, América Ferrara ganaba el Emmy a la mejor actriz de comedia, por su interpretación en “Ugly Betty”, la versión norteamericana de “Betty la fea”, producida por Salma Hayek y transmitida por ABC.
¿Qué conecta a estos dos sucesos? Básicamente, el padre: Fernando Gaitán, un libretista  colombiano que entre otras cosas escribió “Café con aroma de mujer” (la historia en la que se basó “Destilando amor”) y “Yo soy Betty la fea”, quizás el más espectacular suceso en la telenovela mundial, pues países como Alemania, Holanda, Israel o Rusia han hecho sus propias versiones del melodrama, mientras que casi un centenar de naciones la han programado en su edición original.
Es este mismo autor colombiano quien ha aportado las claves de por qué las telenovelas son tan exitosas en nuestros países: “Tienen un gran poder de identificación. Cambian por su contexto, pero no por sus historias. La telenovela es el mayor género de penetración. Ha llegado a sitios en Latinoamérica y muchas partes del mundo donde no ha llegado la literatura”.
Buenas razones las de Gaitán, porque si algo es cierto es que las telenovelas mantienen a un auditorio cautivo, incapaz de hacer otra cosa mientras el capítulo se transmite. El horario estelar de la televisión abre un mundo en cada casa donde está prohibido tener asuntos urgentes. Una llamada a las ocho y media de la noche el pasado domingo nos hubiera granjeado enemigos de manera innecesaria.
¿Tiene algo que decirnos la telenovela ahora que festeja sus primeros 50 años? Al parecer mucho, no importa si, como en la política, introduzca cambios sólo para que todo siga igual. La gente aún cree en la telenovela como cree en el amor, o para ser más específicos, cree en la telenovela porque aún cree en el amor.
Pero la telenovela, en especial la mexicana, es una misma historia contada cientos de veces: el periplo de dos apuestos enamorados que luchan por concretar su amor. Por ese motivo, pueden identificarse ciertos patrones:
a) Las mismas historias. En esencia hay pocos argumentos: la chica que asciende socialmente, la pareja de posiciones opuestas que se enamora, el villano lleno de poder que vive en la absoluta impunidad hasta el penúltimo capítulo en que es capturado, muere o se vuelve loco. Para Fernando Gaitán son seis las historias que sustentan al melodrama en la pantalla chica: “La Cenicienta”, “Romeo y Julieta”, “El príncipe y el mendigo”, “Cumbres Borrascosas”, “Crimen y castigo” y “Madame Bovary”. Vaya y uno pensaba que la televisión no transmitía cultura.
b) Sobredosis de sufrimiento. La mayor facultad de una actriz que aspire al protagónico es saber hablar mientras llora. A las heroínas de telenovela las persigue la tragedia todo el tiempo; son buenas, abnegadas y al parecer carecen del más mínimo sentido común. Incapaces de ver que alguien les está haciendo daño, hacen tantas obras de caridad como una asociación de beneficencia.  Aparte tienen cuerpo de modelos y son cortejadas todo el tiempo por tipos fornidos con profesiones respetables (ninguna chica se enamora del ganador de unos Juegos Florales, por ejemplo, aunque sí de algunos choferes). Fernando Gaitán asegura que si un melodrama consta de 200 capítulos eso significa que hay 200 noticias para la protagonista: dos buenas (cuando conoce al galán y cuando se casa con él) y 198 malas.
c) Paternidad no reconocida. Lo auténticamente extraño en un melodrama es que alguien sea el hijo verdadero del tipo al que siempre llamó “papá”. Todos los personajes tienen parentescos ocultos y nadie sabe cómo nacen los niños en las telenovelas porque siempre aparecen criados por otra persona. La paternidad es el máximo secreto y siempre se descubre 30 segundos antes de que llegue la barra de anuncios comerciales.
d) Los personajes hablan solos. Tengo la sensación de que la gente no se anda contando a sí misma cosas que ya sabe. Es decir, en ningún momento me pararía a mitad de la calle para decirme: “Escribo para un periódico”, como si recuperara la memoria después de un accidente en auto. Sin embargo, eso hacen los personajes de telenovela. Se dicen a sí mismos lo que piensan y peor aún, a veces hasta recapitulan la historia de otras personas. En casos más discretos, no por ello menos falsos, hablan con una imagen de la Virgen a la que le relatan los últimos diez capítulos del melodrama.
e) Villanos absolutamente despreciables. Más que amar, la gente quiere canalizar su odio hacia alguien. Por ello el señor que representa el papel antagónico no puede limitarse a abusar de las mujeres, ser un obstáculo para la felicidad de la protagonista o planear las desgracias ajenas con la minuciosidad de un relojero. Además de los malos momentos que hace pasar a todo mundo siempre tiene algún pendiente con la ley: es traficante de tequila adulterado, distribuye piratería, ha matado a decenas de extras, tiene dos actas de nacimiento, es rico, no paga impuestos, etcétera.
f) El mundo como debería ser. Cada que una telenovela quiere recetarse una dosis de realismo introduce el personaje de una bulímica que lucha contra su enfermedad o el de una mujer que sufre el maltrato de su marido. Pero eso no está sacado de la realidad sino de los boletines del DIF. La realidad es más compleja, más injusta y con frecuencia queremos no pensar en ella y por eso acudimos a la televisión.  A eso se debe que cuando la telenovela quiere ser realista, sólo extrae las raciones melodramáticas de la vida misma.
Finalmente uno se pregunta: ¿cómo puede tener tanto éxito un producto que ya sabes de qué trata? Es lo mismo que sucede con el porno: ya conoces de qué va y aún así te emociona llegar al desenlace. Ambos representan el placer de lo seguro. Quizás la respuesta la haya tenido el gato Garfield cuando dijo: el mundo no quiere amor, quiere estabilidad.

Retratando a la familia Simpson

Retratando a la familia Simpson

Este mes un cúmulo de publicaciones ha presentado a un hombre amarillo en sus portadas: Homero Simpson, un auténtico símbolo del individuo contemporáneo, prejuicioso, con altos índices de colesterol, desinteresado por sus hijos, mal esposo y pese a todo, el personaje más carismático de finales del siglo XX y principios del XXI.  
No es el hombre del año, pero su fiel retrato de lo que somos le ha asegurado un lugar en el inconsciente colectivo. Homero Simpson es todo menos un modelo a seguir; no es el  Popeye que sirve para enseñar a los niños el valor nutritivo de las espinacas. Nada en él podría servir para una campaña de buenos hábitos: su barriga enorme y honesta es todo lo contrario a un promocional de la Secretaría de Salud.
Pero va a estar ahí: llenándolo todo. Sobre todo cuando mañana se estrene la esperada película de la familia más célebre del planeta. Autores tan respetables como Juan Villoro han escrito recientemente sobre los Simpson, quizás porque la cinta será el corte de caja de 18 años de programa; los 400 capítulos que cruzan dos siglos y retratan la historia reciente como ninguna otra. 
¿Qué hay detrás de esta familia, cuyo debut escandalizó a los padres incapaces de concebir que un dibujo animado se rascara el trasero o eructara en televisión? En la actualidad abundan los autores que intentan desentrañar el misterio de porqué Los Simpson son ya parte de nuestra cultura y un referente ineludible para muchas vidas privadas y públicas. Pese a sus explicaciones, creo que tenemos misterio para rato.
Octavio Paz (sí, el premio Nobel mexicano al que es posible todavía ver en las monedas de 20 pesos) dijo alguna vez que Los Simpson eran esenciales porque “nos resumían”. No le faltaba razón al poeta. Springfield es el mundo: está el fanático religioso y el millonario sin corazón, los ancianos recalcitrantes, la niña genio y el muchacho problema, el director obsesionado con el orden y el comerciante abusivo; pero no son sólo eso, la serie ha tenido la capacidad de mostrarnos el lado humano de esos arquetipos. No son meras figuras de animación: con el tiempo han llegado a parecerse a gente que conocemos.
Pero hay otro rasgo fundamental: la serie ha representado desde sus inicios una crítica a uno de los conceptos más reverenciados por la sociedad: la familia. Antes, en la TV, las familias eran siempre felices: el papá era comprensivo, la madre era una simpática consejera, los muchachos a veces peleaban pero finalmente aprendían una lección de vida. ¿Quién podía concebir que la serie estelar de fin de siglo presentaría a una familia tan impresentable como la de Bart, Lisa, Maggie, Homero y Marge?
Los Simpson o el elogio a la familia disfuncional. Desde su aparición, han constituido el golpe de realidad que necesitaban las animaciones: los problemas de la vida cotidiana y de la salud, el trabajo diario y la escuela, incluso la posibilidad de corroborar que los personajes de TV ven también insulsos programas de TV. Un extraño, pero satisfactorio, fin de la inocencia televisiva. Al fin de cuentas, esta gente amarilla –como nuestros familiares-- son horribles pero indispensables.
¿Es posible volver a la televisión anterior a Los Simpson? Probablemente no y he ahí su genio. Diluida su influencia en los programas que vendrían después, la importancia de la familia amarilla no se ha ponderado con suficiente claridad. Ellos crearon los dibujos animados inteligentes y sin restricciones de edad, al tiempo que crearon a un público exigente, a quien ya no es factible complacer con una simple sucesión de chistes.   
¿Qué nos viene a la mente en México cuando pensamos en un “programa familiar”? Con regularidad una serie ñoña, que reúne dos requisitos: a) la entienden los niños y b) ha recibido la aprobación de los padres, quienes también son incapaces de disfrutarla. El problema de la TV familiar es que es cándida: sus chistes, con tal de ser inofensivos, no son nada graciosos. Confunde términos: cree que es infantil sólo lo que educa. 
Con Los Simpson las cosas son bastante diferentes. Pueden verla niños y adultos y para ambos habrá una diversión desternillante. No es una serie complaciente: exige y mucho, pues recurre con regularidad a referentes históricos, musicales y literarios. Es un triunfo del entretenimiento inteligente: sin Los Simpson serían inconcebibles joyas cinematográficas del tamaño de Toy Story o Buscando a Nemo. Animaciones que plantearon complejas narraciones y personajes entrañables, precisamente porque no eran inocentes. Los Simpson descubrieron para el espectador lo que ya sabía el lector de Tolstoi: que sólo las familias infelices son interesantes.
Del programa podemos una cosa más: cada capítulo es una pequeña lección de cómo escribir. La destreza de sus guionistas proviene de concentrar el mundo en 22 minutos. 400 capítulos por 22 minutos dan poco más de 146 horas efectivas de programa a lo largo de dos décadas.  Es el tiempo que duraría por ejemplo leer la Biblia, El Quijote, Guerra y Paz y Moby Dick. Y no es sacrílego pensar que el valor de todas estas obras es infinitamente superior al tiempo que consumen. Quizás por eso es más provechoso suministrarlas “en pequeñas porciones”; otorgándoles el privilegio de la relectura. ¿Qué sobrevendrá ahora que Los Simpson lleguen en un formato inédito de dos horas y sin cortes comerciales? No hay que imaginarlo, ya lo sabremos mañana.