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Tediósfera

Leer para vivir

Los 12 pasos

Los 12 pasos

Paso 1

Admitimos que éramos impotentes ante una remesa de ofertas de libros y que nuestras vidas se habían vuelto ingobernables.

 

Paso 2

Llegamos al convencimiento de que un Poder Superior  (digamos, el catálogo Anagrama) podría devolvernos el sano juicio.

 

Paso 3

Decidimos poner nuestras voluntades y nuestras vidas al cuidado de un autor, como nosotros lo concebimos.

 

Paso 4

Sin miedo hicimos un minucioso inventario moral de los libros que siempre quisimos haber escrito.

 

Paso 5

Admitimos ante nuestro librero, ante nosotros mismos y ante otros compradores, la naturaleza exacta de nuestros defectos.

 

Paso 6

Estuvimos enteramente dispuestos a dejar que el precio único nos liberase de todos estos defectos de carácter.

 

Paso 7

Humildemente le pedimos al vendedor que nos liberase de nuestros defectos (impidiéndonos la entrada a su librería).

 

Paso 8

Hicimos una lista de todas aquellas personas a quienes habíamos ofendido (diciéndoles que no pasaban de Harry Potter) y estuvimos dispuestos a devolver los libros que habíamos pedido prestados desde hace 5 ó 6 años.

 

Paso 9

Reparamos directamente a cuántos nos fue posible el daño causado, excepto cuando se trataba de ediciones inconseguibles.

 

Paso 10

Continuamos haciendo nuestro inventario de autores favoritos y cuando nos equivocábamos (cuando dijimos “José Luis Borgues”) lo admitíamos inmediatamente.

 

Paso 11

Buscamos a través de la televisión y la charla de café mejorar nuestro contacto con el mundo.

 

Paso 12

Habiendo obtenido un despertar espiritual como resultado de estos pasos, tratamos de llevar este mensaje a otros librólicos y de practicar estos principios en todos nuestros asuntos.

 

Estos pasos originalmente aparecieron como una respuesta al post de KurtC, Librólicos anónimos.

Vive sin libros

Vive sin libros

¿Puede a estas alturas alguien creer que leer es bueno? Supone cambios drásticos en el humor, tiempo desperdiciado sin trabajar, experiencia de desdoblamiento, latidos del corazón elevados, insomnio, gastos superfluos, menos espacio en la casa. En fin que se trata de un vicio al que es difícil de mantener y que produce maridos que llegan a casa borrachos de Moby Dick o Vargas Llosa y se vuelven entes insoportables, dicen sus pobres esposas, e individuos violentos capaces de hablar del capitán Ahab por hora y media mientras la mujer les dice, en el rincón y hecha un mar de lágrimas: “¡Ismael, por favor, ya no más!”

pareja

Con tristeza puede verse a jóvenes evadir la realidad mientras leen un libro tras otro y luego caminar por las aceras a altas velocidades, embriagados de Cortázar y vomitando conejos en las esquinas. ¡Pobres muchachos los nuestros, terrible época en que les ha tocado vivir donde se publica un libro cada medio minuto y donde es posible bajar novelas por internet, invento del demonio que ha puesto ésa y otras depravaciones al alcance de cualquiera!

Lamentable cáncer la literatura. Preparatorianos talentosos, futuros ingenieros en sistemas, posibles administradores de empresas, que un día descubren el espejismo de los libros y deciden estudiar Letras o volverse poetas. Con los años, los observo mendigando en las redacciones de los periódicos: “Me da una errata que corregir, por el amor de Dios”.

De los libros no se salvan ni siquiera los ricos. Bibliotecas enormes en casas sirven de escenario para que bibliómanos cuarentones lleven a sus invitados a probar ediciones reposadas (“¡Ah, un Nabokov de 1955!”, “Qué delicia, esta primera edición de Cien años de soledad!”), como si el sabor fuera diferente sólo por la fecha de publicación. ¡Ilusos! Han creado una cultura de la esquisitez (“Un Borges siempre combinará mejor con un Bioy, nunca se te ocurra leerlo al alimón con Roberto Artl, porque caramba no es de gente decente”), sin darse cuenta que sólo lo hacen por la embriaguez, por experimentar ese vértigo de las palabras agolpándose unas tras otras, por los personajes entrañables, por las frases perfectas. 

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He visto a la mejores mentes de mi generación desechas por los libros inútiles, por una poesía que no sirve para nada, malgastadas en ensayos que no dan puntos para el currículo. Y es que el problema, hemos de reconocerlo, no es el consumo en sí sino la inmoderación. Los médicos siempre han recomendado una bibliografía saludable para la vida: un poco de queso robado y búhos que no ululan, el manual del IETU o Soy mujer, soy invencible y ¡estoy exhausta! Pero los viciosos no saben contenerse, no saben seguir regímenes. Una mañana despiertan con antojo de Pérez Reverte, a la mañana siguiente han dejado todo por los guiones de Woody Allen. Saltan de un género a otro, cruzan siglos enteros y países en apenas una semana, sin detenerse en la pírámide alimenticia que nos recomienda: abténgase de la ciencia ficción, eleve su contenido de columnas políticas. Los viciosos nunca cuentan el número de páginas que consumen para decir: “Ya basta, ha sido suficiente”. Después de atragantarse 6 aventuras de Wooster y Jeeves, sienten culpa y la única forma de quitarse ese sentimiento, ¡vaya condena!, es seguir leyendo. 

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La literatura deja marcas, qué duda cabe. Abdómenes prominentes, traseros planos, una vista gastada por las páginas. ¿Qué le estamos haciendo a nuestro cuerpo?, y peor áun, ¿por qué dañamos nuestra mente con esa información innecesaria? Millones de personas han demostrado que se puede vivir sin Pessoa o sin Octavio Paz, que se es feliz sin una página siquiera del Quijote. Pero los consumidores de libros son seres derrotados, distraídos, perdidos. La literatura crea individuos incapaces de saber dónde están las llaves del carro, pero prestos a citar a Umberto Eco, cada que un acompañante dice por casualidad la palabra “monasterio”.

Cuidemos a nuestros adolescentes. Videos clandestinos en Youtube han dado cuenta de alumnos grabados mientras leían Un mundo feliz. Ha sido un escándalo mayúsculo, sobre todo cuando uno de los estudiantes, sin dejar de reírse como un tonto, habló de la euforia que le provocaba Ibargüengoitia. Ha sido uno de los casos más bochornosos que me ha tocado presenciar. El director del plantel tuvo que salir a desmentirlo todo, a fin de que ningún padre de familia creyera que ahí -en un instituto tecnológico- se estaba propiciando el consumo de novelas.

Pero el asunto no puede acabar ahí, en una mera anécdota. Se sabe de jóvenes que llevan a la escuela libros QUE NO pertenecen a ninguna asignatura y que a escondidas ojean durante los recreos, mientras sus compañeros –sin duda, los más sanos y quienes a fin de cuentas sacarán adelante a este país- practican el deporte o flirtean con las chicas. La Asociación Estatal de Padres de Familia ha pedido a las autoridades aplicar la “Operación Mochila” a fin de decomisar cualquier libro que no haya sido pedido por los profesores. Y se trata de algo que es urgente extender a otros colegios, para cumplir uno de los objetivos centrales de este Gobierno: trabajar para que la literatura no llegue a tus hijos. 

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Por otra parte, estudios han demostrado que autores que consideramos inofensivos como Stephen King o J. K. Rowling sirven de puerta de entrada a otros novelistas mucho más fuertes y adictivos. Que si como padres descubrimos Harry Potter en el cuarto de los chicos y lo dejamos pasar por alto, somos responsables de que en un futuro, el muchacho termine en las garras paranoicas de Phillip Dick o viajando en las ciudades invisibles de Italo Calvino. No permitamos eso, por favor, señores, vigilemos lo que entra en nuestras casas y que, les aseguro, aunque para sus hijos sea “mero entretenimiento” es algo mucho más peligroso que eso.

Finalmente debemos exigir a nuestras autoridades combatir el tráfico de libros, la compraventa de segunda mano, los préstamos, los robos de las bibliotecas, las adaptaciones cinematográficas, las reseñas elogiosas en los periódicos, incluso hasta los blogs y promover en cambio las presentaciones de poemarios locales, los talleres literarios, las premiaciones de Juegos Florales, las tesis, los simposios y todas esas prácticas que ¡gracias a Dios! nos han ayudado a mantener a raya la adicción de nuestras juventudes a la literatura.

¡Por un México libre de libros!

 
 

Para los incorregibles comentadores de este blog: Rodrigo, Pepe, Daryl, KurtC, Soel, Giggles, Wil y las dos Lauras

La infancia recuperada

La infancia recuperada

Pocos placeres como releer los libros de nuestra infancia, sí, pero pocos placeres tan malsanos como leer libros infantiles que nada tiene que ver con nuestra propia niñez.
La literatura de mi infancia era descafeinada. Al final del cuento yo preguntaba a mi mamá “¿Por qué sacaron a la Caperucita de la panza del lobo?” Mamá sorteaba el final lógico de la historia: que alguien que confunde a su abuela con un ser peludo merece mucho más que un simple baño de jugos gástricos.  Yo, como el chiquillo promedio que era, quería un poco más de sangre y menos enseñanzas del tipo “¿Ya viste lo que sucede cuando no obedeces a tus padres?” La moraleja fue contraproducente: en cada almuerzo yo pensaba que me comía a un pollo que se había portado mal. Después del malentendido, mis padres evitaron hablar de cadenas alimenticias que involucraran al héroe de alguna fábula.
Ahora las cosas que descubro son mejores. Leo historias para niños que son crueles y divertidas y no me ruboriza pensar que lo divertido puede ser cruel. Ayer, 2 de abril, se celebró el Día del Libro Infantil y Juvenil. Quizás pasó inadvertido para la mayoría pues no es el tipo de celebraciones que levante mucho bullicio. Los Días del Libro son festejos discretos como el acto mismo de leer. Aun cuando se hace en lugares públicos, una lectura no deja de ser íntima, de ser egoísta, de tener un poco de ese ensimismamiento propio de los viajes. Y los libros infantiles son un placer todavía más perverso, como ya he dicho, pues no dan puntos para el currículo ni sirven para las clases de la universidad, ni tampoco son buenos para impresionar a nadie (ni siquiera a esa chica que quiere ser educadora y que cree que Beatrix Potter salió de la saga de J. K. Rowling). 
Libros tan inútiles como los infantiles nos devuelven la pasión primigenia de la literatura: buscar aquello que no nos aburra. Escoger por intuición, por voluntad o por capricho. Elegir por culpa de cualquier detalle, por el título, por las ilustraciones, por lo que sea. Abandonar la lectura al primer cabeceo, retomarla sin obligaciones cualquier día, no hacer resúmenes, no leer biografías de nadie.
En fin que para celebrar este día (con retraso, pero no demasiado, como mi descubrimiento de Roald Dahl) pienso en algunos títulos excelentes para reencontrarse no sólo con la infancia sino principalmente con la literatura:

          

                              Recta
1. La recta y el punto de Norton Juster. ¿Una historia de amor? Mejor que eso: un romance matemático. La sensata recta se enamora de un punto que a su vez se siente atraído por un garabato (que es “más espontáneo” que su rival). ¿Qué hará la línea recta para conquistar al punto sin traicionarse a sí misma y de paso sin traicionar los principios de Euclides?  Si quieren ver la estupenda versión dirigida por Chuck Jones, chequen aquí y acá.  

                                      Sarta
2. Una sarta de mentiras de Geraldine McCaughrean. Un hombre entra a trabajar a una tienda de antigüedades en quiebra, a cambio de un lugar donde dormir. Para atraer a los clientes, les cuenta las historias que existen detrás de cada objeto a la venta. ¿Cómo se cuarteó ese reloj, qué asesinato se cometió en ese escritorio, a quiénes enfrentó realmente esa guerra de  soldados de plomo? De eso trata este libro. Una parábola maravillosa sobre la necesidad de ficción en nuestras vidas. 

                                          Rodari 
3. Cuentos escritos a máquina de Gianni Rodari. Una prosa rapidísima, crítica y que nos pone en riesgo de atragantarnos por la risa. Un lagarto que quiere concursar en un programa de televisión, unos alumnos que en clase de Historia viajan al pasado para verificar cuántas puñaladas recibió el César, una guerra de poetas con demasiadas rimas en “o”, marcianos que quieren llevarse de souvenir la Torre de Pisa, un anciano que a falta de atención en su casa decide irse a vivir con los gatos callejeros. De verdad, una obra de arte.

                                             Carmela 
4. Carmela toda la vida de Triunfo Arciniegas. Una enana calva transita de un fracaso amoroso a otro. Lo mismo se enamora de un marinero que de un astronauta (al que deja porque el cielo era demasiado infinito para saber dónde estaba cuando no estaba con ella). Incluso un sapo intenta cortejarla pero, ya saben, las cosas a veces no funcionan. Finalmente acaba con el dueño de un circo, a quien en la cúspide de su felicidad se come el león. No crean que les he contado mucho, éste es apenas el inicio de esta inusual historia de amor.

                                    Globo

5. El globo de Isol. Una lectura de un minuto pero que es mucho más. Isol ha potenciado la capacidad de los relatos brevísimos de decirnos algo y de impulsarnos a releerlos una y otra vez. De Cosas que pasan a Tener un patito es útil (editado en forma de acordeón) Isol no deja de jugar con niños que son caprichosos, entrometidos, maniáticos y con sonrisas que exhiben más dientes de los habituales.  En el cuento en cuestión, una pequeña ve cómo su histérica mamá se convierte de repente en un globo hermoso, rojo y lo mejor de todo, silencioso. ¿Cómo afronta su día una niña que ahora tiene un globo en lugar de una mamá?

                                     ChicoOstra 
6. La melancólica muerte de Chico Ostra de Tim Burton. ¿Es esto para niños?, preguntará cualquiera que ojee este libro. Esa quizás fue la misma duda que tuviera un espectador promedio en 1993, el año en que se estrenó El extraño mundo de Jack, escrita por el mismo Burton. 15 años después, la película es un referente en la cultura contemporánea y un clásico infantil. En el mismo tono, este libro es un catálogo, a la vez enternecedor y escalofriante, de niños auténticamente marginales: el Chico Mancha, el Chico Tóxico, la Chica Vudú o el Chico Momia.  

                                 Matilda 
7. Matilda de Roald Dahl. Una refrescante bofetada a todos aquellos que reverencian a la familia como una especie animal a la que hay que preservar. No sólo son divertidísimas las formas en que Matilda se venga de su papá –un estafador y autoritario vendedor de autos- sino que al final uno termina cuestionándose: ¿y si la familia también aprisionara?, ¿y si el DIF estuviera equivocado? 

                                        Amadis 
8. Amadís de anís, Amadís de codorniz de Francisco Hinojosa. El canibalismo llevado a la escuela primaria tiene un alucinante resultado. El glotón Amadís descubre una mañana que es comestible. Un banquete de imaginación y buen humor por parte del autor mexicano más leído por los niños de este país.

                                            Elefante 
9. Cuánto cuenta un elefante de Helme Heine. Háblenles a los infantes de matemáticas y quizás reciban unos mohines de asco. Háblenles a los adultos de caca de elefante y posiblemente tengan la misma reacción. Junten la aritmética y las boñigas para hablar de la vida y la muerte y obtengan uno de los cuentos más extrañamente poéticos que puedan leerse. 

                                  Burdick
10. Los misterios del señor Burdick de Chris Van Allsburg. Cada uno de los 14 cuentos de este libro tiene el siguiente contenido neto: una ilustración, un título y un epígrafe. ¿Suficiente para contar una historia? Vaya que sí. Es prácticamente imposible ver cada página sin crear una narración. Van Allsburg ha inventado el artefacto más entretenido para ser escritores y no pagarle a un tutor que lance nuestros poemas al bote de basura.
 

Letra y música

Letra y música

Los bibliómanos tenemos una desventaja sobre los melómanos: no podemos hacer compilaciones. O por lo menos, no podemos antologar placeres y regalarlos en paquetes prácticos, como los discos compactos. Una veintena de cuentos supone una carpeta de fotocopias que no cualquiera está dispuesto a subsidiar. Además, la música ha podido reproducir la fidelidad de una grabación a través de la tecnología: escuchamos discos quemados que suenan como los originales, pero hacer la copia exacta de un libro necesita de un arte que sólo los piratas han podido dominar.
La principal prerrogativa que tiene la música es que puede compartirse. Las bocinas de 3 mil watts para la casa o el automóvil establecen de inicio una manera de aportar nuestra voz al concierto de los espacios privados que se vuelven públicos. En ese “lugar con parlantes” que pidiera Cerati, la demografía también duele en los oídos y no sólo en los moretones después de bajar del metro. En las calles, los camiones, las cantinas, incluso la oficina, la música se ha convertido en el analgésico esencial para soportar la vida. A nadie extrañe que en este mundo regrabable, también recurramos al iPod para encontrar la soledad.                    
Con los libros las cosas son un poco más complicadas. Como los bibliómanos somos seres más primitivos (o más sofisticados, según se vea) aún no superamos el sistema de trueques. Intercambiamos materiales originales con la preocupación puesta en la humedad de un cuarto ajeno. Nadie sabe cuánto tardará el amigo en leer el libro que le recomienda o si ese ejemplar volverá a su estante inicial (es mucho más fácil grabarle un CD y darlo por perdido). Tanto como emprender su escritura, compartir un libro necesita altas dosis de fe.
Nada de compilar autores y regalarlos a los amigos, nada de leer mientras se conduce, nada de llenar estadios para sumergirse en una lectura. Los libros son una apuesta impráctica para el mundo de hoy y sin embargo todavía existimos quienes nos empeñamos en soñarlos, en leerlos, en hacerlos (en ese orden). La música vive al parecer su plenitud: incuestionable, omnipresente, asegurada su perdurabilidad (nadie ha profetizado “el fin de la música” aunque sí el “fin del libro”) se ha impuesto como una forma dictatorial del arte en nuestras vidas. Yo a veces por despecho, sólo por llevarle la contraria al mundo, leo en silencio o trabajo sin audífonos.

        Lectura
Quizás he sido injusto, he hablado de “libros” y no de “literatura”, que es como decir “discos” en lugar de “música”, pero incluso con esas precisiones, me parece que los libros siguen siendo el medio más eficaz de consumir la palabra escrita. Es cierto que en nuestro país sólo los bestsellers llegan a todos los aparadores y la Internet se ha vuelto indispensable para abatir las mezquindades del mercado editorial, pero principalmente por ese panorama, los libros son uno de esos placeres insanos que nadie sabe porqué sigue manteniendo. Ocupan tanto espacio en nuestros cuartos, son tan frágiles a la lluvia o al fuego, que sólo por eso –por recordarnos que hay goces estorbosos- no podemos librarnos de su presencia.  
La música en cambio, parece superar con rapidez todos los inconvenientes: ha pasado de las orquestas en vivo al vinilo, del cassete al CD, del archivo en la computadora al iPod. Sólo detrás la pornografía, a ninguna otra cosa ha beneficiado tanto el Internet como a la música. Y es quizás esa disponibilidad absoluta de las canciones la que ha provocado también una añoranza por los álbumes completos, por retornar a las dificultades de hallar un disco. Aún cuando todas las melodías del mundo pueden bajarse de la red, aún revisamos el área de CD’s del supermercado, los puestos de música pirata, en busca de carátulas de Pink Floyd, Queen o Los Ramones.
Discos
Como instantáneas perdurables, las canciones no sólo transmiten el placer sino que con frecuencia hacen comunicable el dolor. En las letras tristes, sí, pero también en aquello que hace de la música una guía perdurable de emociones: su cercanía con la vida. Más allá de sus palabras, la música duele también en sus discos perdidos, en los conciertos cancelados, en un cover mal hecho (una canción también te traiciona cuando se va a otra boca). No gratuitamente la música es la parte más tenaz de la memoria. Recordar supone siempre el peligro de un sufrimiento escondido, de una escena amarga a la que llegamos por asociación. Con la música, la magdalena de Proust se vuelve democrática.   
He ahí su encanto: la música nos tiene a su merced porque es íntima y multitudinaria, porque es débil a las tentaciones del mercado y tiende a redimirse en discos raros. Crea generaciones al tiempo que ordena nuestra propia vida. Su mejor imagen es la de la compilación hecha en casa, porque en su secuencia de canciones (en su orden, en su selección) entraña una autobiografía y una Historia Universal.
Reconozco que pertenecí a la generación que siempre tuvo un cassette disponible en su estéreo. Pendiente de la programación de la FM, oprimir el botón de “grabar” a tiempo necesitaba una destreza de la que pocos podían presumir. Yo no, por fortuna. Nunca pude identificar una canción desde el principio y mis grabaciones caseras dan cuenta de melodías cortadas o interrumpidas por la voz que anunciaba el nombre de la estación. Son antologías defectuosas, en lo que tienen de azar y de torpeza, pero sin duda alguna me resultan entrañables. Sobre todo en sus errores, mis cassettes me recuerdan cómo era la vida en el siglo pasado. 
Ahora todo es tan aséptico y los discos grabados suenan tan bien que uno se vuelve nostálgico, que es una forma de decir que uno se vuelve más viejo. Si tuviera 50 años sin duda extrañaría el ruido de la aguja sobre el vinilo, pero a los 28 no puedo sino añorar las dificultades que tuve para obtener música, que son las mismas que sigo teniendo ahora para obtener literatura. Quizás por eso es que, frente a la computadora, mientras bajo a Brian Setzer del Emule, escribo este artículo en que música y libros se mezclan sin muchos argumentos de por medio. Pero qué importa: vivimos tiempos de DJ’s donde Blondie cohabita con Camilo Sesto, donde es posible hacer una canción sobre “el temblor” con música de Soda Stereo y Chico Che. A contrarreloj y como en nuestras mejores compilaciones, hago este texto más con el estómago que con la cabeza.
Brian

Ibargüengoitia

Ibargüengoitia

De no haber muerto en un accidente aéreo, Jorge Ibargüengoitia cumpliría este 22 de enero, 80 años. Si existió un autor que me hizo cambiar no fue algún adalid de la superación personal; fue Ibargüengoitia, o para ser más precisos, la mirada (irónica, implacable, en el fondo amarga) del autor de Dos crímenes o Los pasos de López             
Conocí la obra de Ibargüengoitia en mi primer año de carrera, con demasiadas decepciones amorosas para tan pocas páginas de autobiografía y sin nada que decir frente una hoja en blanco (literalmente, en aquella época yo escribía a máquina). La Facultad de Humanidades era en ese entonces un tropel de tentaciones a la vista (el 80 por ciento eran mujeres) y las clases se avocaban a cosas tan aburridas, como las diferencias entre Hume y Locke, que un amigo confundía con Jorge Luke.
Hasta los 19 años comprendí que la literatura también podría ser una venganza contra la vida (contra los amores pasados, contra la supremacía de lo fortuito). Como bien afirmara George Neveux, descubrí en el humor a la “única forma autorizada del crimen pasional”. La ley de Herodes se me abrió en esos momentos como un “fragmento de vida” más que como una obra de ficción. El protagonista se llamaba Jorge, como el autor del libro y relataba sus desavenencias como una especie de exorcismo. De las frustraciones sentimentales a las crisis económicas, las narraciones de La ley de Herodes dan la apariencia de un ajuste de cuentas con la realidad. Desde entonces lo he entendido de esa manera: rodeados de circunstancias sobre las que no tenemos control, los escritores terminamos recurriendo a la literatura para equilibrar los números rojos. 
                                                                    
LibroAdemás de sus cuentos y sus magníficas novelas, Ibargüengoitia examinó la realidad cotidiana desde el periodismo.  Escribió para las páginas del Excelsior entre 1968 y 1976 y dejó constancia en sus columnas del horror de vivir en este país. Más allá de la punzante ironía, Ibargüengoitia ejerció el sentido común. Opinaba de las política, las costumbres mexicanas, la historia y sus héroes, el cine, la educación, el consumo, los libros, entre otros temas, porque todos estaban unificados por ese tono de quien busca cómplices más que partidarios. 
Nunca se asumió como humorista porque pensaba que la idea de un señor que se la pasa inventando chistes es poco menos que patética. Su escritura, en sus propias palabras, obedecía a “una manera peculiar y ligeramente oblicua de percibir las cosas”, lo cual no era ni virtud ni defecto.
 “[La risa es] una defensa que nos permite percibir ciertas cosas horribles que no podemos remediar, sin necesidad de deformarlas ni de morirnos de rabia impotente”, dice en uno de sus artículos y en otro afirma: “Como el daltonismo, [el humor] es algo que afecta permanentemente la visión del individuo, no son unas gafas que uno se quita y pone a voluntad”.
Por las páginas de Ibargüengoitia se retrata a un México que parece no tener remedio. Al tiempo víctimas que herederos de las peores costumbres de nuestros gobernantes, los mexicanos nos hemos vuelto el padecimiento diario de otros mexicanos. De la burocracia a los días festivos, de las luchas intelectuales a las contradicciones de la Revolución Institucionalizada, el cronista no hizo otra cosa que detallar ese infierno (que son los otros) a través de más de 600 artículos.
A treinta años de esas colaboraciones periodísticas, los textos de Ibargüengoitia siguen siendo disfrutables. ¿Necesitan contextos? En algunos casos. ¿Son ilegibles sin ellos? De ninguna manera. Su talento estribó precisamente en hacer literatura de una materia tan efímera como la vida a ras de suelo. Productos de una penetrante observación del comportamiento humano, sus artículos se reeditan con frecuencia (y son leídos por quienes ni habíamos nacido cuando fueron publicados) porque superan el mero comentario circunstancial. Ibargüengoitia no parasitó del contexto para escribir sus colaboraciones (vicio de tantos editorialistas de periódicos) sino que convirtió el artículo de opinión, la crónica cotidiana, la crítica política, en parte de su obra literaria. Por ello aplicó en el periodismo la regla de oro de quien quiera dedicarse a la escritura: no aburrir.
Excéptico incluso ante el poder que representaba la prensa, Ibargüengoitia ejerció su labor crítica mostrando el absurdo de las ideas convencionales, tanto en la esfera pública como en la privada. Aborrecía aquello que oliera a patrioterismo y por ello no sólo escribió novelas que desacralizaban la Independencia y la Revolución, sino que revisó el papel de los héroes y los festejos en nuestra formación como mexicanos. Además, mostró el ridículo que sustenta el discurso oficial respecto a lo que somos. En el terreno privado pormenorizó a través de su entorno, las actitudes que nos vuelven un verdadero martirio como sociedad.
De él no puedo olvidar algunas observaciones:
“A nuestra Revolución le pasa lo mismo que a todas las mujeres de sesenta años. Ha adquirido una respetabilidad que nunca hubiera pretendido tener en su juventud”.
“No hay fiesta más triste que la Navidad. Tanta lucha uno hace para estar alegre que siempre queda insatisfecho con la felicidad resultante. Además, se acuerda uno de sus seres queridos y quiere uno que estén los que se fueron y que se vayan todos los que están”.
Y mi favorita: “La magia del psicólogo está en que él descubre lo que nadie ve y llega a conclusiones que nadie entiende”.
Dado que el mismo Ibargüengoitia no concebía la idea de un grupo de estudiantes manoseando sus escritos, en el último semestre le rendí el mejor homenaje a su literatura: renuncié a mi tesis sobre Las muertas.

Indispensable

Indispensable

Gianni Rodari no sólo es un teórico notable y transparente de la creación de historias (su Gramática de la fantasía es todo un clásico), sino un ejemplar practicante de un humor que le apuesta a lo inesperado, rayando en lo surrealista. Celebro este año haberlo descubierto en una feria del libro, por puro instinto. Sus Cuentos escritos a máquina (Alfaguara Infantil) son un tour de force por las historias más increíbles, divertidas y tremendamente críticas que pueda leer niño alguno. Aparecidos originalmente en el periódico Paese Sera, los cuentos de Rodari muestran una prosa rapidísima, concisa y que nunca decae. Algunos de sus relatos más notables: “El cocodrilo sabio” (un lagarto que busca concursar en Doble o nada), “La muerte de Julio César” (los alumnos de una escuela viajan en el tiempo para corroborar cuántas puñaladas recibió el César en su muerte), “Piano Bill y el misterio de los espantapájaros” (un western, donde el forajido no tiene mayor arma que interpretar a Bach en un piano) y “La guerra de los poetas, con muchas rimas en ó” (una joya, para qué les arruino con algún detalle).

¡A otro niño con ese cuento!

¡A otro niño con ese cuento!

Para Gabriela
 

La recientemente concluida Feria Internacional del Libro de Guadalajara rindió, entre otras celebraciones, un homenaje a La peor señora del mundo de Francisco Hinojosa, el libro infantil mexicano más leído. Y no era para menos. El cuento en cuestión, una galería de atrocidades perpetradas por una mujer que tiene asolados a su familia y a su comunidad, pasó numerosas dificultades antes de convertirse en un clásico indiscutible. Al principio, los padres lo miraron con desconfianza, lo mismo los editores, quienes estimaron en su primer tiraje 2 mil ejemplares. Quince años después, cada una de sus reimpresiones supone al menos 10 mil ejemplares.
El triunfo del libro de Francisco Hinojosa cuestiona por principio la enorme brecha que suele existir entre los gustos de los padres y de los hijos. Los niños quieren monstruos y los padres, moralejas. La historia de La peor señora del mundo, cuyo tema principal es la relatividad del bien y el mal, no podía ser fácilmente digerible por ningún adulto que busque una enseñanza en cada cuento. Y es que al parecer, generaciones enteras que han llegado a la procreación no  han podido librarse de las versiones endulzadas de cuentos como la Caperucita o la Sirenita, cuyas historias originales son profundamente explícitas o mejor que eso: crueles.
Sólo volviendo a ser niños podemos entender por qué les encantan esas historias que a los padres sacan ronchas. ¿Cuántos padres podrían comprarle a sus hijos un libro llamado Cuentos en verso para niños perversos del siempre sorprendente Roald Dahl? ¿Cuántos permitirían la lectura de Cuánto cuenta un elefante de Helme Heine, relato que en apariencia enseña matemáticas valiéndose de los balones de caca de un paquidermo, pero cuyo auténtico fondo es la comprensión y aceptación de la muerte?  
Pensemos en un tema, digamos el amor. Yo sé que muchos adultos lagrimaron con Titanic o aún podrían pensar que el amor es aquello que late entre los dos protagonistas de la telenovela Pasión, ambos guapos y de pelo largo. Pero ¿así lo ven los niños? En 2002, el Fondo de Cultura Económica y la UNAM crearon un sitio en internet para que los niños y los autores de cuentos infantiles colaboraran en la creación de una historia. Uno de los productos de dicho experimento fue Carmela toda la vida, una historia de amor como ninguna otra, escrita entre pequeños de toda Latinoamérica y el escritor colombiano Triunfo Arciniegas.  ¿Hay criadas que se enamoran de ricos, piratas que aman a elegantes damas, adolescentes que protagonizan romances mientras luchan contra la anorexia? ¡No! Hay una enana calva llamada Carmela que busca novio a como dé lugar, así sea un marinero, un ciclista o un sapo. Pasan los meses y por fin se casa con el único ser capaz de amarla: el dueño de un circo. No obstante la felicidad de Carmela se ve interrumpida porque el león se come a su marido y ahí comienza a vivir una serie de peripecias que por supuesto no les voy a relatar.
¿Es una historia de fenómenos (en el relato todos parecen serlo) apto para nuestros hijos? Bueno, de principio, fue escrito por niños lo que le da un valor incalculable, y finalmente Carmela toda la vida viene a demostrar que los pequeños tienen mejores gustos literarios que sus padres: no recurren a los lugares comunes y afrontan temas como la fealdad, el desamor o la búsqueda –siempre destinada al fracaso- de la felicidad.
Los grandes autores infantiles han sido aquellos que han respetado la inteligencia de los niños y no los han visto como potenciales ciudadanos a los que hay que educar.  Como si la realidad se tratara de un cuarto de juegos al que fuera necesario cubrir de hulespuma, los padres han buscado proteger a sus hijos del mundo. Nada de sufrimiento, ninguna apología del capricho, nada de historias que festejen los malos hábitos. Pero los niños no quieren eso.
Hace más de una década la Corporación Psicológica norteamericana emitió un índice de temas que consideraban dañinos para ser tratados en un cuento infantil. Entre estos temas se encontraban el sexo, la muerte, la violencia, la política controvertida, la guerra, el derramamiento de sangre, la religión, los temas feministas o machistas, las piscinas, las vacaciones costosas, las armas nucleares, la evolución, la cerveza y la hechicería. Obviamente que cuando este comunicado fue distribuido, pocos se imaginaban que precisamente un aprendiz de brujo llamado Harry Potter protagonizaría la saga de libros más vendida de fines del siglo XX y principios del XXI.
Lo que encierra este tipo de prohibiciones es evitar que los niños entren a un mundo en crisis. Pero como bien saben los lectores de literatura, sin conflicto no hay historia. Juan Villoro ha afirmado que todo cuento infantil es un “juguete filosófico”, porque los niños vuelven una y otra vez a las preguntas básicas de la vida (¿quiénes somos, por qué estamos aquí, de dónde venimos?). Creer que los infantes no construyen dudas a ese nivel es no conocerlos. Así pues, en un escenario donde los padres buscan cuentos “con valores”, historias edificantes y consecuentemente aburridas, a nadie debe extrañar que aún pensemos que los niños no leen o no les interesan los libros.   

Los Simpson en Tierra Adentro

Una versión ampliada de mi artículo "Los Simpson: todo lo que hay que leer" fue publicada en el número de octubre-noviembre de la revista Tierra Adentro, donde también aparecen textos de Rodrigo Solís, Héctor Villarreal y Nadia Villafuerte. Las peripecias anteriores a la presentación pueden consultarse en el blog de Rodrigo Solís.