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Pensar adelgaza

Pensar adelgaza

No se equivocaba Pascal: se escriben textos largos por falta de tiempo para reducirlos. En esta entrevista, el máximo promotor de la Lipocultura, Marcus Cunningham, nos acerca a su ya célebre sistema de adelgazamiento.

 Una cosa ha preocupado al doctor Marcus Cunningham, de la Universidad de Michigan, desde sus inicios: el grosor de los libros. En una cultura, como la norteamericana, donde las narraciones menores de 300 páginas son novelas truncas, Cunningham ha encabezado una nueva ofensiva contra el peso material y a favor del peso específico de la literatura que él ha destacado en autores de América Latina como Augusto Monterroso o César Aira.

Después de haber criticado el método Pilatos (obras que fueron desarrolladas según los dictados de la masa) y la escritura macroética (narraciones dependientes de la repercusión social), el doctor Cunningham lanzó la Lipocultura como un sistema que comprende operaciones para disminuir la palabrería vacua y sin posibilidades de trascender. Sentado sobre un sillón ligeramente oloroso (“Le perteneció a Bukowski”, asegura), el polémico especialista nos habla de sus técnicas literarias desde su casa de descanso en Oregon, en el noroeste de EU.

  ¿De dónde surge la Lipocultura?
En 1920, mi padre estuvo en un servicio diplomático en Bogotá, pese a sus dificultades para hablar español. Cierta noche coincidió en una cena con José Juan Tablada, compatriota tuyo, quien entusiasmado le contó sobre un poema que acababa de escribir en una servilleta. El poeta comenzó su recitación diciendo: “Li-Po es cultura”, línea que finalmente suprimió en la versión publicada. Debido a la gran cantidad de vino que había ingerido, mi padre creyó que Tablada le confiaba un método para redactar haikús, dado que por ese entonces, el poeta investigaba la capacidad de los orientales para reducir la poesía a unas cuantas líneas. La confusión duró el tiempo suficiente para que la palabra “Lipoescultura” ocupara las mejores páginas del diario del viejo Cunningham y buena parte de mi niñez. Años después, una vez que obtuve mi diploma en Oxford, mi padre me encargó que diera coherencia a sus anotaciones. Pero como el término “Lipoescultura” ya estaba registrado, los abogados me recomendaron optar por el concepto más significativo de “Lipocultura”.

 Comenzó usted, si no me equivoco, con un Centro de Modelado Cultural.
Sí, al principio reuní a un grupo de chicos en un café para hablar de escritores, libros y problemas de la actualidad. Leíamos los textos que llevaba cada uno de ellos y yo usaba un sistema que en ese entonces denominé de “hilos rusos”: medíamos sus creaciones con lecturas de Chéjov o Dostoyevski a ver si los chicos podían superarlos.

 ¿No era un poco duro eso?
 “Si no duele es que no está funcionando”. Creo que la frase es de Masoch.

 No, es de Cindy Crawford. Señor Cunningham, ¿en qué consiste exactamente la Lipocultura? 
Podemos compararla con el trabajo del escultor que de un cubo de granito va cincelando la figura a través de la sustracción: quitando lo innecesario. Eso es la Lipocultura: quitar para dar forma. Y ya se sabe que la esencia del arte es formal.

 Me pareció haber visto sus diagramas de corrección sobre algunos manuscritos. Parecen estrategias de un coach de baloncesto.
Sé a lo que te refieres. A veces hay que hacer señalamientos muy específicos con flechas, tachones y círculos; hay jóvenes que no entienden tus sugerencias hasta que escribes “Esto es una mierda” al margen.   

Recuerdo que Bushnell recomendó recientemente no escribir más de 50 páginas diarias. ¿Cree usted que se trate de un régimen excesivo que termine por mermar la salud de la literatura? 
El problema con las limitaciones es que nos vuelve contadores y no de historias precisamente. ¿Y si a la cuartilla 48 surge el Shakespeare que todos llevamos dentro?, ¿qué hacer en estos casos?, ¿dejarnos llevar por el placer o por la aparente autocrítica? Yo creo que Bushnell terminará por crear un ejército de anoréxicos creativos, que reflexionarán dos horas antes de teclear su siguiente frase.

 Da la impresión de que su método reductor es muy cercano al de Bushnell.
No, porque no es lo mismo lo que escribes que lo que publicas. El problema no está en la escritura sino en lo que termina en los estantes. Lo que la Lipocultura propone es un trabajo a posteriori de la creación literaria. No te prohíbe redactar, sino que trabaja con el texto antes de que llegue a los lectores.  

¿Qué ventajas tiene sobre otros sistemas, digamos, por ejemplo, la Dieta de la Luna?
 Eso de sentarse a contemplar nuestro blanco satélite hasta que nos llegue la inspiración ha producido más cursilería que literatura. Es una estupidez, no lo intenten. Mi sistema está semióticamente probado. Nueve de cada diez textos redactados con Lipocultura han llegado a ser temas de tesis. Ningún otro método mejora a tal grado el desempeño textual de las personas. 

 En términos generales, ¿no está viviendo la literatura contemporánea una obsesión por el grosor quizás alentada por el mercado?
En parte. Los norteamericanos aman las novelas porque ellos mismos le imponen el ritmo a su lectura. Un cuento te exige no separarte de él hasta el punto final; la novela, no. Un poema necesita que sólo existas para su lectura; la novela que tengas unos minutos libres en la fila del banco. Por eso los norteamericanos veneran el grosor; por la amplitud que permiten sus historias; sus lecturas son la música de fondo de otras actividades: viajar, asolearse, prepararse para la siesta. No te voy a mentir, en la actualidad me preocupa que gente como Stephen King lidere el mercado. Dios, a mí me causan más terror las cientos de páginas que escribe que sus historias. El sólo espesor de It me dejó sin dormir una semana.

Pienso un poco en Robert Musil y en sus cientos de páginas innegablemente desiguales, y en lo característico que significa eso de su literatura. ¿No está usted contribuyendo finalmente a la cultura light: el material digerido para el público lector?
 Si me quieres comparar con lo que hace la Reader’s Digest, podría golpearte con el Manual Merck que guardo para estos casos. Me niego a pensar en esos términos. Mira el caso de T. S. Eliot, ¿qué sería de Wasted Land si Ezra Pound, un precursor de la Lipocultura, no le hubiera sugerido suprimir decenas de versos innecesarios? Los editores talentosos han hecho esto todo el tiempo, lo único que hago es popularizar el método.

¿Está usted hablando del autor de Cantos, un libro de 824 páginas?
 Sí, hay gente que trabaja mejor con los cuerpos ajenos que con los propios. Mi mujer puede darle mejores razones al respecto.

¿Es crítica literaria?
No, es dietista.  

Volviendo al tema, ¿qué pasa con Dostoyevski y Tolstoi o más evidentemente con Joyce?, ¿no será que los escritores actuales tienen modelos a esa escala?
Sí, todos quieren escribir el libro y no se preocupan por hacer literatura. Los jóvenes se deslumbran con Guerra y Paz y olvidan que el mejor Tolstoi se encuentra en La muerte de Iván Ilich, un relato que no consume ni una hora. Tengo la impresión de que los muchachos de hoy no se han dado cuenta que hay mentes que pueden soportar esas dosis y que no es cuestión de reproducir la experiencia sólo para “ver qué sucede”.

¿Su sistema no provoca a la larga que los autores desechen todas sus páginas después de haberlas escrito?
Una cosa te puedo asegurar: toda esa bulimia literaria que padecen nuestros jóvenes no se debe a métodos como la Lipocultura. La escritura de obra debe estar bajo estricta supervisión estética. Eso es indispensable. Por ello, todos nuestros clientes firman una cláusula que nos libra de responsabilidades ante valiosos manuscritos destruidos durante ataques de depresión o delirium tremens.

Pasando a los casos particulares, ¿cuál ha sido el ejemplo más exitoso de su sistema?
No debería decirlo pero un día llegó el editor Gordon Lish a mi laboratorio de Alabama, con unas cuartillas mecanografiadas por un tal Raymond Carver. Me dijo: “¿Qué puedo hacer con el chico? Sus cuentos son buenos, pero late demasiada emoción en ellos”. Le dije que suprimiera las explicaciones y dejara sólo lo necesario. “Eso es algo muy peligroso, Marcus”, me dijo. “La gente quiere motivos”. Estuvimos en una discusión acalorada, pero pudimos eliminar casi la mitad de las palabras originales, gracias a la Lipocultura, que en esos momentos estaba en un periodo de prueba. Cuando acabamos, Lish estaba eufórico. “¿Sabes una cosa?”, me dijo, “Esto no puede quedar en el olvido, añadiré la palabra ‘dijo’ en varios momentos de la historia, como una forma de recordar tu muletilla”. “Yo no tengo muletillas”, dije, pero su propio entusiasmo le impidió escucharme. Así salió el estilo Carver. Lo lamento por sus imitadores. 

Y  en el extremo contrario, ¿recuerda algún escritor cuya grafomanía no haya podido curar?
 Norman Mailer ha sido mi único fracaso en todos estos años. Una madrugada del verano de 1991, vino a mi casa con su Fantasma de Harlot: un mamotreto de mil 300 páginas sobre la maldita CIA. Carajo, Norman, le digo, qué demonios te pasa. Y él: Marcus, ayúdame, ha vuelto a suceder. Lo senté en el sillón que alguna vez fue de Fitzgerald y le dije: Relájate y háblame un poco sobre tu infancia.  No acababa yo de acomodarme en mi tumbona cuando Mailer me contó que siendo apenas un chico de nueve años redactó 250 páginas de un historia que tituló Invasion from Mars. Entonces mientras hablaba, todo fue claro para mí: estaba frente a un caso perdido.  

Escritura y financiamiento

Una vez le preguntaron a Samuel Thuz qué condición era la mejor para escribir: la precariedad o la holgura económica. El filósofo respondió que el escenario óptimo para un escritor es “tener ambas manos y no estar ciego”.

Anaquel

Anaquel

Mi colaboración-objeto “Saca tus ideas del clóset” (una invitación a marchar por la diversidad textual) aparece en la tercera edición de la revista-objeto Mondao Corp., una hermosa publicación que conjunta imagen, textura y literatura. Por otro lado, mi texto “Pensar adelgaza” (una entrevista con el creador de la Lipocultura, Marcus Cuningham) ha sido publicada en el número 46 de la revista Luvina, que edita la Universidad de Guadalajara y que puede conseguirse, según la propaganda, en cualquier Sanborn’s y librería Educal de este país.

Gabx

Gabx

 

A dosis diarias he aprendido un poco a explicarla. Terapéutica como Wodehouse, de ingenio inagotable como Dahl,  con una mitología personal a lo Pratchett, las neurosis de Bridget y el entusiasmo musical de Nick Hornby, hábil para contar una historia triste que parecería Bambi, pero es Bukowski.  Se llama Gabriela Aguilar y siempre está escribiendo aunque no del todo, aunque no conscientemente. Tiene el encanto exacto para dejar bromas privadas al paso, sin preocuparse demasiado por conservar los frutos de su perspicacia. Parecería que te invita a su mundo particular (con soundtrack de Cerati e imágenes de Gorey, pero más particularmente con Michigan J. Frog quitándose el sombrero), pero no; está creando un mundo entre dos. Nunca plagia del todo y nunca prescinde por completo de las referencias. Increíblemente confiable, incapaz de decir algo aburrido, transforma la triste realidad en una plática entrañable. Me interesa el mundo a través de sus ojos: siempre parece un poco más habitable de lo que realmente es.

(No le gusta salir en fotos. La imagen es un alucine de Akira Toriyama que la presintió)

Jenna Jameson, escritora de superación personal

Jenna Jameson, escritora de superación personal

Desde que la pornografía salió a la luz del día, sus estrellas (antes sólo conocidas por los pervertidos de mente enciclopédica) se han vuelto un referente en la cultura de masas. No sólo es que la película porno más conocida de todos los tiempos (“Garganta Profunda” de 1972) haya dado nombre a todos los informantes secretos del periodismo posterior al Watergate, sino que poco a poco las figuras más importantes del sexo mediático han tomado sin demasiados sobresaltos el mundo de las celebridades, al grado de cumplir la transición natural de los famosos: pasar del estanco de revistas a la tienda de libros.

 

Para el mundo contemporáneo no debe ser difícil ubicar a la actriz Jenna Jameson. Ha aparecido en alrededor de 400 portadas, en más de un millar de artículos, su nombre arroja 8 millones de entradas en el buscador del Google y puede presumir de haber participado en un debate entre académicos y estudiantes de la Universidad de Oxford.

Asimismo su currículo parecería modesto respecto a sus colegas de la industria para adultos: apenas 121 películas en una década, las suficientes para alcanzar el estrellato en un negocio que produce 11 mil títulos anuales tan sólo en Estados Unidos y donde es difícil determinar cuál es la filmografía mínima para llegar a ser un “icono cultural”.  

 

Lo que es un poco más difícil imaginar es cómo, en 1995, una chica de 21 años decide  volverse la mayor estrella sexual de todos los tiempos y cómo una década después alcanza a contar la historia de ese logro en un libro de 500 páginas. De la primera a la última palabra, Cómo hacer el amor igual que una estrella del porno se muestra como lo que es: una vida novelada, un manual de autoayuda sobre cuestiones eróticas y una guía para los negocios; en pocas palabras una película porno de 20 horas a la que es difícil adelantar las escenas con gente vestida.  

 

Las memorias se relatan a un paso de la tumba, cuando hay suficientes años que recapitular y casi tanta sabiduría para cribar los detalles vitales de las insignificancias. A los 32 años, Jenna Jameson recorre su vida por motivos razonables: en la constelación mediática una estrella porno se apaga por definición a los 33.

 

En palabras de la escritora Liliana Viola, Jenna “pasó lo que tenía que pasar: orfandad, belleza, una violación, engaño, iniciación a las drogas, amor no correspondido, más violaciones, un hombre vividor, un comienzo como bailarina en Las Vegas, la mejor amiga asesinada, un matrimonio fallido, una ayuda providencial, más drogas, más desengaños, más fuerza para salir adelante”. En ese resumen biográfico -una solapa perfecta para las futuras obras de la señora Jameson- se vislumbra el mayor regocijo de los lectores estadunidenses: la redención. Es satisfactorio leer sobre el infierno ajeno, siempre y cuando el protagonista pueda contarlo desde el purgatorio. Encabezados por drogadictos que prevalecen y cancerosos que dan lecciones de vida, la lucha por la supervivencia ha colmado los anaqueles de “historias verdaderas” que estamos obligados a tener como modelos.

Uno de los grandes negocios editoriales es convencernos de que estamos haciendo algo mal. No tenemos el suficiente dinero ni el guardarropa perfecto y ni siquiera escribimos tan bien como suponíamos, ¿sucede lo mismo con nuestro desempeño sexual? Quizás ese sea el espíritu que anime a Cómo hacer el amor igual que una estrella del porno: la superación personal, el ansia generalizada de mejorar nuestro estilo de vida y lograr eso que los expertos llaman “la excelencia”. En su libro, Jenna Jameson -con la autoridad que le confieren decenas de horas comprobables de sexo en sus más diversas variantes- enuncia sencillos mandamientos para aclimatar nuestra juventud en éxtasis, aprovechar las últimas oportunidades y en el mejor de los casos propiciar el más placentero grito desesperado.

Desde el uso de lengua y manos para provocar el placer hasta las peculiaridades que debe cumplir un hombre antes de permitirle la intimidad, el Manual Jameson parece uno de esos curiosos artículos supuestamente dirigidos a las mujeres pero de evidente consumo masculino. No podría ser de otra manera cuando a lo largo de su autobiografía, la mayor estrella porno de todos los tiempos describe sus encuentros lésbicos con la pericia de quien sabe que dos mujeres tocándose salvan cualquier película. Mientras alaba el maravilloso tacto femenino y despotrica contra los varones, Jenna Jameson oferta a fin de cuentas uno más de sus productos: un libro donde hay imágenes y sexo explícito, hay anécdota y anatomía, pero lo más importante: hay copyright. Porque después de todo qué importa otra historia más de vida en el abismo si la autobiografía no está avalada por la marca registrada, del mismo modo que las vaginas de plástico valen por la chica que las anuncia. Así, a través de la fama, el lector corrobora que cada palabra es cierta, o por lo menos verosímil y pese a ese convencimiento, nunca considera de más leer las justificaciones: “Sé acerca del sexo del mismo modo que alguna gente sabe sobre música u ordenadores. Es mi medio de vida”, afirma la autora, antes de explayarse en sus diez consejos para retener a un hombre a través del sexo oral. 

Como manual de negocios, el libro se vuelve una mirada a la industria porno desde dentro: salarios por relaciones y ganancias por cada hombre extra en una orgía, contratos de exclusividad, recomendaciones para mitigar el pánico escénico, riesgos financieros, maneras de exprimir lo mejor de un trabajo donde es posible laborar dos días al mes y obtener ingresos anuales por cerca de 100 mil dólares. Es en ese instante cuando Jenna Jameson advierte que incluso para ascender en la industria XXX no es necesario andar acostándose con cualquiera.  “No debes tener sexo con todos a fin de conseguir un trabajo consistente en tener sexo con algunos”, asevera en una frase memorable. El libro en algún punto se vuelve un tratado empresarial una vez que ha satisfecho su función de manual de autoayuda, y en conjunto resume la necesidad contemporánea de prosperar lo mismo en la oficina que en la alcoba.

      

Por último, quizás lo que constatan  obras como la de Jenna Jameson es que el triunfo está al alcance de cualquier oficio. Entre fábulas morales más o menos ciertas, del alcohólico rehabilitado a la desnudista de bares, el esfuerzo sostiene al mundo. Hay que hablar del trabajo y sus horas invertidas, pero sobre todo, hay que subrayar la mentalidad. La seguridad con que una chica de 21 años se planta frente al productor de la compañía porno Wicked Pictures, le propone un contrato de 6 mil dólares por película y ante la mirada inexpresiva de su oyente, remata: “Acabaré siendo una estrella con o sin Wicked Pictures, así que decidámoslo ya”. Eso es actitud.

 

 Jenna Jameson (con Neil Strauss). Cómo hacer el amor igual que una estrella del porno. (Incluye fotografías de la autora y sonetos de Shakespeare). Traducción de Martín Arias. Ediciones Martínez Roca, Madrid, 2005. 516 pp.   

Woody Allen, narrador

Woody Allen, narrador  

Woody Allen no sólo es el autor de un buen número de películas brillantes, sino también un rostro definitivo a la hora de recordar el siglo XX. Amén de ser uno de los escritores más citados.

Sus películas están salpicadas de luces desprendibles, de frases que uno apura por no olvidar: “No te metas con la masturbación. Es hacer el amor con alguien a quien yo quiero”,  Te quiero contar una historia tremenda acerca de la anticoncepción oral: le dije a esa chica que si quería hacer el amor conmigo y me dijo que no”, “El hombre consta de mente y cuerpo, pero el cuerpo es el único que se divierte”, entre otras. 

En el otro lado de su obra, están sus libros (Getting even, Without feathers y Side effects) y es ahí donde quisiera detenerme un poco: en su notable ejercicio del absurdo. En los cuentos de Allen, uno encuentra personajes mitad cisne, mitad mujer (pero en sentido longitudinal), seres mitológicos con cabeza de león y cuerpo de león (pero de otro león distinto), a tipos que desaparecen mientras se toman un baño y aparecen de improvisto en la sección de cuerdas de la Orquesta Sinfónica de Viena, a intelectuales capaces de interpretar las obras de Joyce y al mismo tiempo no entender la actuación de un mimo, a príncipes que, para morir al lado de su amada, se tragan una barra con pesas, etc.

Woody Allen juega con la cultura al punto de utilizar a escritores, pintores e intelectuales en sus historias. No sólo es la aparición del mismísimo Marshall McLuhan a mitad de una discusión sobre sus propios conceptos en Annie Hall; es pensar en Freud y Jung en una carrera de sacos en el picnic anual de sicoanalistas (“Conversaciones con Helmholtz”). En el cuento “Sí, ¿pero puede hacer esto la máquina de vapor?”, Hume, Goethe y Horderlin se entusiasman por el invento del sándwich. En “El genio irlandés”, la obra Asesinato en Catedral de Eliot se llama en un principio Las piernas de un millón de dólares. 

Tres de sus relatos me parecen magistrales: “El gran jefe”, “La puta de Mensa” y ”El experimento del profesor Kugelmass”. En el primero de ellos, un investigador privado (Lupowitz) recibe el encargo de encontrar a Dios. Pero las sucesivas entrevistas (con un rabino, con un ateo, con el mismísimo papa) intentan mostrar la imagen de Dios como un alto jefe de la mafia. Todos dan su versión sobre su existencia o inexistencia, según sus propios intereses. El extraordinario manejo de conceptos y pensadores hace de este texto un gozoso recorrido para quien ya olvidó sus clases de filosofía de la preparatoria.

En “La puta de Mensa”, Lupowitz (de nueva cuenta) recibe el encargo de  desenmascarar a una organización de chicas que se alquilan por discutir sobre Melville, Pound o Noam Chomsky, entre otros. Mujeres que conversan de “manera intelectual” con sus clientes (cuyas esposas no son muy profundas en sus discusiones), mientras fingen placer: “Oh, sí, Káiser. Sí, chico, es muy profundo. Una comprensión platónica del cristianismo”. A la cabeza de tan maquiavélica organización está Flossie, un misterioso personaje que ni siquiera tiene título universitario y al cual Lupowitz detiene en una escena memorable.

“El experimento del profesor Kugelmass” (ganador del prestigiado premio de relato corto O. Henry) presenta a un tipo cansado de su mujer, pero que al mismo tiempo no se atreve a mantener una relación extramatrimonial. La solución la encuentra en una caja de mago que puede transportarlo al universo del libro que introduzca en ella. De esa manera, Kugelmass se enrola con Madame Bovary (a través de la novela de Flaubert) para su beneplácito sexual y para confusión de los estudiosos de la literatura que no comprenden cómo un profesor judío ha entrado en una obra que ellos conocen de principio a fin. El asunto se complica cuando la señora Bovary sale del texto y entra a la realidad, explotando un poco el tema que Woody Allen desarrollaría después en su película La rosa púrpura del Cairo.

 

Blogs: cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también

Blogs: cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también

¿Por qué hay escritores que cuestionan el blog como forma de literatura? ¿Qué les irrita, qué les han hecho esas miles de bitácoras sobre las impresiones de la vida? ¿Es la sobreoferta lo que les aturde, la proliferación de ese ensayo de ocasión, marcado por la fecha de factura como si se tratara de un plazo de caducidad? Si en los periódicos, las declaraciones abundan en tanto los políticos no sirven sino para rellenar los entrecomillados, el blog apunta (como en los periódicos vespertinos y de corte popular) a que nadie se reserve el derecho de opinión.

Nada como esta democratización de la escritura ha despertado descalificaciones tan virulentas de parte de quienes se dedican precisamente a escribir. Una moda, dicen unos; un ejercicio insulso, los califican otros. Pero el entusiasmo generalizado da que pensar. Los jóvenes escritores están encantados con el medio. No tienen que lidiar con la puntuación arbitraria de los correctores de estilo ni sufren las consecuencias de contravenir las políticas restrictivas de las revistas. El blog nos deja caer en la tentación de lo publicable sin remordimientos de conciencia. Notas, confesiones, fragmentos de tesis, plagios, recortes, citas, ocurrencias, aforismos, propaganda de nuestros libros, hallazgos en la red. Por si esto fuera poco, el blog recobra el carácter poco organizado del pensamiento, al tiempo que conforma una peculiar compilación donde los textos se leen cronológicamente a la inversa. Algo no tan sorprendente en la era de Internet, donde las obras completas comienzan por el último tomo: el diario íntimo.

Tengo la impresión de que el blog recupera la esencia misma del ensayo: hablar de autores y sucesos. Comentar el mundo, a fin de cuentas: compartirlo, lleva con frecuencia a  placeres tan malsanos que no les interesan a nuestros conocidos del Messenger. “Es un taller abierto de escritura”, ha dicho Leticia Carrera; “un aprendizaje de literatura sin vida literaria”, diría yo. Lejano a las presentaciones de libros, a la necesidad de relaciones públicas, a los recitales de poesía, a los encuentros de becarios, a la caza de editores, al contrabando de manuscritos en busca de lectores especializados, el blog nos obliga a enfrentarnos a la página vacía del ordenador, todos los días. ¿Qué otro medio nos exige dar opiniones sin ser líderes de opinión, en qué otro lugar uno puede suponer que no es leído y no constatarlo con la imagen siempre deprimente de una máquina guillotinando nuestros libros?   

El blog ha venido a revolucionar la idea que teníamos de un aspirante a escritor. Más allá de la apariencia de un Bukowski sin acné o del joven cosmopolita con lentes de pasta, quien quiere escribir tiene que enfrentarse en algún momento a las palabras. Por fortuna, lo que antes era pelear contra el lenguaje html, ahora es luchar contra el lenguaje a secas. La simplificación de las herramientas para subir datos a la red ha descubierto a toda una legión de gente que tiene cosas que decir. ¿Demasiados?, quizás, pero de todos modos ya eran demasiados los libros y sus autores, las canciones y sus intérpretes. Vivimos la abundancia de las cosas y la Internet quizás sólo ha evidenciado que eso siempre es mejor que la escasez.

Por último, gracias a todas sus peculiaridades,  el blog hace patente por lo menos tres puntos esenciales del acto de escribir:

1. Es tiempo robado a la vida laboral. Como bien han demostrado las afligidas vidas de nuestros autores favoritos, no existe tiempo para leer o para escribir sino horas malversadas de las obligaciones de la vida. El blog ha potenciado la oportunidad de usar la computadora del trabajo para subir nuestros contenidos a la red, del mismo modo revanchista con que cargamos nuestros celulares en sus tomas de corriente. Nuestros empleos son tan absorbentes, tan mal pagados y los superiores hacen comentarios tan ignorantes, que ningún remordimiento provoca desviar unos cuantos miles de segundos a la semana. Y lo mejor: nadie sospecharía de ese documento de Word que tenemos siempre abierto.

2. Ejercita el individualismo. Autores respetables han desestimado la escritura del blog por ser descuidada, preferentemente ególatra y violentar las normas de calidad impuestas por las casas editoriales y el Estado. Pero ese era el chiste: fusionar el egocentrismo y el teocentrismo. Ser geniales sin depender del reconocimiento de quienes tienen el dinero, el doctorado y en la mayoría de los casos, el poder. Escribir sin desvelarnos por la reseña que no aparece y en el mejor de los casos, sólo aspirar a que otro autor nos ponga en su lista de links (confiar en ese sistema velado de recomendaciones que nadie tiene la obligación de seguir). ¿Cuántos nos leen?, ¿hay quien siga con interés periódica nuestras bitácoras? Despreocupémonos de los lectores; la mayoría no escribe comentarios en los espacios correspondientes. Los lectores no dejan huellas, obedecen a un acto de fe. Es imprescindible aprender esto antes de meterse al negocio de la literatura.

3. Nos hace seguir a los grandes maestros sin saberlo. El blog y Picasso: “La inspiración existe; pero tiene que encontrarte trabajando”. El blog y Witold Gombrowicz: “¿Quién decidió que se debe escribir sólo cuando se tiene algo que decir? El arte consiste precisamente en no escribir lo que se tiene que decir sino algo completamente imprevisto”. Primer mandamiento del decálogo de Monterroso: “Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre”. 

  

Dios juega al Scrabble

Dios juega al Scrabble

Para Gabriela, otra vez 

En 1938, un joven científico argentino no sólo obtiene un honorable doctorado en física sino que la Sociedad para el Progreso le otorga una beca para hacer trabajos sobre radiaciones  atómicas en laboratorio Juliot-Curie de París. Un año más tarde, ante el estallido de la segunda guerra mundial, su beca es transferida al Massachussets Institute of Technology (MIT), donde publica una investigación sobre rayos cósmicos. Para 1940, vuelve a la Argentina y enseña Teoría Cuántica y Relatividad en la Universidad de la Plata, donde tiene alumnos de la talla de Balzeiro o Mario Bunge. Modificando levemente algunas fechas, instituciones y ciudadanías, éste bien pudiera ser el recuento de logros de un estudiante apoyado por el CONACYT, pero lamentablemente su historia posterior no transita hacia cada vez más prestigiosos postgrados internacionales. En 1943, entran en conflicto su interés científico y su pasión artística. ¿Omití —quizás por error— que este investigador con futuro también pintaba y escribía? Pido disculpas por el descuido: se trata después de todo de actividades que no interesan en la hoja curricular, pero que resultan indispensables para entender por qué Ernesto Sabato, a los 32 años (la edad en que un hombre ya ha trazado su proyecto de vida), decide abandonar la ciencia para dedicarse simplemente a escribir. La decisión no pasa inadvertida para los colegas: el premio Nóbel de Medicina, Bernardo Houssay le retira el saludo (al parecer, le había resultado incomprensible cómo alguien podía cambiar el fértil terreno de la investigación por el camino inseguro del arte); el doctor Gaviola comenta: “Sabato abandona la ciencia por el charlatanismo” y Guido Beck, discípulo de Einstein, se lamenta en una carta: “En su caso, perdemos en usted un físico muy capaz en el cual tuvimos muchas esperanzas”.  Así las cosas, el incipiente escritor publica su primer libro de ensayos en 1945 y en 1948, su novela El túnel. Ante lo que consideraba mero “empecinamiento”, el doctor Gaviola le dice que sólo lo perdonará si logra escribir algún día una obra como La Montaña Mágica de Thomas Mann.

Años después, es el propio Thomas Mann quien se dice “impresionado” por la primera novela de Sabato. He de confesar que no me gustan las leyendas de éxito y coraje, pero sí El túnel y algunos hechos biográficos de su autor, porque la historia que acabo de relatar marcó mi vida en una adolescencia que también osciló entre la física y la literatura. En un país donde los apasionados de las matemáticas son una especie a preservar en cautiverios internacionales, yo amaba los números. Para alguien de la clase media baja, cursar la preparatoria y conservar el amor por las ciencias exactas apuntaba hacia un futuro políticamente correcto (un caso puede calificarse como políticamente correcto si aparece en los anuarios de una fundación). Sin embargo, también tenía diecisiete años y escribía poemas, comprensible hobby para una edad explicada hasta el hartazgo en los libros de Sexualidad, aunque no del todo pasajero, porque en mi caso, escribir fue necesariamente entender. Y para desgracia de mis padres, entender fue decisivo al momento de pedir la solicitud de inscripción para una carrera.  Abandoné a mi modo la ciencia por la literatura, aunque el término ofrezca una imprecisa idea de la infidelidad.

He conjeturado que a lo mejor lo que me gustaba de la física era la armonía de la exactitud, digamos, la música de la realidad. Como físico, hubiera sido igualmente un melómano en busca explicaciones como ahora lo soy de palabras. “Las leyes físicas deben poseer belleza matemática”, dice el premio Nóbel, Paul Dirac y luego explica: “La belleza matemática es tan indefinible como la belleza artística, pero es obvia cuando se la encuentra”.

Los hallazgos científicos algo tienen de inspiración artística. Como los mitos antiguos, la manzana de Newton dice mucho en su mentira. Desde hace milenios los frutos caen de los árboles, pero sólo hasta el siglo XVII nace alguien que puede leer el suceso de otra manera. En poesía, eso se llama “escribir una metáfora”. La aparente poca relación entre dos o más elementos produce un efecto estético: “El sueño es un depósito de objetos extraviados”, dice Gómez de la Serna. La poesía establece una correspondencia novedosa (sueño, depósito, objetos extraviados) pero al mismo tiempo descubre y hace ver algo que siempre ha estado ahí. De igual forma y según Hans Christian von Bayer, “una teoría científica es bella en la medida en que los fenómenos explicados por ella no estén relacionados o no parezcan estarlo”. 

Escribir y hacer hipótesis tienen en común nuestra sospecha del mundo. La ciencia y el arte poseen un mismo impulso de inconformidad con lo existente. ¿Por qué hay hombres que dedicaron años al estudio de un organismo unicelular? ¿Será la misma convicción que llevó al longevo Walt Whitman a escribir y rescribir un solo libro en toda su carrera?

Quizás tanto el científico como el artista necesitan un universo de  verdades provisionales para vivir, un grupo de palabras que no existen y que por ello se empeñan en buscar. No siempre confirmativas, la hipótesis y la escritura algo comparten con el desengaño.

Nunca he renunciado a las preguntas ni a la fascinación de la ciencia. Aquel triste muchacho de diecisiete años juega aún con números y descubre la poesía de las últimas conjeturas de la física. El mundo no es tan seguro como pensábamos y es precisamente ese inconveniente su principal  atractivo. “Dios no juega a los dados”, sentenció Albert Einstein para desacreditar la mecánica cuántica y su colección de fenómenos incompatibles con el sentido común. Pero el mundo también son sus palabras, el tablero donde Dios arma y desarma el rompecabezas del lenguaje. La vida, sus pormenores. El lugar que nos acoge a pesar de nuestra desesperación de no saber qué diablos hacemos en él. Ante el vacío. El lenguaje (científico, artístico, filosófico) surge para construir un barandal ante el abismo. El arte y la ciencia son dos formas de hacer habitable el cuarto compartido de la realidad.