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Tediósfera

Nostalgias terminales

O quizás simplemente te regale una prosa

O quizás simplemente te regale una prosa

Al Magazine Universitario, en su quinto aniversario 

En la fiesta de celebración estaban todos los que tenían que estar: es decir, las 20 personas que prestan cada mes sus rostros para todas las fotos del Magazine Universitario. Del otro lado, en el rincón, estábamos los colaboradores no fotogénicos: los tristes ejecutantes de una literatura subvencionada con cinco cervezas gratis al año.

Decir que la revista Magazine ha cumplido cinco años es conjeturar todo lo rico que sería de haber cobrado por mis artículos. Le he dado al Magazine mis mejores años, ni quién lo dude, desde aquel número 7 en que garabateé unas modestas propuestas fiscales. A partir de ahí (salvo algunos números), escribir una estupidez cada treinta días se volvió un ejercicio de extrema vitalidad: ¿qué decir ahora que pienso que ya he dicho todo? La carpeta de la computadora dice que he escrito un poco más de cien artículos (no todos para Magazine, pero sí una respetable mayoría). No es algo demasiado significativo, pero los seres humanos estamos acostumbrados a reverenciar los números redondos. Escribir las primeras líneas del texto 101 ha sido como vivir las horas iniciales de un nuevo siglo: la prueba de supervivencia ante la propia embriaguez. 

Todavía me sorprende que tenga cosas sobre las cuales tratar a estas alturas. Siempre que llego al punto final de un texto me imagino cerrando el último archivero. Pero sucede que la realidad alienta ciertas terquedades y entre ellas, la escritura, ya sea en forma de un peluquero que nos rapa por error o por culpa de un libro, al principio inadvertido, que nos entusiasma. En fin que encuentro motivos para que las palabras sobrevengan unas a otras en la virtual hoja blanca del ordenador (como hasta hace apenas unos minutos).

Magazine me dio por otro lado la oportunidad de invadir un territorio cercado por el alambre de púas de los anuncios comerciales. Paracaidista al fin de al cabo, llegué a mitad del baldío con apenas una pregunta existencial en la mochila: ¿qué demonios hago aquí? De la certeza de que a nadie interesarían mis líneas, partió la aventura de cada mes, un continuo divertimento que suponía postergar mi obligación de escribir artículos serios algún día. Educado en una carrera cuya mayor virtud es conversar sobre libros y autores, concebí la maniobra de traficar literatura en publicaciones comerciales, a riesgo de no llegar nunca a las revistas de análisis, culpado quizás de frivolidad. 

El descubrimiento fue doble. Por un lado, la literatura se me volvió vida y la vida, literatura. Convenientemente suministrado en dosis mensuales, el periodismo que vendía a quienes me leían estaba cargado de referencias cotidianas: la televisión, la política, las revistas, los microbuses, la música de la radio. No obstante, el ingrediente principal de todos mis artículos eran los libros, aunque no apareciera ningún título, aunque los autores alcanzaran apenas para el epígrafe. Libros aquí y libros allá, escribí también para contradecir la supuesta modorra de mi generación.  

Magazine tuvo que ver en ese aprendizaje. Entre fiestas sociales, reportajes pagados y boletines de prensa, tomé en serio a sus lectores. Imaginaba a quienes tomaban la revista en la sala de espera del dentista, a quienes se hartaban de las fotos repetidas (en Magazine parecería que hay rostros que tienen su propia sección), a quienes buscaban las mil palabras que decían mucho más que una imagen. Fue genial descubrir cómplices mientras cumplía la tarea. Colaboradores como Juan Daniel Perrotta o Rodrigo Solís se volvieron mis amigos, escritores con quienes compartí el vicio de la literatura, que como -se sabe- es un eficaz antídoto contra la prosperidad (esa otra forma de hacer amigos).

Así las cosas, el Magazine cumple otro año. Su supervivencia es un misterio de la economía campechana, casi tan inexplicable como que un comercio llamado Bicipollo no venda pollos ni bicicletas. Sin embargo, no hay que darse por vencidos: la realidad está ahí también para que la cuestionemos. Eso hago. Eso intento.  Y Magazine se me va de las manos. Es un milagro: un ayate (quizás, por su calidad de impresión).

Es madrugada y salgo del antro. La fiesta del quinto aniversario del Magazine aún retumba en mi cabeza. Mario, su director, me ha pedido un artículo exclusivo con la promesa de que ya no pondrá su fotografía en la página editorial. Prefiero decirle que en lugar de ese sacrificio mejor me pague. Insiste en que ya no aparecerá en poses de Marcel Marceau. Le pido a cambio un salario fijo. Me pide un texto inspirado en la celebración. Le suplico que no ponga a más políticos en las portadas, o por lo menos no en posturas de cantantes de ópera. Antes de que yo siga, me responde con algo que no alcanzo a distinguir.  Acepto la oferta: regreso a casa.  

Fueron a Cancún y sólo este pinche artículo trajeron

Fueron a Cancún y sólo este pinche artículo trajeron

Para Miguel García y Fernando Manzanilla 

Enviado sin gastos pagados a cubrir el spring break de Cancún, este servidor junto con dos arriesgados investigadores (un psicólogo interesado en el choque de culturas en época vacacional y un publicista experto en mensajes subliminales) tuvo a bien comprobar que ciertas afirmaciones que tratan de la migración masiva de rubias en nuestras playas son parcialmente erróneas. Sin embargo, aunque esas mentiras (promovidas principalmente por los animadores y los bármanes de los hoteles) gozan de una ciega devoción por parte de los turistas nacionales, me permito echar un poco de luz sobre su autenticidad:

 

1. “En la noche, el único idioma es el tacto.” Efectivamente. Con treinta planter’s punchs encima, la única forma que tienes de conocer el mundo es a través de tus manos, lo que no significa que todas las turistas acepten ser tu cuaderno braille. 

 

2. “A las gringas les gustan los morenitos y chaparritos.” Pero únicamente por las fotos: ya sea que uno esté detrás de la lente (motivo pragmático) o delante del flash (motivo etnográfico). Se entiende: el paraíso que les venden las agencias de viajes a los estadounidenses incluye por lo menos a tres de nuestros paisanos bajo una palmera.

 

3. “Cancún es como Sodoma, sólo que en lugar del Mar Muerto tiene de cerca al Mar Caribe.” Nada más que sea por el calor infernal (debido a un inservible aire acondicionado Carrier en tu cuarto de turista mexicano) y porque después de salir de las aguas, uno termina con tanta sal en la piel como la mujer de Lot.

 

4. “Ya entradas en ambiente, las norteamericanas no te discriminan.” Si eres negro, alto, tienes el cráneo rapado, una camisa ancha de jugador de básquetbol y aparte te pareces a 50 Cent, probablemente no te discriminen.

 

5. “En la disco, tú nada más aflojas el cuerpo y ellas solitas se pegan a ti.” Teniendo en cuenta la ley física que dicta que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio al mismo tiempo, podemos comprender la mecánica de la fricción en las superpobladas discos del spring break.

 

6. “Al intentar flirtear con dos o tres gringas uno termina aprendiendo inglés.” Mentira: no alcanzarás ni tu peso en puntos del TOEFL con ese sistema. La única manera de aprender inglés en Cancún es leyendo el Nuevo Testamento bilingüe que dejan los Gedeones en los cuartos de todos los hoteles; por lo cual uno acaba respondiendo a cualquier pregunta: “¡Blessed are the poor of spirit!”

 

7. “Las Discotecas de Cancún: buena música, buen ambiente y cientos de rubias, ¿Qué más quieres en la vida?” Esta falacia, que es aceptada de forma casi automática por los vacacionistas, requiere de una revisión más detallada.

a) La música: En realidad no es tan buena. El hip hop (que hace bailar a los extranjeros como si quisieran librarse de una trampa de pegamento) te conduce fácilmente de la desconfianza al hartazgo. Después de escuchar veinticinco veces la misma canción de Missy Eliot, empiezas a extrañar “Pásame la botella”.

b) El ambiente: Es tan poco incluyente que lo mismo da que lo veas por televisión. Al fin de cuentas, lo que demuestra el spring break y los programas como Wild On es que los norteamericanos pueden divertirse en cualquier lado, siempre y cuando conviertan ese lugar en un pedazo de Estados Unidos.

c) Las mujeres: ¡Ah, sí: las magníficas chicas cuyas fotografías te llegan siempre al correo electrónico! Pero, ¡cuidado! no todas parecen salidas de una Teen Movie. Muchas cumplen el estereotipo de lo que mis compañeros y yo hemos denominado “Burger Queen”: cara de reina, cuerpo de hamburguesa.

 

In memoriam 'Pajarito'

In memoriam 'Pajarito'

Dicen que ha sido el incidente más sorpresivo en toda la historia de los espectáculos salvajes, desde que un cristiano saltó a las gradas del Coliseo romano allá por el siglo III: “Pajarito” causó terror en la Plaza México al volar un domingo 29 de enero de 2006 sobre las barreras de la sombra y caer en el primer tendido repleto de aficionados a la fiesta brava.  Que el segundo toro de la tarde se robe los titulares que debieron ser para Pablo Hermoso de Mendoza es de subrayarse, en tanto sólo el Diario de Navarra (de donde es el rejoneador) destacó sobre todos los hechos la “sublime” actuación del jinete estellés.

Los medios reconstruyeron el suceso con precisión numérica. Gracias a ellos, pudimos saber que en los 60 años de vida de la Plaza México es la primera vez en que un toro de 503 kilos de peso libra una altura de 2.26 metros y una distancia de 2.22 metros para lesionar a 7 personas en 120 segundos y luego morir entre las sillas 97 y 98. (Informaciones de El Universal, La Jornada y La Prensa). Por otro lado, las cámaras de televisión mostraron escenas más elocuentes que cualquier cifra: hombres corrieron despavoridos sin soltar sus vasos de cervezas, un anciano se tiró al callejón sólo para fracturarse la cadera, una mujer hizo un giro que en otra circunstancia hubiera parecido sugestivo. La pronta muerte del animal marcó el final de la noticia, mientras en la plaza, el pánico duró los suficientes minutos para recordarnos que la parte “brava” de la fiesta estaba en las graderías. Con silbidos el público exigió continuar con la corrida acaso para dejar en claro que la sangre que en verdad les interesaba no provenía del cuerpo de otros espectadores. 

Más allá de las historias paralelas de salvación y condena (la embajadora de España en México regaló su boleto a una mujer que más tarde resultó ser la persona más lesionada del percance), el vuelo de “Pajarito” proveyó la inmejorable oportunidad de un titular. Del “¡Ay, Buey!” al “Terror en la México”, los diarios quisieron dar cuenta de un suceso por demás único: “‘Pajarito’ les mete susto a aficionados”, “Azotó la res”, “Toro hace honor a su nombre”. Un periódico incluso confundió al empresario Andrés García (que también salió lastimado) con el célebre actor y encabezó su noticia: “Matan dos pájaros de un solo tiro”.  

Pocos seres vivos -fuera del ámbito político- han podido gozar de una cobertura periodística tan completa que se extienda incluso hasta su última morada. El vuelo póstumo del toro fue notificado desde las páginas de los diarios AM y El Universal: las carnes a un frigorífico de Atizapán, la piel a una tenería de León, Guanajuato y la cabeza a un puesto de tacos de ubicación incierta. Los hermanos Francisco y Sergio Hernández, propietarios de la ganadería de donde provino “Pajarito”, acabaron lamentándose de no haber pedido la cabeza del astado. “Es una equivocación imperdonable, fueron momentos de mucha incertidumbre y ni mi hermano ni yo pensamos en ese momento en la cabeza”, afirmó el ganadero, con ese tono de quien quiere recuperar aún el Código de Dresde.

Como si en algo intuyeran que “infancia es destino”, los criadores rastrearon el pasado del toro para entender sus motivaciones, pero nada hallaron. “Nunca tuvimos problemas con él”, declaró uno de ellos, “no acostumbraba a saltarse las cercas ni nada de eso”. Ese tipo de mansedumbre podría colocarlo en la categoría de los terroristas discretos, como el Unabomber; sin embargo, al final de sus explicaciones, los hermanos Hernández dejaron entrever cierto rasgo de conmiseración: “‘Pajarito’ demostró su nobleza en el tendido, donde incluso buscaba la salida sin tirar cornadas”.

Gabriela Aguilar, editora de una sección deportiva, esgrimió un alegato a favor de esa hipótesis: “‘Pajarito’ el toro es inocente”, apuntó en su pase fotográfico a la página 4. Su opinión confirmó en cierto modo que nuestro país es propenso a simpatizar con animales que están demasiado cerca de la civilización, ya sea el Oso Panda o la orca Keiko. Desde otras páginas, Marielena Hoyo secundó esa conjetura al destacar en un artículo “los cojones de un toro que enfrentó su destino como le dio la gana”. Siempre próxima la escena de un gorila que cae el Empire State, buscamos un significado a la muerte del burel. “No fue el estoque lo que mató a la bestia”, diría el epílogo de esta película, “fue el ansia de libertad”.

In memoriam Puka

In memoriam Puka

Para Gabriela y Baqueta, en este mundo

 

Es difícil hablar de los perros sin parecer cursi. El poeta mexicano Luis G. Urbina lo intentó ante la muerte de su perro Baudelaire y sus versos fueron agriamente comentados por sus compañeros de La Revista Moderna. ¿Qué decía aquel poema?: “En sus ojos, profundos y febriles, / súbitamente se encendió un relámpago / de amor inmenso. Mi tristeza entonces / quiso asomarse a mis pupilas para / dar un adiós a aquel amor sublime”.

Pero, qué diablos. Las mascotas han merecido más de un artículo: Guillermo Cabrera Infante ha hablado con desparpajo de su gato Ofenbach (llamado así, porque sus maullidos “ofendían a Bach”) y Hugo Hiriart le ha dedicado un texto a su perro Galaor, “flor y espejo de mansedumbre y fidelidad”. Y si es difícil escribir sobre un perro (a menos que seas Charles Schulz), lo es más cuando ese perro ni siquiera es tuyo.

Hasta antes de conocer a la Puka, mis relaciones con los canes habían sido desastrosas. Acababa de cumplir ocho años, cuando un rottweiler llamado Ultramán me atacó por la espalda y me dejó de recuerdo un tatuaje de sangre que parecía una inscripción mesopotámica. El médico observó la herida con el estupor de quien descubre una señal alienígena en un campo de cereales. Permanecí en cama dos semanas con la instrucción explícita de que se me inyectara a diario mientras dormía.

Pasó el tiempo y con él mi niñez, mi adolescencia y mis traumas. Una mañana, la Puka llegó a mi vida y a la de Gabriela con la mirada suplicante de quien se sabe un polizón (el encanto de los cachorros y de los niños es que no podemos prefigurar sus insolencias de la edad adulta, ni sus rostros). Entró a casa sin más trámites que las recomendaciones del veterinario y la semana y media de agria disputa familiar sobre cuál debería ser su nuevo nombre. “Con los hijos es más fácil”, había sentenciado Gabriela, “siempre hay un pariente a quien recurrir. Terminas llamándote como tu abuelo o tu papá. Pero con los perros es distinto. Parecería que toda la familia  expone su integridad en cada sugerencia”. 

“Spooky” fue una elección inexplicable, como todo lo condenado a no respetarse.

Por supuesto que la Puka abandonó la ternura con más rapidez que su nombre. Con los meses, creció para adquirir una personalidad caprichosa, casi neurótica, al tiempo que perdió rugosidades. “Es extraño ver que alguien envejece para perder arrugas”, dijo Gabriela una noche mientras la perra dormía a lo lejos con los párpados abiertos.  No acoté el comentario: en ese momento miraba a la Puka desde el largo sillón rojo, preguntándome en dónde demonios había visto esa extraña postura de descanso.

“¡Dios!”, grité. En mi caso, la fe es una estrategia mnemotécnica.

Por el susto, Gabriela estuvo a punto de aventarme el manual Merck a la cabeza.

“¡Edward Gorey!”, le expliqué. “En uno de sus cuentos vi esa curiosa forma de dormir y no en una vasija inca como originalmente pensaba”. 

La perra se levantó de repente como diciéndome: a mí no me metas en tus aburridas clases de literatura.

Sin embargo, había mucho de cierto en el paralelismo. En “El invitado incierto”, ese extravagante fabulador que era Edward Gorey había descrito el proceso en el que un ser indefinible se volvía parte de una familia. Así que el adjetivo “incierto” del relato lo mismo hacía referencia a la intromisión de la Puka en nuestras vidas como al hecho de que todos los veterinarios o no podían determinar su raza o se horrorizaban ante la cruza antinatura que suponía su origen.

Manías más o manías menos, la Puka y el “Invitado Incierto” compartieron la melancolía de “tumbarse en el suelo fastidiosamente cerca de la puerta del salón”, de ser incuestionablemente intrusos y de transformar una geografía de interiores. Y no dudo que de haber conocido a la Puka, Lord Byron hubiera cambiado su célebre opinión sobre los perros (“tienen todas las virtudes de los hombres y ninguno de sus defectos”), por alguna otra (“tienen todas las extravagancias de los hombres y ninguno de sus pretextos”, por ejemplo).

Con la Puka uno terminaba por entender que los animales no son esencialmente inocentes, como las personas suelen creer. Ladrona de saborines, torturadora de iguanas de plástico, Spooky instauró la tiranía de su personalidad en casa de Gabriela, a tal grado de ser un referente en los pasillos y en las conversaciones. Su mirada negaba de antemano la simpleza. Conocer a la Puka era necesariamente asignarle una forma de ser.

La primera impresión que propiciaba Spooky era la extrañeza. Echada en la parte asoleada del patio, su pata delantera temblaba como sugiriendo sueños imposibles. Sus ronquidos llegaban a confundirse con los de otras personas de la casa y sus rasguños nocturnos a la puerta de Gabriela producían más miedo que seguridad.

Su peculiar encierro (una reja la protegía del mundo y sus peligros) no evitó que la Puka hiciera amistades con los canes de Ciudad Concordia. La China, astuta memorista de placas de automóviles en movimiento, visitaba cada noche a la Puka para contarle la última historia de la calle. La información era confiable dado que la China es quizás el ser vivo mejor informado de toda la unidad habitacional, si se exceptúa a aquella señora que aún vende panes dulces a punto de caducar en el tendejón de la esquina. Bajo ese intercambio de ladridos, las casas aledañas adquirieron matices narrativos: el oculista de enfrente quiere matar a su esposa, el octogenario de más adelante exhibe su torso desnudo a lolitas de 59 años. La Puka y la China reinventaron en sus conversaciones la vida que podía adivinarse tras una puerta entreabierta; Gabriela apenas se limitaba a trasvasar al español esas voces pronunciadas a la distancia.

La gente suele olvidar que los perros y los libros les proveen de necesarias cuotas de ficción sin salir de casa. Ante las dosis cada vez más inverosímiles de realidad de los programas televisivos, una mascota que cuestiona se vuelve casi un respiro. ¿Qué pedía la Puka con esa mirada perdida: hijos, como suponían Gabriela y su hermana, o sólo una cadena más holgada, como adivinaba el cartero que le huía? El entorno fue distinto mientras la Puka posibilitó que las fabulaciones estuvieran al alcance de la mano. Frases, caprichos, lugares ocupados por su cuerpo extrañamente voluminoso.  El artista Rexus la capturó a vuelapluma en uno de sus carteles: “Hay nos vidrios”, decía a los paseantes. Esa invitación, que también pudiera leerse como una despedida, se volvió real un viernes 3 de junio de 2005, a las 6:12 de la tarde. Yo me encontraba en mi trabajo corrigiendo las tristes notas del diario, cuando supe la noticia, y me asaltó la imagen que hubiera ilustrado mi propio desconsuelo: Gabriela abrazando a la Puka en un último intento por no dejarla ir. Algo me dijo que ella había sido la única en comprender aquellos versos de Urbina, de saberse derrotada por ese adiós imprevisible. Después de 4 años, sólo ella había podido constatar una mirada que no por familiar dejaba de ser incierta.

  

APÉNDICE: Cinco claves para entender a la Puka

 

1. “Mare más tonto”: su frase más recurrente. Aquellos ojos de reprobación se dirigían a cualquier ridículo o melodrama del que fuera uno parte.

2. Pescado: una de sus pasiones. Este tipo de actitudes alimentó la idea, persistente sobre todo en Gabriela, de que la Puka era en realidad “un gato encerrado en el cuerpo de un perro”. 

3. Baqueta: su reencarnación gatuna. Apareció la madrugada de un 11 de julio, al final de una fiesta, tomada por asalto por periodistas. No ha mostrado intenciones de marcharse.

4. Cultura: ¿Por qué demonios he mencionado a Byron, a Gorey, a Urbina o a Cabrera Infante? Por qué, me pregunto, si seguramente a la Puka le hubieran resultado ofensivas tantas referencias culturales en un texto que intentó hablar sobre ella. Sus ronquidos al primer nombre de escritor que saliera de mi boca eran una clara muestra de que no le interesaban los libros, sólo los periódicos, y eso porque también servían para la higiene del patio.

5. Raza: Un amigo taxonomista aseguró que la Puka era un weirmaran; otro amigo veterinario demostró, en cambio, su familiaridad con los labradores. No obstante, las últimas pesquisas determinaron que se trataba de “una especie de un solo miembro”. Para los expertos, haber sido crecida como perro la volvió uno de ellos.

 

La oncena trágica

La oncena trágica

Los fracasos de la Selección tienen el espíritu de una tragedia griega: ya estaban vaticinados, pero no por eso dejan de ser dolorosos. Es por ello que la derrota ante Argentina nos sigue pareciendo injusta después de dos meses, porque supone un drama que siempre tuvimos previsto: el no pasar a cuartos. Más que ante los adversarios caímos ante la estadística: demasiados números en contra han dado sustancia de fracaso a nuestro balompié.

Aquel sábado 24 de junio, el equipo nacional salió al pasto a retar los pronósticos. Inesperadamente, a los veinte minutos los mexicanos ya habían anotado dos goles, por desgracia, uno en su propia portería, lo cual confirmaba que un equipo como el nuestro ni siquiera necesita de contrincantes para que su catástrofe funcione. Borgetti -cuya lesión en el primer partido había preocupado mucho a los estrategas de cantina- empujó el esférico a las redes defendidas por Osvaldo Sánchez. El tiro fue tan preciso y bien ejecutado que terminó por concedérsele al argentino Hernán Crespo. El empate arrancó en ochenta millones de mexicanos ese arrebato escandaloso que sólo vemos en los octogenarios recién operados: muchas explicaciones intercaladas con muestras de dolor. Y no conformes con ello, la televisión transmitió una sonrisa inalterable de Jared que terminó por enardecernos. Los numerosos insultos de los televidentes frente a sus pantallas dieron cuenta de la facilidad con que los héroes y los villanos intercambian camisetas durante el mismo encuentro.

Después de las anotaciones, el partido avanzó con el mismo espíritu de una reunión de Sociedades de Alumnos: se intentaron decenas de cosas, pero nadie concretó nada. Argentina, obligada a no perder, se vio ineficaz la mayor parte del tiempo reglamentario. Sus jugadores parecían cumplir la condena de los ejércitos romanos ("no trataban solamente de vencer, sino de vencer siempre", según apuntó Marguerite Yourcenar acerca de aquella milicia). El deber histórico de triunfo les estaba saliendo caro a los albicelestes y los mexicanos -en circunstancias exactamente contrarias- estaban aprovechando su enorme capacidad para ensayar proezas una vez que han sido subvalorados por el enemigo. Sin embargo, pese a sus esfuerzos titánicos y la sana compañía del azar, tampoco el equipo nacional reventó por segunda vez las redes sudamericanas.

Una vez consumado el empate, los verdes salieron de la cancha con la excitación de haber cumplido los deberes. Con apenas un par de goles, concluyeron los noventa minutos en que ninguno de los bandos hizo el daño definitivo al oponente, o por lo menos procuró el rasguño que marcara la diferencia. Para los nuestros, era mucho más de lo esperado, sobre todo por quienes habían augurado una feria de goles en contra. Faltaba a esas alturas media hora de tiempo extra, los minutos suficientes para ejecutar la jugada que nos librara de los fatídicos penaltis. Por desgracia, la jugada vino del lado contrario y Maxi Rodríguez confeccionó uno de los más bellos goles del Mundial, para confirmar que, como bien sabían los románticos, la belleza no está peleada con la calamidad.

Conscientes en ese momento de una posible derrota, sabíamos que lo mejor que podía hacer el Tri era dejar los jirones de piel en la hierba. Como el resto de nuestros héroes entrañables (que se envolvieron en una bandera o se dejaron quemar los pies cuando ya todo estaba perdido) queríamos que la Selección conservara al menos la dignidad. Y así lo hizo. Con su desempeño cultivó elogios de los comentaristas, el reconocimiento del adversario, y esa sensación de bienestar nacional que nos impide todavía tomar el primer cuchillo de la cocina y rebanar a alguien.

Al final del encuentro, más de uno se preguntó si valía la pena hacerle pasar tan malos momentos al miocardio para que en última instancia no quedara otra que resignarnos a las fuerzas del Destino. La respuesta a esa pregunta se vuelve comprensible cuando entendemos el futbol como una variante civilizada del masoquismo. La función esencial del Tricolor es inventar maneras novedosas para la taquicardia. Fallando penales o haciendo estupendos partidos en los que no cae ningún gol, los seleccionados primero alimentan la esperanza y luego se desentienden de ella a través del esfuerzo supremo. Sudan tanto, luchan por balones perdidos y sobrellevan los malos arbitrajes con semejante estoicismo, que resulta difícil exigirles además ganar los partidos. A cambio de eso, ofrecen a sus seguidores la certeza de que la Tragedia existe y que su tendencia, como en los conteos rápidos, es irreversible.

Está comprobado que la fidelidad del espectador mexicano tiene más que ver con el sufrimiento que con el espíritu deportivo. Acostumbrado a caminar de rodillas para agradecer los milagros, el hincha nacional sabe que la victoria no se convoca sin raspaduras. Por ello cuando se trata de seguir a "su selección" es capaz de vender sus propiedades y viajar a un país donde ni siquiera sabe pronunciar el nombre de los estadios. Sólo así se explica que 20 mil mexicanos hayan invadido Alemania para acompañar a su equipo y ver sus partidos ¡en las pantallas gigantes!

En un balance general de cuatro encuentros, tuvimos el mismo desempeño que en las elecciones: jugar con lo que había. No es de extrañar que en esas condiciones, el fútbol de México siga siendo un reflejo de nuestro papel en la vida: esforzarnos mucho y acumular reveses.