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Tediósfera

Nostalgias terminales

Dos evangelios apócrifos: Monty Python y Rice-Weber

Dos evangelios apócrifos: Monty Python y Rice-Weber

1.
La Vida de Brian es una de las más alucinantes películas sobre tema bíblico que he visto y lo mejor de todo: no la repiten cada semana santa. Recrea los tiempos de Jesús con una afilada ironía (la escena del apedreamiento es una de mis favoritas), al tiempo que critica el fanatismo que acompaña a la necesidad de creer.

Brian, confundido con el mesías, tiene que enfrentar la crucifixión. Ya en el monte, cuando todo está perdido y nada ha salido bien, uno de sus compañeros de cruz le dice: “Alégrate, Brian. Ya sabes lo que dicen. Algunas de las cosas de la vida son malas… Cuando tu vida esté en ruinas, no te quejes y ponte a silbar”.
Entonces entonan “Always look at the bright side of life”, ese himno optimista llevado al extremo. Es la misma canción que los Monty Python cantaran durante los funerales de Graham Chapman (Brian). Si muero, por favor que alguien por lo menos me la silbe.  


"Mira el lado bueno de la vida"


2.

Obsesionado desde joven con el personaje de Judas Iscariote, Tim Rice le propuso a Andrew Lloyd Weber retomar ese tema para realizar una ópera rock que satisficiera las pasiones de ambos: la de Weber por el teatro, la de Rice por el rock. Jesucristo Superestrella es el evangelio según Judas y el único musical que puedo escuchar una y otra vez. Además muy ad hoc, porque Weber acaba de cumplir 60 años este sábado 22.


"¿Por qué elegir una época tan remota en una tierra tan extraña?"





"Te importa el cómo y el cuándo, pero no al por qué"

Cartón expropiado

Cartón expropiado

Tengo este cartón arriba de mi computadora. Leo el año de la dedicatoria -2005- y caigo en cuenta que he estado los últimos cuatro años acompañado de una editorial sobre la industria petrolera cada vez que me siento a escribir. La ejecución de esta caricatura proviene de alguien a quien admiro y con frecuencia envidio: ya sea en la poesía, la narrativa o el cómic, JM García Magaña es un tipo de variadas y afortunadas tintas. Hoy que es 18 de marzo, Día de la Expropiación, y por vivir en un estado que cada año pide recursos “más justos” por la extracción de sus hidrocarburos  no se me ha ocurrido otra cosa que postearlo (finalmente los políticos son como ese familiar tuyo que le regatea al valuador de la casa de empeño en lugar de ponerse a trabajar).  No sé qué significa, no sé si habla de todas esas cosas que les ha calentado la cabeza a los columnistas las últimas semanas. Es un cartón que me gusta y solo eso.

Para ampliar la imagen acá.

Y una cosa más: llegar al Gobierno es algo que le hace mal a todos, del político al publicista: 


 

       

Claves para entender el cambio de año

Claves para entender el cambio de año


Balances. Las personas están obsesionadas con saber si vivieron un buen año. Tras ver al 2007 como una transacción de dudoso provecho, recurren a la memoria para convencerse de que no dejarse morir ha sido al fin de al cabo un negocio rentable. Si se comparan las ganancias con las pérdidas, siempre se tendrán números rojos, pero la fiesta de fin de año da la oportunidad de hacer perdedizos algunos malos momentos, de inflar la nómina de personas agradables, de acrecentar el porcentaje de Interacción con los Viejos Amigos (IVA) y finalmente lograr que las cuentas cuadren a favor.

Propósitos (1). El día 31, uno se siente con la obligación de trazar objetivos a corto y a mediano plazo. Nada garantiza que se vayan a cumplir y no importa; los propósitos son como las tarjetas de Visión y Misión de las gerencias empresariales, las palabras de amor o la hoja de justificación en los proyectos de tesis: un género de ficción cuya musa mayor es la Prisa.

Propósitos (2). Dice un poema: “Cada que me propongo cambiar/ cambio de opinión”.

Bajar de peso. Nadie está conforme con su cuerpo. Menos en diciembre. Es como si los espejos se pusiera de acuerdo y proyectaran a fin de año la peor imagen de nosotros mismos: agotados, cachetones, con demasiada ropa de nuestra talla que nos queda chica. Es en ahí, frente al espejo, cuando uno se propone las grandes conquistas: el trabajo bien remunerado, la chica de sus sueños, el peso ideal.  Cuando no logramos ninguna de estas tres cosas, dejamos el mal empleo en la oficina y la novia celosa en casa; pero no podemos abandonar el cuerpo en ninguna parte. Es como llevar el memorando de nuestros fracasos siempre a cuestas.

Felicitaciones por correo. La industria de fin de año no es la de los vinos sino la de los buenos deseos. El correo se nos satura de personas que hemos conocido apenas una vez y que nos desea el mejor de los años. Y lo más triste de todo es que de no ser por ellos -esos héroes de las bendiciones masivas- nuestra bandeja de entrada sería un lugar lúgubre y desierto, casi como nuestra vida.  

Festejos. Una tradición muy mexicana señala que de acuerdo a lo que hagamos durante las primeras doce horas del año, podemos intuir cómo viviremos el 2008. Según mis observaciones la mayoría de las personas vivirá en el alcohol de enero a mayo, cortejará a una chica fea en junio, estará abrazada a un árbol en julio, romperá una botella y estará a punto de liarse a golpes en agosto, de septiembre a noviembre bailará con una señora que apenas conoce y pasará todo diciembre tratando de volver a casa. 

 Reuniones. ¿Con quiénes festejar el inicio del 2008? En el deseo de estar en las fiestas de todos se termina por no estar realmente con nadie. El asunto se complica más cuando se tiene pareja, pues habrá que dividir el tiempo (esas 10 horas que nunca darán para nada) entre las familias y los amigos de ambos. Los camaradas son especialmente cuidadosos en recordarte que no estuviste con ellos en la primera fiesta del año.

Viejos conocidos. Siempre vuelven en diciembre y enero. Se desaparecen por años (estudian maestrías pero nunca se titulan, se casan, se mudan de ciudad dos o tres veces, tienen hijos) y luego regresan a pedirte cuentas de tu vida: ¿qué has hecho?, ¿dónde trabajas?, ¿cuándo vas a casarte? Son implacables: proponen nuevas reuniones con la generación, nunca olvidan un apodo ni tampoco los momentos más vergonzosos de tu vida universitaria. A mitad de enero regresan a sus propias biografías cotidianas en algún lugar del país. Durante 11 meses no sabemos nada de ellos (pese a que nos piden nuestro correo electrónico y nos prometen añadirnos al messenger). En diciembre están otra vez de vuelta con el mismo arsenal de mala leche. Ya no sabemos qué más hacen, quizás sólo viven para regresar. 
                                                                                                             

Reparaciones. Parece saludable hacer reparaciones en nuestras casas en enero; desafortunadamente nunca le atinamos a las prioridades. Pintamos primero la fachada, aunque sea la cocina la que esté a punto del derrumbe; ponemos alfombras, pero no reparamos el techo. Cuando las goteras empiezan a ser abundantes por el frente frío, nos justificamos: “Puse la tapicería precisamente para que absorbiera el agua que cae”. 

Depresiones. En diciembre acontece lo que los economistas afectivos llaman el “aguinaldo emocional”: el cobro (en una sola exhibición) de todas nuestras tristezas no gastadas a lo largo del año. Cada quincena recibimos una dosis de abatimiento que es necesario derrochar, pero siempre hay un porcentaje que se va acumulando en nuestras cuentas personales. Ese saldo en contra sale a flote en diciembre, quizás un poco antes. A veces es tan grande que una sola botella no alcanza para acabar con él.    

Recetas para el fin de año

Recetas para el fin de año

Algo, sin duda, conecta el final de un año con el principio del siguiente: la comida. La última semana de diciembre es muy abundante, la segunda semana de enero es sumamente escasa. Los últimos días del año todo está en oferta en los supermercados, dos semanas después nada está al alcance de nuestros bolsillos. Estamos acostumbrados a los grandes convites de Navidad y a padecer la primera quincena del año entrante como si fuera la justa penitencia por cada uno de nuestros excesos. ¿Qué preparar para la temporada a punto de concluir? Mis amigos chefs (ocupación que desempeñan en sus momentos de ocio, laboralmente son “chiefs”: padres de familia, gobernantes, jefes de oficina o magistrados) nos recomiendan cinco platillos esenciales para no olvidar el año que termina.   

  Para la Nochebuena: Cena en familia

Ingredientes:
1.3 kilogramos en petardos
6 piromaniacos menores de 12 años
7 familiares políticos (conservados en licor)
8 cartones de caguamas
12 señoras

Modo de preparación: Revuelva a las señoras con los borrachos, haga correr de un lado a otro a los niños. La proporción ha de ser exacta para dar la idea de que ha reunido en un mismo lugar a un geriátrico y una guardería. No olvide un poco de música de “El Pulpo de los teclados” o el Tropirrollo del grupo “I”. Impregne las cortinas de pólvora reventando palomitas cerca de la ventana. Dore las felicitaciones; que uno de sus cuñados saque la guitarra e interprete “Tiburón, tiburón” (él afirma con absoluta fe que la compuso y que se la robaron). Sirva mucho alcohol a los invitados. Machaque esos seis chistes sobre gangosos que tanto le funcionan. Aderece la reunión con la llegada de un vecino que se llame “Don Gema” o “Don Gemita”, dependiendo de la hora. Deje marinar a todos los involucrados hasta las 6 de la mañana.

   Para el trabajo: Pavo fingido

Ingredientes:
Un anuncio de pavo
Mucho trabajo extra
Dos boletos para el circo de la Anaconda
Una jugosa rifa en la oficina de enfrente

Modo de preparación: Deje correr el rumor de que no habrá fiesta en la oficina, porque cada uno de los empleados disfrutará –en el menor de los casos- de un pavo de 10 kilos, entre otras cortesías. Con el sabor que promete esa carne, añada trabajos especiales para fin de año (digamos que un cierre contable). Espolvoree las palabras, como por ejemplo: “Tenemos algo especial para ustedes por todo ese esfuerzo”. Finalmente y mientras los trabajadores de otros departamentos se llevan a sus casas refrigeradores y televisores de plasma de regalo, producto de apetitosas rifas de fin de año, descubra el platillo para sus subordinados: unos boletos para un circo que ni siquiera está ya en la ciudad.

  Para el camino: Bache a la Divo

Ingredientes:
Cuatro metrosexuales que canten ópera
Un presupuesto limitado
Cien calles a la Gruyere
Dueños de hoteles en almíbar

Modo de preparación: Mezcle capital privado y público y deje al horno. Cuando la importancia del turismo se vea lo suficientemente inflada, divídala en tan pocas porciones que el merengue sólo les tocará a sus invitados especiales. Mantenga frescos a cuatro hombres presentables y revuélvalos con una promoción espectacular para repartir en un banquete. La ración da para entre 10 mil o 45 mil personas, según sus necesidades. Después de ese platillo, deje para el postre la centena de calles Gruyere para todo el año y una cuenta por 7 millones (más el 15% para el mesero).

  Para las Triples Bodas de Oro: Pastel del 150 aniversario 

Ingredientes:
Un comité organizador de los festejos del 150 aniversario de la emancipación política de Campeche
Un monumento de azúcar compacta en forma de montaña rusa
Una esfera de concreto
Cortes de agua diarios

Modo de preparación: Eche la casa por la ventana, no importa que no tenga ni para pagar la educación de los adolescentes de la familia. Contrate a los más caros pasteleros de la ciudad (aunque sólo sepan hacer diseños de figuras geométricas). Para hacer más espectacular el festejo construya una base para el pastel del tamaño de una glorieta. Que los reposteros hagan las mezclas pertinentes, aún así dejen sin agua y sin luz a toda la colonia. Para evitar los enojos usted escribirá con merengue sobre su pastel: “Cumpliendo compromisos”. A los seis meses, el pastel seguirá sin tener forma, pero le habrá metido tanto dinero al producto que no quedará otra que decir: “Salió tal y como lo habíamos planeado”.

  Para la bilis: Justicia Ciega (corte a la Suprème)

Ingredientes:
6 ministros caducos
Dos botellas “bellísimas” de coñac
Seis cucharadas de azúcar “Kuri”
Un cordero del hato de Olga Sánchez

Modo de preparación: Deje reposar por meses un voluminoso expediente con pruebas.  Revuelva afirmaciones, reste gravedad a una detención con un poco de terminología jurídica al gusto. Distinga entre una violación “grave” a las garantías y una violación “gravísima” (diferencia importante según el conocido chef Mariano Azuela, pero sólo perceptible para básculas muy precisas). Cuando la opinión pública esté al punto de la ebullición, corte en cachitos el 97 constitucional, déjelo al sol hasta que fermente y tíreselo a los perros.

De cómo el vecino se robó la Navidad

De cómo el vecino se robó la Navidad

La Navidad llega cada año a mi colonia con bajones de corriente. “Es el Adviento que está forrando su casa con luces”, explica mi hermana, quien para entonces experimenta la extraña responsabilidad de desempolvar el árbol. Me explico: el vecino de la esquina pone tanto empeño para recordarnos la época decembrina que en la calle donde vivo todos le llamamos “el Adviento”.
Sobra decir que el nacimiento de mi vecino –a quien también apodamos “Sadicolás”- es tamaño real y ocupa toda la cochera. La pregunta es ¿dónde diablos mete durante 11 meses esas imágenes de porcelana, cuyo volumen total sería el equivalente a una familia de granjeros menonitas, formados en una fila del supermercado? Misterio. Cada que paso por su establo judío minuciosamente construido, siento que alguien bufa, pero siempre me ha dado miedo comprobar qué es.
El Adviento es un decorador nato. Bueno en realidad es un acumulador de afiches navideños de las últimas tres décadas. Según mis cálculos su afición proviene de principios de los ochenta y tiene su máximo esplendor en los noventa con las promociones decembrinas de los refrescos embotellados. Si la casa del Adviento fuese un antiguo imperio, diríamos que ahora vive en un periodo clásico de decadencia, caracterizado por la abundancia de vestigios y la escasez de habitantes.
¿Qué decir de su personalidad? Mucho. Es un hombre que cree fielmente en la hermandad vecinal, una pretensión un poco más complicada que la paz en Medio Oriente, si tomamos en cuenta lo difícil que resulta conciliar al viejo nudista de la esquina con “los maestros del perreo” que viven al lado. En ese contexto, el Adviento está convencido de ser el mediador por excelencia, un demócrata natural, incapaz de resolver una fuga de agua si no es por consenso.
Cuando llega la época decembrina, el vecino inicia una peregrinación de casa en casa para explicar el significado espiritual de esta importante fecha. Habla de los niños de la calle y de los ancianos del asilo, con tanta pasión que uno podría conmoverse, de no saber que para el Adviento es inmoral dar dinero a los cerillos del súper. Además es un supervisor de hogares. Cuando entra a una sala ajena, el propietario puede leer en esa mirada que recorre cada rincón, las siguientes recriminaciones: “¿Eso es un árbol?” “Vaya, hace tiempo que no veía heno artificial de 1989” “¿Cascada de luces con un foco fundido? Interesante concepto” “¡Por favor!, ¿cómo puede usted preferir los discos de Ray Coniff a los auténticos villancicos mexicanos?”
La otra vez el Adviento quiso organizar un intercambio de regalos con toda la cuadra, con la única condición de nos escribiéramos cartas de amigo secreto.  No quise hacerle ver que hace mucho que nos habíamos graduado de la preparatoria y mejor le pregunté qué relación tenía eso con la Navidad.
“Está en la Biblia”, me dijo con la seguridad de quien ve los programas de la madre Angélica por EWTN todos los días. “Farés era amigo secreto de Serón, Serón de Aram, Aram de Anirabad”.
“Es verdad”, respondí, “Me olvidaba que en tiempos del censo romano, las personas se saludaban unas a otras diciendo: Hola, cómo estás, espero que bien”.
El vecino me lanzó esa mirada que  bien pudo haber puesto Dios antes de dejar caer la primera gota del Diluvio:
“Se ve que eres de los que nunca participaban en las preposadas de su escuela”.
Y era verdad. Mis años de estudiante me enseñaron que sólo hay una cosa peor que una posada: una preposada. Los más originales siempre organizaron una entrega de premios con nombres de películas; a los menos sólo les alcanzó la imaginación para un intercambio de regalos. No importaba la variante, lo rutinario era caer en una espiral de aburrimiento: cuando la fiesta se realizaba en una casa particular, terminaba  con el juego de la botella; cuando se hacía en una discoteca, había suficiente pista para bailar break dance.
Pero el vecino además es un melómano empedernido. Su colección abarca cualquier disco compacto navideño que ponga en oferta alguna cadena comercial. Su álbum preferido, al parecer, es una compilación donde Pandora interpreta “Los peces en el río” y en donde decenas de artistas, de esos que alguna vez tuvieron fans, entonaban “Ven a cantar que ya esta aquí la Navidad”. Honestamente, una vez descartada la idea de que hay algún valor musical en esas canciones, el disco sólo sirve para recordar a qué sonaba la voz de Oscar Athie.
El Grinch creyó erróneamente que llevándose los regalos podría robarse la Navidad. Era más fácil ser un fanático de la Nochebuena como el Adviento para provocar en los demás la absoluta abulia por el fin de año. Desde que lo conozco, la Navidad me parece  un juego mecánico: una vez que estás arriba sólo queda cerrar los ojos y esperar a que pase el tiempo estipulado para el mareo.   

Galería de maestros ilustres

Galería de maestros ilustres

El maestro De Boer. Le decíamos el “Holandés errante” porque siempre se le veía por los pasillos observando con curiosidad de etnólogo a los mexicanos. Aunque daba su clase con acento de Ámsterdam, él creía que la daba en perfecto español y se daba el lujo de criticar nuestra dicción. Nunca calificaba en la consabida escala del 1 al 10, sino en fracciones incomprensibles --24/52, 17/85--, de tal modo que nadie sabía a ciencia cierta cómo había salido en sus exámenes.

El maestro Sarabia. Daba clases de física pero su verdadera pasión era el ocultismo. Al menor descuido tomaba tu mano y trataba de adivinar tu porvenir. Le preocupaban más los signos del Zodiaco que los positivos o negativos en las fórmulas de Fuerza o Aceleración. Hablaba de tu futuro como obrero de maquiladora o cajera de supermercado, un poco para justificar su vida llena de fracasos: “No estudies una carrera, para qué”, te decía. De la quiromancia pasaba con facilidad a la quiropráctica: siempre ofrecía masajes gratuitos en ambas clavículas.

La maestra Sánchez Pérez. Llevaba a sus hijos al salón de clases porque no tenía dónde dejarlos. Mientras explicaba los tres tipos de fosfuros de hidrógeno o el intercambio de valencias, sus pequeños demonios se dedicaban a escupir mesabancos o a levantarles la falda a las alumnas. Los niños parecían ejercer un recóndito dominio sobre ella, inexplicable en cuanto la maestra era estricta con los estudiantes, al grado de ser intransigente en la mayoría de los casos. Sus hijos le decían “Rosemary”, no “mamá”.   

El maestro Ambrosio. Le miraba las piernas a todo mundo, incluso al señor de la puerta.

La maestra Verónica. Estaba loca, llevaba medias blancas y tenía mirada de pez martillo. Como su marido daba clases de Álgebra, medio salón había ido ya a su casa con una botella de Passport Scotch bajo el brazo. Conocer a sus alumnos fuera del aula era para ella una forma de supremacía. Llamaba a todas las mujeres “prófugas de lavadero”.

El maestro González Valadés. Impartía Lectura y Redacción pero nunca supo explicar qué era un subjuntivo. Tendía a confundir las palabras: decía “paradigma” cuando quería decir “paradoja”, afirmaba de “reaccionario” y “contestatario” eran sinónimos; pensaba que “abigeato” era tener dos mujeres.

El maestro Suárez. Poeta y docente, aseguraba tener una foto con Milan Kundera que se había extraviado en un vagón del metro. En su particular mitología personal, Carlos Monsiváis lo llamaba “Neko” y Salvador Elizondo “My lonely crab”. Juraba que el poeta Eduardo Milán estaba tramando una conspiración para agraviar toda su obra.

El maestro Gutierritos. Era el marido de la maestra Verónica. Impartía Álgebra y Geometría Analítica, y llevaba el récord de reprobados en toda la preparatoria. Dócil con sus peores alumnos y con su mujer, intentaba mantener la dignidad cometiendo pequeñas injusticias con quienes sacábamos buenas calificaciones. No rectificaba siquiera un punto decimal, pese a las evidencias.

El maestro Rosenberg. Era el amor platónico de todas mis compañeras. Alto y refinado, representaba para ellas una bocanada de aire puro después de convivir 6 horas con una docena de preparatorianos malolientes. En sus momentos más extraños, el maestro Rosenberg dejaba, sin dar más explicaciones, la lectura de dos novelas para la siguiente clase. Al otro día no recordaba nada: “¿Que yo marqué esas lecturas? Imposible”, decía.  

El profesor Macotela. Nos cambiaba de nombre a todos, de tal modo que yo llegué  a ser Jorge, Elías, Teófilo y “Tú, el de lentes”. Rockero frustrado, no podía ver una guitarra arrumbada en el rincón sin pedirla prestada y tocar “Don’t cry”, con el ánimo de quien descubre por primera vez la música. Devoto de los juegos de azar, tenía la desfachatez necesaria como para asentar calificaciones en un Derby: siempre apostaba dieces o cincos en los partidos de la Selección o al simple cubilete.

La maestra Lucía. Nos acompañó en el viaje que hiciéramos un grupo de niños de primaria a Los Pinos a ver al Presidente de la República.  Padecimos un traslado en camión de 22 horas, donde no hubo un solo inodoro respetable y en cambio abundaron los restaurantes de comida rápida. Me pareció por sus actitudes prohibitorias, que a la maestra le importaba mucho inculcarnos el arte de ser bien portados a condición de tener una digestión anormal: “cómete todo el plato aunque no te guste”, ordenaba; “ni se te ocurra pedir el baño aquí en Los Pinos”, advertía. La mitad del grupo regresó con desórdenes alimenticios.

El maestro Francisco. El último día de clases, habló sobre el éxito, pero pocos le hicimos caso. Como practicantes de la realidad más inmediata, los habitantes del sexto grado no teníamos más expectativas en la vida que los cuerpos en desarrollo de nuestras compañeras. El maestro recurrió a la fábula de lo que llamo “el complejo Leprechaun” para representar la importancia de la actitud triunfadora. “Si van a ser zapateros, séanlo, pero conviértanse en los mejores zapateros del mundo”, aconsejó. Una amiga, de ésas que terminarían estudiando Antropología en la Ciudad de México, hizo una pregunta: “Maestro, sólo uno puede ser el mejor zapatero del mundo. ¿Qué va a pasar con los demás que vamos a fracasar en el intento?” “¡Niña, por favor!”, respondió el aludido en tono de burla, “¡hay otras miles de profesiones!”.

La maestra Ana. Fue mi amor en el kindergarten. La recuerdo rolliza y de trenzas como una valkiria. Representó mi primera lección de vida: el amor es rotundo pero transitorio. Por eso nadie mejor para iniciarte en él que una maestra suplente.

Año nuevo

Año nuevo

Bajar de peso, buscar novia, dejar de fumar, asistir a Neuróticos Anónimos, bajar de peso, conseguir trabajo, tramitar la solicitud de beca, escuchar la misa dominical sin dormirnos, entrar a clases de inglés, volvernos fanáticos de un equipo de fútbol, hacer acrobacias en la máquina de baile, bajar de peso, manejar un volcho, aprender a hablar en público, enfermarnos menos, leer más, terminar el libro que hemos empezado diez veces, comprar otro televisor más grande, ojear más catálogos de lencería, ordenar nuestro cuarto, bajar de peso, llorar por cosas que valgan la pena, pensar menos en la ex novia, descargar nuestra ira cuando no haya nadie cerca, caminar sin rumbo fijo, cambiar de celular, coleccionar instantes, sentarse en el parque a ver gente, iniciar un programa de ejercicios, escribir lo que pensamos, hacer acoplados de música, ver la trilogía de El señor de los anillos en un solo día, estudiar fuera, ser independientes, aprender a tocar batería, escribir una novela.

 

No hacer demasiados propósitos, atender ese pequeño dolor de espalda, aprender Kick Boxing, no comer tan aprisa, viajar, decir nuestro nombre en lenguaje sordomudo, comprar libros por intuición, oler a nuestra pareja, dormir en lugares públicos, bajar de peso, caminar junto a un amigo sin decirle nada, reunir a tu grupo de rock, reconciliarnos con lo que no pudimos ser, lavar nuestra ropa, amanecer en la playa, subir al techo por las tardes, encontrar algo que decir en las encuestas, bailar con la quinceañera, mirarnos en los retrovisores, releer las fotocopias que aún se guardan, recuperar sueños a la mañana siguiente, embriagarse por amor, ya no seguir embriagándonos por amor, ser puntuales, tomar por asalto el springbreak de Cancún, asistir a más partidos de béisbol.

 

Opinar cuando una mujer nos pregunta ¿qué tal me queda esto?, asistir a un concierto masivo, devolverle la sonrisa a un extraño, quejarnos de menos cosas, bajar de peso, escribir para una revista, visitar a los amigos recién casados, enrolarnos en una excursión, actualizar la credencial de elector, recuperar cosas prestadas, agendar todos los compromisos, comer platillos impronunciables, ser un poco menos neandertales a la hora de sentarnos a la mesa, estar solos cuando sea necesario, aprender a cocinar, aprender a planchar las camisas de vestir, buscar cassettes perdidos, ir con el odontólogo, leer con detenimiento los papeles que firmamos, bajar de peso, pensar menos en sexo, iniciar una cadena idiota de Internet, mentarle la madre de frente a un funcionario público, no sentirnos culpables en exceso, rebelarnos de vez en cuando, aprender a decir “no”, ahorrar más, pensar en el futuro, no pensar tanto en el futuro. 

 

Ser algo de lo que éramos antes de tener pareja, hacer regalos sin motivo alguno, componer una melodía aunque sea a silbidos, mandar a limpiar la computadora, decir sólo las mentiras necesarias, bañar con regularidad al perro, robarle un beso a un amor imposible, atenuar nuestros malos humores, guardar más silencios oportunos, bajar de peso, asumir las consecuencias de nuestras decisiones, tener un poco menos de solemnidad a la hora de vivir, elaborar el currículo, no culpar a los otros de nuestros desánimos, reiniciar proyectos abandonados, recuperar garabatos de la infancia, extraviarnos de vez en cuando, declarar a tiempo en Hacienda, dejar mensajes sobre el polvo de los automóviles, atravesarnos mientras toman una fotografía, bailar a mitad de la calle, besar a alguien bajo la lluvia, apuntarnos como donadores voluntarios, leer libros infantiles en las escuelas de nuestros hermanitos, volvernos vegetarianos y sólo comer carne los viernes de cuaresma, dar caricias inesperadas, descubrir las pequeñas coincidencias que provocan los encuentros amorosos,  bajar de peso, volver a casa.

  

Felipe, el mago

Felipe, el mago

¿Cómo le hizo? ¿Cómo logró el señor Calderón burlar el cerco policiaco, las barricadas de los perredistas, el seguimiento todo terreno de las cámaras de televisión? No se sabe con seguridad, pero lo cierto es que a las 9:46 de aquel primero de diciembre, el político michoacano ya alzaba el brazo y rendía su protesta de ley ante el estupor general. ¿Se hubiera imaginado el más diestro escapista que ingresar a un recinto llegaría a ser tan complicado como, por ejemplo, librarse de una camisa de fuerza? ¿Inaugurará este acto el “presidencialismo mágico”? ¿Se le conocerá ahora a Felipe como “el de las manos rápidas”?

Han pasado ya algunos días después del truco y los expertos han afirmado que “el arte del intrusión” de Calderón supuso más pericia que cualquier “arte de la fuga” de Houdini. Para otros analistas, el plan de ingreso presidencial —tan metódico como el de un extremista islámico— reveló a un conservador con alma de terrorista.  En busca de respuestas, entrevistamos a seis renombrados ilusionistas (no los promotores de proyectos gubernamentales sino los animadores que sacan conejos de sombreros), quienes han aventurado algunas hipótesis sobre la aparición de Calderón en el Salón de Sesiones del Congreso.

Para el payaso Caguamito, el actual presidente entró disfrazado de sí mismo. “Los perredistas creyeron que era una de esas máscaras que vendían en la Convención Nacional Democrática, sobre todo porque el Calderón que entró tenía en el pecho un letrero que decía: ‘Pelele’. Cuando los diputados se maravillaban de que ‘los compañeros plastiqueros’ habían logrado por fin un caucho sin rebabas, ya Calderón estaba en tribuna diciendo: ‘que la Nación me lo demande’”.  

“Yo creo que ingresó dentro de un asiento de madera”, opinó a su vez Arturo Garcés, adivinador de baraja inglesa. “Usaron esas sillas que estaban metiendo para los invitados de honor. Así entraron él y Vicente Fox. Por eso a todos les extrañó que una de las butacas tuviera un respaldo de 2 metros de alto”.

Abu Ibn Ari, quien acostumbra a partir cuerpos por la mitad, considera que la llegada presidencial fue posible gracias a un ensayado truco de espejos. “Ni sabes todo lo que puede hacerse con un vidrio de dos y medio por dos: hombres cercenados, cabezas sin cuerpos, mujeres de tres piernas, levitar, entrar a San Lázaro. Cuando vi que algunos de mis compañeros ilusionistas se habían retirado del negocio para inscribirse al Estado Mayor Presidencial tuve muchas dudas. Después de la toma de protesta, todo fue bastante claro”.

Dédalo, “el payaso que vuela”, difiere de las opiniones de sus colegas. “El Calderón que vimos en la toma de protesta siempre estuvo ahí. Es decir, se trataba de un miembro del equipo de dobles, contratado por la nueva Oficina de la Presidencia. Te lo digo porque sé de por lo menos otros tres Calderones: uno estuvo en Los Pinos a la medianoche, otro en Campo Marte y uno más en el Auditorio. Y lo diré de una vez: la curul de Zermeño tenía doble fondo; lo sé porque yo la diseñé. El asunto estuvo más o menos así: el martes, durante la sesión, el doble de Calderón tuvo comezón y sacó el antebrazo para rascarse con la orden del día. Uno de los perredistas contó una mano de más al momento de la votación y supuso que algo raro sucedía en aquella butaca. Este diputado iba a acercarse al presidente de la Mesa Directiva para decirle: ‘Oiga, quisiera saber si es anticonstitucional que usted tenga tres brazos’, cuando los panistas creyeron que se trataba de la toma de tribuna y empezaron a bloquear los accesos. Ahí empezó la trifulca que duró poco más de 72 horas. Pero el falso Calderón siempre estuvo ahí, nunca salió del Congreso”.  

 Turandot, un mago callejero acusado alguna vez de ambulantaje por sus camaradas, duda que Calderón “haya estado ahí, en la sala”. “Es decir, ¿una presencia de 5 minutos puede llamarse una presencia? ¡Reconstruyeron digitalmente a Brandon Lee por más tiempo en El Cuervo y eso que ya estaba muerto! Estoy casi seguro que todo se trató de una coproducción de Televisa y TV Azteca, para agradecer la nueva Ley de Telecomunicaciones. Fue un fraude tecnológico, como el Programa de Resultados Preliminares del IFE. De hecho, estoy planeando un artículo científico para La Jornada, donde demuestro que la asistencia de Calderón al Congreso de la Unión fue finalmente una asistencia espuria”.  

“Déjate de la entrada de Calderón”, consideró Shalimar el ventrílocuo. “La verdadera hazaña fue lo que yo llamo ‘el truco de la banda presidencial’. ¿Recuerdas que a la medianoche Vicente Fox había entregado la banda a un cadete? ¡Creo que es algo que todos vimos por televisión! Incluso Josefina Vázquez Mota me lo confirmó la mañana siguiente por teléfono. Me dijo: Shalimar, Fox ENTREGÓ esa banda al cadete, puedo jurarlo porque yo misma toqué la tela después del evento. ¿Qué explicación científica tiene entonces que nueve horas después apareciera el mismo Vicente Fox con la banda presidencial —ojo: con la misma banda presidencial— entregándosela esta vez al diputado Zermeño? Es algo que contraviene los principios de cualquier lógica. Yo la considero la verdadera despedida de un maestro”.