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Tediósfera

Galería de maestros ilustres

Galería de maestros ilustres

El maestro De Boer. Le decíamos el “Holandés errante” porque siempre se le veía por los pasillos observando con curiosidad de etnólogo a los mexicanos. Aunque daba su clase con acento de Ámsterdam, él creía que la daba en perfecto español y se daba el lujo de criticar nuestra dicción. Nunca calificaba en la consabida escala del 1 al 10, sino en fracciones incomprensibles --24/52, 17/85--, de tal modo que nadie sabía a ciencia cierta cómo había salido en sus exámenes.

El maestro Sarabia. Daba clases de física pero su verdadera pasión era el ocultismo. Al menor descuido tomaba tu mano y trataba de adivinar tu porvenir. Le preocupaban más los signos del Zodiaco que los positivos o negativos en las fórmulas de Fuerza o Aceleración. Hablaba de tu futuro como obrero de maquiladora o cajera de supermercado, un poco para justificar su vida llena de fracasos: “No estudies una carrera, para qué”, te decía. De la quiromancia pasaba con facilidad a la quiropráctica: siempre ofrecía masajes gratuitos en ambas clavículas.

La maestra Sánchez Pérez. Llevaba a sus hijos al salón de clases porque no tenía dónde dejarlos. Mientras explicaba los tres tipos de fosfuros de hidrógeno o el intercambio de valencias, sus pequeños demonios se dedicaban a escupir mesabancos o a levantarles la falda a las alumnas. Los niños parecían ejercer un recóndito dominio sobre ella, inexplicable en cuanto la maestra era estricta con los estudiantes, al grado de ser intransigente en la mayoría de los casos. Sus hijos le decían “Rosemary”, no “mamá”.   

El maestro Ambrosio. Le miraba las piernas a todo mundo, incluso al señor de la puerta.

La maestra Verónica. Estaba loca, llevaba medias blancas y tenía mirada de pez martillo. Como su marido daba clases de Álgebra, medio salón había ido ya a su casa con una botella de Passport Scotch bajo el brazo. Conocer a sus alumnos fuera del aula era para ella una forma de supremacía. Llamaba a todas las mujeres “prófugas de lavadero”.

El maestro González Valadés. Impartía Lectura y Redacción pero nunca supo explicar qué era un subjuntivo. Tendía a confundir las palabras: decía “paradigma” cuando quería decir “paradoja”, afirmaba de “reaccionario” y “contestatario” eran sinónimos; pensaba que “abigeato” era tener dos mujeres.

El maestro Suárez. Poeta y docente, aseguraba tener una foto con Milan Kundera que se había extraviado en un vagón del metro. En su particular mitología personal, Carlos Monsiváis lo llamaba “Neko” y Salvador Elizondo “My lonely crab”. Juraba que el poeta Eduardo Milán estaba tramando una conspiración para agraviar toda su obra.

El maestro Gutierritos. Era el marido de la maestra Verónica. Impartía Álgebra y Geometría Analítica, y llevaba el récord de reprobados en toda la preparatoria. Dócil con sus peores alumnos y con su mujer, intentaba mantener la dignidad cometiendo pequeñas injusticias con quienes sacábamos buenas calificaciones. No rectificaba siquiera un punto decimal, pese a las evidencias.

El maestro Rosenberg. Era el amor platónico de todas mis compañeras. Alto y refinado, representaba para ellas una bocanada de aire puro después de convivir 6 horas con una docena de preparatorianos malolientes. En sus momentos más extraños, el maestro Rosenberg dejaba, sin dar más explicaciones, la lectura de dos novelas para la siguiente clase. Al otro día no recordaba nada: “¿Que yo marqué esas lecturas? Imposible”, decía.  

El profesor Macotela. Nos cambiaba de nombre a todos, de tal modo que yo llegué  a ser Jorge, Elías, Teófilo y “Tú, el de lentes”. Rockero frustrado, no podía ver una guitarra arrumbada en el rincón sin pedirla prestada y tocar “Don’t cry”, con el ánimo de quien descubre por primera vez la música. Devoto de los juegos de azar, tenía la desfachatez necesaria como para asentar calificaciones en un Derby: siempre apostaba dieces o cincos en los partidos de la Selección o al simple cubilete.

La maestra Lucía. Nos acompañó en el viaje que hiciéramos un grupo de niños de primaria a Los Pinos a ver al Presidente de la República.  Padecimos un traslado en camión de 22 horas, donde no hubo un solo inodoro respetable y en cambio abundaron los restaurantes de comida rápida. Me pareció por sus actitudes prohibitorias, que a la maestra le importaba mucho inculcarnos el arte de ser bien portados a condición de tener una digestión anormal: “cómete todo el plato aunque no te guste”, ordenaba; “ni se te ocurra pedir el baño aquí en Los Pinos”, advertía. La mitad del grupo regresó con desórdenes alimenticios.

El maestro Francisco. El último día de clases, habló sobre el éxito, pero pocos le hicimos caso. Como practicantes de la realidad más inmediata, los habitantes del sexto grado no teníamos más expectativas en la vida que los cuerpos en desarrollo de nuestras compañeras. El maestro recurrió a la fábula de lo que llamo “el complejo Leprechaun” para representar la importancia de la actitud triunfadora. “Si van a ser zapateros, séanlo, pero conviértanse en los mejores zapateros del mundo”, aconsejó. Una amiga, de ésas que terminarían estudiando Antropología en la Ciudad de México, hizo una pregunta: “Maestro, sólo uno puede ser el mejor zapatero del mundo. ¿Qué va a pasar con los demás que vamos a fracasar en el intento?” “¡Niña, por favor!”, respondió el aludido en tono de burla, “¡hay otras miles de profesiones!”.

La maestra Ana. Fue mi amor en el kindergarten. La recuerdo rolliza y de trenzas como una valkiria. Representó mi primera lección de vida: el amor es rotundo pero transitorio. Por eso nadie mejor para iniciarte en él que una maestra suplente.

3 comentarios

Papa de Uri -

YA sabes quien soy.-te voy a cobrar derechos de uso de historias de hermandad

RICARDO -

VINE A TI PORQUE EL RODRIGO SOLÍS TE RECOMIENDA, PERO VEO QUE TÚ Y ÉL DEBEN HABER TENIDO DIFERENTES MAESTROS.

Pico de Gallo -

Valga la redundancia: magistral. Estupendos textos. Acabo de llegar a su blog, luego de leerlo en el Replicante, y amenazo con ser una visita constante. ¡Saludos!