La noche del Grito
Cada 15 de septiembre, recupero la sensación de que los mexicanos no sabemos demostrar los sentimientos a bajo volumen. Educados en la idea de que la vida es un trago amargo que sólo se asimila gritando ayayay a mitad de una canción, hemos construido una fiesta nacional llamada sintomáticamente “el Grito”. Alrededor de ella, hemos aglutinado todo aquello que nos distingue de las otras naciones; en especial nuestra capacidad para dejar basura fuera de los botes, subir a gente sobre los hombros a fin de que el de atrás no vea nada o hermanarnos con los desconocidos a través de una bandera gigante.
Este sábado 15, mientras el mariachi interpretaba otra de sus canciones, un tipo alcoholizado a mi lado quiso decir, a mi parecer, “También de dolor se canta”, pero terminó gritando: “También de dolor se sufre”. Ese equívoco, que quizás provino de algún punto sórdido de su biografía, pudo haber diagnosticado a miles de compatriotas. Orgulloso, desempleado, revanchista y con un vocho modificado para bocinas de disco móvil, el mexicano septembrino ha hecho de sus derrotas un motivo de presunción y ha dado a su amargura decenas de aplicaciones que nada tienen que ver con la pena.
Y es que nuestra historia parece un compendio de fracasos, protagonizados por tipos a los que no les quedó otra más que hundirse con dignidad. El recuento proviene desde Cuauhtémoc y llega hasta Hidalgo, los Niños Héroes y la Selección Mexicana. Como bien han demostrado el fútbol y la guerra -o para poner un ejemplo más concreto: Juan Escutia y la Tota Carvajal-, desde entonces es posible alimentar el orgullo nacional sólo con proezas inútiles.
Para conciliar lo mejor y lo peor que tenemos, hemos inventado el mes patrio; la posibilidad de celebrar con voladores lo que no podemos ser en la vida diaria. Porque pensémoslo un poco, ¿a cuántas personas les gusta llevar siempre banderas tricolores en sus automóviles, cuántas mujeres usan trenzas para ir cada tarde a sus trabajos, cuántos jóvenes en verdad se saben la letra de “La que se fue”? Esa impostura de representar durante septiembre lo que no podemos ser en los otros meses del año recibe el nombre de “mexicanidad”.
Este ánimo nacionalista reunió el pasado sábado a miles de familias que llegaron a la Plaza de la República a pasar la medianoche más mexicana de todas. La aglomeración vino a demostrar ese crecimiento poblacional del que sólo tenemos noticia en carnaval y en las filas de las preinscripciones y también confirmó una tradición persistente entre los ciudadanos: el desvelo como prioridad nacional.
A las 11, el gobernador comenzó un rosario de personajes históricos y la multitud respondió “¡Viva!”, principalmente para sentir que participaba de algún modo. Vivan los héroes que nos dieron Patria, Viva Hidalgo, Viva Morelos, Viva Josefa Ortiz de Domínguez, Viva Pablo García, Viva México, Viva Campeche. “Es como ir a las luchas”, decía un amigo, “tienes que gritarle algo a alguien, aunque no sepas de quién demonios se trata”.
Mientras la multitud recordaba a muertos tan venerables, pensé un poco: ¿sirven para otra cosa los héroes, además de modelos para los pequeños, imágenes para los billetes y como nómina innegable para vitorear en las celebraciones patrias? ¿Cuántas cosas sabemos de ellos?, y más importante aún, ¿cuántas cosas nos interesa conocer de ellos salvo que Zaragoza llevaba unos lentes ovalados y el cura Hidalgo tenía el mismo pelo de Carlos Bianchi? El héroe nacional es un aprendizaje moral hecho de ilustraciones, que como el catecismo o los libros de cómics, hemos asimilado para tener un pasado en común, algún ejemplo que transmitir a nuestros hijos. En ese sentido, sólo los bustos y las glorietas, los billetes y las fiestas patrias, pero principalmente las educadoras que nos disfrazan de ellos cuando somos niños, los salvan del olvido. Pero no pasan de ser un gesto, una estampita de papelería. Como bien ha anotado Jorge Ibargüengoitia, detrás de la levita de Juárez y la pañoleta de Morelos, los héroes son todos unos desconocidos. Casi como nuestros vecinos.
Después de recordar la insurgencia que hizo tan célebre al padre Hidalgo, la noche del Grito continúa con el acto de indulto y los juegos pirotécnicos. Finalmente llega a su punto culminante con la actuación del artista invitado. En esta ocasión, Pedro Fernández hizo de las delicias de los presentes, convencidos todos hasta la laringitis de que no existe noche mexicana sin mariachi de por medio.
No importa si se trata de una celebración patria o de una fiesta karaoke, la gente quiere sentir a través de la música ranchera. Como otras cosas que igual tienen que ver con la Patria, la música vernácula es un furor para el que no existen las afinaciones. La canción ranchera está hecha, como la telenovela, para revivir alguna pasión básica del ser humano: nos dejaron por otro, alguien se murió, está a punto de morir o no se muere por más que queramos. Es un género que celebra todo lo reprobable -la infidelidad, el alcoholismo, el machismo, la autocompasión- y que sin embargo, resulta idóneo para recordar que el sufrimiento siempre nos viene a deshoras.
Después de un repertorio en el que el público pudo sentirse un poco más mexicano, la plaza se fue despoblando. Todos tenían algo más que hacer: la feria, el malecón, la búsqueda desesperada de un taxi. Como en grandes festejos, la huida fue absolutamente incivil y nadie recogió nada.
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