¡Yo soy admirador de la blancura!
Con el tiempo he corroborado que el público y los poetas no deberían tratarse tan a menudo. Llega cierto punto en que ninguno de los dos sabe a ciencia cierta la función del otro en la sociedad; y ciertamente, al verlos juntos, llega uno a pensar que eliminándolos a ambos, este mundo sería un poco mejor.
La poesía es un asunto privado, que concierne al libro y al lector, un momento luminoso, fuera de foco y que no tiene por qué aparecer en las secciones de cultura de los periódicos.
Pero algo sucede que los Ayuntamientos piensan que es buena idea organizar certámenes de poesía. Evidentemente, ya no vivimos en el Medievo donde era posible cantarle al amor cortés y ahora sólo nos queda hacer poemas sobre el musgo, la lluvia y el salitre; pero el problema es que la gente aún no se ha enterado. Para un buen porcentaje de los mexicanos, la poesía se dirime entre dos polos: Manuel Acuña y las letras de Caifanes.
Del lado contrario, las cosas no van mejor. Los poetas creen que hacer literatura inteligible es ceder ante ese público que nada sabe de arte; por eso se pierden en la abstracción. Cada que voy a una premiación de Juegos Florales, la gente no sabe si aplaudir o no al final de un poema. Quizás crea que, como en los conciertos de jazz o de música clásica, antes de leer sus textos, el poeta afina primero las palabras. Tristemente, el auditorio termina por comprobar que entre afinación y ejecución hay poca diferencia.
El pasado viernes se entregó en Campeche el Premio Nacional de Poesía de San Román. El evento, como todo lo que tiene que ver con la tradición en estas tierras, reunió a muchos señores de edad y a un buen número de fotógrafos y el poeta premiado apareció y desapareció como un espectro. La atmósfera sobre el tablado hacía suponer en un homenaje que lo mismo podía ser a Sherezade que a Cachirulo, y al final cantaron unas señoras que me hicieron reingresar la palabra “vinilo” a mi vocabulario.
Un punto de la ceremonia fue totalmente revelador para mí: la aparición de cuatro marinos auténticos en el escenario. Siempre creí que se trataba de familiares de la reina a los que no era doloroso disfrazarse de capitanes; no obstante, según el presentador, esos hombres pertenecían verdaderamente a la Zona Naval de Campeche. Entonces, bajo esas condiciones, pude imaginarme la futura comparecencia del secretario de Marina:
“¿Qué estaban ustedes haciendo mientras toneladas de pseudoefedrina entraban al país desde China?”.
“Señor diputado, puedo informarle estuvimos custodiado a más de 187 reinas de Juegos Florales en toda la República y ninguna resultó herida durante su coronación”.
Una labor meritoria, sin duda alguna.
Me pregunto de dónde habrá salido todo este asunto de los Juegos Florales y sus reinas. Entiendo que durante ciertas premiaciones modestas, como el Nobel o el Príncipe de Asturias, la realeza se presente para aprovechar los reflectores; y es comprensible pues Suecia y España aún mantienen a sus monarcas, pero ¿el San Román, el certamen de la Universidad? Eso me aturde.
No obstante, habrá que aceptar que de no ser por la reina, una tercera parte del auditorio ni siquiera se hubiera presentado a la ceremonia. Sólo es cuestión de echarle un vistazo a las presentaciones de libros ganadores de los Juegos Florales, para darse cuenta de que los poetas no tienen mucho poder de convocatoria. ¿A cuántas personas atrae escuchar a un señor del que nunca han sabido nada, aún así sea buen escritor? A muy pocos, según se ha visto.
Y eso es porque la gente no tiene una idea muy clara de para qué sirve un poeta en este mundo. Para muchos es alguien acusado por blasfemar contra los símbolos patrios; para otros es un tipo al que inexplicablemente le pueden llegar a pagar 100 mil pesos sin sudar una sola gota.
“Mientras nosotros acá trabajando”, escuché decir esa noche a un periodista que apuntaba el monto del premio en su libretita.
Habría que hacer un estudio de la percepción que tienen las personas acerca de quienes se dedican a la literatura. Hace dos semanas fui a un encuentro de escritores en Chiapas y la última imagen que había tenido el mesero del hotel de un poeta era la de alguien que le aventaba dos vasos y una copa al esternón.
“¿Qué le pasaría al muchacho?”, se preguntaba de verdad preocupado.
No supe qué responderle. La primera imagen que yo tuve de un poeta provino de una cinta de Pedro Infante. Frente a un auditorio repleto, con una reina sentada al centro del escenario, un señor de bigote intentaba declamar su poema, pero era interrumpido por las constantes risas del público. Una y otra vez, el declamador repetía el verso: “¡Yo soy admirador de la blancura, sí, de la blancura…!” mientras todo el acto se venía abajo, de una manera por demás bochornosa.
Pero todas esas percepciones poco tienen que ver con la literatura. Si quisiéramos ver a un escritor en acción sería la cosa más aburrida del mundo: un tipo sentado frente a su computadora, tecleando incansablemente, mientras chatea con seis mujeres a las que no conoce y con un montón de libros abiertos en los cuales busca un motivo de inspiración. Y es que leer y escribir poesía son actividades esencialmente personales, privadas, casi marginales. Se escribe a escondidas de nuestros padres, maestros o supervisores de área, robándole tiempo al trabajo, al estudio, a las obligaciones familiares. Incluso cuando se vive de escribir, se escribe poesía en secreto. Es un acto cuya principal virtud es el clandestinaje y del cual los libros son apenas una prueba incriminatoria.
Nadie piense, sin embargo, que con ese panorama, no hay esperanza para los reflectores, para la vida pública, para las páginas en los diarios. Para sobrevivir al anonimato -y su versión más recurrente: la penuria- siempre existirán Juegos Florales.
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Karol -
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RICARDO AGUIRRE BAHENA -