No se asuste, no es el fin del mundo
Esta semana estuve explicando a mis amigos la diferencia entre Big Bang, Big Ben, Big Band y Gang Bang. Y es que la puesta en marcha del Gran Colisionador de Hadrones (LHC), ese acelerador gigantesco debajo de la frontera entre Suiza y Francia, puso en boca de todos palabras que creían enterradas desde la preparatoria: protones, electrones, átomos, velocidad de la luz.
Recordemos que mientras estudiábamos en la escuela, la ciencia se limitaba a las maquetas con bolitas de unicel y mondadientes y el universo podría explicarse en un pliego de papel bond cuadriculado. Pero, como sospechábamos, el mundo es más complejo y más escurridizo de lo que aprendimos en el salón de clases.
Todavía hacia finales del siglo XIX la física se encumbraba como el modelo de toda ciencia: lógica, madura y ordenada. Sin embargo, la aparición de cosas muy extrañas -como la radioactividad- hizo que las ideas sobre la materia revolucionaran de tal forma que nadie acabó muy seguro de cómo funcionaba la realidad. Conceptos tan aparentemente sólidos como “tiempo” y “espacio” no lo resultaron tanto. Por lo menos es lo que argumentan los científicos, quienes desde Einstein, nos dicen que al igual que un atardecer cambia según el punto de vista del observador, el tiempo no es el mismo si difiere el marco de referencia.
Masa que es “energía congelada”, la luz que es a la vez onda y partícula, un Universo que está hecho más de probabilidades que de determinismos; en fin que el mundo parece desquiciado cada vez que descubrimos cosas nuevas de él. La película “¿Y tú qué #$*! sabes?” divulgó –a modo, pues servía igual para promover a una loca que se decía poseída por un espíritu milenario- las paradojas de la realidad, las complicaciones en que nos ha metido la física cuántica desde su aparición (según la RAE se llama así porque “nomás la entienden unos cuantos”). Y es que los atentados de la física cuántica contra el sentido común, y algunas de sus teorías que no pueden ni siquiera comprobarse (y uno que pensaba que el sustento de la ciencia era la comprobación) han vuelto la actividad científica también un acto de fe, casi como la religión, a cuyos dogmas en un principio ayudó a derribar.
Son esos científicos preocupados por el tejido de la realidad –que hablan de cantidades tan pequeñas que ni siquiera las podemos imaginar- quienes ahora buscan descifrar el código de la materia, el origen del universo. Así como huérfanos tras su árbol genealógico o creyentes tras Dios, los hombres de ciencia quieren llegar al principio de todo de alguna manera y para eso han invertido no sólo 20 años sino 9 mil millones de dólares para construir el Gran Colisionador de Hadrones, cuyo nombre bien pudo haber sido creado por un villano de Austin Powers.
Según el equipo que construyó este dispositivo, el LHC producirá que dos haces de protones, viajando a una velocidad cercana a la luz, colisionen entre sí para recrear las condiciones que, suponen ellos, debieron darse al inicio del universo, fracciones de segundo después del Big Bang. Lo que surja de este impacto nadie lo sabe (si alguno lo supiera no habría necesidad de construir nada), pero Tara Shears, física de la Universidad de Liverpool, vaticina que será algo “sorprendente y fantástico”. (Lo verdaderamente sorprendente y fantástico es que la imagen de la ciencia actual sea la de unos niños que hacen chocar cosas para ver qué sucede).
Resulta curioso que los científicos nos hablen de partículas tan pequeñas que no sólo no las podamos ver sino que, paradójicamente, se necesiten aparatos del tamaño de una ciudad para detectarlas. En los tiempos de Demócrito el átomo era, como su nombre lo indica, lo más pequeño que existe (“lo indivisible”, en griego); en nuestra época el átomo es como una cuenta bancaria en las Islas Caimán: siempre tiene espacio para lo que uno quiera meterle.
Para la gente ignorante como yo, a quienes las ecuaciones de física le parecen tan incomprensibles como leer una baraja de Tarot, el asunto es a la vez fascinante y de miedo. Versiones fatalistas dicen que el choque de los protones podría producir un agujero negro que se tragara al planeta Tierra con todo y Sarah Palin (y la hija de Sarah Palin). Imagine usted en qué situación podría agarrarlo el fin del mundo: sembrando hortalizas, marchando contra la Alianza Educativa, depilándose las piernas en una clínica o leyendo un libro de Josefina Vázquez Mota. Ahora deprímase.
La verdad es que alguien por error origine un agujero que nos succione a todos parece más una escena de una obra de ficción que una probabilidad real, aunque no deja de tener su encanto, al emparentarse con aquella advertencia de Douglas Adams al inicio de su novela El restaurante del fin del mundo: “Hay una teoría que afirma que si alguien descubriera lo que es exactamente el Universo y el por qué de su existencia, desaparecía al instante y sería sustituido por algo aún más extraño e inexplicable… Hay otra teoría que afirma que eso ya ha ocurrido”.
Ya metidos en la idea de un grupo multinacional de genios auscultando las ranuras de la materia para conocer el principio de todo, no puedo sino recordar aquel diálogo que Cholo aplicó a la crisis económica, pero que podría emplearse para este caso:
“Oiga, ¿y cómo fue que empezó todo?”
“A nadie le importa saber cómo empezó, nos interesa saber cómo va a terminar. Eso sí nos interesa”.
8 comentarios
Eduardo Huchín -
(Quizás eso mismo suceda con el LHC)
Fernando Manzanilla -
Y lo que nos fáalta todavía...
rodrigo solís -
Eduardo Huchín -
Anónima -
Anónima -
Flor -
Lo peor de todo es que como todos habrán notado ya, la ciencia es una curiosa cadena de hechos afirmados y desmentidos, por lo que no dudemos que un día de estos nos salgan con que siempre no hubo Big Bang y que este universo se creó mediante la generación espontánea.
KurtC. -
Son muy buenas observaciones como la de:
"(Lo verdaderamente sorprendente y fantástico es que la imagen de la ciencia actual sea la de unos niños que hacen chocar cosas para ver qué sucede). "
Me quito el sombrero. O más bien, me lo quitaría si usara.
Saludos!