Instrucciones para sobrevivir al peluquero
1. Recurra a la divinidad. Mis dudas teológicas no cuestionan las utopías del cuerpo más allá de la imposibilidad de tener bíceps fornidos, sin embargo la última vez que mencioné a Dios me encontraba observando la brillantez de mi cráneo en el espejo de la peluquería. Y recordé aquella frase de Woody Allen: “Si existe Dios, entonces, ¿por qué existe la pobreza y la calvicie?”
2. Escuche a los amigos. Todavía cuarenta y ocho horas antes, durante una fiesta, un amigo había elogiado mi cabellera al compararla con la del guitarrista de The Mars Volta. No está de más añadir que mi amigo es uno de esos tipos que basan sus opiniones en el entendido de que la cantidad de cabello es proporcional a la personalidad (“Un Einstein peinado es como un Quijote con sobrepeso”, decía). Yo no estaba tan seguro: con frecuencia padecía picazones que únicamente podían explicarse con algún nombre en latín y un hábitat propicio en mi cabeza. Mi amigo usó una frase suplicante cuando le hablé de la necesidad de un corte: “Tú que tienes el don del pelo...”. Sólo cuando cayó borracho sobre la barra entendí hasta el último punto suspensivo: un árido círculo coronaba su cabello.
3. Decídase y salga de casa. A pesar de la escena, pudo más mi imagen del lunes en la mañana. En la vida real como en las películas de George A. Romero, uno regresa del sueño como si regresara de la muerte: maloliente y despeinado. Asistí a la peluquería con la determinación de quien se quita una responsabilidad de encima. “¿Corto, verdad?”, preguntó el peluquero y tendió la tela como si cubriera un cadáver. Era una frase de cortesía pero al mismo tiempo una prefiguración de la desgracia. Las tragedias casi siempre cumplen el protocolo de la anticipación. Asentí sin pensar que de algún modo me condenaba.
4. Observe el entorno. El tipo encendió la máquina. Desde mi última endodoncia los zumbidos de los aparatos me dan pánico, así que dirigí mi atención a las fotografías de la pared. Dios, todas las modelos parecían salidas de alguna escena de Flash Dance. Las “estéticas” se han empeñado en mantener viva la década que definió el mal gusto desde el cabello a los mallones. El porqué incluso en este nuevo siglo, siguen promoviendo esas imágenes de peinados irrealizables es algo que nunca entenderé, aunque adivino un mensaje subliminal de incompetencia: obligar al cliente a ordenar lo que haya. La tour por los catálogos de cortes deja a cualquiera sin ganas de pedir algo fuera de lo “normal”. El “corto, como siempre” define los límites de una inseguridad que creemos erróneamente nuestra.
5. Resígnese a lo peor. Mis reflexiones se vieron interrumpidas por el “¡chingue!” de una voz que no tardé en reconocer. Cerré los ojos. Cuando un peluquero insulta a tus espaldas o acaba de recordar su último recibo de cable o ha empezado a formular una propuesta que no quieres escuchar. Abrí de nuevo los párpados para contemplar el área devastada. Ante la pregunta del peluquero no me quedó otra que ser honesto: “Si fuera franciscano, estaría agradecido”. “Si quieres lo cubrimos con el pelo de arriba”, me dijo el tipo. Tuve que escoger el corte completo; no soy partidario de los peluquines de emergencia. Trece minutos después, tenía el look de un cantante de hip hop, si excluimos el color, la joyería y las groupies.
Salí del local sin desembolsar un centavo y con el deseo adolescente de pasar inadvertido. “El tiempo te deja experiencia y se lleva tu pelo”, decía un pariente. Y la frase cobró sentido en esos momentos de angustia. Subí al transporte y llegué al último rincón, enfebrecido por el estupor. Mi cabeza tenía una redondez que no me cansaba de corroborar con mi mano a cada instante. Parecía un perverso acto de autocomplacencia, aunque sólo sirviera para constatar la desdicha. Una mujer a mi lado se cambió de asiento a la sexta caricia.
6. Vea las reacciones de sus familiares. La recepción en casa estuvo definida por los altibajos. Mamá me vio como si acabara yo de salir de Extreme Make Over y mi hermana menor, en cambio, habló de mi parecido con Lex Luthor. Se suponía que era un elogio, pero mientras ella pensaba en la teleserie Smallville, yo pensaba en Gene Hackman. Nunca como en ese momento odié tanto la brecha generacional.
7. Desahóguese con alguien de su confianza. Llamé a Gabriela, espectadora asidua de todos mis dramas, y le conté el incidente. Ella dijo que no importaba, que era algo que bien pudo sucederle a cualquiera; pero era fácil argumentar eso cuando acababa de hacerse un degrafilado. Le expliqué mis razones: “En términos estrictamente televisivos, para mí fue más vergonzoso ver a Carmelo Reyes sin pelo que, en su momento, a Cien caras sin máscara. Y se suponía que eran el mismo individuo”.
“No te entiendo”.
“Mira. Una cabeza rapada es la ‘letra escarlata’ del loser y el look por excelencia del villano. Los ‘sin pelo’ son una especie con ejemplares siempre asociados al lado oscuro de la pantalla de TV, como Pedro Torres o Frankestain, aquel enemigo de Santo”.
“No exageres, lo más que te dirán es que de seguro le apostaste a uno de esos equipos que nunca ganan”.
Dios, ¿por qué el cabello es la común moneda de cambio en las apuestas? Cuando eres adolescente cualquier extravagancia se te perdona porque se supone que eres capaz de hacer lo que sea por llamar la atención. Diez años después, las cosas evolucionan y todo tiene que explicarse en términos de humillación pública.
“¿Lo ves?”, dije. “Sobre los rapados crecen siempre sospechas relacionadas con tratamientos médicos o fanatismos vergonzantes”.
“Cómprate una gorra y deja ya de preocuparte”.
8. Supérelo. Le hice caso a Gabriela. No obstante, el proceso de reconciliación conmigo mismo podría haber tardado días en el diván o decenas de horas en el messenger sin la intervención de aquel buen hombre de vibrante pelo. Una noche, después de asistir a la conferencia de Carlos Cuauhtémoc Sánchez, me reencontré con mi imagen en el espejo del baño. Sus palabras habían sobrevolado el pantano de mi desánimo y habían tocado la región de las decisiones fundamentales. Tuve que reconocer que los errores de los peluqueros no son el final de algo sino el inicio de un nuevo crecimiento. La pulcritud en éxtasis, me decía a la cara. Tener iniciativa, ésa era la consigna; transformar la desgracia en bendición. Puse “I’m too sexy” en el estéreo, tomé la máquina de afeitar e hice la primera de mis iniciales exactamente arriba de la oreja.
2 comentarios
Eduardo Huchin -
uriel estrada -