Una de piratas
Campeche es una buena ciudad para cultivar la sorpresa, la locura o la ciencia ficción. Por lo menos esa impresión tuve después de ver a una mujer con corsé, cadera aumentada debido al miriñaque, peluca postiza y encajes vaporosos que intentaba subir a una suburban.
Debido a la abultada peluca, la acción le estaba resultando más complicada de lo que resulta para la mayoría de las personas.
A lo lejos, decenas de campechanos miraban la operación como si se tratara de María Antonieta subiendo a la carreta que la llevaría a la guillotina.
“¿Qué sucede?”, me dijo la amiga que me acompañaba, ante mi rostro palidecido por la sorpresa.
“No sé, pero tengo dos teorías”, respondí. “O acabamos de experimentar un salto temporal que nos ha transportado por breves segundos al siglo XVIII o ha sucedido con la moda lo que tanto he temido”.
“¿Qué cosa?”
“Que de los diseñadores, a falta de originalidad, se clavarían cada vez más y más en reciclar ropa del pasado, al grado que terminaríamos usando holanes, abanicos y esas cosas para salir a la calle. ¿Te imaginas? Eso significa que para ir al trabajo tendré que usar casaca, pantalón de rodilla, zapatos de hebilla y sombrero tricornio”.
“Estás loco. Seguramente es una telenovela. Ve, por ejemplo, ¿ése que camina a lo lejos no es un pirata?”
(Un anciano loco que pasaba por ahí, al oír a mi amiga exclamó: “¡Oh, Dios, ha vuelto a suceder! ¡Les advertí que nunca quitaran la muralla!”. Segundos después desapareció).
“¿Eso, un pirata? Parece más bien un mozo de abordo. Definitivamente, los viejos piratas ya no son lo que eran”.
“¡Claro!”, dijo mi amiga, mientras hacía el ademán de quien recuerda el nombre de algún ex compañero. “¡Cómo lo pude haber olvidado! Es la nueva novela de Carla Estrada. ‘Pasión’, creo que se llama. Fernanda Colunga sale de pirata y Eric del Castillo…”
“De Davy Jones, lo sé, el hombre con cara de molusco y tenaza de cangrejo”.
“Jajaja. Cómo crees. ¿No te parece genial que vengan a grabar escenas a Campeche?”
“No sé. Tengo mis dudas. Eso de ser el escenario de las novelas sólo cuando quieren hacer historias de hace 200 años no me convence mucho. Es como la ancianita a lo que únicamente hablan cada que la televisora necesita una abuelita para la protagonista”.
“Eres un amargado. Deberías aplaudir que se retrate así nuestra historia”.
“Me perdonas, pero YO tengo un proyecto para hacer un musical sobre la piratería en Campeche. Así que no me digas nada de historia”.
“¡Peeeerdón! ¿En serio? No te creo”.
“Así como lo oyes. Se llama ‘Lorencillo Superstar’. Creo que será una ópera rock. Ya sabes, una superproducción, con mosquetes, cuchillos, arcabuceros; tengo pensado un coro enorme llamado ‘La armada de Barlovento’. De hecho, ahora estoy haciendo las letras de las canciones. Tengo una estrofa, escúchala y mira bien los pasos de baile: Pata de palo hacia atrás / y el garfio a la derecha / y las caderas girar / arriba en la cubierta / saquear a la ciudad / me hace desvariar-ar-ar-ar-ar”.
“Estás loco y además no sabes nada de historia. Lorencillo no es el que tenía pata de palo. Ése es otro”.
“¿No? ¿No era Lorencillo el tipo que cantaba: ‘Son quince lo que quieren el cofre del muerto / son quince, ¡viva el ron!’?, ¿al que le entregan el disco negro de la muerte?”
“¿Ya ves? Ése Billy Bones de ‘La Isla del tesoro’; y tampoco tenía una pata de palo. El que sí la tenía era John Silver, el cocinero. ¿Qué clase de obra musical quieres hacer si confundes a todos los piratas de los que has leído?”
“Pero mi idea es buena. Habrá amor, drama, algo de comedia. Al final quemaremos una fragata, en cada función. La historia es única: trata de un pirata que se enamora de una hermosa lugareña…”
“…pero no pueden realizar su amor… ¡Por Dios, Eduardo, es la historia más cursi que alguien podría hacer sobre filibusteros!”
“Pero no te he contado la parte en que un vigilante los descubre besuqueándose en el fuerte de San Carlos, y les dice: ‘Eh, jovencitos, que eso no estará permitido ni dentro de 200 años’”.
“Si quieres saber mi opinión. No le veo ningún futuro a tu obra de piratería. Deberías intentar otra cosa”.
“¿Otra cosa? Ya entregué mi proyecto al Instituto de Cultura. Empezarán a pagarme mi beca en septiembre. ¡No puedo ya cambiar de tema así como así!”
Un aire tenso corrió entre nosotros, como cuando alguien está en medio de una encrucijada. Entonces mi amiga volvió a hacer ese gesto de “Eureka”, que tanto le gustaba practicar.
“¡Ya sé, actualízalo! Coloca a los filibusteros en el mundo actual. Tengo un dato que quizás te pueda servir. ¿Sabes en dónde terminaron los piratas, en el siglo XVIII, cuando fueron desalojados del Golfo?”
“No”.
“¡En Belice!”
“Caramba”, dije yo, “y no se han quitado de ahí desde entonces. Me parece una idea estupenda, haré una historia sobre piratas contemporáneos, ¿eso es a lo que te refieres, verdad? Hombres que se roban películas de estreno y las copian ilegalmente, colapsando el mercado de DVD’s. De hecho, ya tengo la trama amorosa: será entre un pirata y la acomodadora del cine. Ella lo descubre cuando está grabando un estreno en su cámara digital y se enamoran tiernamente a la luz de una película”.
“Eduardo, esto no tiene futuro. Dedícate mejor a escribir artículos”.
“Espera”, le dije cada vez más alto mientras se alejaba, “aún no te he dicho la mejor parte de la obra: ¡el papá de la chica trabaja para la AFI!”.
Tuve la impresión de que no le interesaba saberlo.
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