Padres e hijos
Lo peor que tienen los niños, definitivamente, son sus padres. Eso lo sabe cualquier invitado a una fiesta infantil, o cualquier automovilista a la salida de clases. Entre quienes son indiferentes a sus hijos, y quienes están obsesionados con ellos, la cosa no tiene mucho futuro. Los padres han sido desde siempre un mal necesario para la supervivencia de la especie, pero es hasta ahora que sus prácticas en la vida diaria nos hacen pensar si no sería mejor abandonarnos todos a la esterilidad antes de que sea demasiado tarde.
El auténtico problema de la civilización no es el excesivo nacimiento de bebés sino que cada bebé trae consigo, de manera innegociable, a un par de progenitores detrás de él. Hombres a quienes la paternidad tomó por sorpresa y mujeres que están pensando todavía en matricularse para un postgrado. Padres, al fin de al cabo, de la nueva era. Gente de tu generación que te invita al cumpleaños de su hija y tú aceptas sin saber que en realidad no se trata de una fiesta infantil sino de una reunión de jóvenes procreadores.
--¿Y tú, cuándo? --dice la esposa de un amigo, a quien le agrada verte después de tantos años. En la pregunta subyace la inquisitiva cuestión de si ya vas a empezar a madurar de una vez por todas, con el único documento válido para una sociedad preocupada con “desarrollar integralmente a las familias”: el acta de nacimiento de tu primogénito.
--No me gustan los niños-- dices con estoicismo.
Ella te mira horrorizada y su gesto de consternación resulta comprensible. Tu respuesta sólo sería legítima en caso de que fueras un sacerdote; en tus labios de proletario común y corriente es casi como negar la única función para la que has venido al mundo: crecer y multiplicarte.
--No lo puedo creer. Pedro, ven a oír esto.
Pedro se acerca y Laura le explica la situación. En su papel de psicólogos conyugales, parecen Masters y Johnson deliberando sobre el último depravado sexual que les ha llegado al consultorio.
--Ese es el problema de los Hombres que Se Aman Demasiado-- dice Laura, quizás todavía embebida de su último manual de autoayuda--, que no se comprometen, ni siquiera después de casarse.
Aclaras que en realidad nunca habías contemplado el matrimonio en tu vida de pareja. Pedro y Laura se miran aún más sorprendidos. Finalmente se alejan de ti como huyendo de un sexagenario con dinero, que acaba de hacerles una propuesta indecorosa a ambos.
Tomas de la bandeja un vaso de refresco para relajarte un poco. No sabes a qué temerle más: a los niños o a quienes los trajeron al mundo. Decides mantenerte a una sana distancia de uno y otro, cuando la mamá de la niña festejada se acerca por sorpresa y te hace parte de su enojo.
--No lo vas a creer. Me siento traicionada por mi propia familia.
Empiezas a sentirte nervioso. En esta fiesta todo mundo tiene algo que contarte.
--Fíjate que le compré a Paolita un vestido de princesa para que fuera la única princesa de la fiesta; porque si ella era la festejada, pues tenía que destacar de las demás, estarás de acuerdo conmigo. ¿Y qué pasa? Que mi hermana también trae a su hija de princesa. ¡Y de la misma! Al rato el fotógrafo no va a saber a quién tomarle más fotos.
¿Qué hace pensar a una profesionista inteligente, con ingresos regulares, incluso atractiva, que eso es importante? Es algo que nadie sabe. Te imaginas que eso que llaman “depresión postparto” a veces se prolonga más allá de lo aceptable. Quieres explicarle a la anfitriona, que el sobresalto emocional de ver a alguien vestida como ella sólo le vendría a Paola cuando entrara a la adolescencia, pero la mujer está demasiado concentrada en su propia cólera familiar. Minutos después, la niña se encuentra efusivamente con su prima.
--¡Otra princesa! -- dice con la alegría de no sentirse un insecto de vitrina.
La joven madre te pide un calmante y tú, que acostumbras a llevar antidepresivos en el bolsillo como si fueran morralla, se lo das.
Te mueves impacientemente a lo largo de la estancia y sales al patio de juegos. Ahí esquivas bicicletas y niños por el puro instinto de conservación. Hay algo vital y pavoroso en las travesuras de los pequeños burgueses: saben que tienen el poder y que en sus guerras fingidas tú eres un blanco fácil.
Corres por tu vida, pero no demasiado. Con la condición física que te cargas, correr ya significa atentar contra tu vida. Mientras avanzas, espalda a la pared, como esquivando la luz de un faro de penitenciaría, te sientes parte de aquella película Laberinto: buscando el camino más corto para llegar a casa, transitando apenas de un personaje extravagante a otro más extravagante.
Casi a la entrada del baño, te topas con una conocida profesionista. Mujer capaz, dedicada a la familia y que no deja ingerir a su hijo nada que no haya sido valorado por el pediatra. Obsesionada con la influencia televisiva, uno de sus mayores placeres estriba en divulgar los últimos hallazgos de especialistas extranjeros, científicos que atribuyen nuestra actual decadencia a tantos yunques caídos sobre personajes de caricatura en los sesenta.
--Sabes, me encanta ver jugar a los niños. Estudios en Estados Unidos revelan que durante los primeros años de vida, los niños deben ver cero televisión y dedicarse más a conocer el mundo. Después quizás media hora de pantalla está bien, pero de preferencia sólo hasta que hayas compartido mucho tiempo con ellos.
Lo malo de las promotoras de la convivencia humana es que después de pasar diez minutos con ellas, acabas aceptando que hasta la televisión te resulta menos insufrible.
--Disculpa-- le dices-- Mi hermana dejó a su hijo viendo el Disney Channel en mi casa. Creo que es hora de prevenirle que la mamá de Bambi será acribillada en cualquier momento.
Huyes. Ése es el término exacto para definir esos pasos apresurados hacia la mesa del pastel: un mastodonte de pan, merengue y chocolate, cuya arquitectura te hace pensar en el templo de Artemisa y en la posibilidad de que tú seas Eróstrato. Te sostienes sobre una columna cercana para ver a esos jóvenes casados: petulantes, correctos, nacidos con nombre de santo y apellido de consultoría. Ves su despliegue burocrático de amor, sus buenas maneras tan calculadas y falsas como los cursos empresariales a los que asisten.
Tomas aire para salir sin despedidas intermedias. Tantas horas de X Box te han entrenado en las maneras más ágiles de sortear algunos últimos cuerpos, distraídos e incómodos como un ejército de zombis. Ya en la calle, listo para aspirar el aire suave de la libertad, te sorprende la madre de un amigo. En realidad, no es lo que podría llamarse un amigo: se trata de un tipo que por un tiempo te acosó para que lo ayudaras a ponerle música a sus canciones.
--¿Cómo te va, qué estás haciendo ahora?
La pregunta, por supuesto, tiene la sana intención de comparar lo que está haciendo su hijo, con la vida improductiva de quienes son o fueron sus compañeros en la preparatoria.
--Escribo.
Te ama: eres el tipo de persona que la hace sentirse orgullosa de su propia familia.
--Pues Bernardo ahora está trabajando en Pemex—dice.
Alzas la ceja: para una buena parte de la población, vivir semanas en una plataforma significa “hacer tu vida”.
--¿Ah, sí? ¿Y exactamente a qué se dedica?
--Pues en este momento tiene a su cargo a diez norteamericanos.
Habilidosa respuesta, si tomamos en cuenta que Bernardo es intérprete y que su mamá cree que tú no lo sabes. Sonríes y te retiras. Mientras avanzas sobre la banqueta, piensas que las madres tienen un extraño talento para escamotear información a fin de no mentir, para ver la realidad de sus hijos de otro modo y explicarla de la manera más simple y natural. No te extraña: es una última forma de proteger a sus pequeños de las raspaduras.
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Pamela -