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Tediósfera

Todos (los karaokes) dicen que te amo

Todos (los karaokes) dicen que te amo

Escoger un regalo, como escoger las palabras para decir “Te amo” suponen un poco de imaginación y otro tanto de tiempo, pero poseer ambos es casi un milagro. La gente regularmente encuentra el regalo o las palabras y deja que alguien complete el resto, salvo cuando se trata de obsequiar discos compactos. Con la música, uno dice que se ha fallado en ambos propósitos.

Las personas que sufren por amor hacen cosas muy raras: llorar a todas horas, comprar discos tristes, casarse con el primero que pase. Y cada una de estas acciones incluye un repertorio de melodías que les dé sentido.

La primera escena de El Diario de Bridget Jones es ilustrativa: se puede iniciar el año con un ahogado canto de soledad. Viéndola desde otro ángulo, la misma secuencia admite una lectura más: la banda sonora de la realidad tiende a desafinar.  

Pese a todo, habría que reconocer que algo tiene la música que siempre da en el blanco móvil de nuestras decepciones. Sus palabras desentrañan la exactitud de los lugares comunes, son la poesía al alcance del Emule. Con la música popular podríamos decir al contrario de Bukowski que “es mucho más placentero recordar un amor que no funcionó” y confirmar junto a él que eso se debe finalmente “a que ningún amor funciona”.  

En un mundo de relaciones condenadas al fracaso, la libertad de desahogarnos debería aparecer en la declaración universal de derechos humanos. Para alcanzar el consuelo dentro de una vida agitada existen los bares, esos rincones óptimos para cambiar las penas sentimentales por padecimientos hepáticos. Sin embargo, la recesión económica, que no permite el florecimiento de la música en vivo ha dado auge al bar karaoke: un sitio donde no sólo existe la oportunidad de sentirnos mal sino de hacer sentir mal a todo mundo.

Ninguna tragedia puede ser tan grande como para no tener una canción que hable de ella. Y ninguna tristeza es suficientemente abstemia. El bar karaoke recluta a unos cuantos militantes de la nostalgia, en una vida donde bastan unos cuantos años y una disposición natural para la desgracia para que la nostalgia germine. Donde siempre existe una melodía que nos sitúe en el momento exacto en que tampoco éramos felices.

Es viernes y me encuentro rodeado de borrachos talentosos que confunden “Hoy tengo ganas de ti” con “Amigo”.  El bar karaoke recurre con frecuencia a artistas a quienes no es difícil asociar con el olor a naftalina. La chica de la mesa tres interpreta canciones de Lupita D’Alessio, con el sobrado ánimo de quien no ha sido traicionada una sola vez en la vida. Convencida acaso de que sólo el quebranto en la voz significa feelin’, canta “¡Hace tiempo que no siento nada al hacerlo contigo!” como si el mesero cada madrugada la recibiera bajo su techo.   

Las letras transitan del éxito reciente al clásico desenterrado. Atendiendo únicamente a la sucesión de frases en la pantalla, los compositores no pasarían la prueba de la sintaxis ya no digamos la de la poesía. Sin embargo, su manera de describir sin complicaciones el alma humana ha asegurado su permanencia en la memoria de varias generaciones. 

El cuarentón de la mesa diez habla de Napoleón, como alguien que compuso un himno para grupos juveniles católicos y nada sabe de la batalla de Waterloo (“¿Watergate?”, duda). El ebrio de la mesa doce grita “¡Sandro de América aún no ha muerto!” y lamentamos que tenga razón. Más cerca, nuestro amigo comenta lo fascinante que sería escuchar un buen tema de Elio Roca y nosotros decimos: “¿Quién es Elio Roca?, ¿un personaje secundario de “Los Picapiedra”?”

En un rápido viaje por los archivos de la memoria, surgen nombres que no sabíamos que existían hasta que alguien los pronunció: King Clave, Lara y Monárrez, Sergio Fachelli. ¿Quién puede asegurarnos que éste es un bar donde vienen los deprimidos y no un sitio donde los antiguos fanáticos del festival OTI comparten sus patologías? Nadie.

El momento más deprimente de la noche llega cuando un tipo canta “Ya lo pasado pasado”. No tengo nada en contra de José José y su capacidad para interactuar con el público, pero ¿por qué la gente se siente obligada a aplaudir cuando alguien dice “Pido un aplauso para el amor”?, ¿no sería tan ridículo como agarrarnos las manos justo en el coro de “Agárrense de las manos”? Da la impresión de que sólo seguimos la corriente para no sentir que traicionamos un pacto secreto entre decepcionados.

Entre canción y canción, entre Vicente Fernández y “Santa Lucía”, la realidad contradice a Sabines: los amorosos NO se callan. Y no sólo eso, sino que nos hacen preguntarnos qué ha pasado con el amor que se ha vuelto tan escandaloso.

¿Es acaso este mismo amor el que ha producido por igual grafittis y poemas en servilletas de papel, canciones espléndidas y composiciones en círculo de sol, dedicatorias personales y estúpidas cadenas de Internet: si en verdad me amas, envía esta oración de los catorce ángeles de la felicidad a toda tu lista de contactos? ¿El mismo amor inexplicable al que todo el mundo trata de entender a la segunda botella de Oso Negro, al primer trago del insufrible Karat? ¿El mismo amor que rotula los objetos con un nombre reconocible? ¿El amor que comparte con la amistad un día de febrero, un día donde la amistad sale perdiendo en términos comerciales? ¿No es la amistad tan misteriosa como el amor, según decía el viejo Borges? ¿No tiene la amistad todas las virtudes del amor y ninguno de sus defectos? ¿No es quizás por eso que la gente prefiere enamorarse? 

 

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