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Tediósfera

De cómo el vecino se robó la Navidad

De cómo el vecino se robó la Navidad

La Navidad llega cada año a mi colonia con bajones de corriente. “Es el Adviento que está forrando su casa con luces”, explica mi hermana, quien para entonces experimenta la extraña responsabilidad de desempolvar el árbol. Me explico: el vecino de la esquina pone tanto empeño para recordarnos la época decembrina que en la calle donde vivo todos le llamamos “el Adviento”.
Sobra decir que el nacimiento de mi vecino –a quien también apodamos “Sadicolás”- es tamaño real y ocupa toda la cochera. La pregunta es ¿dónde diablos mete durante 11 meses esas imágenes de porcelana, cuyo volumen total sería el equivalente a una familia de granjeros menonitas, formados en una fila del supermercado? Misterio. Cada que paso por su establo judío minuciosamente construido, siento que alguien bufa, pero siempre me ha dado miedo comprobar qué es.
El Adviento es un decorador nato. Bueno en realidad es un acumulador de afiches navideños de las últimas tres décadas. Según mis cálculos su afición proviene de principios de los ochenta y tiene su máximo esplendor en los noventa con las promociones decembrinas de los refrescos embotellados. Si la casa del Adviento fuese un antiguo imperio, diríamos que ahora vive en un periodo clásico de decadencia, caracterizado por la abundancia de vestigios y la escasez de habitantes.
¿Qué decir de su personalidad? Mucho. Es un hombre que cree fielmente en la hermandad vecinal, una pretensión un poco más complicada que la paz en Medio Oriente, si tomamos en cuenta lo difícil que resulta conciliar al viejo nudista de la esquina con “los maestros del perreo” que viven al lado. En ese contexto, el Adviento está convencido de ser el mediador por excelencia, un demócrata natural, incapaz de resolver una fuga de agua si no es por consenso.
Cuando llega la época decembrina, el vecino inicia una peregrinación de casa en casa para explicar el significado espiritual de esta importante fecha. Habla de los niños de la calle y de los ancianos del asilo, con tanta pasión que uno podría conmoverse, de no saber que para el Adviento es inmoral dar dinero a los cerillos del súper. Además es un supervisor de hogares. Cuando entra a una sala ajena, el propietario puede leer en esa mirada que recorre cada rincón, las siguientes recriminaciones: “¿Eso es un árbol?” “Vaya, hace tiempo que no veía heno artificial de 1989” “¿Cascada de luces con un foco fundido? Interesante concepto” “¡Por favor!, ¿cómo puede usted preferir los discos de Ray Coniff a los auténticos villancicos mexicanos?”
La otra vez el Adviento quiso organizar un intercambio de regalos con toda la cuadra, con la única condición de nos escribiéramos cartas de amigo secreto.  No quise hacerle ver que hace mucho que nos habíamos graduado de la preparatoria y mejor le pregunté qué relación tenía eso con la Navidad.
“Está en la Biblia”, me dijo con la seguridad de quien ve los programas de la madre Angélica por EWTN todos los días. “Farés era amigo secreto de Serón, Serón de Aram, Aram de Anirabad”.
“Es verdad”, respondí, “Me olvidaba que en tiempos del censo romano, las personas se saludaban unas a otras diciendo: Hola, cómo estás, espero que bien”.
El vecino me lanzó esa mirada que  bien pudo haber puesto Dios antes de dejar caer la primera gota del Diluvio:
“Se ve que eres de los que nunca participaban en las preposadas de su escuela”.
Y era verdad. Mis años de estudiante me enseñaron que sólo hay una cosa peor que una posada: una preposada. Los más originales siempre organizaron una entrega de premios con nombres de películas; a los menos sólo les alcanzó la imaginación para un intercambio de regalos. No importaba la variante, lo rutinario era caer en una espiral de aburrimiento: cuando la fiesta se realizaba en una casa particular, terminaba  con el juego de la botella; cuando se hacía en una discoteca, había suficiente pista para bailar break dance.
Pero el vecino además es un melómano empedernido. Su colección abarca cualquier disco compacto navideño que ponga en oferta alguna cadena comercial. Su álbum preferido, al parecer, es una compilación donde Pandora interpreta “Los peces en el río” y en donde decenas de artistas, de esos que alguna vez tuvieron fans, entonaban “Ven a cantar que ya esta aquí la Navidad”. Honestamente, una vez descartada la idea de que hay algún valor musical en esas canciones, el disco sólo sirve para recordar a qué sonaba la voz de Oscar Athie.
El Grinch creyó erróneamente que llevándose los regalos podría robarse la Navidad. Era más fácil ser un fanático de la Nochebuena como el Adviento para provocar en los demás la absoluta abulia por el fin de año. Desde que lo conozco, la Navidad me parece  un juego mecánico: una vez que estás arriba sólo queda cerrar los ojos y esperar a que pase el tiempo estipulado para el mareo.   

2 comentarios

Rodrigo Solís -

Te digo que lo nuestro es la T.V. todos nuestros vecinos son unos personajes salidos de Seinfeld

Nadia May -

Jajajaja, no sabes cómo me divierto de lo que escribo "Cómo el vecino se robó la navidad". Eduardo tengo que decirlo: Eres un master escribiendo. Me encantó......¿Feliz Navidad?