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Tediósfera

Las vacaciones de Mr. Dean

Las vacaciones de Mr. Dean

Tengo un amigo cuya función en la vida es ser escéptico. Es decir, dudar de todo: de Dios, de la política, de las buenas intenciones de la gente, incluso del parte meteorológico. A eso se dedica: a poner en tela de juicio aquellas informaciones que damos por ciertas principalmente porque necesitamos creer en algo.
“¿Sabes lo duro que es ser la pareja de un meteorólogo?”, me dijo mientras veíamos el Canal del Tiempo por televisión.
“¿De qué demonios hablas?”, le pregunté.
“Sí, sólo necesitas echarle un vistazo a la vida privada de esa gente para darte cuenta que no es de confiar. De hecho, estuve saliendo con una chica meteoróloga por tres meses. Era, ya sabes, impredecible, impulsiva y todo era ‘Compréndeme, estoy en medio de un sistema enorme y bajo presión’ ¿Eso qué carajos significaba? No lo sé. La verdad, creo que sólo salía conmigo porque necesitaba apoyo moral para soportar las tensiones en el Centro Estatal de Emergencias. ¿Sabes qué fue lo peor de todo?, que sólo después descubrí que había sido al único al que le había cerrado el puerto a la navegación”.  
“¿Y sólo por eso ningún meteorólogo es de confiar?”
“No seas simplista. Cuando digo algo es que tengo pruebas. ¿No me digas que no te has dado cuenta que todo esto del huracán es un plan de las grandes tiendas comerciales para vender sus productos perecederos? ¡Es tan claro que da miedo, maestro!”
“A ver explícame eso”.
“¿Has visto algún indicio del huracán que no sean lloviznitas? Ve qué tenemos. ¡Una imagen de satélite! Eso es todo. Esa gráfica la pudo hacer cualquier estudiante de primer semestre de diseño gráfico. Pero ve la genialidad del marketing: muestran eso y una bola de funcionarios afligidos y qué tenemos: un tumulto de gente abarrotando los supermercados, ¿no te parece una estrategia brillante?”
“Cálmate. Eso de tu novia meteoróloga te ha puesto todo paranoico”.
“¡No seas crédulo, Eduardo! No me digas que has creído todo eso de la trayectoria del huracán. He vivido con lo mínimo toda mi vida y nunca me ha pasado nada. Nada de compras de pánico, de limpiar mi techo o guardar mis documentos personales en un lugar seguro. Nada de cambiar mis láminas de asbesto o atender los cambios en las banderas. El único cambio de bandera importante para mí va a ser cuando bajen la mexicana y pongan una coreana, ahora que venga la ensambladora”. 
“Caramba, nunca creí que oiría a alguien tan intransigente con el clima. En algún momento, el huracán debe ser de verdad”, le espeté mientras la gráfica de Canal del Tiempo preveía una catástrofe para las próximas 24 horas y el cielo sobre nosotros estaba tan soleado como en los mejores días de verano.
 “Oye”, continué la conversación, “pero hay que pensar en que por lo menos la gente se ha vuelto más precavida”.
“¿A eso llamas previsión? ¿A atestar las tiendas comerciales y pelearse un porrón de agua, como si fuera aquel bebé de la historia del Rey Salomón? ¡Eso es egoísmo, maestro! Que anuncien un huracán es como aterrizar en una isla desierta: sólo sirve para suprimir las reglas más elementales de civilidad”.
“Entonces según tú, Dean no vacacionará en Campeche ni nada de eso. Todo es un invento”. “Por supuesto. Pero además, ¿cómo que Dean?, ¿lo conoces, naciste en la misma cuenca del Atlántico o cómo?”
“Pues así se llama, ¿qué quieres que le haga?”
“Lo cual se me hace una estupidez. ¿A quién se le habrá ocurrido eso de ponerle nombre a los fenómenos naturales?, ¿habrá creído que con un nombre el huracán se portará más amigable, como cuando las mamás les dicen a sus hijos hiperactivos: ‘Gilberto, no vayas a destruir tu ciudad de juguete, que es la Playmobil Centro Histórico?”.
“Creo que nombrar algo es una forma de comprenderlo”.
“No me vengas con tus intentos de filosofía barata. Lo único cierto es que nadie comprende nada. ¿Sabes qué me dijo el vecino ayer?: ‘Esa película  de  Los Simpson ya hasta en los noticieros la anuncian’. ¡Creía que Saffir Simpson era el nombre del abuelo! ¡Vaya problema, todo mundo ha enloquecido!”.
 “Pero todo tiene una explicación. Campeche es una ciudad de inminencias, ya te lo he dicho. No importa tanto lo que suceda como el anuncio de que algo va a suceder”.
“Estoy de acuerdo”, me respondió. “‘Inminente’ es la palabra favorita de los campechanos. Todo es inminente: el huracán, el cambio de partido gobernante, la ensambladora. ¿Y qué si todo sigue igual? Pues todos a sus casas, felices porque no pasó nada, aún así tengamos que almorzar atún en lata y galletas de soda por el resto de nuestras vidas”.
“No seas exagerado. La gente sólo compró provisiones para tres o cuatro días”.
“¿Provisiones? No me refiero  a las compras de pánico; estoy hablando de la ensambladora”.
“Se me olvidaba que es otro de tus traumas, junto con lo de tu novia meteoróloga”.
“Sí, carajo, qué le vamos a hacer. Oye y hablando de provisiones y recuerdos de amores pasados, ¿sabes si el expendio surtió sus bodegas?”
“No sé, será mejor ir a preguntar”.
Salimos del cuarto pero dejamos prendida la televisión, quizás para sentir que podíamos ser ciudadanos previsores y responsables. Afuera, una nube pequeña y negra se había instalado sobre nuestras cabezas, apenas para justificar los peores augurios de la pantalla chica.

(5:00, PM, en vísperas)

2 comentarios

ATENEA -

¡QUE LOCO TU AMIGO! JAJAJA... DESPUÉS DE TODO, ME QUEDÉ PENSANDO QUE A LO MEJOR...
NOOO!! YA ESTOY DUDANDO!! FELICIDADES EDUARDO!!
ME GUSTA MUCHO LEERTE.
SALUDOS

brenda rios -

hola huchín, saludos y abrazos. es bueno leerte...