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Tediósfera

Aunque no esté de moda

Aunque no esté de moda

Mientras veía “¡No te lo pongas!”, el programa sobre el buen vestir que transmite People+Arts, pregunté a mi hermana que se encontraba al lado:

--¿En dónde diablos acaba toda esa mala ropa que la gente tira a fin de comprarse una nueva?

--En las tiendas de Campeche- respondió vengativa.

Algo me hizo pensar que no estaba del todo equivocada. Una rápida comparación entre el espejo y el televisor me hizo observar lo fácil que resulta vestirse bien cuando se dispone de 2 mil libras esterlinas y uno puede viajar a Londres de shopping (tal y como ocurre en el programa). Lo auténticamente hazañoso sería en todo caso lograr el estilo con el salario mínimo y dentro del contexto mexicano. Por desgracia, concluí, no existe un serial enfocado a las vicisitudes de comprar ropa en las ciudades de provincia; una emisión que quizás debiera llamarse “¡No te lo pongas! (aunque sea lo único para lo que te alcance)”.  

En estos tiempos, el éxito parece haberse circunscrito a la posibilidad de combinar el cinturón y los zapatos, porque la imagen ha potenciado la importancia de la “primera impresión” por sobre cualquier otra. Ese otro discurso que supone ser un producto (para el elector, para el responsable de Recursos Humanos, para la chica más atractiva de la oficina) ha adquirido en el nuevo siglo dimensiones de onceavo mandamiento. ¿Qué determinan esos calcetines fuera de contexto?, ¿qué aquel suéter de Chiconcuac? Todo habla por tu silencio. Todo lo que vistas puede ser usado en tu contra.

“Percepción” es una palabra clave para darle la razón a los escépticos: nunca sabremos nada de la realidad. Eres lo que los demás perciben de ti: ese débil apretón de manos en la primera entrevista, ese tartamudeo, esa camisa de otra temporada. Los consultores de imagen venden trucos para engañar al cliente -no cruces las piernas, no te apoyes demasiado en los antebrazos del sillón-, mientras los expertos de la buena ropa retornan a Delfos y a Freud: Conócete a ti mismo, Estilo es destino. ¿Qué hacer ante la tiranía de las apariencias?, ¿acaso rebelarse con los atuendos diseñados para el caso, llámese punk, dark, underground o kitsch?

Ahora sabemos que es más sencillo cambiar el guardarropa que los malos hábitos, y por eso la superación personal ha llegado a nuestras vidas en forma de marca registrada. Las tiendas justifican con cada nuevo precio lo alto que sale hacerse de una personalidad. No hay currículo que compita con la estupenda sucesión de renombrados logotipos, y por otro lado incluso la extravagancia cuesta (únicamente Björk puede pagarla), lo que nos lleva a pensar que en este triste mundo sólo el mal gusto es democrático.

Vuelvo a la emisión británica en la pantalla de TV. En ella, la hermosa Trinny Woodall enuncia una línea más en las tablas de Moisés: “Invertirás en tu imagen”. Apostada en su sillón como si se tratara del monte Sinaí, la conductora de “¡No te lo pongas!” fulmina a las mujeres acostumbradas a saquear liquidaciones. Su compañera Susannah Constantine apoya el mandato mientras lo acota: “Y nunca compres un modelo que ya tienes”.

Sus argumentos son definitivos y me hacen pensar que mis cajones huelen a fracaso y no a aromatizante, como siempre pensé. Mis playeras hablan desde viejas campañas políticas, desde el desperfecto que justificó su rebaja en la tienda departamental, lo cual me causa una profunda consternación. ¿Seré la imagen de otro tiempo en un mundo habituado a segregar atuendos a través de las ofertas? “No lo sé”, me respondo, “y mientras no tome por asalto una tienda de altos precios, seguiré sin comprobarlo”.

Salgo a toda prisa, tomo el microbús y pienso un poco en Neruda: “se habla favorablemente de la ropa”, dice el chileno, “de pantalones es posible hablar, de trajes, (…) / como si por las calles fueran las prendas y los trajes vacíos por completo / y un obscuro y obsceno guardarropa ocupara el mundo”.  

Llego a la plaza para refutar al poeta y lo que observo es un irregular escaparate en movimiento: hombres y mujeres promoviendo marcas de ropa como si el mensaje fuera que el bienestar depende de las etiquetas. Entro a la tienda de carteles más sugestivos (me convence uno donde dos chicas están a punto de besarse) y me abruma que tanta vestimenta no me diga nada. ¿Qué proyecta mejor mi personalidad: el verde militar o el verde cáñamo, la ropa deportiva o la formal? El mensaje es agobiante y empiezo a entender un poco las cosas: no es que carezca de gusto al vestirme, sucede que en realidad padezco daltonismo de estilo: no sé distinguir un buen diseño de uno malo.

Decido, en un arranque emocional, darle otra oportunidad a mi incipiente olfato para lo cool. Tomo del exhibidor el primer par de prendas que no me parece deprimente y lo llevo a los vestidores. El probador me revela que las matemáticas en manos de la moda tienden a ser una ciencia inexacta: ¿por qué el 32 de mis pantalones Cimarrón nunca coincide con los de las otras marcas?, ¿con base en qué esta camisa donde sólo entraría Karen Carpenter se cataloga de “Mediana”? Pienso en la lejana época en que la ropa se moldeaba al cuerpo y en lo significativo que resulta que ahora sean los cuerpos los elaborados a la medida de la ropa.

Salgo de los probadores con la misma desesperanza con la que se abandonan las terapias demasiado caras. Antes de marcharme de la plaza comercial, recorro con la mirada el guardarropa de la realidad, acaso para descubrir la manera en que se ha complicado el mundo desde la hoja de parra. Sólo es cuestión de ver los aparadores para constatar que la propia conciencia de la desnudez ha sido tan problemática como la quijada de burro en las manos de Caín. ¿Es la necesidad de vestirnos la verdadera expulsión del Paraíso, donde no había que preocuparse por lograr el estilo, calzar nuestro cuerpo, quedarnos sin dinero por una estúpida camisa con un estúpido cocodrilo bordado sobre el corazón?

En el mundo globalizado, hacer patente la individualidad ha desatado incluso el temor de ir vestidos como alguien más en una fiesta. Pareciera que con la ropa, las personas hablasen de sí mismas, trazaran la línea autobiográfica que equivaliera a decir “hey, aquí estoy” en un mundo donde todos somos partícipes de una masa cada vez más homogénea. Antes, la ropa era un código cifrado de expresiones que sólo los expertos (y las mujeres que nos rechazaban) entendían. Ahora -en la era de las declaraciones abiertas- lo que no está a la vista, no existe. 

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