La muerte tiene permiso
Los seres humanos no alcanzamos a entender la muerte simple. El deceso porque sí. Exigimos explicaciones, paraísos, rituales. Necesitamos culpables, blancos para nuestros disparos. El destino, los doctores, el gobierno. Nadie puede morirse sin dejar circunstancias que ameriten la sospecha. Incluso, ante la ausencia de responsables tiende a decirse “sólo Dios sabe por qué hace las cosas”.
El cine de terror explota esa necesidad de una muerte barroca. Freddy se mete en los sueños y Chucky necesita un cuerpo donde vivir. Los asesinos múltiples son moralistas obsesivos o desean la venganza (Halloween y Viernes 13). Jack Frost es el producto de un baño radioactivo. Quizás la más actual de las versiones acerca de una muerte segura pero enredada sea Destino Final. Nadie se salva, pero la tragedia tiene que venir envuelta en un empaque complicado de abrir. Nada tan terrorífico como esperar el encuentro con nuestro destino. La cinta explora la paranoia de todo intento de salvación.
En los filmes de terror nadie muere absurdamente como sí sucede en la realidad (el poeta Esquilo murió cuando le cayó una tortuga del cielo). Los asesinatos se sostienen dentro de la lógica del demente que los ejecuta, aunque no haya motivos entendibles para los “normales” como nosotros. Sin embargo, dentro de las exigencias del género, hay explicaciones para morir que llegan francamente al cliché. Y es verdad que no contamos con nadie más talentoso para la reiteración de motivos que Stephen King. Su catálogo literario incluye con insistencia cementerios navajos, niños autistas con poderes y, en gran medida, extraterrestres. El planteamiento y desarrollo de It (elogiado por un buen número de espectadores) alcanza los límites de lo vomitivo (pero no como recurso de género) ante la aparición de una araña gigante a la que hay que vencer. Hay muchas cosas en el cine que sólo deberían llegar hasta la mitad.
Fuera de lo sobrenatural, otro extremo del cine de terror exhibe las profesiones más comunes y su aplicación sádica. Películas como El dentista examinan nuestros miedos acerca de gente que bien puede esconder un loco detrás de sus batas blancas. El catcher es un caso aparte, porque ¿cómo diablos el deporte puede llegar a ser sangriento y memorable, salvo cuando se trate de softbol entre colonias o de la Liga de Madrugadores?
Una película es efectiva sólo si actúa después de la función. (Un día un tipo le reclamó a Hitchcock que su esposa ya no se bañaba en la regadera después de ver Psycho, a lo que director respondió: “pues mándela a la tintorería”). Pero el cine de terror se está volviendo por un lado más cómico y por otro más benevolente: siempre hay alguien que vive para contarlo. Esa región masoquista de nuestro cerebro, que requiere sobresaltos en la butaca, se frustra cada vez más con los últimos filmes. Tal vez haya que volver a los canales de televisión para experimentar de nuevo ese miedo en nuestro organismo. Y no me refiero solamente a las versiones dobladas de algunos clásicos del género. La realidad mexicana siempre nos regala otros motivos.
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