Blogia
Tediósfera

No se culpe a nadie

No se culpe a nadie

Debería existir en los calendarios un “Aniversario de la Evolución”, para que las personas recordáramos que no podemos comportarnos como simios cada que se nos pegue en gana. Nuestra condición de seres supremos de la Creación parece concedernos derecho a cometer actos de absoluta estupidez y, además, ridículamente. No el balde, Johnny Knoxville utilizó la ridiculez estúpida para hacer de su programa Jackass un éxito televisivo, hasta el grado de ser desafiado en imbecilidad por la gente de Dirty Sánchez o de Viva La Bam. Sobra agregar que una competencia entre personas así sólo derivaría en saber quién tiene genitales más resistentes.

Dice el siempre acertado aforismo de Lichtenberg: “Errar es humano también en la medida en que los animales no se equivocan o se equivocan poco y entre ellos sólo los más inteligentes”. No conformes con eso, los seres humanos hemos desarrollado la capacidad de equivocarnos sin aprender y de hacer una historia de nuestras propias actuaciones idiotas. ¿En cuánto puede valuarse la estupidez de las personas? Según la popular frase de Einstein (“Sólo conozco dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y de la primera no estoy muy seguro.”), en mucho; sobre todo porque los hombres ya demostramos, con creces, que el Sappiens que corona el nombre de nuestra especie se reduce simplemente a un bello e inservible  latinismo.

 “Los premios Darwin” son galardones hechos a la medida de nuestra imbecilidad. Provenientes de un popular sitio en Internet (www.darwinawards.com, que recopila muertes sin más sentido que el de librar a nuestra especie de ciertos ejemplares de inteligencia dudosa), tienen el mérito de recodarnos que la tragedia auténtica del hombre no radica en sus circunstancias sino en esos comunes lapsos en que las personas parecen no experimentar sinapsis. Son cinco los requisitos para contender a dicho premio (según palabras de Wendy Northcutt, autora del libro Los premios Darwin, publicado en castellano por RBA): “el candidato ha de autoeliminarse del patrimonio genético; el candidato tiene que hacer gala de una desconcertante incapacidad de comportarse con buen juicio; el candidato tiene que ser el causante de su propia muerte; el candidato ha de ser capaz de mostrar buen juicio (entiendo que se refiere a no ser un enfermo mental), y, por último, el caso tiene que estar comprobado.”  

Si Michael Moore ha demostrado que los norteamericanos son bípedos tan inconscientes que no merecen tener armas en su casa, el libro de Northcutt añade evidencias al respecto: en 1992, Ken Bargey de Carolina del Norte, quiso contestar el auricular cuando fue despertado por el sonido del teléfono, pero en lugar de eso tomó una Smith&Wesson .38 Especial que tenía cerca de su cama, que se descargó cuando se la acercó al oído. El mismo Moore en su ya indispensable documental Bowling for Columbine relata lo sucedido con un aficionado a las armas que quiso fotografiar a su perro disfrazado de cazador (con todo y rifle), y que fue asesinado de manera accidental por el animal (me refiero al perro, que por cierto no fue enjuiciado).

De esta manera “Los premios Darwin” nos invitan a un recorrido tragicómico que incluye, entre otros, a seis egipcios que mueren ahogados al intentar salvar a una gallina (que sí sobrevivió), a un terrorista que abre su propia carta bomba devuelta por franqueo insuficiente, a un hombre que intentó ganarle el paso a un tren pero que no contaba que del lado contrario otro imbécil había tenido la misma idea (provocando un aparatoso choque), a la maniática coleccionista de cosas que muere atrapada cuando sus preciados objetos le caen encima, a un herrero ruso que había usado una bala para tanque como yunque durante diez años hasta que se dio cuenta de que era una mala idea cuando ésta le explotó, a los ladrones de una antigua tumba china que mueren a causa de los gases tóxicos que había en dicha tumba, al ladrón primerizo que intentó robar una tienda... de armas (precisamente), al individuo que quiso jugar a las caricaturas y le adaptó a su automóvil un cohete de combustible sólido (como el que usaba el Coyote para perseguir al Correcaminos) sólo para morir estrellado en un precipicio, al hombre que murió aplastado por una máquina de refrescos de cola a la que pretendía sacar un refresco gratis pese a que tenía en los bolsillos $25 dólares en billetes y $3 en monedas y al decepcionado amoroso que sube a una torre de alta tensión (alejado a cierta distancia de los cables) para beberse una cervezas y que por la flojera de bajar, orina desde esa altura y muere electrocutado porque, como muchos saben, al agua salada es buena conductora de electricidad.

Dos de los casos recopilados me parecieron bastante representativos de la estupidez humana y a continuación los transcribo:

1. Un campesino polaco, Krystof Azninski, podría calificarse como el hombre más “macho” de Europa al decapitarse él solo. Azninski, de 30 años, había estado bebiendo con amigos cuando alguien sugirió que se desnudaran y jugaran algunos “juegos de hombres”. Comenzaron por golpearse uno a otro en la cabeza con carámbanos, pero luego un hombre tomó una sierra de cadena y se cortó la punta del pie. No queriendo quedarse atrás, Azninski tomó la sierra y gritó “¡Miren esto, entonces!”, giró la sierra eléctrica hacia su propia cabeza y se la cortó. “Es raro,” dijo un compañero, “porque cuando era joven, le gustaba ponerse la ropa interior de su hermana. Pero murió como un hombre.” (Agencia Reuters, Londres, 1996) (No es “Jackass”, lo sé; pero sin duda merecería serlo).

2. En Francia, Jacques LeFevrier quiso asegurarse de su muerte cuando intentó el suicido. Fue a la cima de un acantilado y se ató un nudo alrededor del cuello con una soga. Amarró la otra extremidad de la soga a una roca grande. Bebió veneno y se incendió la ropa. Hasta trató de dispararse al último momento. Saltó al precipicio y se disparó al mismo tiempo. La bala no lo tocó pero al pasar cortó la soga sobre él. Libre de la amenaza de ahorcarse, cayó al mar. El repentino zambullido en el agua extinguió las llamas y le hizo vomitar el veneno. Un pescador caritativo lo sacó del agua y lo llevó a un hospital, donde murió… de hipotermia. (1989)  (El caso me recuerda una de las escenas clásicas de suicidio en Delicatessen de Jean Pierre Jeunet.)

 ¿No son éstos, signos de la decadencia humana; dirían los Testigos de Jehová, “de la cercanía del fin de los tiempos”?  

0 comentarios