Libros, libros y más libros
1.
Los libros constituyen el último escalafón de los gastos familiares. En la zona C del salario mínimo, las quincenas se acaban antes de satisfacer siquiera las urgencias, así que los libros –esos gastos excesivos- son apenas un lujo o algo que presta la SEP en los años de escuela. Visto de esa forma, una feria del libro es casi como una venta de cosas que no necesitamos. (Eso se aplica salvo en algunos casos extremos: Héctor Malavé y yo estuvimos cinco días comiendo las tortas ahogadas más baratas de Jalisco con tal de comprar ejemplares de Horkheimer, Saki o Nabokov en las librerías de Guadalajara).
Este año, la feria universitaria de Campeche fue recluida primero por los organizadores y después por el clima. El Cine-Teatro Renacimiento es un lugar extraordinario: tiene baños, está techado, es amplio y con un escenario donde los escritores pueden subirse a leer lo que se les pegue en gana. No obstante, está alejado del tránsito y parece siempre cerrado (el poeta Sergio Witz sugería poner unas edecanes Telcel afuera para invitar al transeúnte a pasar). Pese a los esfuerzos por ubicarlo a través de mamparas, hay que tener mucha voluntad para llegar al Renacimiento. En años anteriores, el ex templo de San José era un buen escenario por estar en el centro de la ciudad y porque demostraba que un libro es algo que nos sale al paso y nos obliga a detenernos.
A quienes nos gusta leer añoramos algunas ferias de hace una década, donde había todo lo que queríamos menos el dinero para adquirirlo. En ese entonces apenas podíamos acceder a Borges en cinco pesos y a Carballido en 15. En esas carpas situadas en la Plaza de la República, también nos rodeaba una multitud de nombres que no sabíamos que existían (Cormack McCarthy, Kurt Vonnegut, P. G. Wodehouse) y que cinco años después descubrimos quiénes eran y lloramos no haber comprado sus libros a precio de regalo. Bueno, quizás las cosas no eran tan buenas como las describo, pero la nostalgia de lo perdido nos hace pensar que se trataba de mejores épocas.
2.
Una de las cosas que uno agradece cuando recorre una feria del libro son los saldos, libros que no se vendieron en su tiempo y que ahora regresan a la tercera parte de su precio. Escoger un libro no supone menos misterios que encontrarse con una mujer: hay un detalle, un nombre, un título, una insistencia (hay portadas que nos miran desde el estante tantas veces que uno termina irremediablemente por caer). Para escoger un libro, uno recurre a ciertas estrategias. Hay tan poco dinero y tantas opciones que no queda de otra. Una es por el nombre de un autor (alguien dijo que Pirandello era un genio y eso mismo opinó otra persona de Ray Bradbury); está la adaptación cinematográfica (quien llegue a No es país para viejos de McCarthy, porque le gustó Sin lugar para los débiles, se hizo un gran favor). A veces nos gusta nada más la portada (Platonic Sex que exhibe la espalda desnuda de una mujer oriental podría ser un buen comienzo, aunque el libro nunca describa las escenas escabrosas que promete); por el tema (aquella crónica del 68, ese ejemplar sobre cómics de los setenta). Ah, y la que nunca me falla: porque la autora es guapa (así llegué a Candace Bushnell, antes de saber que había escrito Sex & the City).
3.
Cada que paseo de nuevo por un stand pienso en la economía. Es decir, pienso en las pérdidas de quienes nos ofertan lo “mejor” de su casa editorial. Me preocupan los vendedores de enciclopedias que tratan de convencerme que ese libro gigante sobre cortes de pelo era lo que estaba buscando en la vida. Me preocupa el comerciante de juegos pedagógicos que no me ve pinta de padre de familia ni estudiante normalista. Me angustia el stand de publicaciones universitarias con tantos libros que no me interesa comprar. O ese cubículo del Inegi que a estas alturas no sé si vende algo o sólo es un escaparate para ver a un empleado con uniforme del Inegi teclear en su computadora a todas horas. Quizás falta el espíritu mercantil, seducir al comprador como si uno estuviera ofreciéndole en realidad un afrodisíaco. Una vez en un mercado ambulante en el DF, buscaba algo de comer entre puestos de naranjas y de tacos barrocos. Tenía tanta prisa que no había visto una mesa con libros que había cerca, pero el vendedor de ese puesto me llamó (en realidad me identificó como identifica a un pervertido el comerciante de películas XXX) y me puso en la mano la Historia universal de la destrucción de libros como si se tratara él de un narcomenudista y yo fuera, qué remedio, un adicto. El señor, un bigotudo curtido por el sol, me contó entonces una anécdota: hace unos 200 años Napoleón había dicho que era necesario destruir la mayoría de los libros porque sólo cada siglo nace un autor verdaderamente importante. “Los ministros de Napoleón le respondieron que no podía pensar eso, que en los libros estaba contenida la memoria de la humanidad y Napoleón respondió: Sí, pero es una memoria infame”.
Acto seguido: le compré el libro. Nunca he podido corroborar si el vendedor me mintió, pero la fascinación del momento valía cualquier engaño.
4.
José Gaos decía que “toda biblioteca personal es un proyecto de lectura”, por eso no me aflige comprar tantos libros que no sé si leeré.
6 comentarios
karol -
Leticia -
Eduardo Huchín -
KurtC. -
Saludos!
rodrigo solís -
Laura Trujillo -
En realidad, la falta de amor a la lectura sumado a lo pobre que es el salario los libros se convierten en un lujo, que para comprarlos sabes que tendrás que sacrificar algo si quieres leer algo.
Coincido, he comprado muchos libros que aún no leo, pero otros más que han fascinado mi gusto por ellos.
Bueno, gracias una vez mas por la lecturo y pues libros,libros y mas libros.
Un saludo