Los desamores ridículos
A la par del Día del Amor, debería existir una celebración al desamor, verdadero motor de la música pop, subsidiario de las cervecerías, tutor de jóvenes promesas literarias. No existe tal festejo porque sus destinatarios serían más numerosos, porque los regalos atravesarían demasiadas ciudades y biografías, y porque finalmente todo desamor es incosteable.
Pero tampoco nos emocionemos tanto. Al hacer un recuento de nuestro pasado nos daremos cuenta que las historias de desamor son una carretera perfecta que pudo haber sido transitada sin complicaciones. Pero nosotros -abogando eso que llaman la condición humana- evitamos esa posibilidad y preferimos tomar la terracería del drama.
Como en toda historia de amor que se respete, la primera chica de mis sueños asistía cada domingo a comulgar. Yo tenía 15 años en ese entonces, era un católico convencido y quería ser músico a como diera lugar, aun si eso significaba tocar para el coro de la iglesia. En cada celebración eucarística, yo veía a mi amor imposible cerca de la pila bautismal y sentía que los santos espiaban mis distracciones con rostro compasivo. San Francisco, cráneo en mano, me decía: “Paz, hermano lobo”.
La conocí en un retiro espiritual y para conquistarla realicé todo lo cristianamente posible. Participé en convivios, hice colectas, salí en pastorelas, recé rosarios. Mi mayor prueba fue correr en una marcha guadalupana, en donde alcancé una resistencia que nunca he vuelto a demostrar. Ella, que viajaba en la camioneta que nos abría paso a los peregrinos, no tenía ojos para mí, sino sólo para aquel tipo que la acompañaba. Ambos mirándose parecían La anunciación de Fray Angélico.
Yo no le gustaba y no era para menos, mi desafortunado historial amoroso sólo podía explicarse a través del déficit de atributos personales. Al fin de cuentas, no tenía ni corazón de lis ni alma de querube ni lengua celestial, ni otras virtudes, digamos, más corpóreas. Concepción siempre me miró con vergüenza compasiva, como las catequistas observan a los pequeños que les hacen preguntas idiotas. Nunca coincidimos en las filas de la comunión. Ella sabía que me gustaba y quizás por eso, limitó nuestros contactos físicos al momento en que todos nos dábamos la paz.
Cuando sentí su rechazo a través de los continuos desencuentros, entendí que la palabra “incompatibilidad” era dolorosa no sólo en términos sanguíneos. Llené páginas enteras de lamentaciones, hice llamadas anónimas, encontré mi vida retratada en las canciones de la FM. Todo ese masoquismo predispuso con facilidad una solución sádica: formar un grupo de rock. En el nivel iracundo de mi desesperación, los vecinos se encargarían de las mentadas. Rompí el suficiente número de cuerdas para darme cuenta que había actuado como un idiota. Para el último año de la preparatoria, Concepción todavía soñaba con vivir el romance bíblico de Rut.
Tiempo después entré a la Facultad de Humanidades. La universidad inauguró el otoño de las hojitas parroquiales, en muchos sentidos, principalmente en el sentimental. Cursar literatura en una escuela donde la mayoría de las estudiantes de psicología te imagina acostado, pero sólo en sus divanes, te deja poco menos que indefenso. Demasiadas tentaciones al alcance: freudianas con novios contadores, investigadoras sociales que adoraban viajar a poblados insalubres y aspirantes a sexólogas que terminaron abriendo academias de baile. Yo preveía en cada posibilidad un desastre absoluto. Pensar en una inminente tragedia amorosa me provocaba tantas tensiones como un examen sobre El primero sueño, pero no tenía remedio. La atracción que despertaban en mí las psicólogas parecía la única perversión que no contemplaba el Informe Kinsey.
La Facultad de Humanidades suponía además la inquietante certeza de no saber qué hacer entre tantas mujeres (posiblemente el 80 por ciento del alumnado). Como si la condena fuera pasar cuatro años con las manos atadas y a merced del Paraíso, las psicólogas bajaban a la dirección en grupos tan compactos como sus conversaciones. Yo las veía desde mi salón, a mitad de las escaleras, con el cuaderno en la mano y un libro en la cabeza. Ellas interrumpían mis notas a golpes de realidad, con el murmullo perfecto para entrometerse entre Pedro Páramo y yo. En esa atmósfera de tránsito, en esa invitación continua a dejarlo todo y volverme un sicópata, escribir se convirtió en la única forma de supervivencia.
Para la mayoría de las chicas que estudiaban psicología, los literatos e historiadores que compartíamos con ellas la Facultad éramos una especie de parásitos. Les sorbíamos los presupuestos, ocupábamos ocho salones necesarísimos y nuestros cuerpos estaban más entrenados en las sillas giratorias que en los aparatos del gimnasio. A la inversa, ese desprecio funcionaba en nosotros como una especie de afrodisíaco que nos hacía perder fácilmente la cabeza. La persona que me hizo salir de ese mundo de fantasía –en que podía organizar bacanales completas con un pase de lista- estudiaba el tercer semestre y tenía un novio que estaba forjando su futuro en una universidad regiomontana. Se llamaba Valentina.
Una noche de octubre recibió mis flores. Su reacción inmediata fue también su primer diagnóstico clínico: “Estás loco”. Le ahorré las horas de prácticas académicas diciéndole que entendía su situación, que había actuado como un tonto y que a lo más que aspiraba era a cosechar una sana amistad. Sólo faltaron animales a punto del apareamiento y mis frases de esa noche se hubieran vendido en estampitas de Tú y yo. Ella terminó con ese estúpido discurso que usan las mujeres cuando su interlocutor tiene un abdomen inadmisible. Meses después, pensé que sería bueno recuperar la dignidad por lo menos en regalías. Empecé a escribir ensayos, artículos, ácidos reclamos contra una realidad en la que sólo podía cosechar reveses. Así es como me volví escritor.
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Efren -
Rodrigo Solís -
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