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Tediósfera

Trabajadores del mundo, uníos

Trabajadores del mundo, uníos

¿Recuerdas al administrativo que retrasó tus trámites de titulación, al taxista que cobró excesivamente un servicio, al tecladista que arruinó tus quinceaños, al volquetero que no entendió bien las instrucciones y tiró el escombro en el terreno de al lado? Es decir, ¿puedes ubicarlos en tu memoria junto al empleado de salud que recetó mal una medicina, al maestro de preparatoria que te miraba las piernas, a esa señora del Ayuntamiento, inmóvil como un animal relleno de aserrín? Si alguna vez los mandaste a todos ellos al infierno, el desfile del Día del Trabajo podría pasar como una especie de séptimo círculo, un concilio a temperatura ambiente lleno de condenados. Ahí estaban todos ellos, en el calor abrasador, achinando los ojos, alzando la voz y con decenas de peticiones laborales escritas en pancartas. Sólo hasta entonces comprendiste que pese a todo tenían necesidades, alma e incluso historia: padecían la ciática, estaban a punto de perder una patria potestad y sufrían la incomprensión de alguna de sus dos mujeres. Pedían mejores salarios, homologaciones, el bono suspendido inexplicablemente. Te avergüenza pensar que sólo los criticabas porque querían jubilarse a los 50 años. Y no, con cada rostro sudado, cada uniforme mal impreso, entiendes las raíces mismas de su lucha.

Los portales del Centro Histórico son el escenario donde se desarrolla auténticamente el desfile. Todas las demás calles apenas pretextan ese momento en que la líder saluda de beso al gabinete estatal, porque esa sonrisa del secretario de Pesca podría significar diesel barato todo el año. El desfile comienza en el parque de San Martín --donde los contingentes confluyen como batallones que han firmado la paz-- y recorre la calle 12 hasta su cruce con la 67; luego toma el circuito Baluartes para llegar a la calle 10 y enfilarse rumbo al parque principal.
En esa procesión, todos cumplen una especie de trabajo extra en día inhábil: los funcionarios escuchan, los asalariados protestan, los policías sostienen por radio pláticas tan ruidosas como las de un taxista. Más abajo, sentados en las banquetas, los reporteros se ocupan en capturar en dos mil caracteres la aburrida sucesión de contingentes y sus inútiles maneras de diferenciarse unos de otros: si se es embotellador se llevan latas de refresco; si se es volquetero se conduce, vaya originalidad, un volquete.

El Día del Trabajo funciona en virtud de una serie de recados con un solo destinatario: el Gobernador. En ninguna manta alguien escribirá algún mensaje para la gente común y corriente: “Estimados alumnos: doy Lectura y Redaccion por necesidad; ni siquiera se las reglas de acentuacion”. “Señor contribuyente: tengo familia y me he visto en la necesidad de vender Avon. Por eso nunca estoy cuando usted va”. Nada. Todos dicen: “Señor Gobernador: nos sentimos olvidados, pedimos concesiones, no queremos un segundo piso en el mercado”. ¿Será que sólo el mandatario en turno puede resolver los problemas que aquejan a la clase trabajadora?, ¿será que todo depende de una firma, un acto de voluntad, un apretón de manos con el secretario general del gremio? Ni los mismos trabajadores pueden asegurarlo: su protesta es un acto de fe. La insistencia religiosa con la que marchan cada año obedece más al sonambulismo que al convencimiento. Un poco como en sus propios trabajos.

La mayor  sorpresa después de la primera hora y media de desfile es la cantidad de sindicatos que existen. ¿Por qué hay un sindicato de filarmónicos y otro de trovadores?, ¿los separan las diferencias ideológicas, digamos que unos tocan de oído y otros con metrónomo, o técnicas: que unos llevan chicas bailarinas y otros apenas un tipo que les cargue los estuches? La pregunta carece de sentido en beneficio de la diversidad sindical o por aquello que antiguamente alguien llamó “la división del trabajo”. Habituados en áreas tan específicas o tan generales en el mundo laboral, los sindicatos o pecan de precisión o pecan de ambigüedad. Algunos trabajadores buscan diferenciarse de viejos gremios y llaman a sus agrupaciones con nombres tales como Sindicato Único Gremial de Prestadores de Servicios de Carga y Pasaje de Motocarros y Triciclos “20 de Agosto”. Otros, mientras tanto, generalizan a tal grado que nadie sabe con exactitud a qué demonios se dedican, como la Federación de Trabajadores, Similares y Conexos de la República Mexicana. Finalmente, entre tantas mantas de protesta, sorprende la odiosa simplificación de las siglas: STIRT, FEDESSP, FTC. Impronunciables, imprácticas, ni siquiera reconocibles, las iniciales ejercen un pobre símbolo de unidad; son casi onomatopéyicas.

Del SUTERM al FTSE, de los molineros a las telefonistas, el sindicalismo ofrece otra virtud: el reencuentro generacional. Aquel tipo que acostumbraba a buscarte pelea al final de la clase ahora es un líder cetemista; ese otro vándalo estudiantil que echaba pegamento en los portafolios ahora defiende los derechos de cuarenta locatarios del Sáinz. ¿El mundo cambió, cambiaste tú, las cosas siguen exactamente igual? Qué importa, la mecánica del empleo hace que tus antiguos ex compañeros ahora marchen con la frente en alto y tú los observes como si nunca los hubieras visto antes.

El desfile, que duró 3 horas y media, tuvo dos momentos climáticos. Primero fue la aparición del alguna vez diputado y artista del hambre Manuel Chablé Gutiérrez, quien junto a dos acompañantes, representó un gremio que bien podría definirse como el de Alegoristas. Según entiendo la tríada de la que era parte personificaba a los tres poderes fácticos de la política mexicana: la jerarquía católica, el empresariado y Televisa. Nunca se supo quién simbolizaba qué, pues el de la izquierda tenía chaqueta, el de la derecha gorra y el del centro, un collar hecho de campanitas doradas de navidad. Su cartel decía: “El alto clero, la elite empresarial y el bipolio televisivo son los causantes de la miseria de nuestro pueblo”.  Sin esa cartulina, todos hubieran pensado que se trataba de tres tipos que habían perdido sus respectivos contingentes.

La segunda y no menos espectacular entrada fue la de los empleados del Ayuntamiento, una tropa tan numerosa como para explicar por qué nunca hay dinero en la Comuna. Los trabajadores municipales se hicieron acompañar por la botarga del Carnaval, un pájaro naranja que situó al desfile en su exacta magnitud: la comparsa.

Conforme avanzó el desfile, las críticas cedieron ante las exigencias. Los maestros pidieron “salarios dignos, decentes”; los molineros, la regularización de la venta ambulante de tortilla; los burócratas del INAH, un alto a la Ley del Issste; las mujeres obreras, hacer algo contra el acoso sexual. Pareciera que desde su invención (con Adán, incapaz de sindicalizarse ante Dios) el trabajo ha ido sustentándose en la injusticia. De tanto repetir que la celebración conmemora a los mártires de Chicago, nos hemos creído un poco mártires tan sólo por trabajar. Se calcula que cerca de 23 mil trabajadores dieron a conocer sus reclamos por las calles de la ciudad a través de 120 sindicatos. Si el desfile duró 3 horas con treinta minutos, se podría hacer un cálculo sobre lo que llamo la Tasa de Empleo Miserable (TEM): cuántas personas están infelizmente ocupadas en el municipio. Así, si para 23 mil trabajadores se consumieron 210 minutos, eso supondría 109 empleados por minuto o contingentes de mil 90  trabajadores cada 10 minutos. Por tanto, cada minuto extra en el próximo desfile podría tomarse como 109 personas más que entraron al campo laboral. Mal pagados, sin derechos, pero finalmente empleados.  Excelente índice para medir nuestro desarrollo.  

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