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Tediósfera

Nada es real excepto la música

Nada es real excepto la música

Para Gabriela, por supuesto  

1.

Eric descubrió que había llegado a su completa madurez cuando no pudo recordar a qué sonaba Transmetal. Aquella mañana vio el cartel de la banda en un aparador y las rojas letras puntiagudas sobre el fondo negro lo devolvieron a una época donde todas las mujeres eran irreales, las matemáticas imposibles y existía un programa llamado Headbangers.  ¿Qué notas le hacían mover su larga cabellera de ese entonces?, se preguntó mientras iba rumbo a su trabajo. Podía mencionar decenas de bandas, cientos de títulos de canciones, pero la música se le había esfumado en alguna parte de su nostalgia; de pronto, como si se encontrara ante un diagnóstico de Alzheimer, tuvo que reconocer que la vida se le estaba haciendo solo de palabras. “No sé qué me pasa”, fue su último dictamen antes de extrañar aquella vieja caja de casetes que había tirado su mamá. “Tengo más posibilidades de recordar a Ace of Base, que la música que en realidad me gustaba”.

  

2.

 “Es suficiente que un grupo de rock se vuelva famoso para que deje de gustarme”, había sentenciado Juan Manuel antes de que el álbum “Versus” de su ex grupo favorito, Pearl Jam, vendiera un millón de copias en una semana. En su momento de mayor felicidad, a principios de la década de los noventa, JM despreció a sus convencionales vecinos que escuchaban artistas prefabricados y más de las veces sintió que la auténtica tristeza no estaba al alcance de las masas. “La música verdadera es como el aire puro, así de vital; por desgracia a la mayoría de la gente sólo le interesa el aire acondicionado”, afirmó en una metáfora tan afortunada que llegó a mencionarla decenas de veces durante las reuniones. El tiempo pasó y casi sin darse cuenta, JM llegó a los treinta y dos años, con un hijo pequeño, un empleo mal pagado y una mujer incapaz de escuchar una canción de Luis Miguel sin ponerse surrealista. “La gente necesita aire para vivir, no importa si lo que respira proviene del DF”, fue su explicación -durante el almuerzo- a una pregunta que nadie le había formulado.

  

3.

Adrián tocaba la batería como una forma de experiencia religiosa, por lo menos desde que descubrió el placer de robar imágenes sacras. Cada tarde, tras practicar aquel redoble que parecía provenir de la Carta a los Tesalonicenses, rezaba por reunir en ese cuarto de ensayo a los doce apóstoles alrededor de un bombo que siempre tuvo la medida conveniente para transportar santos. Nadie descubrió sus cleptomanías hasta que a sus vecinos se les hizo sospechoso ese Simón Pedro bendiciendo perpetuamente el balcón. Cuando la policía entró al cuarto, el baterista acababa de ejecutar su canción favorita: “Los dioses ocultos”. “La religión es el opio de los músicos”, sentenció el abogado que lo acompañó a la patrulla, antes de comparar a Adrián con Nelson Ned.

  

4. 

“¿Cuántas cosas no hace la gente por culpa de la música?”, cuestionó Alonso durante el decomiso. La lista era larga, pero el agente de la AFI no quiso escucharla completa, aún así incluyera actividades que él mismo hacía, como silbar, grabar videos de la tele, comprar piratería, usar audífonos durante las conferencias, tamborilear mientras llegaba el mesero, comprar piratería, bajar música de Internet, hacer compilados, cantar en un inglés inexistente, comprar piratería, asistir a los bares karaoke, aprender “Don’t Cry” en la guitarra, emborracharse, sufrir por lo menos un desamor al año.

  

5. 

Pastor pensaba que los roqueros ahora necesitaban más diccionarios especializados que los entomólogos. Por eso, fechó su primera humillación musical cuando no supo distinguir el sadocore del epic gothic metal, durante una reunión que supuso un diccionario más: el de herbolaria. La música, que para él era una vibración en el intestino, ahora necesitaba de erudición y de vocabularios, algo tan propio de personas que él odiaba como los jazzistas, capaces de formar palabras como “semicorchea” en los juegos de Scrabble. Por un momento dudó de si no se trataba de puro y vil resentimiento contra un mundo hecho de definiciones y descubrió que en su diccionario íntimo para entender el mundo, la música servía para precisar la realidad. El arrebato de aquel momento, por ejemplo, sólo podía tararearse con aquel primer disco de Metallica (no de Pantera, no de Sepultura), cuya traducción nunca supo del todo. 

   

6.  

Desde el inicio de la fiesta, Lety había tenido una sola pregunta en la cabeza: “¿Cuántas pastillas son necesarias para que la música electrónica me resulte soportable?” Educada en la arcaica idea de que toda canción necesita de melodía, ritmo y armonía (aparentemente en el mismo compás), la joven sicóloga no alcanzaba a comprender la frenética fascinación de sus amigos por las celebraciones “rave”. “La música electrónica es como una mancha de Rorschach”, le explicó a punto de caerse, uno de sus más impetuosos profesores de la facultad. “Significa lo que tú necesites. ¿Ya? Ponle atención a esta pieza, ahora escucha cómo vienen galopando los bárbaros”. Entonces Leticia pensó en los raves como en unas enormes pruebas de personalidad y se sintió aliviada. Casi útil.

 

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