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Tediósfera

Este hogar es catódico

Contra las cuerdas

    

 

La opinión generalizada que he leído sobre The Wrestler es que la interpretación de Mickey Rourke no sólo representa una de las actuaciones mayores del año pasado sino que termina siendo la película. Un guión en apariencia plano, apenas un par de frases memorables, la historia de una hija que no termina de encajar del todo. Con esas deficiencias, parecía que Rourke salva el filme del mismo modo que el personaje de “El Carnero” Robison ha salvado a Rourke (lo ha puesto bajo los reflectores de un modo que no hizo ni siquiera Sin City).

Pero yo no voy a hablar de Mickey Rourke. Es decir, no voy a destacar ninguna virtud de los actores de la cinta. Nada de elogiar la mirada de Rourke, la mirada de Tomei, de cómo dan perfecta sustancia a personajes que tienen prohibido envejecer, llámese luchador, llámese striper. De sus certeros puñetazos al abdomen del espectador y de cómo la sangre de Rourke hace algo más que salpicarnos. Dejemos eso para otra función, posiblemente para otros comentaristas.

Quiero hablar del Darren Aronofsky.

Este señor ha hecho algo eso que pocos directores talentosos están dispuestos a hacer: pasar inadvertidos. ¿Que la película es simple? La vida lo es (lean sus propios diarios personales y si no tienen, consideren eso una confirmación en sí). El auténtico milagro de The Wrestler está en los detalles, en el minucioso marcaje personal al que está sometido “El Carnero” Robison. ¿Por qué detenerse más en el cuerpo del luchador que en el de su contraparte,  la striper cuarentona Pam-Cassidy? ¿Qué dibuja mejor el fracaso de Randy ante el mundo: su cuerpo agotado tras el combate o las dificultades que tiene para quitarse el pantalón antes de broncearse?

The Wrestler es un meticuloso seguimiento de una vida marcada por las deudas, la soledad, la memoria (¿cuándo en la pizarra de corcho de nuestra vida ocuparon más espacio los recortes que los post its, cuando hubo más nostalgia que planes?). “Un luchador en el ocaso de su carrera” resulta quizás la frase más simple para describir esta película. The Wrestler es un retrato a detalle de un cuerpo, entendido como el mapa pormenorizado de lo que hemos sido. Sobre cómo sobrevivir a él y cómo demolerlo a base de ilusiones.

Aronofsky sabe que un close up sobre la nalga desnuda del luchador -en el preciso instante en que una aguja la penetra- dice tanto como la frase final. Sabe que nada pinta con mayor precisión el desamparo que un guerrero intentando bañarse con una gasa en el pecho. ¿Por qué? Porque no hay épica en eso. Porque no hay heroísmo en luchar contra el propio cuerpo, ni victoria suficiente en seguir las instrucciones del médico. 

La verdadera tragedia de “El Carnero” no está en si puede seguir luchando o no, sino en la incapacidad de huir por completo de la cotidianidad, del tránsito sin sobresaltos de los años, se diría que de la vida sin adrenalina. En el fondo duele más verlo atender un supermercado que recibiendo patadas arriba de un ring. Y aunque no pueda ya, “El Carnero” insiste en luchar, porque para el éxtasis de vivir –no confundir con la vida, por favor- no existe rehabilitación posible.

¿Una cinta con demasiados minutos en los vestidores? De eso está hecha nuestra biografía. De pasillos, corredores, de un tránsito que no acaba. De arenas pequeñas y un público que enardecería lo mismo por nosotros que por cualquiera. De gente que nos reconforta, de muñecos en el tablero del carro, de cogidas eventuales, decepciones eventuales, la terquedad de buscar el amor ya sea en una bailarina o en nuestros hijos.  De abrazos que son llaves, de palmadas que pueden ser lo mismo de agresión, de trámite o de aliento.

El dolor de “El Carnero” es el mismo que el de todos nosotros: no proviene de los golpes, proviene de un mundo que ha dejado de corear tu nombre.

 

No deje este libro al alcance de sus hijos

No deje este libro al alcance de sus hijos

Este 6 de enero ha transcurrido con una recomendación de la Profeco: no compre juguetes bélicos “pues fomentarán en el menor la destrucción y que se enoje con facilidad”. Asimismo el año pasado, la misma dependencia participó en una campaña para intercambiar juguetes violentos por juguetes didácticos (de la misma forma que el Ejército le da por trocar despensas por armas de verdad). El objetivo, según la Profeco, es “fomentar una infancia libre de violencia a fin de propiciar un ambiente de orden, tranquilidad y estabilidad social en aras de una cultura de no violencia”.

La perspectiva no me extraña. Siendo el gobierno nuestro Papá simbólico no es difícil que concentre los prejuicios de miles de padres, sobre todo cuando  se refiere a la televisión, la música y los videojuegos. Convencidos de que ser progenitores responsables supone establecer prohibiciones claras, miles de padres han decidido echarle un ojo al entretenimiento actual de niños y jóvenes y han salido horrorizados.

Censores en ciernes, los padres ha aplicado a través de los años sus propios criterios para decir si un programa es apto o no para sus pequeños, o si un juego lo es o no, pero en ningún momento han indagado en el criterio que siguen sus hijos para preferir un programa o un videojuego y no otro. Demasiado preocupados por no exponerlos a contenidos inapropiados, los padres sólo han reflejado sus propios miedos adultos y en nada han entendido la manera en que los niños asimilan lo que ven.

Contra lo lugares comunes (y mejor aún, contra la corrección política) Gerard Jones explica en Matando monstruos (Ares y Mares, 2002) “por qué los niños necesitan fantasías, superhéroes y violencia imaginaria”. Refutando las consabidas evidencias científicas que asocian la violencia televisiva con la real, Jones desentraña los sesgos metodológicos que dirigen esas investigaciones para que digan lo que los padres (y las fundaciones que financian esos estudios) quieren oír: que los programas y los juegos violentos generan más violencia.

 

                 

Para Gerard Jones (guionista de cómics y autor de otros libros sobre cultura popular) la acción física de las series televisivas es necesaria para el crecimiento de cualquier niño, porque el juego es la única forma de hacer manejable el mundo. En los juegos con armas de plástico, el amigo puede levantarse de nuevo y en las peleas entre muñecos, el héroe derrotará siempre al villano. Tristemente, en la realidad, las cosas son absolutamente distintas: el muerto no se levanta, los villanos no sólo salen indemnes sino que terminan dirigiendo los destinos de las naciones.  

A los padres les asustan los juegos violentos de sus hijos porque les parece que en lugar de volver manejable la ira a través de la ficción, fomentan la barbarie como una forma de habitar el mundo. En el fondo, esta preocupación va mucho más lejos: los padres creen apropiado proteger a los pequeños de la realidad, porque la realidad les parece en buena medida cruel, porque esa realidad es imparable y ha pasado de los canales de cable a la esquina de la casa.

Uno de los principales errores acerca de los niños, dice Jones, es pensar que absorben todo lo que ven sin aplicar un criterio de discriminación. Algo tan simple, como decir “me agrada” o “no me agrada”. Falso. El problema es que a los niños les gusta aquello que a los padres no les gusta. Una pequeña diferencia generacional, que no debería sobresaltar a nadie. Sin embargo, en su afán de crecer a chicos sanos y buenos, los padres limitan ese desarrollo si implica etapas que los inquietan: ¿cómo permitir los juegos de video donde se matan zombis, las caricaturas y libros sobre demonios y monstruos?

 

 Otro de las falacias que desentraña Matando Monstruos es la percepción comúnmente aceptada que la violencia visual desensibiliza a quienes la ven, al grado de hacerlos indiferentes a las muestras de violencia en la vida real. Jones explica que los pequeños y adolescentes piensan en la violencia del videojuego, la televisión y el cómic como ficción y que saben que fuera de ese mundo imaginario, la violencia es dañina y terrible. “Las miles de imágenes de explosiones y muertes no amortiguaron el pavor que todo el mundo sintió ante la tragedia del 11 de septiembre de 2001”, dice el autor. ¿Qué pasó, no se supone que todo parecería una imagen más del vasto catálogo de explosiones hollywoodenses? Uno de los jóvenes entrevistados por Jones, fanático de los juegos de video y del cine violento, lo describe con precisión: “Sigo viendo una y otra vez la escena del avión chocando contra el rascacielos, y me parece sacada de un videojuego o de una película. Y pienso: he visto esto miles de veces, pero sólo ahora es real. Y verlo como algo que se supone que es divertido o emocionante únicamente sirve para empeorarlo”.   

Por décadas, hemos sobrevalorado la influencia de la ficción en niños y jóvenes. Una historia de las prohibiciones a lo largo de los siglos XIX y XX podrían dar una imagen exacta de cómo evolucionan nuestros temores adultos, la fotografía de lo que queremos imponer como un mundo mejor. Es difícil pensar que en las primeras décadas del siglo XX, existieran condenas hacia Tarzán, por contener escenas de salvajismo o que a principios de los ochenta se considerara perjudicial exponerse a los primeros videojuegos (para los censores que los fantasmitas acabaran con Pac mac comiéndoselo era una forma de violencia). Gerard Jones se pregunta si el problema no estribará en que sólo cambiamos los demonios a los cuales condenar y no las estrategias para enseñar a los niños a enfrentar el mundo.  

“Queremos que nuestro hijos sean sensibles a la violencia. (...) Tenemos miedo que las imágenes violentas les hagan ver menos real la violencia real”, explica el autor. “Pero tampoco queremos que nuestros hijos vivan atemorizados por la violencia. Hacemos todo lo posible para que su entorno esté exento de violencia, y nos inquieta que gracias a la televisión y los videojuegos, la violencia entre en nuestras salas de estar o en sus dormitorios”.

¿Vivimos el peor de los tiempos?, ¿no está la actual generación de niños y jóvenes caminando rumbo a la perdición, guiados por el Internet, el Playstation 3, la televisión y la música moderna? Habría que tranquilizarse un poco. Hacia 1930, la percepción general en periódicos y revistas especializadas era que la generación de ese momento era la más perjudicada y problemática que se conocía.  Setenta y nueve años más tarde, las cosas que preocupaban a los adultos de ese tiempo parecen ridículas, ¿llegarán a serlo en el futuro los argumentos que actualmente esgrimimos contra todo lo que no nos gusta?

Viendo un poco la TV actual, los videojuegos y sobre todo las prohibiciones que sobre de ellos hacen los adultos (que aún no sé quienes son, porque cada vez veo a más adultos interesados en comprar un Guitar Hero para sí mismos) me pregunto si en realidad los padres no temen el mundo futuro que heredarán a sus hijos, sino el mundo futuro que representan sus hijos.

               

 

Una defensa de la televisión

Una defensa de la televisión

Nada tan fácil como culpar a la televisión. Salen de ella cosas tan terribles, que si se tratara de una persona no la dejaría uno entrar a la sala de mi casa. Pero como es la televisión, le hemos permitido llegar hasta el dormitorio, y con frecuencia es la última imagen antes de dormir y la primera al levantarnos.

 

La izquierda la responsabiliza de promover los intereses oscuros del empresariado, de ocultar información, manipular los temas importantes y criticar a sus líderes. En el fondo, la izquierda desprecia a la TV por no ser como La Jornada, pero en pantalla. La derecha por otra parte culpa a la televisión de impulsar los valores más degradantes de la actualidad, de glorificar el sexo y presentar a familias disfuncionales, de exaltar la violencia y usar a modelos en ropa interior para anunciar cualquier producto. Y como la TV es lo peor que existe pero convoca a muchos votantes, tanto la derecha como la izquierda recurren a ella cuando necesitan promover sus reformas o sus consultas ciudadanas.

Los especialistas (y las madres de familia que les creen) recomiendan menos tele en la vida. Yo creo que en muchos sentidos lo auténticamente peligroso es la realidad (trate de ver un choque por TV y después protagonizarlo en la realidad para comprobar esta tesis). Pero los padres, y las Sociedades de Padres, tienen tan poca influencia sobre la realidad (ni siquiera han logrado un mundo sin cuotas escolares) que mejor dirigen su artillería contra la televisión, tan llena de mensajes reprobables, pero igualmente tan influyente en la vida de sus hijos. Es un enemigo muy obvio… y está en casa. Qué mejor que darle con todo. Ya ven ustedes: violencia electrodoméstica.

Decir que la televisión es mala es como decir que leer te hace mejor. Depende de qué veas, depende de qué leas. El problema con la TV es que se necesitan tanto dinero para realizar un programa, que por lo regular se opta por algo malo pero exitoso. El libro es un artículo tan barato de producir que da la oportunidad a los auténticos genios de salir a la luz (entre una multitud de malos autores de poesía). La TV necesita anunciantes, el libro apenas un editor arriesgado o un poeta ahorrador. Por eso hay tantos libros buenos y tantos programas desechables: porque la TV no tiene más remedio que costearse a través del éxito y el libro es de principio una apuesta perdida. La primera no arriesga para no perder, el segundo arriesga porque ya todo es ganancia. Es quizás la gran cantidad de buena literatura que puede hallarse en una biblioteca y la magnitud de estupidez que podemos encontrar en un sábado de zapping lo que ha creado el espejismo de que, por definición, leer es benéfico y ver tele, dañino. Pero no nos dejemos engañar, hay gran televisión como libros buenos en la misma proporción.

Quizás una de las confusiones proviene de creer que la TV abierta abarca toda la televisión. Es indudable que una apabullante mayoría no tiene acceso al cable, pero también son muchos quienes aún teniendo un sistema de paga son incapaces de ver buena televisión, porque ya se acostumbraron a ver la mala, le ha agarrado el gusto y buscan a Lalo España en todos lados, no importa si se tienen 70 canales que nunca ven.

Con la televisión de paga en EU las cosas cambiaron a favor del público. HBO llegó junto a un puñado de obras maestras como tarjeta de presentación. Sólo hay que recordar que su serie Los Sopranos fue recibida por el New York Times como el producto de cultura popular más importante en 25 años. Junto a la familia de mafiosos aparecieron las mujeres hablando de sexo (Sex and the City, pese a la película), la vida de una familia a cargo de una funeraria (Six feet under) o el retablo de lo que es el mundo de las drogas disfrazado de trama policíaca (The Wire).

Sin series de televisión el mundo sería un lugar más triste. El cine nos ha enseñado por poco más de un siglo el arte de comprimir una trama y contarla en dos horas. Pero el cine no basta para indagar todas las complejidades de la vida, sus nimiedades ni el coro de personajes que pueden dar forma a una historia. Se necesitarían películas de 13 horas que nadie estaría dispuesto a ver. Para ello, están las series de televisión, que transitan como transita la vida: de manera paulatina.

Ahora más que nunca, coinciden los críticos, la ficción televisiva estadounidense vive su Edad de Oro. No podía ser más aventurada a la vez que apasionada la afirmación del escritor argentino Hernán Casciari al respecto:

“Hoy, la ‘tele yanqui’ es mejor que el ‘cine yanqui’ y, posiblemente, también es más arriesgada y creativa que la literatura contemporánea en general”.

Y es que un buen número de series de gran calidad nos llegan del país vecino (Entourage, Curb your enthusiasm, The Office) y sería especialmente desafortunado no prestarles atención porque nuestra idea de la televisión proviene de los peores ejemplos de la TV mexicana: los realitys, las telenovelas o los sketches olímpicos. La buena televisión existe y está al alcance de la mano, ¿por qué no reconciliarnos con la pantalla chica en lugar de descalificarla por mero hábito?

Después de leer el libro que originó a Sex and the City y de ver la película que precedió a la serie, algo me hace suponer que hay ficciones que nacieron para ser televisión. Y eso es bueno, porque demuestra un potencial enorme en ese medio al que le hemos dado demasiados derechos en la casa, pero que a la vez le tememos más de la cuenta. La calidad en ella es un asunto de elección, como en la política. Con tan buen material por descubrir (lo mismo en la literatura, el cine o la música), hablar mal de toda la televisión también es un acto de comodidad.

 

 

Es que no le tuvieron paciencia

Don ramon

TENÍA QUE SER EL CHAVO DEL OCHO

Según un estudio en Ecuador, El Chavo del Ocho es el programa más violento en horario familiar de ese país, superando a series como Walker, Texas Ranger (con Chuck Norris), Los Soprano y Dragon Ball. El estudio fue realizado por la organización Participación Ciudadana, con el auspicio del Instituto Nacional de la Niñez y la Familia (Innfa) y contempló 110 programas de televisión y series animadas transmitidas entre las 07:00 y las 21:00 horas.

Los adultos encuestados para este estudio consideraron que doña Florinda daba demasiadas cachetadas a Don Ramón y que eso tarde o temprano iba a repercutir en la forma en que sus hijos tratarían a sus vecinos (sobre todo a los que eran desempleados o pobres). Uno no puede estar más de acuerdo con ellos: Chespirito es el diablo. Porque lo más peligroso del Chavo, según veo, no es que su violencia haya sido reiterativa (sucedía en cada capítulo y casi por los mismos motivos) sino que diera risa.
Para los encuestados –y esto es lo revelador- “era preferible una violencia que se demostrara como real, que una  manejada como ficción”. Es decir: optaban por que sus hijos vieran los auténticos efectos de la violencia (como aquellos comerciales de “El que le pega a una nos pega a todas”), a capítulos donde los golpes de Doña Florinda más que indignación provocaran carcajadas.
No sé por qué, 37 años después, sale a la luz esto, si siempre hemos sabido que El Chavo era un catálogo de malos ejemplos: demasiados niños en la vagancia, padres irresponsables que se escondían del casero, hijos manipuladores y familias absolutamente disfuncionales (nunca aparece ningún matrimonio completo). Sus valores eran la desidia (Don Ramón), la intolerancia (Doña Florinda), la arrogancia (Kiko) o la incompetencia (Jaimito el Cartero), ya no digamos la torpeza (El Chavo). En fin, que con tantos buenos modelos uno ya no se extraña por qué Chespirito era el cómico preferido de los capos latinoamericanos o por qué su éxito ha alcanzado para tres décadas: porque sus personajes se parecen a muchos de nuestros conocidos. 

     
     

 
QUÉ BRUTOS, PÓNGALES CERO

El juicio Ecuador vs El Chavo revela una de las mayores preocupaciones de los padres respecto a la televisión -que fomente la violencia-, pero más aún muestra que los estudios suelen calificar de violenta a casi cualquier cosa. Ya Gerard Jones, en su libro Matando monstruos había desarticulado los sesgos metodológicos que inclinaban los estudios de violencia y televisión hacia una respuesta previsible. Si son las organizaciones familiares quienes patrocinan esos estudios, ¿por qué no respaldar lo que siempre han creído: que la televisión violenta genera un comportamiento violento?

Pero resulta que todo lo que hemos visto en nuestra vida tiene alguna dosis de violencia, que en lugar de indignarnos, nos hace reír. Si un amigo se resbala a su lado, ¿lo primero que hace es prestarle auxilio o reírse? Ya sabemos, que carcajearnos hasta lagrimar. ¿Eso lo convierte en un sádico? Para nada. No es lo mismo ser acuchillado que caerse del columpio, en particular porque sabemos distinguir la herida del raspón, la violencia que realmente hace daño de la que no.

¿Por qué no pensar que los niños saben igual hacer esta distinción? Esencialmente porque la violencia televisiva sólo sucede en la ficción, nos da risa y para nada nos angustia. La civilidad, aunque necesaria, es bastante aburrida: nunca triunfaría un programa donde Silvestre y Piolín dirimieran sus diferencias debatiendo sobre la cadena alimenticia. Tomamos cierta violencia a broma porque sabemos que el Coyote se repondrá después de romperse los huesos en el fondo del desfiladero o que el gato Tom estará de nuevo sano y saludable en el siguiente capítulo luego de servir de camino para una aplanadora. Es por eso que la violencia ha acompañado al entretenimiento en todas nuestras épocas: llámese las caricaturas, las luchas, los videos de gente que se cae o los talk shows sobre maridos infieles que son descubiertos por sus esposas. 

     

 

TIENE USTED MUCHA BARRIGA, SEÑOR CRUELDAD

Las bromas de El Chavo, quien lo duda, son a veces tan inocentes como los chistes que traen las revistas cristianas. Sin embargo, en momentos de lucidez, Chespirito también hizo que su humor abordara la realidad con más crueldad que compasión. Y son precisamente esos atisbos de incorrección, lo más entrañable del programa.

Escena emblemática: Don Ramón no tiene dinero y está a la puerta de su casa llorando su desgracia. El Chavo acaba de recibir 10 pesos para barrer el patio de la vecindad, por lo que se encuentra escoba en mano y listo para iniciar su tarea. Sin embargo, al ver a Don Ramón tan triste, el Chavo decide, en un acto de humildad, darle su dinero. El papá de la Chilindrina le devuelve una mirada de agradecimiento. Dos segundos después, el Chavo le da la escoba y le dice: “Pero que quede bien limpiecito”.

Los mejores gags de El Chavo nos muestran lo peor de nosotros mismos. Por eso su violencia, más que irritante es divertida. 

 

BUENO, PERO NO SE ENOJEN

Un dato interesante. Para el 43% de los adultos encuestados en Ecuador, el Estado debe ser el protagonista de una prohibición de la programación violenta (es quien debe ponerle un alto al Chavo). Y en orden descendente, también deberían hacerlo los medios de comunicación, la familia y el sistema educativo. En fin, ya que el Estado no puede hacer nada para contener la violencia en la vida real, los padres consideran indispensable que por lo menos sea exitoso acabando con la violencia en la ficción.

Ahora una duda. Que haya demasiada violencia del mundo, ¿es un problema de la ficción o es un problema de la realidad? Entonces, ¿en dónde es más pertinente que se hagan los arreglos?

(Alguien debe estar pensando: Eso, eso, eso). 

     

Para quienes dudaban de El Chavo como un buen programa educativo.

La vida: material para oficina

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Que The Office es una de las mejores series de la historia ni quien lo niegue. Sus capítulos suelen caminar en una cuerda floja brillantemente tendida entre lo cotidiano y lo excepcional. Como ejecución perfecta de la ficción, la obra creada por Ricky Gervais y Stephen Merchant concibe la tragedia de las mayorías: no hay muertes, no hay heroísmo, apenas hay vergüenza ajena, acaso una situación embarazosa. A lo más que llega una catástrofe civilizada es a un memorando roto del coraje.

La televisión ha esculcado el espacio privado desde sus primeros éxitos. Las familias han sido uno de los temas preferidos por su unidad de espacio: no importa cuántas historias nos sucedan en la calle, los sitios vacacionales o los bares, siempre volvemos al hogar. De ahí que sea rentable pensar en programas de seis temporadas, donde los personajes no cambien sino que simplemente se den el lujo de crecer un poco. 
 

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Aunque otros seriales abordaron el escenario laboral para hacer sus capítulos (hasta en México hubo un engendro llamado Mi secretaria), Gervais y Merchant llevaron esa premisa hasta sus últimas consecuencias. Aprovechando lo mismo recursos del documental que del reality show, exploraron la jornada laboral de una distribuidora de papel (ni siquiera un emporio, apenas una sucursal en Inglaterra), pero que en su entramado encierra la relación que existe en cualquier oficina. 

El trabajo es un espacio donde los seres humanos confluyen sin otros motivos más que la necesidad. Los personajes para este universo, por ende, son seres grises, comunes, altamente identificables en la nómina que firmamos cada quincena. Basar sus historias en las relaciones (aparentemente asépticas, pero turbias en lo profundo) de una oficina, dio a los realizadores de la serie una veta inagotable. Cumpliendo la regla estilística de Ernest Hemingway, The Office ha puesto frente al televidente icebergs cuya mejor parte permanece siempre bajo el agua.

Para cumplir con las etiquetas tenemos que decir que se trata de una comedia, pero es mucho más que eso. Sin risas de fondo, con un manejo extraordinario de los silencios, las pláticas banales, pero sobre todo sustentados en un elenco que a falta de superestrellas representa inmejorablemente a los hombres sin atributos del último siglo, los argumentos de The Office se centran, en apariencia, en los conflictos de oficina, pero en el fondo rastrean las implicaciones de la convivencia humana.

El capítulo de presentación muestra al jefe David Brent tratando de lidiar con el anuncio de probables despidos en la compañía. Brent (interpretado de manera insuperable por el propio Gervais) representa a ese tipo de individuos que evitarías de no ser porque están a la cabeza del organigrama. Misógino, racista, vulgar, ególatra, busca a todas horas demostrar que es un jefe “buena onda”, alguien en sintonía con sus trabajadores, a quienes considera la prioridad de toda empresa. (Una de sus frases favoritas: “¿Cuál es la verdadera riqueza de una compañía? Su personal”). Tratando en todo momento de no perder la simpatía de sus subordinados, Brent vuelve una epopeya un asunto tan simple como elegir quien se va. Alguien preocupado porque su imagen de líder comprensivo nunca se borre, evade sus responsabilidades para con la compañía, porque es incapaz de enfrentar el más mínimo recorte de personal. David Brent es como esos presidentes populistas que no puede tomar medidas que afecten sus porcentajes de aceptación en la próxima encuesta.

En The Office todo parece ser tan increíblemente cotidiano que uno acaba por identificar esa oficina son su propia oficina. Se trata de compañeros sin muchas virtudes pero de sumo entrañables, dado que su patetismo nos toca. Gente solitaria, que desearía trabajar en otro lado, pero no puede. Ese soportar al jefe porque no les queda de otra los define. Uno de ellos (Tim) quiere superarse, la recepcionista (Dawn) pinta en sus ratos libres, pero no, siguen ahí, viviendo el tedioso infierno de despachar encargos de papel por el teléfono.


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The Office tiene dos versiones: la original inglesa (de la BBC) y la adaptación norteamericana (que compró NBC). Ambas están producidas por la dupla Gervais y Merchant, aunque los guiones de la versión americana corren a cuenta de otros escritores (algunos incluso, parte del casting de actores secundarios). Verlas con el fin de compararlas es otro ejercicio inútil: Ricky Gervais es único y el humor de su serie es más incorrecto, más lento, bucea el fastidio hasta dejar un sabor amargo cuando uno sale a la superficie. En los capítulos americanos hay más velocidad, el jefe (interpretado con bastante desenvoltura por Steve Carrell) llega pese a todo a crear empatía con el espectador. La The Office americana apostó además por dar mayor peso a los personajes secundarios (el contador, la recepcionista, el tipo de Recursos Humanos, etcétera), dada su intención de hacer más de dos temporadas (que es lo que duró la inglesa). Huelga decir que salió avante, con un producto que es probablemente la mejor comedia en la TV actual estadounidense. 

Los personajes de televisión consuman el mismo ritual de nuestros compañeros de la oficina: nos los encontramos cada día o semana a determinada hora para cumplir cada uno con su trabajo. Pero The Office ha ido un poco más allá: explotando los mejores recursos de la televisión, ha dicho más de la realidad que los shows sobre personas reales. En su teatro del tedio, ha dispuesto de los elementos necesarios para terminar viendo a nuestras propias oficinas y vidas como ficción. Más que nunca, ahora podremos pasar situaciones que merecerían la frase: “Esto bien podría ser una serie”.

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                              Para bajar la serie, clikea aquí.

 
Ahora un capítulo de la versión americana. Es la única que he encontrado subtitulada para ver en línea.


www.Tu.tv

     
www.Tu.tv 

     
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Para más capítulos de The Office (versión estadounidense) completos y subtitulados, clikea acá.

Más alto, más rápido, más fuerte

Más alto, más rápido, más fuerte

Decir que vemos los Juegos Olímpicos para emocionarnos del espíritu competitivo es como decir que vemos una porno para desentrañar el misterio del erotismo. No: en realidad nos entusiasman los cuerpos extranjeros haciendo proezas que sólo los norteamericanos, los alemanes y con frecuencia los asiáticos pueden hacer. En la medida que nos muestran a alguien que no somos nosotros, las Olimpiadas se vuelven atractivas, lo mismo que el cine triple X.

En esta edición, los Olímpicos tuvieron el encanto de desarrollarse en un país del que sabíamos muy pocas cosas, salvo que fabricaban lo mismo sombrillas y electrodomésticos que guitarras de Paracho y que la procreación se les daba con la misma eficacia que la manufactura. Fuera de eso –de los estragos que su economía y su demografía producían sobre las nuestras-, la China actual era un misterio.

“Lo último del cine chino que vi fue ‘Mulan’”, dijo el sábado un amigo, mientras mirábamos las competencias de natación en la TV.

Yo quería contar que sabía tan poco de China, que sólo tres días antes de la inauguración olímpica supe que Beijing era en realidad Pekín, y todo porque los idiotas de las televisoras habían difundido el nombre en chino como si se tratara de otra ciudad. No dije nada porque en ese preciso instante entró otro amigo diciendo: “Compré unas botanas acordes al evento” y nos mostró un paquete gigante de cacahuates japoneses. Entonces me di cuenta que nosotros veíamos Asia de la misma manera que el resto del mundo veía Latinoamérica: como un bloque cultural donde todos los vecinos se parecían demasiado entre sí.

Que los chinos estuvieran colapsando el mercado mundial podía tomarse como el pretexto perfecto para que su ciudad capital concentrara a atletas de todas las nacionalidades peleando –como los países que representaban- el oro. Como metáfora del mundo, las Olimpiadas habían exhibido la hipocresía de la sociabilidad: nos abrazamos y felicitamos, pero sólo después de habernos destrozado sobre la cancha.

 Lo peor de las Olimpiadas es que permiten corroborar la regla que rige al capitalismo: que Estados Unidos y China arrasan con las tablas y cualquier entrometido –digamos un africano de esos que corren mucho y son incapaces de manchar siquiera de sudor sus camisetas- es percibido como un héroe, precisamente porque representa el desagravio del tercer mundo. ¿Y nuestro país? Como sucede con sus estimaciones económicas, México fue con más esperanzas que competitividad y se ha conformado con que sus deportistas rompan récords nacionales, aún así no les alcance para pasar de las primeras eliminatorias.

Los Olímpicos son una buena parábola de lo que sucede con la economía: da la impresión de que las condiciones son equitativas para la contienda, pero no se trata sino de un espejismo, en tanto hay más cosas detrás de un medallista que el mero coraje y amor a la bandera, al igual que la sola calidad no explica un producto de ganancias millonarias. Unos países se apoyan en los subsidios, otros en la tradición, unos más en la raza y aunque todos reprueben el uso de sustancias, nadie se ha atrevido a negar lo mucho que han servido tanto al deporte como al mercado.  (¿O acaso soy el único que piensa que tanto récord pulverizado tiene explicaciones químicas, a menos que todas las superpotencias enviaran replicantes en lugar de atletas?)

En un divertido artículo, José Israel Carranza cifra la pregunta exacta que define mi fascinación por las justas olímpicas: “¿En qué momento de su vida un niño decide que será lanzador de martillo?” La jabalina, el disco, la bala son ese tipo de vocaciones para las cuales hay que tener muchos problemas o haber nacido en regiones sin televisión y sin mayor esperanza en la vida que manejar máquinas simples. Son esos deportes sin glamour los que mejor concretan la imagen básica de las Olimpiadas. Son ejercicios clásicos, llenos de tipos gruesísimos, que parecen trabajar en aserraderos para ganarse la vida. Es, en fin, lo más alejado a las competencias redituables, como el futbol o el baloncesto, que abrigan lo mismo a metrosexuales salidos de comerciales de desodorantes, que a hombres con más tatuajes en la piel que grafitis en un baño. Me agradan esas competencias que  son difíciles de considerar un espectáculo, porque en este mundo moderno, casi nada puede no serlo.

En cambio, lo que menos me gusta de las Olimpiadas es el nacionalismo a ultranza: las ceremonias de premiación, donde el ganador del oro entona su himno nacional con la mirada perdida en algún recuerdo familiar. Como los escritores, no representan nada, son meros individuos, provenientes de países donde la mayor parte de la gente no es como ellos. Los Olímpicos premian la excepción: esa es su naturaleza. ¿Qué importa entonces que se trate de un ugandés, de un italiano o un brasileño?

Al tiempo que celebra el triunfo, el nacionalismo sirve para justificar la derrota. Se vuelve una idea tenaz como la de que los clavadistas mexicanos merecen mejores calificaciones o que los jueces están obsesionados con la flotación de nuestros marchistas. El nacionalismo es una voz como la de Julio César Chávez que en lugar de provenir de la televisión, proviene de la conciencia y dice: “Hey, ¡no le están contando los puntos al mexicano!”.

Una actividad física inherente a las Olimpiadas es el zapeo. Ningún otro ejercicio une al mundo tanto como el recorrer cada 30 segundos los canales de cable y contemplar un set de tenis, e inmediatamente después un inning del beisbol. Las competencias olímpicas son como las notas de guerra: no soportamos más de cinco minutos por enfrentamiento. En fin que los Olímpicos volverán a darnos más clases de geografía que de historia y nos hablarán de un mundo donde los únicos hechos lamentables entre países son las caídas vergonzosas de la barra fija.

 

Villanos en pantalla

                Jokers

Los villanos son más entrañables. Si alguien marcó la idea de maldad en mi infancia fue una señora con un parche en el ojo, capaz de matar a diestra y siniestra, enfundada en ese tipo de vestidos que usaban mis vecinas para ir a misa. Se llamaba Catalina Creel y era la cabeza de una familia con demasiados rasgos en común con otras familias mexicanas, en especial de las que serían nuestras novias.
Pero los malos de las telenovelas la ven muy fácil. Tienen a su merced a una horda de chicas que aunque guapas son bastante torpes a la hora de descubrir quién les está arruinando la vida. Sacrificadas, tontas  y generalmente de malos gustos –se van con el primer fornido que se les atraviesa- las heroínas televisivas nunca están a la altura de los dementes que los productores les ponen enfrente. Por eso el bien apenas triunfa en el tiempo de compensación -diez minutos antes de la boda-, por eso mi madre duda de cualquier chica que se asome por la casa y se parezca a Cynthia Klitbo.

Cynthia

En las sagas de superhéroes el asunto es más obvio. Cada entrega se diferencia de la anterior por el villano que presenta. Si eso significa que el mal es variado y el bien es siempre el mismo, no lo sé, pero qué aburrido sería contemplar la vida cotidiana de Peter Parker, sin otro aliciente que pasar el año en la universidad y abrazar cada tarde a la tía May. O Batman combatiendo ladrones de poca monta, detenidos por protagonizar una riña callejera o robar cobre de las plantas de agua potable. El superhéroe surge porque el mal es volátil y difícil de capturar.    

Los villanos de cómic son al igual que quienes los persiguen, gente afecta a los disfraces. El Mal y el Bien no pueden ser reducidos a simples conceptos: tienen que estar encarnados por tipos que usan capas o se pintan la cara. Hombres y mujeres que recorren los tejados o han sido tocados por la gracia de la radioactividad. El Bien y el Mal tienen que ser perfectamente identificables a la hora de comprar muñecos para un regalo.  

Los villanos responden siempre a una época. Encarnan en sus obsesiones los miedos del mundo y concentran todo aquello que la mayoría de la gente practica pero de forma más discreta: la avaricia, la ira, el sadismo, etcétera. En la tele mexicana de los ochenta, los villanos eran por un lado familiares y por el otro, ardidos. Se trataba  más que nada de señoras que buscaban impedir la boda del joven heredero con la sirvienta, o millonarios no correspondidos. El amor hacía demente a unas cuantas personas y ellos asesinaban, metían en la cárcel a una decena de inocentes, provocaban la discordia entre un par de enamorados, y el móvil de todo eso era el despecho.

Con el paso de los años, los malos mexicanos se fueron volviendo más sociales. Salieron del círculo familiar y ahora eran capataces de haciendas, dueños de fábricas donde explotaban a niños, alcaldes déspotas de municipios perdidos.   La perversidad que impedía una boda entre dos jóvenes que se querían era la misma que adulteraba licores en una destiladora de Jalisco. Las telenovelas se fueron nutriendo de los noticiarios que los proseguían. Los villanos, en unas y otros, parecían más bien socios.

Rocha

Pero la televisión nacional siempre ha pecado de maniqueísta. Sus villanos están exentos de matices y sus héroes desprovistos de sentido común. Lo único que los une a la realidad es que a todos les gustan que sus parejas hayan modelado para el Maxim y el Men’s Health. Por lo demás, son bastante inverosímiles.

En los cómics y en las películas basadas en ellos, el asunto es otro. Para un mexicano es bastante improbable que el mal tienda al disfraz estrafalario. Pero en un país, como EU, que ha criado criminales que se disfrazaban de payasos o se comían sus víctimas, lo estrafalario ya es requisito de pertenencia. Si incluso la gente decente raya en lo grotesco (ver Youtube), ¿qué esperar de quienes representan la locura en sus más altos niveles? 

El más reciente ejemplo de un villano memorable acaba de regalarle 150 millones a una compañía apenas en un fin de semana (parece que ya duplicó esa cantidad fácilmente a estas alturas). No, no se trata de un contratista de Pemex. Es el nuevo Guasón (o The Joker) interpretado por Heath Ledger, que ha seducido a millones de espectadores en la sexta entrega de Batman (El caballero de la noche) y la segunda a cargo del director Christopher Nolan. El impacto de su actuación ha sido tal, que muchos ya lo ven como ganador de un Oscar aún después de muerto.

Heath

Convertido, gracias a una sobredosis, ya en un mito, Ledger ha logrado un punto de comparación nada menos que con Jack Nicholson, quien diera vida al mismo villano en aquella primera cinta de 1989 sobre el hombre murciélago.  Resulta estéril a estas alturas decir quién lo hizo mejor, pero el mero hecho de someter ambas interpretaciones a un juicio público se ha vuelto en realidad una pregunta generacional. Quien defiende a ultranza a Jack Nicholson revela de principio su edad.

Ledger nos regaló un loco a la altura de un mundo que parece haber abandonado en algún momento la cordura. El Guasón para el siglo XXI está menos obsesionado en hacer bromas que en cuestionar en cada palabra, en cada acto, nuestro concepto del orden como bien común. Es la aparición de un criminal sin reglas, pero sobre todo de un tipo poseedor de una maldad insobornable, lo que desquicia a Batman y lo que mantiene al espectador al filo de la butaca. Está más que claro que para EU el mal no podía ser otro que el terrorismo. Pero el Guasón no es un simple psicópata; incluso tiene su propia definición: “soy un agente del caos”. Un sicópata es un producto de la locura social latente, un agente del caos quiere hacer salir eso que de psicópata tiene la gente común y corriente.

El Guasón  de El caballero de la noche es alguien capaz de poner en dilemas morales a todo mundo. Su fascinación es su miedo. Y lo acepto, es tan buen villano que no tuve molestia alguna en contribuir con 45 pesos a su récord de taquilla.                  

Extras: como la vida misma

Extras: como la vida misma

Ricky Gervais es un gordito británico que ha sido músico de pop, representante del grupo Suede y comediante de bares. No obstante, alcanzó una apabullante celebridad después de escribir, producir, dirigir y actuar la serie The office, auténtica revolución catódica  que se ocupó con rapidez un sitio entre las obras cumbres de la comedia por televisión, en ese monte Olimpo a donde --se dice-- ningún inglés había accedido desde los Monty Python.

La serie (creada junto a Stephen Merchant) fue emitida por la BBC entre los años 2001 y 2003 y consta de 12 capítulos y dos especiales navideños. Concebida como un falso documental sobre una pequeña empresa de papel, The Office prescinde de las risas grabadas y de ese perfecto rompecabezas argumental donde todas las historias se conectan hasta la irrealidad (y cuyo máximo exponente es Seinfeld). La vida es más simple, más amarga, pero también es propensa al ridículo. The Office retrata el infierno confortable del trabajo, la imposibilidad de proyectar ante los demás una sana imagen de nosotros mismos.

Después del éxito de su pequeña obra maestra (hay quien la considera la mejor serie de todos los tiempos, al grado de dar origen a una versión estadounidense mucho más exitosa que la original), el dúo Gervais-Merchant concibió Extras, la historia de un actor del montón, Andy Milleman, que hace hasta lo impensable por conseguir una línea en cualquiera de las películas donde participa. Ver la primera temporada nos hace descubrir que no estamos ante una comedia: Extras es un trago amargo que no podemos pasar sino a carcajadas.  

Milleman (interpretado por el mismo Gervais) es eso que podemos definir un perdedor. Sin pareja ni futuro, amigo de otra extra que no hace sino echar las cosas a perder cada que abre la boca, representa fielmente esa imagen de aquello que no desearíamos ser, pero que ineludiblemente terminamos siendo: alguien del montón. Su humor ácido e incorrecto es una forma de supervivencia ante un mundo que es horrible en la realidad y en la ficción (no olvidemos que trabaja a fin de cuentas en esa “fábrica de sueños” que es el cine).

Dentro de una industria cuya principal función es engañar al auditorio, el set de filmación pareciera simbolizar una especie de limbo en donde nada es absolutamente real ni ficticio. En cada capítulo de la serie, participa un actor reconocido (estrella mayor o venida a menos, como Kate Winslet, Samuel Jackson o Les Dennis) representándose a sí mismo, o mejor dicho, exagerando la peor parte de su personalidad. Engreídos, superficiales, prejuiciosos, los héroes del celuloide también son seres horribles a los que es mejor no conocer de cerca, a riesgo de vivir el peor de los desencantos.   

Del lado de la gente común la cosa no mejora. Si el mismo protagonista es un tipo indeseable, pero con quien es posible identificarse, no puede esperarse mucho del resto de los personajes. Darren, el representante de Andy, es desesperantemente inútil y menosprecia en todo momento la capacidad de su representado. Torpe e ineficiente, resulta incapaz no sólo de buscarle un papel a Andy sino incluso de recordar por qué demonios lo citó a las seis en su oficina.

Maggie es la mejor amiga del protagonista;  su vida en los platós fácilmente se reduce a querer encontrar una pareja dentro de la industria, así sea el escenógrafo o el tipo de Recursos Humanos. Todas sus relaciones se echan a perder por una particularidad que termina siendo catastrófica: el chico que le gusta tiene un pie más corto, uno de los actores es guapo pero negro, el de los decorados le dice obscenidades por teléfono. No es que ninguna de estas cosas le disguste, pero en el fondo el detalle se vuelve enorme e incómodo y por alguna otra razón, termina por ser definitivo.

Humor triste es el de Ricky Gervais; gracioso, sin duda alguna, pero al que no puede separarse de su tamiz de incomodidad. “Algunas escenas transitan la línea entre lo terriblemente divertido y lo insoportablemente vergonzoso”, ha escrito Daniel González y no le falta razón. No es exactamente “pena ajena” lo que experimentamos al ver las irremediables maneras que tenemos los seres humanos para equivocarnos y luego tratar de remediarlo, pero es algo muy cercano.  

¿Qué hay, pues, detrás de esta serie que no es una mera sucesión de chistes, que no trata de inculcar lecciones de vida? Precisamente eso: que se parece demasiado a la realidad sin caer en la tentación de abandonar su carácter de fábula. Es decir, las series tradicionales y las telenovelas muestran la vida como debiera ser: la pareja llega al altar después de muchas dificultades, los protagonistas aprenden algo nuevo después de un capítulo lleno de equívocos graciosos, se resuelve un misterio, un villano recibe su merecido. En Extras nadie aprende nada, seguimos cometiendo los mismos errores una y otra vez, decimos  cosas que era mejor mantener calladas, hacemos comentarios desafortunados, nos cuestionamos cosas estúpidas (Maggie llama por teléfono a Andy tan sólo para preguntarle: “¿Qué preferirías: un brazo biónico o una pierna biónica?”). En fin que Extras resume el apotegma del Gordo Tony de Los Simpsons, quien después de ver un sangriento episodio de Tom y Daly declara: “Es gracioso porque es real”.

Así, el humor de Gervais y Merchant transita del delirio a la amargura como una película cambia los ángulos de su toma. Después de cada capítulo uno no puede afirmar categóricamente que ha pasado un rato divertido, pero tampoco puede decir lo contrario. Finalmente, Extras es como la consabida pregunta “¿Eres feliz?”, a la que habría que responder: “Sí, pero no todos los días”. 

  

Un fragmento del episodio con Samuel Jackson.


A petición de P, he eliminado el extraordinario monólogo de Andy Milleman dentro de un reality show. Esto en el capítulo de navidad de Extras.