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Tediósfera

No deje este libro al alcance de sus hijos

No deje este libro al alcance de sus hijos

Este 6 de enero ha transcurrido con una recomendación de la Profeco: no compre juguetes bélicos “pues fomentarán en el menor la destrucción y que se enoje con facilidad”. Asimismo el año pasado, la misma dependencia participó en una campaña para intercambiar juguetes violentos por juguetes didácticos (de la misma forma que el Ejército le da por trocar despensas por armas de verdad). El objetivo, según la Profeco, es “fomentar una infancia libre de violencia a fin de propiciar un ambiente de orden, tranquilidad y estabilidad social en aras de una cultura de no violencia”.

La perspectiva no me extraña. Siendo el gobierno nuestro Papá simbólico no es difícil que concentre los prejuicios de miles de padres, sobre todo cuando  se refiere a la televisión, la música y los videojuegos. Convencidos de que ser progenitores responsables supone establecer prohibiciones claras, miles de padres han decidido echarle un ojo al entretenimiento actual de niños y jóvenes y han salido horrorizados.

Censores en ciernes, los padres ha aplicado a través de los años sus propios criterios para decir si un programa es apto o no para sus pequeños, o si un juego lo es o no, pero en ningún momento han indagado en el criterio que siguen sus hijos para preferir un programa o un videojuego y no otro. Demasiado preocupados por no exponerlos a contenidos inapropiados, los padres sólo han reflejado sus propios miedos adultos y en nada han entendido la manera en que los niños asimilan lo que ven.

Contra lo lugares comunes (y mejor aún, contra la corrección política) Gerard Jones explica en Matando monstruos (Ares y Mares, 2002) “por qué los niños necesitan fantasías, superhéroes y violencia imaginaria”. Refutando las consabidas evidencias científicas que asocian la violencia televisiva con la real, Jones desentraña los sesgos metodológicos que dirigen esas investigaciones para que digan lo que los padres (y las fundaciones que financian esos estudios) quieren oír: que los programas y los juegos violentos generan más violencia.

 

                 

Para Gerard Jones (guionista de cómics y autor de otros libros sobre cultura popular) la acción física de las series televisivas es necesaria para el crecimiento de cualquier niño, porque el juego es la única forma de hacer manejable el mundo. En los juegos con armas de plástico, el amigo puede levantarse de nuevo y en las peleas entre muñecos, el héroe derrotará siempre al villano. Tristemente, en la realidad, las cosas son absolutamente distintas: el muerto no se levanta, los villanos no sólo salen indemnes sino que terminan dirigiendo los destinos de las naciones.  

A los padres les asustan los juegos violentos de sus hijos porque les parece que en lugar de volver manejable la ira a través de la ficción, fomentan la barbarie como una forma de habitar el mundo. En el fondo, esta preocupación va mucho más lejos: los padres creen apropiado proteger a los pequeños de la realidad, porque la realidad les parece en buena medida cruel, porque esa realidad es imparable y ha pasado de los canales de cable a la esquina de la casa.

Uno de los principales errores acerca de los niños, dice Jones, es pensar que absorben todo lo que ven sin aplicar un criterio de discriminación. Algo tan simple, como decir “me agrada” o “no me agrada”. Falso. El problema es que a los niños les gusta aquello que a los padres no les gusta. Una pequeña diferencia generacional, que no debería sobresaltar a nadie. Sin embargo, en su afán de crecer a chicos sanos y buenos, los padres limitan ese desarrollo si implica etapas que los inquietan: ¿cómo permitir los juegos de video donde se matan zombis, las caricaturas y libros sobre demonios y monstruos?

 

 Otro de las falacias que desentraña Matando Monstruos es la percepción comúnmente aceptada que la violencia visual desensibiliza a quienes la ven, al grado de hacerlos indiferentes a las muestras de violencia en la vida real. Jones explica que los pequeños y adolescentes piensan en la violencia del videojuego, la televisión y el cómic como ficción y que saben que fuera de ese mundo imaginario, la violencia es dañina y terrible. “Las miles de imágenes de explosiones y muertes no amortiguaron el pavor que todo el mundo sintió ante la tragedia del 11 de septiembre de 2001”, dice el autor. ¿Qué pasó, no se supone que todo parecería una imagen más del vasto catálogo de explosiones hollywoodenses? Uno de los jóvenes entrevistados por Jones, fanático de los juegos de video y del cine violento, lo describe con precisión: “Sigo viendo una y otra vez la escena del avión chocando contra el rascacielos, y me parece sacada de un videojuego o de una película. Y pienso: he visto esto miles de veces, pero sólo ahora es real. Y verlo como algo que se supone que es divertido o emocionante únicamente sirve para empeorarlo”.   

Por décadas, hemos sobrevalorado la influencia de la ficción en niños y jóvenes. Una historia de las prohibiciones a lo largo de los siglos XIX y XX podrían dar una imagen exacta de cómo evolucionan nuestros temores adultos, la fotografía de lo que queremos imponer como un mundo mejor. Es difícil pensar que en las primeras décadas del siglo XX, existieran condenas hacia Tarzán, por contener escenas de salvajismo o que a principios de los ochenta se considerara perjudicial exponerse a los primeros videojuegos (para los censores que los fantasmitas acabaran con Pac mac comiéndoselo era una forma de violencia). Gerard Jones se pregunta si el problema no estribará en que sólo cambiamos los demonios a los cuales condenar y no las estrategias para enseñar a los niños a enfrentar el mundo.  

“Queremos que nuestro hijos sean sensibles a la violencia. (...) Tenemos miedo que las imágenes violentas les hagan ver menos real la violencia real”, explica el autor. “Pero tampoco queremos que nuestros hijos vivan atemorizados por la violencia. Hacemos todo lo posible para que su entorno esté exento de violencia, y nos inquieta que gracias a la televisión y los videojuegos, la violencia entre en nuestras salas de estar o en sus dormitorios”.

¿Vivimos el peor de los tiempos?, ¿no está la actual generación de niños y jóvenes caminando rumbo a la perdición, guiados por el Internet, el Playstation 3, la televisión y la música moderna? Habría que tranquilizarse un poco. Hacia 1930, la percepción general en periódicos y revistas especializadas era que la generación de ese momento era la más perjudicada y problemática que se conocía.  Setenta y nueve años más tarde, las cosas que preocupaban a los adultos de ese tiempo parecen ridículas, ¿llegarán a serlo en el futuro los argumentos que actualmente esgrimimos contra todo lo que no nos gusta?

Viendo un poco la TV actual, los videojuegos y sobre todo las prohibiciones que sobre de ellos hacen los adultos (que aún no sé quienes son, porque cada vez veo a más adultos interesados en comprar un Guitar Hero para sí mismos) me pregunto si en realidad los padres no temen el mundo futuro que heredarán a sus hijos, sino el mundo futuro que representan sus hijos.

               

 

2009

Propósito prioritario: no repetir más de dos propósitos por año que contengan la frase "ahora sí".

Chicas bailarinas

Chicas bailarinas

SEXO

Para llegar al D’Fox o al Diamante de July uno tiene que salir de la ciudad: pagar 100 pesos de un taxi o en su defecto adentrarse en caminos que recuerdan la Masacre de Texas a fin de evadir los retenes. Asentado en un área de moteles y decenas de hectáreas baldías, su ubicación parecería tan inexacta como su dirección: Carretera Campeche-Mérida, Lote 8, Kalá, Campeche, pero la espectacular imagen de 6 metros de una estrella porno que nos mira como si hubiéramos depositado dos millones en su cuenta bancaria da la pauta para saber dónde estamos.

Decidir si se escoge el D’Fox o el Diamante es como zapear  entre TV Azteca y Televisa. Se trata al fin de cuentas de mismos rostros que hacen exactamente lo mismo mientras nos venden la misma cerveza. Construido uno a unos metros del otro, ambos tables han alimentado una migración que va del público a las chicas. No obstante pese a los parecidos, los fines de semana, se transforman en dos universos tan diferentes como el Cielo y el Infierno: el Diamante promete un aglutinamiento de viejos indeseables con suficiente dinero como para financiar una precampaña; el D‘Fox en cambio acoge a las decenas de perdedores que no tienen para pagarse un privado en el edificio de enfrente.

C, J, F y yo entramos al D’Fox en otro de nuestros clásicos trabajos de campo. (de haber entrado al Diamante hubiera tenido un título perfecto para este artículo: July in the Sky with Diamonds). "Trabajo de campo" significa llevar sólo cien pesos en la bolsa y una tarjeta de débito para las emergencias. Escogemos una mesa cercana a la escalera donde las chicas entran y salen del escenario, sobre todo por la visión panorámica del rincón, que al mismo tiempo nos mantiene casi escondidos como una manada de sombras.

Dirijo a continuación mi vista hacia el escenario: dos tubos laterales y uno principal da una idea del minimalismo al que ha llegado la excitación profesional.  Me pregunto por qué si la legislación actual ha hecho hasta lo imposible para salvarnos del pobre fumador que hasta nos pide permiso no ha hecho nada por el humo artificial que a cada rato nos envuelve como si estuviéramos en medio de un incendio en California. Es solo hasta que observo la primera actuación que entiendo la razón de todo: en una realidad sin photoshop, las chicas que viven de la libido han encontrado en las luces, el humo, el alcohol consumido por su público y las alturas a unos aliados nada desdeñables. Tras una hora de contemplación ni siquiera puedes decir si son bonitas o feas, si bailan bien o giran con gracia alrededor del tubo. La duda es su principal ganancia.

Uno de los síntomas de la decadencia del entretenimiento para adultos es que ahora las chicas tardan tres canciones en desnudarse. C jura que hubo un tiempo en que los pechos ya estaban al aire antes del primer solo de guitarra. “¿Qué diferencia hay entre esto y una disco?, cuestiona J. “Probablemente que en un table nunca encontrarías hombres solos bailando sobre las bocinas“, digo.

 

PUDOR

Un mesero, acompañado de cuatro bailarinas se acerca y nos dice: Cortesía de la casa. A mí me toca la más gorda de las cuatro y cuando se sienta sobre mis piernas más que en sexo pienso en el celular que cargo en el bolsillo. Hola, me llamo Érika, me dice y me da un beso en la mejilla. Cuando hay que excitar a cuentagotas, las chicas usan los mismos protocolos del ligue en la secundaria. De hecho, un table sirve para que un cliente mentiroso (siempre dirá que tiene una profesión más respetable: senador o ingeniero de PEMEX) dialogue con una mujer que cambia de biografía cada vez (las teiboleras han convenido decir que vienen de Guadalajara, Tabasco o Veracruz, y que empezaron trabajando en el local de enfrente hasta descubrir que éste era mejor). Esta vez Erika me revela que en realidad no se llama Érika sino Yanira. O sea que el nombre de teibolera es el auténtico, le digo. Qué cosa, me pregunta haciendo el gesto de quien no ha escuchado nada por el volumen de la música. Entonces pienso que no sólo el humo, las luces y el alcohol, sino también la poca ropa y el ruido sirven aquí precisamente para que nadie se conozca lo suficiente.

Tras una canción de plática, la estrategia a seguir es bailar sobre el cliente. Aunque tengo a mis amigos a un lado, verlos con mujeres en sus piernas en un asunto tan desagradable como atisbar la habitación de mis papás. Prefiero mirar las mesas del otro lado de la pasarela, donde los clientes se reconocen y saludan como si coincidieran en el estadio y no a los pies de una desnudista. Lo siento, tengo que distraerme en otro lado: la teibolera es el tipo de mujer que puedes disfrutar si hay una pantalla de humo entre ustedes dos. Fijo mi atención en el escenario. Detrás del tubo principal una pantalla gigante proyecta videos de tables extranjeros (descubres eso en los acercamientos de cámara a unos muslos sin celulitis) y eso me hace pensar en esos locales que pese a tener a un grupo en vivo no pierden la oportunidad para proyectar en sus pantallas conciertos con bandas de verdad.

Dos canciones son suficientes para que Érika cumpla su tiempo de prueba con el cliente  y encamine la plática hacia el asunto que verdaderamente la ha traído a mis piernas: la sed. Invítame una cerveza, por favor, me dice y se justifica: Es que hoy me desperté con una cruda atroz, por favor, plis, plis. Le pido al mesero una cerveza más, pero el hombre, provisto de una ética mercantil amparada en los cientos de burócratas a quienes les da congestión alcohólica al momento de pagar la cuenta, me aclara: Cuando la cerveza la pide ella, vale 120 pesos.

Por instinto empujo Érika de la indignación antes de ponerme de pie.

“¡Oye, qué te pasa!, reacciona. 

Es que soy casado y de repente tuve culpa, digo mientras me sacudo el pantalón como si una piñata llena de confeti se hubiera roto sobre mí.

Ella se va a otra mesa, mientras mis amigos me ven con rostro de vergüenza. Para su desgracia también les han pedido la cuota de una bebida.

 

 

LÁGRIMAS

Seguimos atentos a los bailes. Bajo el poste izquierdo observo a un gordo que en lugar de ver a la chica que le baila, canta con los ojos cerrados la rola en turno. ¿De qué se trata venir al table entonces?, me pregunto. En ese momento, F pronuncia la frase que nos salva al tiempo que me condena:

Vamos a hacer la vaquita para rifarnos un privado, ¿no?

Sólo entonces verifico si aún conservo la integridad con la que llegué al inicio: el celular, los lentes, la sobriedad.

“¡Puta madre, la cartera!

Caigo al suelo con más rapidez que si estuviera en una riña callejera. Nada, sólo zapatos que siguen el ritmo.

Digo entonces una serie de improperios que difícilmente podrían ser incluidos en un discurso por el Día de la Mujer.

“¿Cómo sabes que fue ella?, me cuestiona F. Con lo que te balanceabas (o te balanceaban) se te pudo haber caído fácilmente.

Sí, carajo, precisa C, parecías un sillón antiestrés.

Voy a ver al mesero, para quien lo más que puedo hacer es regresar a la tarde siguiente a ver si alguien ha tenido la amabilidad de dejar mi cartera (especifica que sin dinero) en el área de objetos perdidos.

“¿Alguna vez eso ha dado resultado?, le pregunto.

Pues no, pero con esa actitud tampoco va  a regresar su cartera. Sólo déme su nombre para que sepamos que se trata de usted.

Pido hablar con el jefe de seguridad a quien le cuento mi desgracia. Para no acusar sin pruebas al mesero o a Érika, digo que sospecho de los bebedores de la mesa de al lado.

Tenemos cámaras, chavo, pero no las podemos ver acá. Nos monitorean desde Mérida y ahorita no creo que haya nadie despierto.

“¿Es un kinder o qué? ¿no se supone que ésta es su hora de trabajo?

Sólo se encoge en hombros.

El mesero regresa a verme con cara de que le han condonado su deuda del Infonavit.

Tengo una idea, me dice.

A estas alturas acepto lo que sea.

Vaya a su mesa, ahora verá cómo aparece su cartera.

Regreso ante la miraba burlona de mis compañeros.

Antes de anunciar a Brittany (la bailarina que una hora antes le había confesado a J que había sacado su nombre de Alvin y las ardillas), el tipo del sonido dice: Se pide la colaboración para encontrar una cartera, repito, una cartera con tres mil pesos (en realidad llevaba cien, pero yo había dicho al mesero que contenía novecientos). Al dueño no le importa el dinero (en realidad lo único que me importaba era el dinero, mi tarjeta y mis credenciales de elector y de Blockbuster), pero tiene documentación muy importante (quizás tres tarjetas de presentación con números telefónicos apuntados en el reverso). Así que si usted, amigo del DFox, ha encontrado esa cartera, puede dejarla acá en el área de sonido y no se le harán preguntas. Repito: no se le harán preguntas. Puede reconocer la cartera por la credencial a nombre de Eduardo Huchín Sosa. Repito: Eduardo Huchín Sosa.

Pedí un vaso de ron y me lo tiré en la cara para ver si no estaba soñando.

It's Miller time!

It's Miller time!

Henry Miller, al fondo, manteniéndose en forma a través del deporte.

Cada que llega fin de año (bueno, los últimos tres diciembres así ha sido) vuelvo sobre las páginas de "Al cumplir ochenta" de Henry Miller: 

Si a los ochenta años no estás ni tullido ni inválido y gozas de buena salud, si todavía disfrutas una buena caminata y una comida sabrosa (con todo y acompañamientos), si duermes sin pastillas, si las aves y las flores, las montañas y el mar te siguen inspirando eres de lo más afortunado y deberías arrodillarte en la mañana y en la noche para darle gracias al Señor por mantenerte en forma. En cambio si eres joven pero ya tienes cansado el espíritu y estás a punto de convertirte en autómata, sería bueno que te atrevas a decir de tu jefe —en silencio, claro— “¡Al carajo con ese fulano, no es mi dueño!”. Si no te has quedado culiatornillado y si te sigue emocionando un buen trasero o un magnífico par de tetas, si todavía puedes enamorarte las veces que sea y si perdonas a tus padres por el delito de haberte traído al mundo, si te hace feliz no llegar a ningún lado y vivir al día, si puedes olvidar y perdonar y evitar volverte amargado, cascarrabias, resentido y cínico, hombre, ya vas ganando.

Lo que importa son las cosas pequeñas, no la fama ni el éxito o el dinero. La cima es muy estrecha, pero abajo hay muchos como tú que no se estorban ni se molestan. Ni por un instante se te ocurra que los genios viven felices; todo lo contrario, dan gracias por ser del montón.

 

Anatomía de la (feliz) melancolía

Anatomía de la (feliz) melancolía

Diciembre es un extraño mes porque al tiempo que todo mundo te desea feliz navidad el fin de año nos pone melancólicos, memoriosos y en más de una ocasión hasta irritables. Dada esa extraña sensación de experimentar dos opuestos (como cuando hay frío pero también sol y uno se pone –inútilmente- al sol para contrarrestar el frío), quisiera hablar de una banda cuyo disco me llegó este 24 con precisión poética (y sin planearlo, ya saben que el correo puede lo mismo arruinar la entrega de un regalo como darle un nuevo sentido), de parte de mi amiga Elisa Corona.

En Elisa Corona Aguilar tengo a una suerte de gemela lejana, pues compartimos cuatro pasiones: el ensayo (su libro Amigo o enemigo, es una delicia, se los juro, lo recibí ayer y hoy ya lo he terminado), la literatura infantil (escribió un maravilloso texto sobre Harry Potter y Willy Wonka para la antología El hacha puesta en la raíz, cuyo boleto de entrada me costó a mí apenas dos páginas), 31 minutos y la música: Elisa es cantante y guitarrista de la banda Feliz Azul.

“El nombre”, explican en su myspace, “surgió de una pregunta simple con una respuesta complicada: si su música comienza a sonar melancólica, triste, a veces oscura, ¿cómo es que siempre están felices?” A lo que el grupo responde: “El nombre suena a una felicitación a medias, suena a carita feliz pero sin color amarillo, suena al color más trillado de los malos poemas pero con un timbre de ironía, suena como desearle a alguien ¡Feliz Melancolía!”

La banda está conformada por Maribel Rodríguez en la voz y piano, Elisa Corona, en la voz y guitarra, Pablo Portillo, en el bajo y Jorge Fernández en la batería.

¿A qué suenan? No lo sé, soy malo para dar referencias. Es como querer presentarles a un amigo diciéndoles: Vean cómo se parece a Jack Black. No obstante, la banda ha admitido: “Feliz Azul -nos han dicho- suena a Cranes, a Goldfrapp, a Fiona Apple. Pero les juramos: no fue culpa nuestra”.

Pero ¿por qué mejor no le echan una oída a “Waves in the sand”?

    

 ¿Buenos, no? Y tomando en cuenta que soy un “pirata sentimental”, me di a la tarea de subir los demás tracks al Rapidshare para que cualquiera pueda descargar la música de Feliz Azul, picando en este link:

DESCARGAR FELIZ AZUL

 Yo, ateo sentimental, en lugar de Feliz Navidad, les deseo Feliz melancolía.

 

Todos tenemos un lado hardcore

           

A fin de no mancillar este espacio con imágenes ofensivas para mis lectores, he decidido canalizar mis escritos sobre porno al blog A tranquear el zorro, escrito a diez manos junto a Wil, el Chino, Tino y Killer. Para que sepan de qué va el asunto, transcribo algunas partes de mis colaboraciones, que pueden consultarse siguiendo este link:

 

 

JENNA JAMESON, ESCRITORA DE SUPERACIÓN PERSONAL

De la primera a la última palabra, Cómo hacer el amor igual que una estrella del porno se muestra como lo que es: una vida novelada, un manual de autoayuda sobre cuestiones eróticas y una guía para los negocios; en pocas palabras una película porno de 20 horas a la que es difícil adelantar las escenas con gente vestida.
...Mientras alaba el maravilloso tacto femenino y despotrica contra los varones, Jenna Jameson oferta a fin de cuentas uno más de sus productos: un libro donde hay imágenes y sexo explícito, hay anécdota y anatomía, pero lo más importante: hay copyright. Porque después de todo qué importa otra historia más de vida en el abismo si la autobiografía no está avalada por la marca registrada, del mismo modo que las vaginas de plástico valen por la chica que las anuncia.

 

 

CON MIS PROFUNDAS CONDOLENCIAS

Acaba de morir Garganta Profunda. Aquí le rendimos un homenaje.

 

       sasha

SASHA GREY’S ANATOMY

¿Qué más se le puede pedir a una chica que el ser lectora de Tolstoi, Hunter S. Thompson y Sartre, que le guste la música de Shostakovich, Tool, Pink Floyd, Bach, Black Sabbath y Miles Davis, o el cine de Godard, P. T. Anderson o Antonioni? Se llama Sasha Grey, gana montones de dinero y parece perfecta para una plática sobre Bertolucci.

 


¡¡¡PRÍVATE!!!

¿Qué tienen de especiales los especiales CUMSHOT 1 y 2 de la revista Private? Bueno, cómo explicarlo: ¿Recuerdan aquella fotografía de Edgerton que se volvió célebre por la velocidad de obturación de la cámara? Hagan de cuenta que lo mismo pero en porno.

 

DISEÑO (PORNO)GRÁFICO PARA DUMMIES

El otro trabajo de los diseñadores de carátulas para películas porno es el de hacer folletos de ofertas para el súper. Aglutinan todo, nada se aprecia salvo un montón de chicas abriendo la boca o escenas de la película recortadas en Paint. Poco originales, quienes dan forma a la carátula de una película para adultos parecen estar a la saga de quienes les ponen nombre. Un extraño descuido para una industria que se fundamenta principalmente en los privilegios de la vista.

Parece que las compañías tienen en muy baja estima a los compradores y no les faltará razón. Comprar porno es un ejercicio de la brevedad; en la adolescencia, debe consumir el tiempo suficiente para que un familiar no aparezca en el mismo puesto de revistas, o en el más penoso de los casos, experimentar una erección. Y el mercado no ha obligado a los fabricantes a mejorar sus presentaciones: en el mundo de los consumidores de porno los exquisitos son los menos. Ya pocos revisan con cuidado las carátulas en el videoclub para adultos y menos aún revisan la sinopsis mientras piensan: “¿Ánimo de qué tengo hoy?"

SOBRE ADVERTENCIA NO HAY ENGAÑO: El sitio contiene imágenes explícitas.

Las 3 edades del rock

Austin

1. Vejez

Cuando llegué al concierto de Austin TV, la mayoría de los asistentes pensaba que yo era un papá que había acudido a buscar a su hija emo. El policía de la entrada me trató de “usted” y ni siquiera osó poner sus manos sobre mis perneras. Con la barba sin afeitar y el cuello de la camisa asomándose por el abrigo, más bien parecía un profesor universitario de esos que incitan a sus alumnos a su primer porro. Pudo haber sido el peor día de mi vida, pero por fortuna no tuve mejor compañía que dos amigos de mi edad: Miguel parecía un guardabosques; Fernando, un precandidato que con desesperación busca una frente arrugada que besar.

Ni qué decir del golpe emocional que representó ver a un auditorio que apenas estaba naciendo en el mismo año en que yo descubrí a Guns N‘ Roses (y de paso, el heavy metal, y de paso toda la música hecha con guitarras eléctricas). Para el fan rockero como para el futbolista, la vida es otra al avizorarse la tercera década. Al ver a tanto adolescente brincando a ritmo de Austin hice mía la confesión de Juan Villoro: “Nunca fui más viejo que cuando tuve 30”.
 
Cada uno de mis amigos tuvo su propia epifanía de la crisis de la edad, sobre todo en el slam, cuyos 4 minutos nos cansaron  como si acabáramos de correr los 400 de relevos. “No mames, por error le toqué los pechos a una chava”, dijo Omar. En su mirada se encendía el terror de quien puede ser en cualquier momento acusado de un abuso.

La convocatoria de Austin –un público hecho a base de Internet, principalmente y que vino contra todo pronóstico a escuchar un concierto instrumental de principio a fin- me hizo recordar las épocas en que los únicos grupos de rock que llegaban a la ciudad tenían cantantes que gruñían como manada de rottweilers (en esos tiempos ser rockero era escuchar bandas de nombres impronunciables y logotipos ilegibles). Los años pasaron y esos metaleros de cabelleras largas como el sargazo se habían vuelto baptistas o reporteros, y todo el tiempo me los topaba porque querían convertirme a la fe, o en el peor de los casos, hacerme preguntas para un sondeo. Pese a ello, a veces se dejaban aparecer en conciertos de cualquier tipo para revivir el éxtasis de un amplificador Marshall bien microfoneado.

“Ya somos unos viejos”, me abordó Sandro Sosa, uno de esos rockeros de antaño que ahora surcaba los 28 años y cuyo mayor logro había sido tocar el solo de “One” con una secadora de estilista. “Ve a estos niños, qué saben ellos de Zeppelin, de Sabbath, de aquel Sepultura de ‘Chaos A. D’” Lo miré no sin asombro: Sandro había logrado sonar a su papá -el ingeniero Sosa- cuando decía que la mejor selección había sido la del “Halcón” Peña.

Me concentré en lo que sucedía entre Austin y sus fans, enardecidos por la melodía, incapaces de seguir las piezas con la voz (esa forma a veces fácil de alimentar el furor). Me agradó no conocer ninguna de sus canciones: era experimentar el éxtasis de la primera vez.

coda

 

2. Madurez

La mejor definición del concierto de Coda, que se dio una semana después del de Austin TV, la dio David, un ex compañero de la secundaria, a quien ni siquiera le gustaba el rock:

“Sólo vine porque de seguro voy a ver a toda la generación de los maristas”.
 
No se equivocó. Ahí estaban Menandro (que acostumbraba a tirar cubos de metal en los cubículos del baño, siempre y cuando éstos se encontraran ocupados), Quiñones (yo pensaba que aún estaba purgando una condena por robo violento) o Gordolobo (de quien recibí hace años unas fotos donde supuestamente salía borracho, desnudo y junto a un ex maestro, pero nunca quise abrir ese mail).

De dónde les surgió el gusto a todos por Coda nunca lo sabré. Yo conocía a la agrupación porque Waldo no dejaba de cantar “Sin ti no sé continuar” mientras te tiraba las tapas de hule de su mesabanco y porque Fernando hacía el característico cabeceo tembloroso de Chava cuando llegaba a la parte de “No sé si piensas en mí, como yo en ti, me haces tanta falta”.

Puedo apostar que la inmensa mayoría de los asistentes vio en Coda una oportunidad de recuperar el pasado de alguna forma. Era como ir con el sicoanalista a desenredar el subconsciente, a explicar los motivos por los cuales terminamos siendo lo que esa noche éramos. No se trataba de un grupo muy popular (el resto de mis amigos menores de 25 años apenas los conocían o los conocían por una canción: “Aún”) ni tampoco eran material de eruditos. Creo que por eso su presentación resultó exitosa: definían a mi generación. Es decir, le interesaba sólo a mi generación.

Por otro lado, no había mucho que desentrañar. Casi todo mi grupo de amigos acabó borracho, como solía pasar en las excursiones, pero verlos a todos tan parecidos a los que siempre quisieron ser (excepto Khalil que nunca pretendió pasar tres años de su vida fotocopiando facturas y credenciales de elector) me produjo un sentido de legitimación de la edad que no dejé de saltar toda la noche.

Después de la última canción (Coda repitió “Aún”, quizás para sentirse unánimamente acompañado), caí en cuenta que las había coreado casi todas. Eso me agradó: fue experimentar el éxtasis de quien descubre que puede recordar.

el tri

 

3. Adolescencia

 La peor imagen del concierto de Alex Lora en la Plaza de la República, cuatro días después del de Coda, fue verlo besar a Chela Lora durante el interludio de “Triste canción”. Fue un contacto largo, insoportable, como un insomnio que entre más conciente eres de que quieres que acabe menos visos tiene de terminar.

Alex Lora es un rockero viejo que, como todos aquellos jubilados que te preceden en la fila del cajero, nos pide demasiadas consideraciones.  Su música se ha deteriorado con el uso, incluso sus éxitos suenan mejor en disco que en vivo (un síntoma de que es tiempo para el retiro). Sin embargo, Lora es dueño de un puñado de himnos ineludibles que siguen impulsando a fans y no fans a llenar sus conciertos. Por eso no me puedo quejar: como en esos partidos mediocres de la Selección, no fui exclusivamente por El Tri, sino a escuchar a miles de gargantas acompañar al Tri.

Debido al amontonamiento sólo puedo llegar hasta el área del ingeniero de audio, donde un buen número de funcionarios públicos y gente que ronda los cuarenta ha buscado un oasis. El líder de la fracción parlamentaria del PAN salta con evidente entusiasmo hasta que se da cuenta de dónde está y finge que sus saltos son para buscar a un conocido entre la multitud. Por un momento, las personas de alrededor se olvidan de su edad. Un convergente pasa apoyado en su esposa y sus dos hijos, quienes miran con vergüenza el estado inconveniente de su padre, que hace con los dedos el signo de amor y paz a quien se deje. Cientos de personas trajeron a sus pequeños: fue una especie de iniciación a los territorios del rock and roll, o un viaje a la década en donde ellos no habían pensado en reproducirse. Era como decirles: este es el mundo que existía antes de que tú existieras.

Me veo -los veo- cantando “ADO”, “Santa Martha”, “Nunca digas que no”. La insistencia de los grupos de antro para tocar al Tri ha provocado que uno se desensibilice respecto a cómo debería sonar el Tri auténtico y Alex Lora y su banda tampoco han hecho mucho para marcar esa diferencia.  No obstante, tengo pocas cosas que reclamar porque algo más allá de la ejecución y la interpretación define la música. Es como esas películas muy básicas que finalmente nos conmueven y no sabemos por qué. Como si algo traspasara las virtudes evidentes del arte y nos tocara, y por eso no podemos explicar por qué nos gustan. Creo que es una de las constancias de Lora: te sabes sus canciones porque dicen algo que las demás canciones ya dejaron de decir y no alcanzaste a escuchar en el resto de la música que marcó tu vida.

Me agradó el éxtasis de saberme todas las canciones y pedir a gritos muchas más de las que podía haber interpretado.

Lora no triunfó musicalmente sino biográficamente.

Por eso tuvo todas las de ganar.

    

 

 

Troker ra ra ra

Troker ra ra ra

Ayer, después de escuchar a la Orquesta Mexicana de Tango (y que habían concluido su concierto supuestamente con el tango mexicano más famoso -”Arráncame la vida”- cuando en realidad el tango mexicano más famoso es “Che araña”), Wil, Gabriela y yo nos trasladamos al malecón a escuchar a un grupo de electropop llamado Electric Miami. Una actuación para el olvido, la verdad (el cantante parecía haber tomado un coctel de pastillas) y después de su última rola ya nos íbamos cuando llegaron de repente unos tipos que parecían músicos o sicarios (no se habían pasado la rasuradora y llevaban estuches donde bien cabría o dos trompetas o una ak 47). Decidimos quedarnos para darles a los recién llegados el beneficio de la duda y “oír una rola a ver qué tal”.

Vaya, ha sido uno de los mejores conciertos que pude presenciar en el festival del centro histórico, no sólo por la calidad de la música sino por la forma inesperada en que la banda se hizo presente (de hecho, no estaban contemplados en los folletos promocionales). Como esas relaciones que se sirven de las coincidencias, así llegó Troker. Y qué les puedo decir: fue amor a primera oída.

Troker combina jazz, hip hop, break beats (lo que sea que eso signifique: saqué esa definición de su myspace), e incluso cumbia (en efecto: su rola “El novio” jazzea con las canciones de boda).  Si algo me entusiasma de ellos es que se ve que se la pasan muy bien allá arriba.

Si quieres darte una probadita de su música, ingresa a su myspace aquí.

Y si quieres descargar su disco “Vinil Jazz”, pica mejor acá.

Y por si tienes pereza: